Madame:
En mi afán por acabar la crónica de ayer en el momento más oportuno con la intención de proporcionaros una lectura más agradable, dejé para hoy un detalle de suma importancia. Al llegar a la fonda, tras aquella noche de sustos y nieve, no encontré a Beaumarchais esperándome. Me pareció raro. Pregunté por él a Zanotti, que al punto me informó:
—Cuando salió por aquella puerta solo me dijo que iba al teatro, pero es mentira, signore.
—¿Cómo podéis saberlo?
—Porque la Casa de Comedias está cerrada, signore. Hace dos años que los barceloneses no podemos ver ninguna función, ni cantada ni declamada. Dicen que hay crisis y que la ópera vale muchos reales. ¿No es para echarse a llorar que hayamos de vernos de esta manera?
Pero lo más extraño fue que Beaumarchais no apareció en toda la noche y, en consecuencia, tuve que dormir solo, después de escribir durante un buen rato bajo la claridad de las luces de la calle. Por la mañana a la hora del desayuno seguía sin aparecer y su ausencia dejaba a nuestra legación descabezada y a los nuestros sin concierto.
—No podemos ir a casa del señor Fernández sin él, sería una grave descortesía —opinaba Delon, siempre tan moderado.
—¡Pues yo no pienso esperarlo eternamente! —añadía Maleshèrbes mientras engullía tres rebanadas de pan con queso.
—¿Creéis que deberíamos avisar al capitán general? Tal vez le han secuestrado —se asustaba Labbé.
Y Delon:
—Calle, hombre de Dios. Si le hubieran secuestrado, ya lo sabríamos.
Y Labbé:
—¿Sí? ¿Cómo?
Y yo:
—Señores, no nos precipitemos. Solo hace unas horas que le echamos de menos. Démosle la oportunidad de regresar por su propio pie sin molestar de nuevo al capitán general.
—Sí, mucho mejor, ¡este capitán general es un cero! —apuntaba Maleshèrbes con la boca llena—. Mirad, si no, el dinero que nos han robado. ¿Diríais que está haciendo algo por recuperarlo?
Después de un instante de mustia reflexión, Delon tomó la palabra:
—Decidnos vos, Guillot, qué planes tenéis para hoy, y así sabremos a qué atenernos.
—¿Yo? —inquirí.
—Claro. En ausencia de Beaumarchais, el intendente habréis de ser vos.
¡Pobre de mí! Carezco por completo de talento para decidir. Ni siquiera cuando se trata de mí mismo, señora. Cuando debo tomar una decisión, me echo a temblar. Y después de hacerlo es aún peor, pues siempre pienso que debería haber escogido aquello que deseché. Es una muerte en vida, os lo aseguro.
Ante tal situación, que sin ser desesperada era bastante grave, decidí conceder el día libre a toda la comitiva.
—¿Y qué queréis que hagamos, con tanto tiempo y sin un céntimo? —preguntó Labbé, creo que con mucha razón.
—Yo me vuelvo a la cama —decidió Maleshèrbes, a quien de tanto comer se le había puesto cara de puerco satisfecho—. Avisadme cuando esté listo el almuerzo.
—¡Este hombre solo vive para masticar! —se enojaba Delon.
—¿Le gustaría dar un paseo por el camino de muralla, señor? —propuso Labbé a su colega de Bayona.
De modo que los dejé medio compuestos, uno en la cama y dos al fresco, y dispuse como me pareció de mi tiempo libre. Creo que le saqué bastante provecho, como enseguida os contaré.
Empecé por visitar a mi ángel chocolatero. Daba gusto caminar por la ciudad aquella mañana. El Ayuntamiento había sacado a los reos de las cárceles y los había puesto a barrer las calles. En cada esquina había montículos de nieve pulida, esperando a ser retirada. Lucía un sol alegre pero frío, y todo olía a nuevo.
En la tienda de la calle de las Tres Voltes encontré a Mariana detrás del mostrador, más hermosa aún que el día anterior, sonriéndole a una clienta que acababa de comprar una libra de chocolate.
—No hay ninguno como el de esta casa —decía la mujer con la mercancía en las manos—, mi marido y yo no queremos otro.
Mariana asentía satisfecha.
Y la clienta, marchándose, continuaba:
—Dé expresiones a su marido.
—De su parte —repuso ella con la mirada turbia.
Cuando sus ojos se encontraron con los míos, Mariana agrandó la sonrisa, como si se alegrara de verme.
—¿Os encontráis mejor? —pregunté.
—Mucho mejor, gracias.
—Me alegra saberlo.
Entró otra clienta. Parecía una camarera de buena casa. Mariana se olvidó de mí por un momento para atenderla.
—Mis señores desean saber si el chocolatero podría venir esta tarde a casa a preparar chocolate.
—Mi marido se encuentra de viaje —mintió Mariana con aquella sonrisa perenne que convertía los engaños en verdades—, pero puedo ir yo.
—¿Usted? ¿Usted hará el chocolate?
