Ocho

Cuando ayer por la tarde llegué a la fonda de Santa Maria, Zanotti me estaba esperando.

—Puede que me meta allí donde no me llaman, signore, pero me han dicho que vuestro Beaumarchais ha sido visto en el puerto en compañía de un soldado de uniforme.

—¿Uniforme de aquí o de allá? —pregunté intrigado.

—Francés, signore. De la Real Orden Militar de San Luis.

Vaya. Aquello me dejó muy sobresaltado. ¿Qué estaba haciendo Beaumarchais con semejantes compañías? Ya que el enamoramiento aún me permitía pensar un poco y no había aniquilado el profundo sentido del deber que siempre ha sido mi fuerte, pregunté cómo podía llegar hasta el puerto y me puse en camino sin perder tiempo, en la sola compañía de un farol de aceite que el amable hostalero me prestó.

Por el camino no hacía más que recordar vuestras palabras.

Parece que pueda veros en este mismo momento, madame, sentada en vuestro saloncito, con el violín en el regazo y enfrente la bandeja con el servicio del chocolate, ya frío. Suspirasteis. Abristeis la boca de mármol para decir, muy severa: «Tal vez os parezca exagerado, monsieur Guillot, pero mi hermana y yo tenemos razones muy poderosas para sospechar que a monsieur de Beaumarchais le lleva de cabeza algún disparate y es por eso que se ha apresurado a apuntarse al viaje a Barcelona con la excusa de proteger a la legación de chocolateros. Tanto madame Victoria como yo misma estamos casi seguras de que aprovechará su estancia en aquella bella ciudad del sur para encontrarse con alguien a quien no puede ver en París, y puede que para cerrar algún negocio. Ignoramos si estos movimientos los realizará por orden del rey o por voluntad e intereses propios, pero en cualquiera de los casos nos vemos en la obligación de pediros que lo vigiléis de cerca y nos informéis de todo lo que haga».

En aquel instante me parecieron vuestras sospechas un poco exageradas. En la noche de ayer, en cambio, mientras cruzaba la plaza de Palacio en medio de la oscuridad, me preguntaba cómo podía haber dudado de vuestra infinita perspicacia. ¡Cuánta razón teníais, madame! Y qué penoso resultaría, si vuestras sospechas se confirman, verme obligado a denigrar de palabra al secretario del rey, por quien siento un respeto y una admiración tan grandes.

Vislumbraba ya el Portal del Mar, por donde debía salir antes de que los centinelas cerraran las puertas de la muralla, cuando oí un zumbido de voces masculinas a mis espaldas. Me volví a mirar siguiendo el instinto que nos hace más suspicaces y rápidos después de oscurecer, ¡y no diríais nunca a quién hallé frente a mis narices!

A una distancia de unos veinticinco pasos un grupo de amigos, o eso parecían, volvían a casa muy alegres, como si hubieran salido a celebrar algo. Uno de ellos, que era bajito y se daba un aire con un sapo, estaba tan borracho que ni siquiera se tenía en pie. Cargaban con él dos hombres. Los transportistas, por cierto, vestían con mucha elegancia, llevaban pelucas nuevas, casacas con botonaduras de oro y hebillas brillantes en los zapatos. Uno de ellos iba traduciendo lo que decían en un inglés tan desastroso que daba risa. En el grupo destacaba un hombre más airoso que los demás, que vestía también con mucho lujo y muchos bordados y mucho oro, y que lucía en el medio de la cara una prominencia nasal tan apatatada que de nuevo me encontré preguntándome por qué razón las gentes de esta tierra encuentran tan horroroso comer patatas, como si ver a aquel hombre y tener estas dudas fuera todo una misma cosa. De los dos individuos que faltan, uno vomitaba en el tronco raquítico de un árbol recién plantado y el otro lo miraba con cara de decir: «Termina, que ahora voy yo».

¿Vos os asombráis también de que tropezara con tan selecta compañía? Pues sí, señora, estaba ocurriendo de nuevo. El chocolatero Mimó, disfrazado otra vez de capitán general, había decidido salir a practicar aquel divertimento de robar a extranjeros inocentes que tanto parecía gustarle. Esta vez las víctimas serían sir Sapo Inglés y sus dos acompañantes, que por salir a beber habían optado por dejar la lanza en casa. Cuando los encontré debían de llevar ya entre pecho y espalda por lo menos cinco botellas del licor tremendo y caminaban hacia su fonda, sita en la calle Manresa, donde yo sabía que serían desplumados en cuanto cerraran los ojos para dormir la mona.

Reconozco que esta certeza me planteó un dilema moral muy incómodo. ¿Debía evitar acaso el mal que iban a sufrir unos hombres a quienes consideraba enemigos de mi nación y de mi rey? ¿No daría mejor servicio a mi país si me ponía del lado de los ladrones? Pero al ponerme al lado de los ladrones, ¿no estaba traicionándome a mí mismo, que también había sido una víctima inocente de aquellos desalmados? ¿No debe un hombre que tal se considere ayudar siempre a los más necesitados? ¿Y no es humano —y de sentido común— hacer piña ante la adversidad? ¿Debía servir a Francia antes que a mi sentido común?

