Mi crónica del desastre, señora, no termina aún. Cuando ya todos estábamos al fin preparados, con la cabeza despejada y los pies ligeros, empezó a nevar. Como ya el día anterior tuvimos una buena muestra del efecto del frío sobre nuestras pobres narices, el señor de Beaumarchais comenzó a inquietarse, mirando al cielo.
—¿Es normal aquí este tiempo, Zanotti? Yo creía que en Barcelona estaban las gentes más templadas.
El hostalero se encogió de hombros y repuso:
—El mundo está muy extraño, señor.
Permanecimos durante un buen rato, los cinco, mudos como pasmarotes, mirando al cielo y esperando el milagro de que la nieve dejara de caer. Ocurrió todo lo contrario y la nevada cada vez se parecía más a una que contemplé cierta vez en palacio y que dejó completamente enterrados a los guardias de la puerta. Ya empezaba a oscurecer y Beaumarchais desesperaba de ver que otro día se nos iba a escapar sin haber hecho nada de provecho. Se acercó a mi oído y me dijo:
—Guillot, vos que sois escurridizo por naturaleza y que tenéis pies voladores, ¿podríais ir de avanzadilla hasta el establecimiento de la calle de Tres Voltes? Se trata de que hagáis saber al señor Fernández que mañana nuestra legación le hará el honor de visitarlo.
Asentí, por supuesto, contento de ponerme en movimiento. Corrí a mi habitación en busca de la carta firmada con vuestro sello y vuestra rúbrica, y con ella muy bien escondida dentro de mi zurrón me apresuré a salir del hostal bajo una nevada inclemente. Hacía tanto frío que la capa no me prestaba ningún servicio, por más que tratara de ovillarme en ella. Con grandes zancadas recorrí la distancia que me separaba de una recoleta plaza donde todos los pelos de mi cabeza comenzaron a temblar.
Para llegar a esta plaza —denominada de l’Oli— pregunté a varios transeúntes. En el paseo del Borne me dijeron «¡Uy, aún andáis muy lejos!». Hacia la mitad de la calle del Rec me respondieron: «Os acercáis». Y por fin, en la bajada de la cárcel me comunicaron: «Estáis justo al lado, mirad, aquella calleja que se llama de la Bòria, tomadla hasta la plaza donde desemboca y habréis llegado». Dicho y hecho. Habría sido mucho más fácil sin aquel frío tan helador, pero de todos modos llegué hasta una puerta de madera sobre la que un rótulo descolorido anunciaba:
FERNÁNDEZ
MAESTRO CHOCOLATERO
PROVEEDOR DE LAS PRINCESAS DE FRANCIA
Por la calle no se veía un alma. Las ventanas tenían los párpados bajados, la nieve comenzaba a amontonarse por las calles oscuras y yo no notaba la nariz ni las manos ni los dedos de los pies dentro de los zapatos. Llamé a la puerta, que estaba cerrada, pero nadie acudió a abrirme. Pensé que moriría congelado en aquel portal si tenía que permanecer allí mucho rato. Llamé con más insistencia, casi con desesperación. No penséis que me abrieron enseguida. Tuve tiempo de rezar alguna oración, envuelto como podía en la capa y bajo aquella puerta sin marquesina, mientras la nieve comenzaba a resbalarme por la nariz y se me congelaba la peluca. Después de aporrear varias veces la puerta, con una desesperación acorde a las circunstancias, grité con la voz que me quedaba:
—Señor Fernández, por amor de Dios, ábrame de una vez o moriré como un perro a la puerta de su casa. Soy Guillot, vengo desde Versalles por encargo de madame Adélaïde, de quien le traigo una…
Debéis saber, señora mía, que vuestro nombre fue como un santo y seña. En el mismo momento en que la nieve comenzaba a caer aún con más fuerza y ya no se veía ni a dos palmos de distancia, una rendija de esperanza se abrió para mí en la puerta del chocolatero y un par de ojos negros como tizones me observaron de hito en hito. Imploré:
—Señor Fernández, me estoy congelando, le ruego que me deje pasar.
La puerta se abrió por caridad. Por fin me hallé a cubierto, en una estancia donde ardía un hogar, había un enorme mostrador y se percibía un riquísimo aroma a chocolate.
