Os pido humildes disculpas por el giro inesperado que ha tomado esta crónica, de la cual me dispongo a serviros un capítulo más, correspondiente a la conversación que mantuve en el despacho parroquial de Santa Maria con el santo varón padre Fideo. Después de las presentaciones (breves) y las cortesías (necesarias) pasé directamente a hablarle de Mariana. Le dije sin tapujos que tanta belleza me tiene cautivado, pero mucho más aún su coraje, del cual fui testigo mientras me hallaba apretujado bajo el mostrador. El religioso me escuchaba como si en todo el día no tuviera otra cosa que hacer, con una media sonrisa dibujada en los labios y las manos sobre la mesa. Viéndolo se te venía a la cabeza una de aquellas imágenes de ermitaños tocados por el dedo de Dios que ilustran las hagiografías.
Me atreví a exponerle mis intereses. Le conté que si yo viviera en esta ciudad, o pensara establecerme en ella, sin dudarlo propondría matrimonio a una mujer como Mariana, con quien me agradaría fundar una familia cuanto más numerosa mejor. Pero como, por desgracia, son muy altas las obligaciones que me ligan a mi nación, el palacio de Versalles y el servicio a mi señora, me veo obligado a tener en cuenta otras soluciones, en la esperanza de que resulten también satisfactorias. Por nada del mundo quisiera que Mariana volviera a vivir en una casa de beneficencia y menos aún que cayera en las garras de aquel animal de Mimó y de otros como él, que solo buscan hacerse ricos y le miran las… las… Bueno, tal vez no tengo necesidad, señora mía, de deciros qué le miran porque vos lo sabréis perfectamente, me parece.
El padre Fideo aprobó con un movimiento de cabeza cuanto acababa de oír.
—Hacéis muy bien en preocuparos de ella, monsieur. Yo ya soy un hombre viejo y pronto me llegará la hora de rendir cuentas a Dios Nuestro Señor. Cuando me pregunte por Mariana, me gustaría poder contarle que está en buenas manos.
—Para eso estoy aquí, padre. Aunque necesito vuestra colaboración y vuestro consejo para llevar a cabo ciertos planes que acaricio. Mariana os escucha y os aprecia. Dice que la conocéis desde siempre. No hay nadie mejor que vos, pues, para referirme algunas cosas que preciso saber antes de dar el primer paso. Si no encontráis en ello inconveniente, por supuesto…
—Deseáis saber, si no me equivoco, si la muchacha es honesta, si os podéis fiar de ella.
—Lo habéis adivinado.
—De modo que habéis venido hasta aquí en pos de una historia. —Tamborileaba sobre la mesa con las yemas de los dedos, lentamente, como si encontrara placer en ello—. La historia de Mariana la chocolatera, ¿es eso?
No había ningún disgusto en su voz. Más bien parecía satisfecho.
—Si pudiera ser…
—Con sumo gusto. Acomodaos en la silla, que la cosa bien lo merece. Yo os contaré cuanto deseáis escuchar, y que comienza el día en que Mariana quedó huérfana de padre y madre. Ni siquiera caminaba todavía. Alguien la llevó a la Casa de Misericordia, donde recogen a las criaturas desvalidas. Allí creció, sana y tan bien alimentada como podían permitirse las monjitas terciarias. La conocí, lo mismo que a otras criaturas de la casa, en mi papel de confesor. La niña Mariana llamaba la atención por su bondad y su candidez, y también porque tenía la cara fina y los rasgos vistosos. Incluso de muy pequeña era ya una belleza. Además, todos la querían, alababan sus muchas virtudes. Las monjas la tenían por una niña despierta, trabajadora y poseedora del mejor corazón que habían conocido nunca.
»Acaso vos, que sois extranjero, ignoráis qué cosas hacen los reyes de España por estas tierras cuando les sobran cuatro reales y están de buen humor. El buen Carlos III, muy feliz porque le acababa de nacer un nieto (desventurado, no vivió ni tres años), quiso organizar un concurso en nuestra ciudad destinado a las doncellas pobres en edad de casarse. Prometió seis mil reales de dote para tres muchachas de entre quince y treinta y cinco años, pobres, huérfanas y honestas. Las peticiones debían hacerse por escrito e ir avaladas por un ministro del Señor.
