Madame:
Ayer el día se levantó torcido. Nos vestíamos para bajar a desayunar cuando recibimos el aviso de que tres caballeros nos aguardaban en la calle, ante la puerta de la posada. Nos pareció muy extraño, porque no esperábamos a nadie. El señor de Beaumarchais y yo mismo salimos de inmediato para desvelar el misterio, y Zanotti, el hostalero, hizo las presentaciones:
—Este señor es el capitán general de la Cuarta Región Militar, Francisco González y de Bassecourt, y estos dos que lo acompañan son hombres de su confianza, ambos con cargo en el gobierno municipal, que han venido a saludarles.
Lo primero que pensé: «¡Qué arreglados salen a la calle los políticos de esta ciudad!». Tendríais que haberlos visto: llevaban pelucas largas, recién empolvadas, zapatos con hebillas relucientes y casacas bordadas con mucha abundancia de oro, como si pensaran asistir a un oficio solemne o fueran a una recepción principesca.
Por cierto, que este capitán general es un hombre grande y de prominente musculatura —sobre todo, en los brazos—, pero que gasta una voz desafinada, muy poco militar, y una nariz de patata que dan ganas de echarse a reír nada más verla. Digo de patata, señora, a pesar de que he observado que aquí las gentes no sienten ningún aprecio por las patatas y prefieren morirse de hambre antes de comerlas. Solo las bestias las prueban, ¿os lo podéis creer? En algún momento creo yo que tendré que explicarles lo muy equivocados que están, cuánto afán hemos puesto en Versalles en la ingesta de este tubérculo y cuánta razón tiene monsieur Parmentier al alabar sus virtudes. No puedo entender que aquí no hagan lo mismo.
Regresando a nuestro señor capitán general Nariz de Patata, me pregunté: «¿Cómo se las arregla este hombre para dar órdenes a las tropas con semejantes atributos? ¿Acaso algún soldado lo toma en serio? He aquí un posible argumento de tragedia, señora mía, que dejaré para mejor ocasión». Más tarde Beaumarchais me confesó que imaginaba muy diferente a este hombre, ya que le habían dicho que se trataba de alguien ilustrado, protector de las artes escénicas. Ya veis lo mucho que cambia la gente vista de cerca.
También nos extrañó —no poco— que nos hablaran en inglés, o que lo intentaran, porque el conocimiento que demostraron nuestros anfitriones de este idioma de bárbaros fue más que modesto. De los tres, solo el más pequeño abría la boca, y con mucho trabajo se encargaba de traducir nuestras palabras a sus acompañantes, que asentían con la cabeza como autómatas, pero creo yo que sin entender nada. Es probable que os preguntéis por qué no cambiamos de idioma, conociendo el señor de Beaumarchais tan bien el castellano, y yo os diré que no nos pareció educado al principio, por cortesía, contravenir los deseos de aquellos inesperados visitantes. Ya que tanto Beaumarchais como yo conocemos el idioma que se habla en Londres a causa de nuestros viajes a aquella ciudad apestosa, no tuvimos ningún inconveniente en utilizarlo durante un rato.
El capitán y los dos regidores venían, entendimos después de un rato de trabajosa palabrería, a convidarnos a una visita a su ciudad que, por algún motivo, no podía esperar. El señor de Beaumarchais trató de explicarles que teníamos un trabajo que hacer antes de distraernos con paseos, pero aquellos tres caballeros pensaban diferente: primero el paseo, después el trabajo, y así nos lo hicieron saber, a su torpe estilo, pero con tal insistencia que el señor de Beaumarchais tuvo que claudicar.
—Les haremos el cumplido tratando de no entretenernos demasiado y luego proseguiremos con nuestros planes —me dijo en voz baja antes de pedirme que fuera en busca de los tres chocolateros.
La visita, que era a pie y con un frío cortante que no esperábamos en este país del sur, comenzó por un paseo poco rectilíneo pero muy alegre que recorre la ciudad de extremo a extremo. Por la mañana se venden en él víveres, por la tarde se sale a tomar el aire o a contemplar un desfile de las tropas, y a todas horas se ven crecer nuevos palacios o se escuchan campanas conventuales. Le llaman La Rambla y es el lugar donde se desarrolla buena parte de la vida social de la ciudad. El señor de Beaumarchais mostró interés por saber más detalles de su urbanización —que no parece muy premeditada—, pero nuestros cicerones no hacían más que sonreír, asentir con las cabezas y repetir, al unísono: «Yesh, yesh, yesh…».