Noté que una manta caía sobre mis hombros. Una voz dulce y femenina me dijo:
—Sentaos junto al fuego y enseguida os repondréis.
Puede que os estéis preguntando en qué idioma se pronunciaron estas palabras. Pues bien, os diré que no lo sé con certeza. La mujer que acababa de abrirme no desconocía del todo los rudimentos de nuestra bella lengua, pero sería exagerado afirmar que la hablaba. Del mismo modo, yo soy capaz de utilizar cuatro palabras en castellano y alguna menos en catalán con el objetivo de hacerme entender. Ya sabéis que tengo buen oído para las palabras que no me pertenecen. En una mezcla de los tres idiomas, pues, en la que se infiltraban algunos bosquejos de italiano, nos comunicamos, como podréis comprobar, no muy mal, aquel ángel salvador y yo mismo.
Este sobrenombre de ángel salvador me complace otorgarlo no solo por esto de la manta que acabo de referiros, ni por la taza de delicioso chocolate que me regaló a continuación y que me devolvió de muerto a vivo. Más bien lo digo por la delicada expresión de su rostro. Me fascinó comprobar que mi salvadora era una mujer de poco más de veinte años, ojos oscuros que brillaban como zafiros ante las llamas de la chimenea, mejillas delicadas, cabello del color del cobre viejo y labios de terciopelo. Quedé tan ensimismado ante tal belleza que por un instante pensé que los ángeles del cielo, si hubiera muerto en la puerta, no me habrían gustado tanto.
—¡Habláis mi lengua…! —exclamé admirándola desde el primer instante.
—No, no lo creo… —dijo ella—, pero soy capaz de comprenderla. Tengo muchos clientes que se expresan como vos. Barcelona gusta mucho a los franceses.
Recordé que Beaumarchais me lo advirtió cuando salíamos de París:
—Ya veréis, amigo Guillot, que Barcelona es la más francesa de las ciudades extranjeras.
En cuanto me terminé el chocolate, la mujer preguntó:
—¿Dijo que le envía madame?
—Oui —repuse.
—¿Puede probarlo?
—Naturellement.
—Muéstreme las pruebas.
—Se las mostraré al señor Fernández. ¿No está en casa?
—No en este momento.
—Le esperaré.
—No os lo aconsejo. Podría tardar.
—No llevo prisa.
—Pero yo sí. Dejadme ver esas pruebas. Yo se las enseñaré al señor Fernández.
—¿Sois la criada?
—No, señor.
—¿El señor Fernández es pariente vuestro? ¿Vuestro padre quizás?
—Tampoco.
—¿Me lo vais a decir o tendré que adivinarlo?
—Es mi marido. Y ahora, ¿pensáis mostrarme lo que traéis para él?
Reconozco que me hizo dudar y a punto estuve de mostrarle vuestra carta, pero a tiempo me acordé de aquel engaño que habíamos sufrido y me refrené.
—No acabo de entender si puedo confiar en vos, señora.
—Qué curioso, yo tengo la misma duda.
—¿Dónde está el señor Fernández?
—Mostradme las pruebas de madame y os lo diré.
—Decídmelo y os mostraré las pruebas.
—No hay trato.
—Tampoco por mi parte, entonces.
—¿Desconfiáis de lo que os digo?
—Por desgracia.
—¿Os he dado motivos para ello?
—No me los habéis dado, pero me sobran.
—¿Os he ofendido acaso?
—Vos no. Han sido otros.
—¿Me hacéis pagar entonces por pecados que no he cometido?
—A todo el mundo le ocurre alguna vez.
—Si me dierais las pruebas, todo se compondría.
—O tal vez no. Es difícil saberlo.
—Por Dios, señor, no seáis tan duro.
—No soy duro, sino diligente. Es muy distinto.
—¡Dejadme verlas!
—¡Os digo que no!
—¡Entonces marchaos!
—¡De ninguna manera!
—Para ser tan joven, sois tozudo como una mula.
—Para ser mujer, vos también.
En ese instante llamaron a la puerta de manera nada amistosa. ¡Plam, plam, plam!
