Cinco

Servidor, que lo es de vos antes que de nadie, después de tomar dos higos secos y un sorbo de agua fresca, se encuentra dispuesto a continuar la crónica de los hechos allí donde quedó interrumpida al final del capítulo anterior. La retomo en el mismo punto: estamos en la tienda del chocolatero Fernández y el Sapo Inglés acaba de salir junto a su escolta dando un portazo.

Con tanto ajetreo, mi ángel, pobre criatura, se había asustado. Estaba de pie junto a la máquina, llorando a lágrima viva, no me preguntéis por qué razón.

—Me la quieren robar. Todo el mundo quiere robarme la máquina —decía entre hipidos.

Le pedí que se calmara un poco, la acompañé hasta la vera del fuego y traté de hacerle entender la parte buena de aquel engorroso asunto: si su marido era un poco astuto y se dejaba de partidismos políticos —que nunca llevan a ninguna parte—, podía sacar un buen pellizco de los ingleses y de su rey, del cual se dice que no está en sus cabales.

—El señor Fernández es un hombre afortunado de verdad —añadí, y debo confesaros que me estaba refiriendo al negocio solo en parte.

Pero ella negaba con la cabeza una y otra vez mientras lloraba sin consuelo.

—Ya os digo que no es posible —susurraba.

—Pero ¿por qué no? ¿Qué sacáis de ser tan testaruda?

Y llora que te llora, sin darme una respuesta. Yo no lograba comprender nada, ni por qué tanto llanto, ni por qué el marido era tan reacio a hacerse rico a costa del rey loco. Ya me habría gustado a mí tener yo mismo una oportunidad como esa de infiltrarme en la guarida de nuestro archienemigo. ¡Os aseguro que habría sabido aprovecharla!

—Aún no sé vuestro nombre, señor —dijo de pronto el ángel llorón.

—Victor Philibert, vuestro servidor.

—El mío es Mariana.

Perdonad que os cuente una intimidad, señora, pero al escuchar este nombre pensé que pocas veces la tierra y el cielo han sabido ponerse de acuerdo con más acierto. Aquel nombre en todo hacía justicia al aspecto de aquella criatura.

—Es un nombre muy bonito, Mariana —dije.

—Me lo puso el padre Fideo. ¿Lo conoce? Es un santo varón. Yo le debo la vida, la fortuna y todo lo que soy.

—¿En verdad se llama Fideo?

—¿Verdad que es gracioso? Mucha gente cree que es un apodo debido a cómo le gusta la sopa de fideos. ¡Pues es su apellido auténtico! Ya ve qué cosas tan extrañas ocurren. —Sonrió, y contenta estaba aún más bonita—. El padre Fideo es el rector de Santa Maria del Mar. Yo pertenezco a su parroquia, ¿sabéis? Suerte tuve de tenerlo cerca. Pero en lugar de escuchar el cuento de mi vida, que no es muy alegre, ¿os importaría mostrarme de una vez esas pruebas de que es madame quien os envía?

Me pareció justo. Revolví en mi zurrón en busca de vuestra misiva. Por desgracia, no podía entregársela junto con el regalo que la carta prometía y que habría querido darle primero.

—¿Conocéis a madame? —le pregunté mientras seguía revolviendo.

—No, claro que no. Pero tanto he oído hablar de ella que es como si la hubiera tratado desde siempre. ¡Sus pedidos llegan con tanta frecuencia! ¡Y demuestra tener tan buen gusto! ¿Sabéis que el chocolate que le servimos es exclusivo, hecho solo para su buen paladar?

—Aquí la tenéis —dije al fin entregándole la carta.

La desdobló, admiró la letra bien formada y la firma. Me la devolvió y dijo:

—¿Podríais leérmela?

—¿No sabéis leer?

Bajó los ojos. Podría haberlo imaginado. Era solo la esposa de un chocolatero. La preciosa y encantadora mujer de otro hombre.

—Intentaron enseñarme, pero era dura de mollera —explicó.

—Os la leeré con mucho gusto —le dije—, pero tenéis que prometerme que transmitiréis a vuestro marido cuanto en ella dice.

—Podéis estar seguro.