—Por supuesto. Tan bueno como el de mi marido.
—¿Y se arrodilla usted en el suelo, como un hombre?
—Claro. ¿Es que no tengo rodillas, acaso?
—Rodillas, no lo dudo. ¿Pero fuerza? No sé.
—Se sorprenderán ustedes.
La camarera negaba con la cabeza, sin dejarse convencer por la novedad.
—Yo creo que no es buena idea. A mis señores no les gustará tenerla a usted por los suelos. —Una mirada con los ojos entrecerrados, pensativos—. ¿Y ya le dejan los del Ayuntamiento ir por las casas de la gente honrada haciendo un trabajo de hombres?
Mariana suspiró de resignación. No le gustaba tener que mentir. Empezaba a pensar que su lucha era en vano. No respondió. La camarera prosiguió:
—Será mejor que busque un chocolatero varón. ¿No sabrá usted dónde puedo encontrar uno?
Mariana se permitió una sonrisa de picardía al responder:
—No, señora, lo siento, no conozco ninguno lo bastante varón.
La clienta la miró con cara de llevar toda la razón en un asunto muy sencillo y salió del establecimiento haciéndose la indignada.
—¿Decís de verdad que utilizáis el metate? —quise saber.
—Claro. No hay nada más sencillo.
—Yo pensaba que era necesaria mucha fuerza en los brazos para eso.
—Yo tengo mucha fuerza. Sobre todo, si me enfado.
—Tal vez pudiera ayudaros. ¿Me podríais enseñar a hacerlo?
—¿Chocolate? ¡No me hagáis reír! ¿Os habéis visto? —Soltó una carcajada—. ¡Pero si sois un alfeñique! No podríais ni con la mano de moler. Y os ensuciaríais la ropa. No, se ve a la legua que vos habéis nacido para revolver libros y papeles. ¡Y para pensar! Dejad el chocolate para otros.
—La verdad es que haría cualquier cosa con tal de veros contenta. —Escuché otro suspiro de resignación por su parte—. Y por poder estar a vuestro lado me ensuciaría hasta el alma, ¿sabéis? Soy vuestro más ferviente admirador, Mariana.
—¡Últimamente me salen admiradores por todas partes y de todas las complexiones! —saltó ella, creo que burlándose un poco de mí, aunque a continuación añadió con un tono más grave—: Pero os agradezco de corazón que queráis ayudarme.
—¡Ayer hubiera querido romperle la nariz a ese Mimó!
—No serviría de nada. Para mi desgracia, tiene razón. Haga lo que haga, tendré que cerrar. Y ellos me robarán la máquina, como tanto ansían.
—¿Cómo? ¿Os rendís? ¿Vos?
Se encogió de hombros.
—Me canso de luchar contra gigantes.
—¿Y cómo pensáis vivir?
—No me quedará otro remedio que volver al lugar del que salí, la Casa de Misericordia. Aún tengo allí gente que me aprecia y me recuerda. Ya he hablado con el padre Fideo, y ha prometido ayudarme de nuevo.
—¿La Casa de Misericordia?
—Salí de allí para casarme, también gracias a ese hombre santo. Un día os lo contaré con calma, la mía es una historia difícil de creer. Tuve mucha suerte de poder casarme y amé a mi marido con toda mi alma. Pero de pronto se acabó mi suerte, como si hubiera llegado al final de un saco. —Se quedó en silencio, lo justo para recuperar de nuevo aquella sonrisa que siempre la iluminaba, y añadió—: Pero por lo menos no seré de Mimó. Eso me consuela.
Y volvió a reír. La dejé porque había otra clienta esperando y no quería estorbar. Le dije que volvería en algún momento, quizás esta vez en compañía de la comisión a la que seguía representando, y salí a la placita, donde me fijé en un hombre que, acodado en la esquina de enfrente, no quitaba ojo a la tienda ni un instante. Con gusto le hubiera preguntado qué estaba haciendo allí y quién le enviaba, para qué, con qué intenciones, pero preferí no llamar la atención, por el momento, y continuar con mis asuntos.
Como de todos modos tenía el día libre y un día tiene un montón de minutos que aprovechar, decidí curiosear un poco en la historia de Mariana y hacerle una visita a aquel santo varón del que mi ángel tanto y tan bien hablaba. Me puse en camino hacia Santa Maria del Mar, aquel enorme bajel de piedra amarrado a la vida de todo un barrio, que empezaba ya a ser el mío. Pensaréis acaso que me falta el juicio, madame, pero en aquel momento tuve la certeza de que, por tiempo que pase, por vueltas que dé el mundo, este lugar siempre será el mío más que ningún otro. Siempre habrá una parte de mí mismo aferrada a estas calles estrechas y a estas plazas diminutas, siempre una parte de mi alma recorrerá con melancolía este bullicio de acentos distintos y voces apresuradas que se escucha a todas horas, una parte que siempre llevará dentro del corazón los nombres sencillos de este laberinto, que evocan oficios de gente simple de otro tiempo: Vidrieria, Esparteria, Espaseria, Formatgeria… Son extraños los designios del corazón, pero es él y solo él quien decide a qué lugar pertenece.