»Nada más conocer la convocatoria, que prometía escoger tres afortunadas de entre todas las aspirantes, pensé en Mariana. No había otra como ella en toda la ciudad, y por desgracia, si nadie la dotaba, nunca saldría de las cuatro paredes donde vivía. ¿Se ha visto jamás destino más injusto para criatura tan perfecta? Alabados sean Carlos III y todas sus ocurrencias, que este hombre no parece hijo de su padre sino en esta manía de querer que todo el mundo hable castellano, ¡como si no pensáramos seguir hablando lo que nos venga en gana, diga él lo que diga! En fin, que todo aquello fue una bendición del cielo para Mariana. Corrí a reunir toda la documentación necesaria: partida de defunción de padre y madre, una certificación de buena salud, otra conforme cumple los preceptos de la Iglesia, una más de pobreza vergonzante (¡qué cosas más extrañas!), y fui redactando una carta donde decía que la chica era doncella, honrada, bien criada, hija natural, debidamente honesta y sin accidentes de rostro que le restaran bondades. Firmé yo “por no saber ella escribir” y lo presenté todo junto.
»Mariana abría mucho los ojos cuando le conté lo que había hecho, asegurándole que no había nadie mejor que ella para recibir la generosidad de nuestro rey. Solo tenía dieciséis años, pero era lista. Estaba ya resignada a tomar los hábitos terciarios, la única salida digna a que podía optar para no morir en la miseria. Cuando de pronto, tras oírme hablar del papeleo, me preguntó: “¿Y con quién he de casarme, pobre de mí, si solo conozco huérfanos, viejas y monjas?”.
»Entonces caí en la cuenta de que no bastaba con procurarle una dote. Era necesario encontrarle también un hombre lo bastante bueno para merecerla, y eso me llevaría algo más de tiempo. Comencé a buscar enseguida. Tengo fama de tranquilo y bonachón, señor mío, pero os puedo asegurar que estoy siempre alerta y no se me escapa nada. Comencé a observar con mucho interés a todos los hombres solteros de la ciudad. Ninguno me parecía lo bastante bueno para mi Mariana, no obstante. A algunos los encontraba malhablados, a otros demasiado insípidos o demasiado espabilados, o demasiado peludos o demasiado holgazanes, y llegué incluso a descartar a uno solo por ser oriundo de Morón de la Frontera. Ya comenzaba a creer que no lo conseguiría cuando conocí a Fernández, el chocolatero. ¡Qué hombre tan formidable! ¡Y despierto! Era buen cristiano, no tenía ni un pelo de tonto ni le daba miedo trabajar. Nos conocimos por casualidad, una tarde en que entré en su establecimiento y me permití un capricho de la gula al dejar que me invitara a una jícara diminuta de un chocolate muy especiado y muy dulce. Por lo visto, aquellos indios incivilizados del otro lado del mundo lo llaman manjar de dioses. ¡No me extraña que sean tan difíciles de convertir a la fe verdadera, caramba! El cristianismo hizo bien en conquistar una pócima como esta, y dársela a sus legiones. Fernández, le decía, me sirvió una taza y me acompañó con otra igual, cerró un momento las puertas de su tienda y me abrió las de su alma, ya que necesitaba confesar sus más íntimas inquietudes. Ya sabéis que, en esto de escuchar, los sacerdotes somos autoridades.
»Supe así que aquel hombre sufría. Sufría mucho y trabajaba más aún, porque cada vez había más clientes que llamaban a su puerta y él no daba abasto a servirlos a todos. Además, iba a las mejores casas a preparar chocolate, como siempre se ha hecho. Podría haber tomado un aprendiz a su servicio, pero no se fiaba demasiado de los prohombres del Gremio ni de los boticarios y menos aún de los molineros. Prefería no tener que compartir sus secretos con desconocidos y reservarlos para el día en que pudiera hacerlo con alguien de su confianza. Percibí que la voz se le quebraba de desesperación al pronunciar estas palabras, y le pregunté en qué pensaba.
»El chocolatero Fernández ansiaba una compañera. Hacía treinta y tres años que era soltero y no tenía parientes en la ciudad. Desde que llegó, caminando desde Mataró y cargando él solo con la piedra y la mano de moler, no había hecho otra cosa sino trabajar de sol a sol. De vez en cuando, cuando alzaba la vista de los granos de cacao recién tostados, aún soñaba con encontrar una mujer que resolviera todas las angustias de su soledad, que eran muchas (algunas lo asediaban de día y otras de noche). No tenía por costumbre requebrar muchachas ni disponía de tiempo para nada que no fuera hacer chocolate y más chocolate, y ahora que había alcanzado los treinta y tres años, la edad en que los dioses mueren y los antiguos se sienten a mitad de camino, se desesperaba de pensar que aquel chocolate que a otros endulzaba la vida estaba llenando la suya de una amargura irreparable.
»Mientras me contaba todas estas penurias, yo le miraba como ahora mismo os estoy mirando a vos, y por dentro estallaba de felicidad. Lo dejé acabar, porque estas cosas surten mayor efecto si se dicen cuando el otro se ha desahogado, y entonces dije: “Tal vez os extrañará saber que me alegra mucho todo lo que os ocurre”.