Y comencé la lectura:

Admirado señor Fernández, a quien tantas dulzuras debemos mis hermanas y yo: pongo en sus manos esta carta a través de mi secretario, el se…

—¿Cómo es posible? ¡Está escrita en castellano! —se admiró la señora Mariana.

—A madame le gusta cuidar cada detalle. —Sonreí orgulloso de poder afirmar tal cosa.

—¿Lo habla, quizás?

—No lo creo, señora, aunque los conocimientos de madame son vastísimos y sorprendentes. Soy más bien de la opinión de que la ha mandado traducir. Tenga en cuenta que en Versalles hay tanta gente que siempre encuentras a alguien que se ajusta a lo que estás buscando.

—Ah, por supuesto, por supuesto…

… a través de mi secretario, el señor Guillot, quien os las entregará en persona por orden expresa de mi parte. Acaso el señor Guillot os parezca demasiado joven, pero no debéis atender a las apariencias. Es un hombre honesto y tiene toda mi confianza y la de mi hermana, madame Victoria.

—¿Os dais cuenta de qué cosas tan bonitas dice de vos? —dijo Mariana emocionada, y yo ensayé un gesto de modestia, que significaba: «Madame es generosa en exceso». No quería que se me distrajera la receptora, a quien veía un poco en la luna. Proseguí:

Quiero explicaros que vuestro chocolate es en palacio lo que la ambrosía era para los antiguos dioses. Y es igual de buscado, al extremo de esconderlo para que nadie lo encuentre. Mi hermana y yo contamos siempre el tiempo que falta para volver a tomarlo. Lo degustamos para desayunar y para merendar y nos gusta tanto que incluso hemos mandado fabricar unas chocolateras especiales para dosificarlo en raciones de tres jícaras, pensando que acaso así nos durará un poco más. Hemos pensado que tal vez os agradaría poseer una de estas joyas de porcelana, surgidas de la fábrica que el difunto rey, nuestro padre, tuvo el acierto de construir en la vecina villa de Sèvres. Os envío una que pertenece a mi ajuar personal y que va marcada con mi nombre. Aceptadla en señal de admiración y de fraternidad.

—Leéis fatal mi idioma. —Se rio Mariana por debajo de la nariz.

—¿Habéis entendido lo que dice la carta?

—Sí, que quiere regalarme una pieza de porcelana.

—A vos no. A vuestro marido.

—Sí, claro. ¿Y dónde está la pieza?

—Nos la han robado. Pero en cuanto la recupere, será vuestra.

—Ah. ¿Os la han robado?

—Sí, Mariana, una desgracia. Pero escuchad, que ahora viene lo más importante.

—Leed.

También me atrevo a pediros a cambio una ínfima compensación. El emisario que os entregará estas palabras representa a una comisión de gentilhombres enviada por el propio rey, mi sobrino, Luis XVI. Como vos sabéis, nuestro estimado monarca es un hombre de ideas avanzadas, a quien interesa cualquier indicio de modernidad que pueda surgir en el mundo. Es por eso que vuestro invento mecánico para fabricar chocolate ha despertado el más vivo de sus intereses y ha decidido enviar al maestro chocolatero de palacio, monsieur Labbé, a aprender de vos todos los secretos del ingenio. Os ruego que lo recibáis con la consideración que merece un hombre que endulza la existencia del rey de Francia. Y que hagáis lo mismo con el resto del séquito, a quien pronto podréis conocer. Si os digo todo esto, conociendo que sois un hombre honesto y justo, es para rogaros que recibáis a todos estos amigos míos con el mismo gusto con que me recibiríais a mí misma si pudiera visitaros y que los ayu…

—¿Y todas estas personas han venido con vos? ¡Dios mío, ahora sí que estoy perdida! —volvió a interrumpirme.

—Esperad para hablar, señora, que ya estoy terminando. Escuchad con atención lo que sigue —insté antes de llegar al final de la hoja.

… y que los ayudéis en su cometido oficial. De igual modo, me veo en la triste obligación de informaros de que tenemos noticias sobre una embajada del rey inglés, el abominable Jorge III, que, enterada de nuestros propósitos, ha decidido recalar en Barcelona, suponemos que con la intención de meter las narices en vuestro establecimiento. No son gente de quien las personas nobles puedan fiarse, señor, y como amiga vuestra que me considero debo advertíroslo. Os pido, en nombre de mi sobrino el rey, que no mantengáis entrevista alguna con esos hombres, a menos que deseéis que os roben u os maten o algo aún peor.