Y como no lograba decidirme y los hombres ya casi se perdían en el entramado de calles, tomé una decisión precipitada (ya sabéis que las decisiones no son mi fuerte). Corrí hacia el grupo y abordé al Sapo. Él ponía interés en mirarme, pero no lo conseguía. Sus ojos apenas se abrían y tampoco enfocaban. Por lo menos, no al mismo tiempo. A pesar de todo, me reconoció y preguntó con voz pastosa:

—¿Vos, Fernández?

—Sí, señor. Estoy aquí para daros la respuesta a aquello de la máquina que dejamos pendiente el otro día —dije en un inglés bien afinado.

Observé que Mimó me dirigía una mirada cargada de interrogantes. No sabía de dónde había salido y mucho menos qué pretendía. Tampoco era capaz de entender mis palabras, claro, ya que eran pronunciadas en auténtico inglés.

—¿Y tiene que ser ahora? ¿No podéis esperar? —preguntó mi enemigo.

—Estoy muy impaciente —mentí.

—Está bien. —Hizo un soberano esfuerzo—. ¿Y pues? ¿Qué es lo que habéis decidido con ayuda de vuestra hermosa mujer? —Bajó la voz para decir, mascando las sílabas—: Hablad en baja voz, no quiero que nadie sepa nada de nuestros negocios.

—Iremos con vos —solté.

—¿Y el aparato?

—Lo llevaremos.

—¿Y vuestra esposa? ¿Nos acompañará?

—¡Por supuesto!

En la boca del Sapo se dibujó una sonrisa de merluza satisfecha. Quiso decir: «Son magníficas noticias», pero solo consiguió balbucear: «Mafníquitas no…», antes de que su estómago proclamara el final de la reunión y dejara hecha unos zorros la casaca del señor Nariz de Patata.

Cuando volvió en sí y se enderezó la peluca, retomó la conversación, sudando, pálido, pero con un montón de esos aspavientos que los ingleses suelen confundir con la buena educación.

—Mañana acudiré a vuestro establecimiento para cerrar el trato —dijo.

—Preferiría que fuera pasado mañana, si no os importa.

—No veo por qué no. Decid la hora.

—¿Las cinco en punto?

—Así sea. Llevaré papel timbrado.

El licor de hierbas y nueces manaba de los estómagos ingleses como si fueran fuentes humanas. El Sapo estaba contento y lo dejó bien claro con un discurso que salió exaltado pero pastoso:

—¡Qué ciudad la vuestra, señor mío! ¡Cuántas delicias! ¡Qué gente tan amable! Aquí un hombre puede sentirse como en el paraíso. Buen beber, buen comer, buenos amigos. —Propinó una palmada muy sonora en el hombro de su acompañante—. ¡Y buenas mujeres! ¿Sabéis qué? —Bajó la voz de nuevo, para las confidencias—: Esta tarde se ha metido en mi cama una dama muy distinguida a quien conocí solo hace unas horas. Se aloja en mi propio hostal, es muy partidaria de la Armada inglesa y jura que me encuentra muy mono. ¡Qué hospitalidad la suya! ¡Qué agrado tan inimaginable! En sus brazos me he visto transformado en un cachorro. ¡Incluso me he dormido! Nunca había experimentado nada igual, ni con las putas a quienes trato desde hace años. Aquí he descubierto la dulzura inaudita de despertar con la cabeza apoyada en un regazo femenino, mientras ella juega a desenredarme los cabellos con los dedos. ¡Qué deseo! ¡Qué admirable señora! Disculpadme un momento, haced el favor.

Mientras el oficial inglés se daba la vuelta para vomitar de espaldas —con más privacidad—, el imbécil de Mimó no me quitaba ojo de encima. Debía de estarse preguntando de qué modo mi presencia allí perjudicaba sus intereses. Solo un segundo antes de irme, me acerqué al sir inglés con la excusa de retirarle de la casaca un pedazo de filete a medio digerir y le susurré al oído:

—Pasad una magnífica noche.

Mimó desconfió mucho, que era exactamente lo que yo pretendía.

Sí, ya sé que pude decirle otra cosa bien distinta. Pude advertirle, como un buen compañero. Os otorgo la razón de antemano, no me reprochéis nada. Le quería avisar de lo del robo, pero en el último momento lo pensé mejor. Nunca acierto con las decisiones.

El Sapo no movió ni una ceja, seguramente de mi gesto esperaba palabras más solemnes. Severo como si estuviera en un cadalso a punto de dar la vida por honor, exclamó:

—¡Igualmente!

Después me volví hacia el pollino de Mimó y lo saludé con una reverencia, sombrero en mano, muy teatral. Le dije, en mi catalán aún joven:

—Señor capitán general, un júbilo volver a veros.

Y arranqué a correr a través de la plaza de Palacio, temiendo que el tiempo se me hubiera echado encima sin remisión.