Tres

He aquí la noticia horrible que ayer no me vi con fuerzas de daros: el capitán general Nariz de Patata y sus dos intendentes nos han robado. De ahí tanto interés por acompañarnos al hostal, de ahí su preocupación por vernos conciliar el sueño. En cuanto cerramos los ojos, se lanzó a registrar nuestras pertenencias, llevándose todo lo que fue de su agrado. Es decir, el dinero, el oro y alguna que otra joya, dejando nuestros bolsillos vacíos. Beaumarchais estaba tan desesperado al descubrirlo que por un momento temí que fuera a lanzarse por la ventana. Se lo han quitado todo. Y por alguna razón me parece que «todo» es mucho más de lo que pensamos.

Yo fui el único, por desgracia, a quien los ladrones distinguieron con un trato distinto. Además de oro y dinero, se llevaron un objeto que formaba parte de mi equipaje. ¿Adivináis cuál? Por supuesto, qué gran desgracia, aquel regalo que deseabais que pusiera en manos del maestro Fernández y que debía entregar junto con vuestra carta. No os angustiéis antes de tiempo: la carta la conservo todavía. Solo el regalo ha desaparecido, pero a decir de Beaumarchais no tardaremos mucho en recuperarlo. Con la finalidad de pedir explicaciones, ha programado una visita al capitán general en su despacho del palacio real. Entretanto, me mandó despertar a toda la legación y decirles que los esperábamos para desayunar.

Podéis imaginar, señora, que nuestro humor era muy negro esa mañana, tras descubrir todos estos desastres. Delon bajó el primero al comedor, muy alterado por el asunto de los robos. Maleshèrbes y Labbé, sin embargo, no comparecieron. Por más que llamé una y otra vez a la puerta de su cuarto, que pronuncié sus nombres a todo pulmón y en un tono de voz muy poco discreto, no recibí de su parte ni la más mínima respuesta. Dentro de su habitación reinaba un silencio tan sepulcral que por un momento pensé —necio de mí— que habían salido temprano para asistir a algún oficio religioso. Pero más tarde recordé que Maleshèrbes no era amigo de clérigos, pedí al hostalero la llave de la estancia en nombre del rey de Francia y entré en aquel santuario, dispuesto a averiguar qué estaba ocurriendo.

Lo que ocurría era una auténtica vergüenza. Toda la habitación apestaba a digestión alcohólica. Los dos compañeros dormían panza arriba, al amparo de la penumbra de las cortinas cerradas. Maleshèrbes —qué desagradable visión— estaba medio desnudo. El señor Labbé aún llevaba sus ropas de salir. Tiradas sobre las baldosas del suelo, conté hasta seis botellas de aquel licor casero que nos habían dispensado la noche anterior. Una de ellas, sin terminar, estaba toda derramada y su olor no contribuía a mejorar el ambiente. Muy abochornado por el comportamiento de aquellos dos súbditos de Su Majestad, intenté despertar a Labbé, con quien tengo más confianza, propinándole unos golpecitos en las mejillas. También intenté sacudirlo, como a un árbol repleto de fruta madura. Solo tras mucho insistir conseguí que abriera un ojo y me mirara, pero no debía de estar aún muy despierto, porque me dijo:

—Ave María Purísima, he aquí un bacalao seco. —Y volvió a desmayarse para continuar roncando.

Me quedó la duda, es natural, de si el bacalao era yo o si acaso era un sobrenombre que me habían puesto los miembros de nuestra comitiva. Observé que las cosas de Labbé y el baúl de Maleshèrbes estaban también revueltos. Los ladrones parecían haber tenido un objetivo muy concreto y con una estrategia muy bien planificada para conseguirlo. Nosotros habíamos sido unos ingenuos al ponerles las cosas tan fáciles. Todo esto me lo recordé a mí mismo mientras bajaba de nuevo la escalera para informar al señor de Beaumarchais del estado de nuestros hombres. Se enojó bastante, tomó un desayuno muy escaso y salió enseguida hacia palacio con el ánimo encendido.

—Vos esperadme aquí, Guillot —me pidió—, por si los durmientes despiertan. Pase lo que pase, no dejéis que nadie salga de la fonda, ¿entendido? Yo estaré de regreso antes de comer.

Corrí a confiarle al maestro Labbé la misma responsabilidad que Beaumarchais me acababa de confiar a mí. Él prometió que se esmeraría, pero me hizo notar que si la montaña humana de Maleshèrbes deseaba salir, él no podría impedírselo. A continuación salí tras Beaumarchais, tal y como vos me pedisteis que hiciera, temiendo haberlo perdido ya en el intrincado laberinto de callejas. Tuve mucha suerte. Di con él y me pegué a sus pasos como una sombra, pero manteniendo la distancia suficiente para no despertar sus sospechas.

En primer lugar fue hasta el palacio real, donde nos habían dicho que tiene su despacho aquel señor González tan bien arreglado del día anterior. Preguntó por él y se presentó como «embajador de Su Majestad el rey de Francia». Como sin duda imagináis, fue recibido en el acto. Qué pasó dentro de ese despacho, lo desconozco, puesto que no lo vi con mis propios ojos (me quedé esperando en la plaza, admirando la grandeza y la majestuosidad del lugar y temblando de frío, pues la capa no me bastaba para ahuyentarlo). Lo vi salir más sereno, caminando despacio y con una sonrisa de satisfacción dibujada en los labios, como si hubiera recibido buenas noticias. Prosiguió su camino, giró a la derecha, recorrió una calle larga y estrecha como la hoja de una espada —donde además, qué feliz circunstancia, tuvieron su negocio varios espaderos— y yo lo seguí sin perderle de vista ni un instante. Caminaba con tal decisión que me pareció que regresaba al hostal.