Mariana frunció el entrecejo.

—¿Qué cosa podrían hacerme peor que matarme? —preguntó Mariana.

—¡Chist!, ya solo nos falta la despedida.

Como sé que concederme cuanto os pido habrá de causaros algunas molestias, y como por nada del mundo quisiera ser causa de vuestros problemas, he pedido a mi secretario, monsieur Guillot…

—¡Mirad! ¡Otra vez habla de vos!

—¡Que sí! ¡Escuchad!

monsieur Guillot, que os deje encargado un gran pedido, como para consolar los tristes y gélidos inviernos de palacio durante los próximos años. Una vez nuestros embajadores hayan abandonado satisfechos vuestro negocio, mi emisario os dará detalles y os pagará a buen precio el trabajo y la disposición. Os aseguro que la suma es generosa y os compensará de todos los contratiempos que podamos causaros. Tendréis, además, la satisfacción de haber ofrecido un servicio de gran utilidad a la corona francesa.

Nada más, señor mío, salvo recordaros mi agradecimiento por las tardes tan estupendas que vuestra bebida nos proporciona. Si supierais lo bien que combinan vuestro chocolate, los ejercicios de violín, la lectura en el pequeño gabinete de mi hermana Victoria y las tardes grises sobre el patio de armas…, de todos estos ingredientes están hechos los anocheceres de Versalles, en estos apartamentos donde vivimos. Recibid un apretón de manos de vuestra sincera amiga.

Madame Adélaïde de Francia

Se hizo un silencio oportuno.

—¿Ya está? —preguntó Mariana, y cuando contesté que sí, en efecto, dejó escapar un suspiro y añadió—: ¡Pues me he perdido!

—Veamos. Me acompaña un séquito de personas que desean ver la máquina —expliqué.

—Lo he entendido todo excepto la parte del negocio y la compensación.

Sonreí, satisfecho de que fuera directamente a la parte más interesante —para ella— del asunto.

—Es fácil, Mariana. Madame desea compensar al señor Fernández por las molestias.

—¿Compensarle poco o mucho?

—Diría que muchísimo.

—¿En metálico?

—En oro.

—¿Pronto?

—Seréis ricos antes de que yo deje la ciudad.

Me callé muy astutamente el detalle de que no teníamos ni un real porque todo nuestro dinero había sido robado. Deseé que monsieur Beaumarchais tuviera razón cuando dijo que recuperaríamos todo lo que nos habían robado.

—¿Y diríais que vuestra compensación es mayor o menor al negocio que me han ofrecido los ingleses?

—¡Señora, no me ofendáis! ¡Aunque la cantidad fuera igual, tener tratos con la gran nación francesa siempre es mucho mejor!

Los ojos de Mariana se encendieron de la emoción. Se diría que nuestra oferta le resultó más interesante de lo que sus palabras se atrevieron a decir, no me preguntéis cómo puedo saberlo. Estaba encogida, como si escondiera alguna información muy valiosa, o como si, a pesar de cuanto acababa de leerle, aún desconfiara de nuestras intenciones.

—Decidme —me pidió—, esa comisión a la que vos representáis ¿podría prescindir de ver a mi marido y tener tratos solo conmigo?

—Por supuesto que no, señora —repuse con firmeza—, puesto que vuestro marido es el objetivo de nuestra visita.

—Ah. Yo pensaba que el objetivo de la visita era la máquina —dijo ella.

—Claro, claro, la máquina. Pero de poco sirve la máquina si no aparece quien puede desentrañarnos su funcionamiento. Deseamos ver una demostración práctica…

—Yo puedo haceros una demostración práctica, monsieur. Conozco todos los secretos de ese cacharro. Ayudé a pensarlo, a diseñarlo, a montarlo. Hace meses que lo utilizo sin la ayuda de nadie.

