Es una mañana muy bochornosa del verano de 1834. La ciudad está enferma y medio desierta. Todo el que puede permitírselo ha huido. Al campo, a la orilla del mar, al pie de una montaña, cuanto más lejos de este tufo contaminado de muerte, mucho mejor. Ni los pájaros de los árboles de La Rambla se han atrevido a quedarse. En la avenida más animada del mundo reina un silencio de cementerio. Al despuntar el alba pasa todos los días la carreta de los muertos para retirar los cadáveres de las casas. En algunas partes encuentra un cuerpo seco, sin más compañía que un ataúd de los más baratos esperando a la puerta. Sus parientes huyeron y le dejaron allí, solo, entregado a su destino inevitable. Cuando el cólera ataca, no hay nada que hacer. Cuatro días, una semana como mucho, y eres cadáver. Por desgracia, en este caso la muerte no es igual para todos. Quien tiene otro sitio al que ir, se libra.
En un rincón oscuro de la calle de Trentaclaus, al amparo de una pared forrada de seda roja y sobre una cama tapizada de lo mismo, agoniza una víctima más. El viático acaba de llegar, lo mira todo como si nunca hubiera estado en una casa como esta (igual hasta deberíamos creerle, pobre hombre) y pregunta a la enferma cómo se llama y cuántos años tiene. A la mujer apenas le quedan fuerzas ni voz para responder. Solo le sale un hilito de aliento:
—Caterina Molins. Setenta y cuatro.
Inés, que lleva quince años viviendo en esta casa y cuatro noches sin dormir velando a la moribunda, sentada en una silla junto a la cama, se sobresalta al oír este nombre desconocido. Nunca ha oído hablar de Caterina Molins, pero piensa que acaso la última frontera hay que cruzarla sin disfraces y diciendo la verdad. Y es muy poca cosa la verdad que cada uno de nosotros atesoramos. Caterina Molins podría ser el nombre de cualquier persona: una pescadera, la mujer de un tejedor, una camarera de buena casa. Inés solo ha conocido a madame Francesca —el tratamiento pronunciado en francés y el nombre en italiano—, que para ella y para las demás chicas fue siempre como una madre protectora. Las enseñó a ejercer con dignidad este oficio sucio e indigno, las ayudó cuando las cosas se pusieron feas, las protegió de los hombres que nunca quieren entender ni rendirse, les pagó buenos sueldos, incluso las cuidó cuando enfermaron.
En noches de poco trabajo, les supo explicar un montón de historias de cuando Francesca era el nombre de la puta más famosa de la ciudad, pero solo para hombres con los bolsillos bien llenos, porque los demás no podían ni olerla.
—¡Debes de haber conocido un montón de cosas, en tu vida, Caterina! —le dice el sacerdote, con una sonrisa de hombre bueno, a punto de administrarle el último sacramento.
Caterina frunce el ceño sin apenas fuerzas. Asiente con la cabeza de un modo casi imperceptible, dándole la razón a este servidor de Dios que por la voz le parece muy joven. No lo ve bien, porque su vista se enturbió hace años, como la memoria, como el futuro. Si aún tuviera las palabras tan ligeras como los pensamientos, le gustaría decirle: «Mira, buen mozo, si yo te contara las cosas que he visto y, sobre todo, las que he hecho, creo que te desmayarías».
Antes de marcharse, el viático bendice la puerta del establecimiento. Le gusta hacerlo siempre que da una extremaunción en una casa de tolerancia, convencido de que a alguien aprovechará. Aunque ahora la casa no recuerda a la que fue en otros tiempos aún recientes: todo son habitaciones vacías y silencio. Los clientes han huido, igual que algunas de las chicas. Casi todas las que quedan están enfermas. Solo Inés aguanta. El sacerdote también la bendice a ella, en el umbral de la puerta principal.
—Dios te pagará lo que estás haciendo —le dice.
Después se va, en la compañía de su triste campanilleo, dejando a su paso una recua de beatas arrodilladas.
Cuando Inés vuelve al lado de la moribunda, la encuentra con los ojos cerrados y el corazón le da un vuelco. «¡Se ha muerto! Tanto velarla y al final se ha ido en el único segundo en que la he dejado sola», piensa. Pero está equivocada. Madame Francesca no está muerta, solo descansa, tranquila, mientras escucha cómo poco a poco el mundo se diluye a su alrededor. Lástima que esta sensación dure tan poco. Es tan placentero no tener que pensar en nada, no temer nada, no prever nada. Mañana ella ya no será. Qué delicia.