Después quisieron enseñarnos el paisaje marítimo que se divisa desde el paseo de la muralla, donde por cierto soplaba un vendaval húmedo y pertinaz que nos dejó congelados. Allí en lo alto dio comienzo un concierto de estornudos que recordaba al coro de las deidades infernales de aquella tragedia lírica que tanto os gusta…, ¿cuál era el título? Una de aquellas del maestro Lully que tanto triunfaron en palacio. Da lo mismo, igualmente todas se confunden. Seguro que vos sabéis muy bien a cuál me refiero. Había un héroe y un coro, lo mismo que en aquella caminata nuestra: Maleshèrbes llevaba la voz cantante y a cada estallido de su nariz se temía la llegada de un apocalipsis. Labbé, Delon y yo mismo imitábamos su ejemplo, estornudando polifónicamente. Beaumarchais, más mal que bien, aguantaba.
Nuestros anfitriones consideraron que era necesario hacer algo para espantar el frío y nos condujeron hasta un café donde enseguida nos sirvieron unas cuantas copas de un licor de color pardo con un nombre difícil de recordar que, nos dijeron, se fabrica con flores, hierbas y nueces. En un momento dimos cuenta de una botella completa, pero el amo del café no tardó en sacar otra y aun una tercera, animándonos todo el tiempo a beber más y más, con un interés que solo después de la cuarta copa comenzó a parecernos sospechoso. El secretario de Su Majestad, que como sabéis es un hombre de experiencia, dio orden de no beber más a toda nuestra comitiva, pero para algunos me temo que era demasiado tarde. El menudo Labbé no se tenía en pie. Delon tenía la frente llena de arrugas y la mirada fija en el polvo de la calle. Yo mismo notaba que la cabeza me daba vueltas sin parar. Pero lo peor vino de Maleshèrbes, que tras la prohibición decidió seguir bebiendo y se las tuvo con Beaumarchais.
—¿Y vos quién sois para decirme que no beba? Yo bebo si lo creo oportuno, señor.
—No aquí, señor mío. Vamos.
—Posadero, ¡otro vaso!
—¡Que no! ¡Posadero, guarde la botella!
—¡Tráigala aquí ahora mismo! ¡Y que los vasos sean dos!
—Maleshèrbes, salid a la calle de inmediato.
—¡Llevadme vos si os atrevéis! ¡Vos y el mazapán que os ayuda!
—Maleshèrbes, ¡no me enfadéis!
—Beaumarchais, ¡no me toquéis las narices!
Esta vez Beaumarchais no discutió ni exigió la razón. Diría que estaba demasiado mareado para gritar y solo pensaba en llegar a la fonda y echarse a dormir. Entretanto, el sabio y prudente Delon vaciaba su estómago sobre la casaca del capitán general Nariz de Patata. Labbé, más previsor, echaba las tripas por la boca en el tronco de un álamo negro, mientras las dos autoridades municipales ponían cara de asco sentadas en un par de esas sillas que en La Rambla son de pago.
Como comprenderéis, señora, este contratiempo anuló todos nuestros propósitos del día anterior. Dejamos a Maleshèrbes en el café, encargando más bebida, y con mucha dificultad conseguimos llegar hasta la fonda, donde nos fuimos derechos a la cama sin ganas ni oportunidad de analizar lo que nos había pasado. Labbé parecía más sereno después de la vomitona y tuvo fuerzas para desearnos buenas noches, aunque nadie respondió. El señor de Beaumarchais tenía la cabeza metida en la palangana del aguamanil y le salía de dentro una pócima agria que tumbaba de espaldas. De Delon no supe nada más, ni hallé de él rastro alguno. Por lo que a mí mismo se refiere, la última cosa que recuerdo es la cara del capitán general Nariz de Patata sonriendo con mucha falsedad mientras me arropaba y me decía en su lengua:
—Descanse, joven, descanse.
Ya sabéis, pues, de qué modo tan innoble terminó nuestro primer día en esta ciudad: durmiendo la mona en la fonda. En defensa propia solo puedo decir que nuestros anfitriones eran tan traidores como el licor que nos dieron a beber.
No puedo acabar sin advertir que mañana habré de daros una noticia horrible. Hoy mi dolor de cabeza es tan intenso que apenas me sostengo sobre mis extremidades. Por lo tanto, os ruego me dispenséis de este trabajo durante unas horas, mientras os saludo con una reverencia.