—No sé qué deciros… Esto es extraño. No lo habíamos pensado de este modo —dudé antes de preguntar—: ¿Y por qué tenéis que hacerlo vos? ¿Tan segura estáis de que el señor Fernández no regresará para hacerlo? ¿No os parece que es demasiada cabezonería?

A un silencio elocuente siguieron unas palabras tristes.

—Por desgracia, señor, del lugar al que ha ido mi marido la gente no regresa.

Y como resultó evidente que no la había entendido del todo, añadió, bajando la voz y acercándose un poco:

—Murió, señor. La mayor cabezonería de todas.

—¿Murió? —La sorpresa me forzó a levantar la voz más de la cuenta y ella me miró con espanto.

—¡Chist! ¡Más bajo! En el gremio no lo sabe nadie.

—¿Y cuánto hace?

—Casi seis meses.

—¡Seis meses! ¿Y cómo es posible que nadie lo sepa?

—Lo he mantenido en secreto.

—¿Por qué?

En aquel momento sonaron de nuevo unos golpes en la puerta, con un estilo y unas maneras que nos recordaron de inmediato a los embajadores ingleses. Una voz desafinada y penetrante nos sacó de dudas:

—¡Eh, tú, mujer! ¡Abre ahora mismo o echo la puerta abajo!

Ella palideció. Me pareció que comenzaba a temblar.

—¡Es Mimó! —dijo.

Me encogí de hombros como para preguntarle quién era aquel Mimó que gastaba tan poca urbanidad. Explicó:

—Un miserable empeñado en tenerme sea como sea. ¡Debéis esconderos, rápido!

En la puerta, los gritos y los golpes continuaban tan fuertes que hacían temer que todo se viniera abajo: botes, lejas, paredes, y también nuestros corazones.

—¡Mariana! ¡Que me abras te digo! —gritaba la voz desafinada.

Mariana me señaló la parte baja del mostrador, donde había un hueco del tamaño de un hombre. Me metí allí con gran trabajo, contorsionando cuanto pude mis pobres miembros, y lo logré a tiempo de evitar que aquel salvaje cumpliera sus amenazas.

—¡Mariana! ¡O abres ahora mismo o…!

—¿Qué te ocurre, Mimó? —Mi ángel abrió la puerta.

Entraba de la calle un frío intenso y húmedo que daba ganas de gritar. Hablaron en catalán, pero comprendí su conversación sin dificultad, como si mi oído fuera haciéndose a aquella lengua que en algunas cosas me recuerda a la nuestra. De las palabras que siguieron tenéis a continuación una transcripción, realizada de memoria, pero con gran exactitud.

—¿Puedo pasar?

—No. ¿Qué quieres?

—Vengo a hablar con tu marido.

—No está en casa.

—¿Y cuándo volverá?

—Ya te avisaré.

Aquella voz, señora… Puede sonaros extraño, pero la reconocí al punto. No debe de haber muchas en el mundo tan desagradables. Agucé el oído para estar seguro.

—¿Sabes cuántos días hace que tu marido no está en casa, Mariana?

—No pienso responderte.

—Yo he contado cinco meses, por lo menos. ¿Te ha abandonado? ¿Necesitas un hombre nuevo?

¡Por supuesto! No tenía ni la más mínima duda. Era la voz del capitán general Nariz de Patata. O más bien del mentiroso que nos había visitado el día antes en el hostal, haciéndose pasar por otro.

—Si necesitara otro hombre, no serías tú, Mimó —repuso ella valiente.

El tal Mimó no se sintió mejor después de escuchar esto. Su voz sonaba aún más desafinada cuando espetó:

—Yo de ti cacarearía menos. Sabes muy bien que podemos cerrarte el negocio.

—¿Tú y cuántos más?

—Yo y los demás maestros. Del gremio de chocolateros y de los otros, que en esto estamos de acuerdo.

—¿Los boticarios también?

—Y los molineros.

—Caray, Mimó, veo que trabajas mucho, últimamente.

—¡Y lo que trabajaría si tú me dejaras, Mariana! —Ahora la voz se ablandó un poco y se volvió rastrera como una babosa.

Me daban ganas de salir de detrás del mostrador y decirle cuatro cosas a aquel hombre.

—Vete y déjame tranquila. De esto hemos hablado muchas veces.