Cuando abre de nuevo los ojos, Caterina señala algo con un gesto ambiguo. Todo le cuesta un trabajo horrible, incluso decirle a Inés que abra una caja de cartón que encontrará bajo la cama. Por suerte, su cuidadora es una chica muy lista y la entiende incluso sin palabras. Se agacha bajo la cama, encuentra la caja, vuelve a sentarse.
Con mano trémula y movimientos torpes Caterina arranca la tapa.
—Busca —le ordena la jefa, con el escaso aliento que aún le queda.
Inés busca. Dentro de la caja hay un rosario, un molinillo de madera de los que sirven para remover chocolate, un pañuelo de seda, un peine de marfil y un trozo de papel arrugado. Caterina señala el papel. Quiere que ponga atención al leerlo.
Es un recibo de una casa de empeños. Lleva el sello del Monte de Piedad, una fecha de hace seis meses, una cifra y un nombre: Caterina Molins.
—Ve… —dice madame Francesca, antes de volver a adormilarse.
Ya no despierta más.
Inés espera la vez ante la ventanilla del Monte de Piedad. Han pasado cuatro semanas desde que madame Francesca murió, pero el Monte de Piedad no ha abierto hasta hoy. La epidemia de cólera empieza a ser historia y la normalidad quiere volver a las calles de la ciudad, comenzando por los cafés y los comercios, que van abriendo otra vez.
Cuando escucha su nombre, Inés entrega el recibo al hombre de la ventanilla.
—Son sesenta y cuatro reales —dice el hombre.
Inés deja el dinero sobre la madera rugosa del mostrador. El encargado desaparece con el recibo, remueve algo en alguna parte y regresa con un objeto en la mano.
—¿Una cafetera? —pregunta Inés decepcionada.
—Es una chocolatera —explica él tomando el dinero—. Recuerdo muy bien a la señora que la trajo. Me contó que era un objeto especial, regalo de alguien que se marchó para siempre. Por ver si averiguaba algo del valor de la pieza, le pregunté de quién era el regalo y ella dijo: «De la única amiga que he tenido nunca». «¿Y se fue muy lejos?», pregunté. «No quiso decírmelo. Nunca más volví a saber de ella. Seguro que ya está muerta. Como yo, que lo estaré muy pronto».
Para Inés toda esta historia no tiene ningún valor. Ella no ha venido hasta aquí para que le cuenten historias. Ha venido a buscar algo que imaginaba un tesoro y se encuentra con esto, menuda pérdida de tiempo. Le gustaría desdecirse, que le devuelvan el dinero, pero ya es tarde para eso.
—¿Usted cree que tiene algún valor? —pregunta.
—La porcelana es muy fina. Y antigua, al menos debe de tener cincuenta años. Pero yo no soy ningún entendido, se lo advierto.
Inés se lleva la chocolatera con resignación y deja que el siguiente de la cola se acerque a la ventanilla. Qué lástima todo esto. La verdad es que esperaba un anillo, una medalla, un par de botones de plata o tal vez un vestido de seda… Cualquier cosa menos una pieza de porcelana. ¿Qué demonios va a hacer ella con una chocolatera? Si lo llega a saber, no se habría tomado la molestia de venir hasta aquí. No digamos ya de pagar el dinero. Qué lástima, sí, qué lástima.
Nada más dejar atrás los soportales de la casa de empeños se pregunta: «¿Y cómo podría yo recuperar el dinero que he gastado?». Entonces recuerda aquel chocolatero que antes de la epidemia se instaló en la calle Manresa. Gabriel Nosequé, solo logra recordar el nombre de pila. Solo estuvo allí una vez, pero el aroma que salía de la tienda llenaba toda la calle Argenteria ¡e invitaba a tomar una taza de chocolate caliente! El chocolate es bueno para su oficio, porque mantiene los órganos jóvenes y fuertes y además da ganas de…, de…, bueno, da ganas de aquello que Inés hace por lo menos media docena de veces al día.
De camino hacia allí, mientras camina a buen paso, piensa en las cosas perdidas encontradas. ¿De quién son las cosas perdidas? ¿De quién son los objetos que alguien amó cuando esa persona se va para siempre? ¿Ellos quieren que otro se los quede, los valore, los considere de su propiedad? Reniega contra madame Francesca, la culpable de todo. ¿Qué clase de cachivache le ha legado? ¿No podía dejarlo donde estaba en lugar de darle a ella tantos dolores de cabeza? Si no le dan algo por él, se enfadará aún más. Avista ya el negocio del chocolatero. Gabriel Sampons, dice en la fachada, en letras doradas. Empuja la puerta, decidida, y ya está inmersa en el aroma estupendo. El chocolatero está en la trastienda y sale al momento para atender a su clienta. Se detiene de pronto al ver a Inés. No es que la conozca, como podrían afirmar muchos de los que toman el chocolate de esta casa. Él es aún un hombre joven, muy ocupado, recién casado y nada amigo de licencias. Las furcias no habrán de enriquecerse con sus ahorros, desde luego. Es solo que no quiere verla aquí, por si acaso le espanta a la clientela distinguida.