»Le extrañó, como yo sospechaba. Me preguntó a qué venía mi alegría, si solo me había explicado desdichas. “A que tengo la solución a vuestras desdichas, señor Fernández. Vos dejadme hacer y sabréis de qué os hablo.”
»No me gustaría que creyerais que arreglé el concurso. Me limité a hablar con dos o tres personas de influencia, que suelen escucharme con mucha atención (sobre todo cuando les impongo la penitencia). No exageré en absoluto, solo referirles las auténticas prendas de mi candidata todos me dieron la razón. Después supe que se habían presentado ni más ni menos que mil ochocientas ochenta doncellas, de las cuales trescientas nueve fueron descartadas por no ajustarse a las bases de la convocatoria. Quedaron mil quinientas setenta y una. Que escogieran a mi Mariana fue un acto de justicia casi divina, os lo puedo asegurar. Y su unión con Fernández, el chocolatero, la mejor idea que he tenido jamás.
»Reuní un fantástico equipo. Ella encontró protección y él alegría. Con la ayuda de Mariana, aquel pobre hombre por fin pudo pensar en otras cosas. Un día vinieron ambos a visitarme (lo hacían a menudo) para decirme que se les había ocurrido fabricar una máquina de hacer chocolate. Por las noches, cuando cerraban su negocio, hablaban de manivelas y mecanismos y hacían muchos planes para el futuro, según me dijeron. “¡En traer hijos al mundo debéis pensar cuando cerréis la tienda!”, les regañaba yo, que me sentía como si tuvieran que hacerme abuelo. Pero nada, ellos solo pensaban en construir todo lo que se les pasaba por la cabeza. ¡Y lo hicieron! No había nada que aquel par no pudiera hacer juntos, ¿me entendéis? Eran como una tormenta de verano, cuando empezaban nada podía pararlos y se lo llevaban todo por delante.
Al padre Fideo se le llenaban los ojos de lágrimas cuando recordaba a Mariana al lado del chocolatero.
—De modo que esta máquina que vos habéis conocido es como si fuera el hijo o la hija que nunca tuvieron, porque estaban demasiado distraídos con otras cosas. Eran un buen batallón esos dos, ya lo creo que sí, merecían otro destino. Nuestro Señor a veces escribe con muy mala letra, mira por dónde.
Dejé que pasara aquel momento de emoción y lagrimita y pregunté si estaba completamente seguro de que Fernández había muerto.
—¡Por supuesto que murió! —saltó al instante—. Lo enterré yo mismo, aquí al lado, en un huerto de coliflores que es de la rectoría.
—¿Le enterrasteis vos?
—Mariana me lo pidió. Que la ayudara a darle cristiana sepultura al desafortunado y guardara en secreto la noticia de su tránsito, para que los del Gremio no quisieran cerrarle la tienda. Y yo, que a esta criatura no sé negarle nada, accedí, Dios me perdone. De vez en cuando ella visita el pedazo de tierra donde descansa su hombre, que solo ella y yo sabemos dónde está. Resulta un poco extraño ver a una mujer joven y guapa como ella derramando lágrimas frente a los brócolis y las coliflores, pero si la sacristana pregunta, le digo que de tanto sufrir a la pobrecita se le ha vuelto la cabeza del revés.
—¿Y de qué murió el chocolatero?
—De sarampión. ¡Qué desgracia! Un mal día tenía fiebre y dos semanas más tarde ya estaba bajo tierra.
Quedé conmocionado después de conocer la historia completa de mi ángel y su chocolatero. Al mismo tiempo, me complació comprobar que el padre Fideo era perfecto para mis propósitos.
—Veréis, padre —le dije—, a mí me parece que a vos no os satisface del todo que Mariana se haga monja e ingrese en la Casa de la Misericordia para no salir nunca más.
—¡Por supuesto que no me satisface! —dijo al punto. Y con voz algo más pausada, añadió—: Pero ¿qué puedo hacer? Ya os he dicho que no soy tan joven como antes ni tengo el empuje…
—Dejadme hablar, os lo ruego. He venido hasta aquí buscando una historia, es cierto. Pero vos aún no sabéis qué precio pienso pagaros por ella.
—¿Precio? —Abrió mucho los ojos, dejando que su frente se surcara de arrugas—. ¿Y el precio cuál es?
—Un final.
Se mostró muy interesado. Aunque, antes de darle explicaciones más pormenorizadas de lo que acababa de anunciar, añadí:
—¿Tenéis algo que hacer pasado mañana a las cinco de la tarde?