—¿Y por qué te empeñas? ¿No te das cuenta de que tu marido te ha abandonado? ¿No sabes todo lo que yo puedo ofrecerte?

—¿Tú? ¡No me hagas reír!

—¡Claro que sí! ¡Tengo dinero! ¡Y tendré mucho más con tu ayuda! Seremos los comerciantes más ricos de la ciudad. ¡Nos compraremos un carruaje! Con tu talento para los negocios, tu máquina y tu sonrisa tras el mostrador, no habrá nadie capaz de hacernos la competencia…

Mariana suspiró de cansancio y aburrimiento.

—Vete, Mimó. Siempre la misma cantinela.

Conseguí sacar una pierna, con esfuerzo, y ponerme de rodillas tras el mostrador. Mi corazón galopaba, sabedor de que me jugaba el cuello en aquella maniobra, pero tenía que asegurarme. Me levanté, muy despacio, como un títere tras un teatrín, hasta que conseguí vislumbrar quién era el hombre que hablaba con tanto descaro a mi ángel muerto de frío. Os lo creáis o no, señora, el instinto no me engañaba. A pesar de la oscuridad, lo vi muy claro: ¡era él! Su nariz de patata fue la confirmación más precisa, a pesar de que ahora había dejado en casa el disfraz de engañar a extranjeros y vestía como un comerciante. Tenía los brazos muy fuertes, como es normal entre los chocolateros, y una cara de mala gente que daba susto. Miraba a Mariana como si fuera un plato de crema y se le acercaba con descaro, mucho más de lo que un hombre decente se habría atrevido a intentar. Perdonad la rudeza de mis expresiones, señora, pero os digo que estaba tan fuera de mí que incluso pensé en apalizar al intruso —por todo, por ella, por el dinero, por la chocolatera de Sèvres—, y si no lo hice fue por no ensuciar la reputación de Mariana (y quizás también porque me habría hecho trizas). A regañadientes, regresé a mi escondrijo y me retorcí como un gusano en su madriguera, mientras buscaba un sentido a todo aquello.

La conversación continuaba en la calle, tan viva como el frío que entraba. Ahora Nariz de Patata hablaba con despecho:

—Veo que también los clientes te han abandonado.

—Sí, gracias a ti y a tus amigos. ¿Crees que no sé lo que vais diciendo de mí?

—¿No es verdad?

—Eres un miserable, Mimó. Y un envidioso.

Nariz de Patata sacó pecho y voz, como un cantante. Se acercó a Mariana, pero ella no reculó. ¡Qué mujer tan valiente! Cuanto más se enfrentaba a aquel despreciable personaje, más aumentaba mi amor por ella.

—No me provoques, mujer, que no respondo.

—Si no te gusta oír la verdad, no vengas a mi casa.

—Vengo porque sé que tarde o temprano también será mi casa. Solo tengo que esperar.

—Tú mismo.

—Las mujeres gritáis mucho al comienzo, pero luego os acobardáis y buscáis quien os defienda.

—¿Has acabado? Quiero cerrar la puerta.

—No puedes. Aún no te he dicho a qué he venido. Me envía el gremio.

—¿Cuál?

—El nuestro.

—¿Y cuál es el mensaje?

—Los maestros chocolateros queremos que tu marido pague lo que debe.

—Nosotros no debemos nada.

—Tres meses de cuota. Más los intereses. Son muchos reales. Queremos que tu marido comparezca en la próxima reunión, que es el miércoles que viene, y que nos traiga el dinero y alguna explicación convincente.

—Dejad en paz a mi marido. Es conmigo con quien tenéis que hablar. Yo llevaré las explicaciones y los reales para que me dejéis en paz.

—Tú no nos sirves. Esto es cosa de hombres. Lo dice la ley.

—Cuando la ley no sirve, hay que cambiarla.

—Pero ¿por qué te empeñas? ¿Qué ganas? Ven conmigo, Mariana. Haremos un frente común tú, yo y la máquina. Se acabarán todos tus problemas. Tendremos un negocio próspero.

—Yo ya tenía un negocio próspero antes de que vosotros comenzarais la guerra. ¡Y aún lo tengo, mal que os pese!