Me sorprendió verle girar a la derecha al final de la calle Espaseria, caminar siguiendo el muro lateral de la iglesia de Santa Maria del Mar y girar de nuevo, esta vez a la izquierda, para enfilar una calle señorial denominada de Montcada. Procuré mantener el instinto despierto del espía que no actúa por vez primera. Me ayudó la alegría de la calle, su mucho movimiento, la gente que iba y venía, los mercaderes que proclamaban sus productos en su lengua vernácula.

El señor de Beaumarchais no aflojó el paso hasta encontrarse a media calle. Se detuvo, levantó la mirada, me pareció que dudaba un momento a qué puerta debía llamar y al fin se decidió. Hizo sonar el picaporte de la entrada de un lujoso palacio y enseguida salieron a abrirle y le invitaron a pasar. Me pareció que no era un desconocido en la casa. Pasé un buen rato al raso, buscando la caridad de un tibio rayo de sol. Escuché las campanas de Santa Maria dar las diez y las once, y cuando ya temía que llegara el sol a su punto más alto y me encontrara allí mismo, la puerta se abrió otra vez y el señor de Beaumarchais se puso de nuevo en la calle, tan serio como había entrado, pero con algún misterio nuevo dibujado en el rostro. Quiero decir que tenía el aspecto, si es que puede saberse tal cosa, de haber cerrado algún negocio de provecho.

Esta vez adiviné con acierto que regresaba al hostal y me di prisa en tomarle ventaja. Soy ágil, piernilargo y veintisiete años más joven que mi objetivo, de modo que no necesité mucho esfuerzo. Nada más llegar le pregunté a Labbé si había novedades y me informó de que los durmientes seguían sin salir de su habitación. Me senté a una mesa del comedor, fingí que leía un periódico de nombre La Gazeta de Barcelona y me inventé una expresión de enorme sorpresa cuando vi a Beaumarchais entrando por la puerta.

Él nos explicó al punto lo que había descubierto en el palacio real.

—¿No sabe, Guillot? —dijo—. Los ladrones que ayer nos dejaron sin blanca no tienen, como yo sospechaba, relación alguna con el capitán general ni con el Ayuntamiento. El auténtico señor González y de Bassecourt es un hombre ilustrado, como nos habían informado, protector del teatro de esta plaza y gran admirador de mis comedias, que conoce bien. Hemos estado hablando de teatro (en particular del mío), en un francés fluido, y se ha mostrado muy conmovido por mi relato de los hechos. Ha prometido que dedicará todos sus esfuerzos a dar caza a los malhechores.

—Entonces —pregunté—, ¿quiénes eran aquellos hombres?

—Eso mismo me pregunto yo, Guillot, eso mismo.

Tal como había anunciado Beaumarchais, hubo una investigación. Los hombres del capitán general interrogaron a Zanotti —«Yo solo transmití lo que me habían dicho, qué sabía yo, pobre de mí, de aquellos embusteros, si no los había visto nunca», se defendía el hostalero— y se hizo un inventario de los bienes robados. Les sorprendió lo que les conté cuando me hicieron sus preguntas.

—¿Una chocolatera?

—De porcelana blanca. Salida de la real fábrica de Sèvres, pero no ostenta la marca característica de la fábrica imperial, que son dos eles entrelazadas. Estaba envuelta en un paño de terciopelo de color turquesa.

—¿Y la chocolatera tiene algún valor?

—Incalculable, señor. Es una pieza única.

—Y permitidme una curiosidad —dijo uno de ellos—. ¿Siempre viajáis con una chocolatera?

—En efecto, señor —asentí—, nunca salgo sin ella.

Ya no me fiaba de nadie en toda la ciudad. No quise hablar de vos ni del señor Fernández a ninguno de aquellos hombres.

Lo mejor llegó cuando los policías despertaron a los dos borrachines. El interrogatorio no brilló por su ingenio ni por su lucidez. Cuando los policías se retiraron, Beaumarchais en persona dejó caer todo el contenido del aguamanil sobre las cabezas de Maleshèrbes y de Labbé, la mitad para cada uno. Fue una buena idea.

—A ver si esto ha de servir para espabilarlos —dijo, y mirando los muslos como jamones de Maleshèrbes, coronados por una panzota toda tocino y, justo en medio, la salchichita mustia que no sabía ni cómo acomodarse entre tanta abundancia, añadió—: ¡Y tapaos, hombre de Dios! Haced el favor de comportaros, caballeros, ¿o debo recordaros que sois altos comisionados de Su Majestad el rey de Francia, la mayor nación que jamás se ha visto sobre la…

—Bueno, bueno, bueno —interrumpió Zanotti—, ¿puedo serviros en algo más o me permitís devolver el aguamanil a su sitio?

Al final, todo se arregló con una buena jarra de café tibio y reposado después de seis o siete hervores. Como sabéis, se trata de una bebida medicinal aunque de sabor muy desagradable que en nuestros días recomiendan todos los doctores de Europa.