—¡Estoy perdida! ¡Son los del gremio! ¡Nos han oído! ¡Saben que estoy aquí! —exclamó mi ángel, y la cara se le contrajo en una mueca de auténtico pavor.
Se repitió el toque —¡plam, plam, plam!— y toda la madera tembló con las embestidas. Una voz de trueno que hablaba en inglés dijo:
—¡Abrid la puerta en nombre del rey Jorge!
—¿Su marido hace negocios con ingleses? —pregunté a media voz, aunque realmente consternado.
—No, señor, que yo sepa —dijo ella.
—Entonces, ¿qué quieren esos?
El ángel se encogió de hombros.
—¡Abrid en nombre de su majestad Jorge III! —repitió el inglés.
—¿Qué hacemos?
—Abrir la puerta, por supuesto —dije con la fuerza de un titán dispuesto a vengar él solo el honor perdido en la Guerra de los Siete Años.
Me hizo caso. Abrió la puerta de par en par y nos encontramos con las narices coloradas y la papada llena de verrugas de un señor barrigón con cierto parecido a un sapo. Iba más abrigado que un servidor y era tres veces más corpulento. Tal vez por eso temblaba mucho menos. Venía acompañado por dos soldados de uniforme, que le custodiaban lanza en ristre y le llamaban sir.
—Os saludo, señores, en nombre de su majestad el rey Jorge III, rey de Inglaterra, Irlanda, Menorca, La India, Dominica, Granada, San Vicente, Tobago, La Florida…
—Sí, sí, sí, ya lo sabemos. —Estos ingleses siempre con todas las victorias en la boca, ¡son insoportables!—. ¿Cómo puedo serviros? —pregunté.
—Lo primero, dejándonos entrar —respondió.
Me aparté de su camino y le indiqué a la mujer que hiciera lo mismo. Los tres hombres entraron en la tienda con todo su aparato y cerraron la puerta. Compartimos el alivio de dejar fuera la oscuridad y la nieve. El inglés echó un vistazo a su alrededor y aprobó con un mohín casi imperceptible el agradable ambiente.
—En nombre de su majestad el rey Jorge III, os ordeno que nos enseñéis el ingenio de vuestra invención capaz de producir chocolate —dijo sir Sapo Inglés, que no parecía amigo de perder el tiempo con preámbulos ni presentaciones, mientras la papada le temblaba de tanta eficacia.
A mi ángel le bastó solo un vistazo para darme a entender lo mucho que le asustaba la presencia de aquellos hombres. Al mismo tiempo, sus ojos me escrutaban, creo yo que esperando a que hiciera algo.
—Os toma por mi marido —susurró junto a mi oído.
—Ya me he dado cuenta —le dije.
—¿Y qué es lo que quieren?
—Ver la máquina.
—¡Imposible! ¡Quiero que se vayan! —dijo ella.
Debo reconocer que aquella respuesta, lo mismo que su animadversión hacia el inglés, me llenó de satisfacción.
—¿De verdad deseáis que se marchen?
—Por supuesto.
—Entonces enseñadles la máquina.
Mientras esta conversación transcurría a media voz, el Sapo perdía la paciencia, zapateaba sobre el suelo y comenzaba a emitir una especie de gruñido. La mujer del chocolatero Fernández se avino a hacerme caso —ya comenzaba a temer que no lo hiciera y el sir declarara alguna guerra allí mismo— y nos condujo hasta la trastienda.
—Si me hacen el favor, señores… —Hice una reverencia con la finalidad de apaciguar un poco el ego del Sapo, pues tengo entendido que nada lima más el carácter inglés que un buen cumplido.
En la trastienda encontramos aquel prodigio mecánico que en estos días despierta la curiosidad o la admiración de todo el mundo civilizado. Es una máquina toda fabricada en madera y metal, con seis patas, cuatro grandes manivelas y rodillos de una gran elegancia, dentados y lisos. En este invento, según pude deducir de las explicaciones del ángel —que me encargué de traducir—, entran por un lado los granos de cacao, en su interior se mezclan con el azúcar y las especias y sale un producto totalmente terminado y de prodigioso sabor. Los ingleses la alabaron mucho, diciendo que un portento similar solo puede surgir de la imaginación de un genio, y a continuación se interesaron por su funcionamiento, que ella nos fue explicando con mucho lujo de detalles, de los que yo traduje solo la mitad, para no avivar aún más el interés de nuestros competidores. Y es que a cada palabra del Sapo, yo maldecía nuestra torpeza por dejar que esta embajada de salvajes nos llevase la delantera.