—Solo hasta que te confisquemos la máquina.

—¡Eres un sinvergüenza, Mimó! —soltó Mariana empujando la puerta.

El miserable Mimó colocó un pie entre la puerta y el marco. Por la rendija entreabierta entraba un vendaval helado. Y no estoy hablando de la nieve que seguía cayendo del cielo, sino del frío que contenían sus palabras.

—¿No quieres comprenderlo? ¡Eres una mujer! Las mujeres no pueden ser maestras de ningún oficio. Tú sola no puedes utilizar la máquina. Te hace falta un hombre.

—¿Qué sabes tú lo que a mí me hace falta? Lárgate, Mimó. Ya está todo dicho.

—Insistes en ser una desgraciada, pudiendo tenerlo todo.

—Vete ya.

—Pues yo me encargaré de que lo seas de verdad.

—Déjame cerrar la puerta.

—No olvides lo que te digo. Se me ha acabado la paciencia. ¿Es que no me escuchas, idiota?

—Claro que te escucho, desgraciado. —Ahora era Mariana quien sacó pecho, voz y ganas yo no sé de dónde, y se defendió ella sola, y no sé por qué me pareció que no era la primera vez que lo hacía—. Demasiado te he escuchado ya. ¿Me arrepentiré? ¿Y qué vais a hacerme esta vez? ¿Divulgar más mentiras rastreras, como las que inventáis últimamente? ¿De quién ha sido esa idea tan retorcida de que adultero el chocolate con sangre menstrual? Eso solo puede ser idea de un hombre sucio y vil como tú. Un miserable, un envidioso. Aquí el único que contamina su producto eres tú, Mimó, con la hiel de tus pensamientos. Es lo único que te queda: tu hiel, tu veneno, tu soledad. Siempre quisiste todo lo que tenía mi marido. La máquina, a mí, su visión en los negocios. ¿Piensas que no me daba cuenta de que incluso cuando él iba a mi lado me mirabas? Tu manera de mirarme me daba asco. Me lo sigue dando. Acéptalo de una vez. Nunca tendrás lo que era suyo. Nunca, por siglos que esperes, por mucho que vengas a gritar a mi casa. ¿Lo has entendido? Te lo repito: nunca. Nunca jamás. Antes muerta que tuya.

Mimó dio un paso atrás, asustado ante la fuerza de unas verdades tan difíciles de asumir. Solo logró balbucear:

—Eso ya se verá.

La puerta se cerró ante las narices perplejas y enormes del chocolatero —¡plam!— y la pobre Mariana se encogió de pronto, que ni parecía la misma que un momento antes, y cayó al suelo como un saco vacío y comenzó a llorar con la cara escondida entre las manos. Yo quería hablarle, preguntarle por aquello que había oído, consolarla con buenas palabras, pero ella no podía hablar ni dejaba de llorar, y me hizo un gesto ambiguo para decirme que ya nos veríamos otro día, y creo que pidiéndome que me marchara.

Os confieso, señora, que quedé aturdido, sin recursos para decir ni hacer nada que aliviara aquel dolor que veían mis ojos, pensando que, cuando las mujeres se duelen de ellas mismas, los hombres solo sabemos estorbar y poner cara de inútiles.

Salí de la chocolatería, pensando en aquel Mimó y en el modo de encontrarlo, recorrí algunas calles en su busca, pero la oscuridad era casi total y en aquellos barrios no brillaban candelas ni fanales. Hasta que por fin me detuve a escuchar cómo crujían los pasos sobre la nieve. Había poca gente fuera de casa con aquel tiempo y a tales deshoras. Solo tuve que hacer caso a mi instinto y a mi oído, lo mismo que un animal salvaje.

De súbito, al doblar una esquina, vi una claridad que caminaba y reconocí a aquel hijo de mala madre de Mimó entrando en un portal, con un fanal en la mano. Tomé buena nota del lugar donde nos encontrábamos, para regresar a él más adelante, acaso en alguna compañía. La calle se llamaba de las Caputxes.

De vuelta al hostal, entre la oscuridad, temblando de frío sobre la nieve, una vocecilla interior no dejaba de advertirme: «Hoy todo está resbaladizo, pero mañana será peor».