Mi corazón se ha declarado hace muy poco barcelonés y del barrio de la Ribera y yo solo atisbo a comprender que no puedo negarme.
De camino, también tuve tiempo para pensar en este embrollo en el cual me he visto inmerso sin querer, y en el modo de resolverlo. ¿No os ocurre que, cuando movéis los pies, los pensamientos se mueven también, allá arriba? Yo pienso mucho mejor con los pies en danza, madame, hace mucho que lo descubrí. Por eso cuando necesito resolver algún problema o meditar algo importante, salgo a dar un paseo por los jardines de Versalles. Dios mío, no hay pesar que en aquella vastedad no encuentre su solución. Incluso me atrevería a decir que con la mitad habría sobrado. ¡Qué inmensidad! Si los jardines parecen hechos para que indecisos como yo tengan tiempo de aclararse.
Pero retornando a los pensamientos que tuve mientras caminaba por Barcelona: se me ocurrió que tal vez os suceda como a mí y necesitéis una explicación para comprender mejor cuanto os he contado. Así pues, en el tiempo que preciso para llegar de las Tres Voltes a la puerta del despacho del rector, os contaré que el Gremio de Chocolateros de Barcelona es aún una criatura recién nacida. Después de cuarenta y ocho años de trifulcas y pleitos, la antigua cofradía de fabricantes de chocolate, bajo la advocación de san Antonio de Padua, consiguió que la Audiencia los reconociera como gremio autónomo hace siete años. Debéis saber que hasta ese momento solo los boticarios tenían aquí permiso para vender chocolate y que el Colegio de Boticarios y Azucareros de la ciudad hizo todo lo posible —legítimo e ilegítimo— con tal de conservar ese privilegio. Y por si fuera poco, también los molineros de chocolate comenzaron a reclamar su derecho a vender el producto de la molienda, y también se les negó por culpa de los boticarios, que durante años tuvieron mucha mano para influir sobre las sentencias judiciales.
Desde la creación del nuevo Gremio, los chocolateros tienen sus propias normas, recogidas en su reglamento: solo los maestros chocolateros pueden agremiarse; quien no esté agremiado, no podrá vender chocolate ni al detalle ni al por mayor; para ser chocolatero es necesario haber aprendido el oficio, primero como aprendiz durante seis años —en los cuales deben pagarse religiosamente las cuotas del Gremio y está prohibido cambiar de maestro más de una vez—; también es necesario superar un examen. Los exámenes tienen fama de ser muy difíciles y constan de una parte teórica y otra práctica. La práctica suele consistir en moler chocolate ante el tribunal con un metate. Cada aspirante debe encargarse, asimismo, de encender el fuego y se valora mucho su habilidad para hacerlo. También deben los aspirantes analizar diversos granos de cacao, separándolos según su especie, origen y calidad. Tras superar estas pruebas ya solo falta pagar las cuotas para poder considerarse chocolatero. Si se dejan de pagar cuatro cuotas, se pierde la condición de agremiado, pero no la de maestro. Las mujeres no pueden examinarse y, por tanto, nunca podrán ser maestras chocolateras ni tampoco agremiadas. Como dice aquí la voz popular, el chocolate es cosa de hombres.
Y entre tantas explicaciones, que deseo hayan ayudado a aclarar alguna duda, ya hemos llegado a la puerta del señor rector de Santa Maria, de nombre auténtico padre Fideo. Espero que no os aburra conocer ahora qué cosas tan interesantes me contó de nuestra querida Mariana, y que os referiré en el siguiente capítulo, porque mi pobre mano empieza a necesitar un descanso (y mi estómago gruñe solo de recordar los higos secos).
Solo un apunte más.
Es probable que estéis pensando que tanto interés por los problemas de esta mujer no hallan justificación solo en la diligencia con que de costumbre atiendo los negocios que me encomendáis. Tal vez creáis, pues sois perspicaz para estas cuestiones, que si muevo tanto las piernas por las calles gélidas de Barcelona y si pregunto a desconocidos y me tomo tantas molestias es porque otro afán me inspira.
Pues sí, madame, acertáis. Quiero confesarlo antes de ser descubierto. Es evidente que desde hace ya un buen rato habéis reconocido este anhelo. Acaso saberlo os decepcione, acaso monsieur de Beaumarchais me castigará al enterarse. Aceptaré cualquier castigo con agrado y aun pondré la otra mejilla, pues la causa es insoluble y, además, merece la pena.
Lo reconozco: Mariana llena todos mis pensamientos, noche y día (con perdón de Su Majestad y también de vos misma).
Estoy enamorado de ella como un demente, señora.
(Podréis tal vez reprocharme que descuido mis responsabilidades. Mas nunca, nunca podréis decir que no sé cómo terminar un capítulo).