—¿Qué quiere? —pregunta el chocolatero.
—Quiero proponerle un negocio —dice ella, que en esto de hablar sin rodeos no tiene competencia.
Don Gabriel tiembla viendo a la gente que mira los escaparates. Piensa que entrará alguien y le encontrará hablando con esta señorita de malas costumbres y tal vez llegue a conclusiones erróneas.
—La escucho.
Inés deja la chocolatera sobre la vitrina.
—Le propongo un trueque. Yo le entrego esta chocolatera. Es de porcelana fina, tiene más de cincuenta años.
Don Gabriel se encoge de hombros.
—¿Y qué quiere a cambio?
—¿Qué puede ofrecerme? —pregunta la muchacha con picardía.
Don Gabriel, con gesto contrariado, estudia la pieza. La porcelana es, sin duda, de muy buena calidad. Lleva una marca en la base, en francés, que indica con claridad que perteneció alguna vez a una mujer principal. ¿Adélaïde? No le suena nadie con este nombre. Claro que él no es un experto en historia y estas cosas tan liosas siempre hay que preguntárselas a un entendido.
—¿No tiene el molinillo? —pregunta él.
Inés no sabe de qué le habla. Se encoge de hombros.
—¡El molinillo! Un cilindro de madera con un mango muy largo, que sirve para remover el chocolate.
¡Anda! Inés recuerda de pronto que había uno de esos en la caja que madame Francesca tenía bajo la cama. Por primera vez se da cuenta de que estas dos piezas, molinillo y chocolatera, son de la misma familia.
—Da lo mismo. Ya encontraré otro que sirva —dice don Gabriel, resolutivo—. Me la quedo. A cambio le ofrezco cuatro tabletas de chocolate.
Inés está muy acostumbrada a negociar con hombres. Desde que le crecieron las tetas no ha hecho otra cosa.
—¿Qué tal seis? —prueba.
Una dama que ha salido de la calle de la Carassa camina muy decidida por Argenteria hacia la tienda. Don Gabriel la reconoce como una de sus buenas clientas.
—Sí, sí, lo que usted diga. Serán seis. Tome, lléveselas. Y váyase enseguida, se lo suplico.
Inés mira a través del escaparate y entiende qué está ocurriendo. Cuando aparece una mujer decente, todos los hombres se transforman en desconocidos. Hace mucho que lo sabe. Guarda las tabletas de chocolate, se despide con una sonrisa preciosa y sale de la tienda justo a tiempo de que la mujer que se acerca no repare en su presencia.
Don Gabriel se apresura a esconder la chocolatera tras el mostrador. Lo hace con prisas, un poco aturdido, como si quisiera apartar de sí algo vergonzoso para que no ofenda la mirada de una verdadera señora. Lo hace con tan mala fortuna que el pico tropieza con uno de los extremos reforzados de hierro de la vitrina. Se oye un crujido seco, inequívoco, y saltan algunas esquirlas. La desportilladura ha aparecido y va a quedarse ahí para siempre.
Ahora la verdadera señora mira el escaparate, parece que le cuesta decidirse. Don Gabriel chasquea la lengua, acaricia con la yema de un dedo la herida recién infligida. Le parece áspera como sus propios sentimientos: el objeto no ha hecho más que llegar a sus manos y ya no puede venderse. Qué contratiempo, pensaba ponerlo en el escaparate, donde habría destacado mucho. La culpa de todo la tienen estas prisas y su torpeza. Enfadado, arroja la chocolatera dentro del cubo de la basura, para no verla, justo en el momento en que la dama empuja la puerta de la tienda.
En el cubo de la basura permanece durante todo el día la desdichada chocolatera de madame Adélaïde. Hasta que por la noche, a la hora de cerrar, la esposa de don Gabriel distingue algo así como un asa de porcelana sobresaliendo de los desperdicios y hurga, llena de curiosidad, para rescatarla.
—¿Qué hace esto en la basura? ¡Pero si es una chocolatera preciosa! Está un poco desportillada, pero no importa. Ay, los hombres, no acaban nunca de entender qué merece la pena conservar y qué no —refunfuña para sí mientras cierra la puerta de la tienda desde el interior y luego sube la escalera llevando consigo a la sobreviviente.