Los súbditos del rey Jorge se interesaron también por las especias que conviene añadir al cacao para conseguir un buen producto. Mi ángel les dijo que pueden ser muy variadas, pero que nunca deben faltar catorce granos de pimienta negra, media onza de clavo y una nuez grande de achicoria de la más colorada. Algunos boticarios recomiendan echarle también cardamomo, canela, una vaina de vainilla, almendras o incluso azahar, pero ella dijo ser mucho más partidaria de las recetas sencillas.
—Hoy día a la gente ya no le gustan tanto como antes las comidas recargadas. Importa mucho más que el chocolate no esté adulterado y que sea de la mejor calidad.
Mas disculpadme, estábamos admirando la máquina, que dejó a los ingleses tan complacidos que por un rato no pronunciaron palabra (a mí me pasó lo mismo, pero me vi forzado a disimular). Los dos soldados le tomaban la medida a palmos, sin ningún disimulo, e incluso se atrevieron a sopesarla, levantándola cada uno de un lado, como si necesitaran saber cuántos hombres hacían falta para llevársela. Su intendente miraba hacia otro lado en silencio.
—¿Puedo conocer el motivo de tanto afán? —pregunté.
—Por supuesto que sí, señor Fernández. Al rey Jorge le gusta mucho el chocolate. Lo toma a diario. Le procura la fuerza de seis bueyes y le desatasca los conductos del cerebro. Ha oído hablar mucho de vuestra invención. Por eso ha querido haceros el honor de que conozcáis su interés.
Sonreí como si me sintiera halagado por estas palabras. Todo aquello no me gustaba nada. Los hombres terminaban ya con sus mediciones cuando el Sapo habló de nuevo.
—Tengo una curiosidad, señor Fernández, que solo vos podéis aclararme —dijo.
Pensé: «Ahora soy yo quien está perdido. Si me pregunta cualquier detalle, por nimio que sea, de la construcción del aparato, descubrirá el engaño y su ira me aplastará como a un mosquito».
—Vos diréis.
—¿A qué se debe que habléis inglés con tanto acento francés? —quiso saber.
—Ah, eso… —Sonreí mientras pensaba una respuesta convincente—. Pues porque tuve una institutriz francesa.
—Pero según me han dicho, fuisteis aprendiz del maestro Lloseras, que tiene su negocio muy cerca de aquí.
—Sí, señor.
—¿Cuántos años tenéis? No sé por qué, tengo la impresión de que los años os han cundido en exceso.
—Engaño mucho, señor. Es porque soy tan flaco. Aquí donde me veis, acabo de cumplir treinta y uno.
—¿Habláis en serio?
—¡Os lo juro!
El Sapo Inglés se acarició las barbas.
—Debe de ser el chocolate. Los consejeros del rey Jorge afirman que es buenísimo para mantener el vigor de la juventud.
—¡No os diré que no!
Se lo había creído. O eso parecía.
—Una última pregunta.
Por Dios, ¡cuánto sufrimiento!
—A vuestro servicio.
—¿Conocéis mi país?
—No, sir —mentí.
—Pues debéis saber que está lleno de gente hospitalaria y de excelente gusto, que admira sobremanera a las personas como vos, capaces de hacer que el mundo avance con ideas novedosas y útiles. Y eso es aplicable a Su Majestad, por descontado. No hace mucho tuve el honor de adquirir en nombre de nuestro rey una máquina de bucear, muy útil para recuperar objetos perdidos durante un naufragio. O la máquina de hacer el retrato de tres personas al mismo tiempo y en bajorrelieve. Su majestad el rey Jorge tiene una gran confianza en todo ello, y está convencido de que el progreso del mundo pasa por una de esas manivelas, pistones o ruedas dentadas que vos tan bien conocéis. Por último, Su Majestad quisiera saber si vos y vuestra gentil y bella esposa aceptaríais su invitación de vivir en Buckingham el tiempo necesario para construir allí una máquina igual en todo a la vuestra.
El discurso me dejó petrificado. Por suerte, conseguí reaccionar lo suficiente para responder:
—Debo consultarlo con mi esposa, sir.
—Por supuesto, lo comprendo.
—¿Lo comprendéis?
—Sí, señor. Si yo tuviera una esposa tan bella como la vuestra, no daría un paso sin consultarla. Adelante. Esperaremos aquí.
El Sapo hizo un movimiento de displicencia con la mano, señalando a mi ángel, y vi en sus ojos un brillo de admiración o tal vez de codicia hacia ella que no me hizo ni pizca de gracia.
—¿Nos permitís que tengamos tres palabras en privado? —pregunté.
Y él, resignado, dijo:
—Haced lo que tengáis que hacer.
Sir Sapo Inglés y sus dos hombres abandonaron la trastienda, dejando tranquila a la máquina y a su propietaria, junto a la cual me hallaba yo. Traduje cuanto había dicho aquel hombre, sin dejarme nada. En cuanto ella comenzó a comprender, movió la cabeza hacia ambos lados, como una niña:
—No, no, no, no quiero. Mi marido ya no construirá ninguna otra máquina.
—Pensadlo bien, mujer. Es una buena oportunidad de ganar un buen dinero.
—¡Os digo que no! ¡No puede ser!
—Nos os precipitéis. Tomaos tiempo para pensar.
—No hay nada que pensar. Hacedle saber que rechazo su oferta.
Como hacer enfadar al inglés con una negativa rotunda no me parecía conveniente, preferí nadar y guardar la ropa. Salí, con cara de marido calzonazos —entre hombres, esto siempre causa una honda impresión—, y le dije:
—Mi esposa necesita pensarlo bien. Si me decís algún lugar donde pueda haceros llegar mi respuesta, lo haré en solo unas horas.
El inglés me apuntó en un papel una dirección y me lo entregó. Se alojaban en el hostal de Manresa, en la calle del mismo nombre.
—Os concedo dos días. No me hagáis perder la paciencia, señor Fernández.
—No, señor.
—Ah, Fernández. —Se volvió hacia mí de pronto—. Una nadería más.
—Decidme, señor.
—¿Habéis visto por casualidad a una legación de franceses que corre por la ciudad? —me preguntó abriendo mucho los ojos tumefactos.
—¿Franceses, decís? Hay tantos que no sabría deciros…
—Estos son embajadores del rey Luis y llegaron hace un par de días. Se alojan en el hostal de Santa Maria.
Reconozco que me sorprendió encontrarlo tan informado de nuestras andanzas. Por un momento me pareció claro que eran sus hombres quienes nos robaron, aunque enseguida recordé el modo de hablar de aquellas sabandijas y abandoné la idea. Por poca destreza que demuestren los ingleses en casi todo, por ahora aún saben hablar su lengua.
—No, señor. No he visto a ningún francés por aquí —le dije.
—Bien. Si por casualidad los vierais, debéis saber que su majestad el rey Jorge desaprueba que tengáis con ellos ningún tipo de trato comercial. ¿Me habéis entendido, Fernández? Quiero decir… —se corrigió, mirando con ojos de rodaballo a mi ángel—, Su Majestad sabrá agradeceros con mucha generosidad que escojáis bien con quién debéis tratar.
—Comprendo, señor. Haré negocios solo con vos —respondí a regañadientes, muy metido en mi papel.
Si no fuera porque he creído desde siempre que los únicos sentimientos que poseen los ingleses son el hambre, el sueño y una lujuria propia de animales, diría que aquel enano miraba a la mujer de Fernández con ojos de batracio enamorado.
—¡Está todo dicho! —añadió él aún complacido—. Dios bendiga a Su Majestad. Hasta más ver.
Los tres hicieron al unísono una suerte de saludo militar y salieron de la tienda dando un portazo. Me quedó claro que las despedidas largas tampoco eran del gusto del energúmeno.
Y ahora, con su permiso, señora, otorgaré a mi mano el privilegio de un descanso antes de proseguir con la última parte de aquella velada tan provechosa que pasé en casa del señor Fernández y de su preciosa y encantadora esposa.