RIGOLETTO

—¿Sabes qué me han dicho? Que Cándida Turull ha vuelto a Barcelona.

Te lo dijo el doctor, es decir, Horacio, cuando esperabais en el palco a que comenzara Tristan und Isolda. Al salir, él estaba tan emocionado explicándote por qué las sopranos de Wagner deben ser fuertes como valquirias, y alabando la belleza con que la protagonista de la noche había muerto de amor, que en todo el camino no dejó de hablar y tú no te atreviste a interrumpirle con preguntas.

Preferiste esperar a la mañana siguiente, durante la hora indolente que seguía al desayuno.

—¿Usted sabe si de verdad Cándida Turull vuelve a estar en Barcelona, doctor? Me gustaría mucho volver a verla —preguntaste.

Horacio agravó la expresión para regañarte.

—Aurora, ¿hasta cuándo vas a seguir llamándome de usted? ¡Pronto hará un año que nos casamos!

De todas las transformaciones que habías sufrido en el último año, aquella era la que más te costaba. El tratamiento, ¡menudo lío! ¿Cómo se hace para cambiar una costumbre de toda una vida? ¿Cómo haces para aumentarte la categoría a ti misma, cuando nunca te has querido mucho?

—Es que si le tuteo tengo la impresión de que no hablo con usted —dijiste, o tal vez solo te defendías—. Quiero decir, contigo, Horacio, contigo. Ten paciencia, por favor, te prometo que me esforzaré más. Por lo menos en público ya no me pasa, ¿verdad? Pero no se preocupe, porque aunque le llame de usted, yo le quiero lo mismo.

Tu sonrisa era tan encantadora que le desarmabas por completo. Siempre terminaba por darte la razón. Además, eras una buena alumna, mucho mejor de lo que él había imaginado. En un año habías aprendido muchísimas más cosas que en toda tu vida anterior, desde las meramente mecánicas —comer una langosta utilizando unas pinzas de plata— hasta las más artísticas —bailar un vals girando del derecho y del revés—, o aquella lista interminable de normas que hace falta saber cuando vas a mezclarte con gente fina que te mira con lupa.

Por fortuna, de puertas adentro todo era más fácil, aunque también había grandes modificaciones. Ahora el doctor, es decir, Horacio, ya no cenaba solo en aquella mesita redonda y diminuta. Y tú ya no cenabas en la cocina ni a las siete y media. Cenabais en la biblioteca, a las nueve en punto —hora de señores—, en una mesa de estilo inglés que escogiste personalmente en la sección de mobiliario de los Grandes Almacenes El Siglo, vestida con un mantel que tú misma confeccionaste. Tampoco cosías en la cocina, ni en tu habitación, como antes, sino sentada en una mecedora junto al ventanal, mirando la calle, viendo pasar a la gente por la calle del Pi o esperando el regreso del marido para dejarlo todo y prestarle atención. Y muy a menudo, en cuanto venciste el pánico a que todo el mundo te viera, comíais fuera, en algún restaurante, y después paseabais y mirabais escaparates y tú reías por debajo de la nariz mientras te tapabas la boca con una mano enguantada porque ya sabías que una auténtica dama no se detiene en mitad de la calle ni se pone a reír a carcajadas con las manos en la cintura y medio cuerpo doblado hacia delante, como tal vez habrías hecho doce meses atrás.

Por las noches —¡ay, las noches!— os metíais en la cama, juntos, un poco envarados, cada uno con su palmatoria y su cara de circunstancias. El doctor, Horacio, te hablaba de ópera. Rossini, Donizetti, Mozart, Verdi, Wagner, Bellini…, al principio todo eran nombres raros y títulos demasiado complicados que no te decían nada. Él te cantaba sus fragmentos favoritos y tú te reías o te horrorizabas con aquella variedad tan incomprensible de historias donde todo podía pasar —un perdón, una venganza, un baño de sangre, tres bodas simultáneas…—, pero siempre en el último segundo de la última escena. La pasión que empleaba tu marido para hablarte de eso era tanta que rejuvenecía ante tus ojos, en las pupilas le brillaba un entusiasmo infantil y reía a carcajadas cuando la voz se le quebraba porque no llegaba a los agudos, y tú le hacías preguntas muy básicas, como «¿Qué es una cabaletta?», o «Entonces, cuando las arias no son tristes ¿ya no son arias?», y él te lo explicaba con todo detalle, muy contento de haber despertado en ti el interés por algo tan hermoso. En noches de frío agarrabas su mano bajo las sábanas y a él le entraban unas ganas muy urgentes de soplar las palmatorias. Y en la oscuridad —¡ay, la oscuridad!— todo era mucho más fácil de lo que habías imaginado. Él se comportaba como si estuviera en la cama con una reina y a ti no te costaba nada seguirle la corriente y hasta consentirle un poco, quererle sin aspavientos ni palabras, pero con toda tu alma. Cuando te despertabas por la mañana, urgida por la necesidad de prepararle el desayuno al doctor y con un sobresalto inútil en el corazón, tenías que recordarte cómo estaban ahora las cosas.

«Aurora, pedazo de tonta, ahora todo es diferente, a ver si te entra de una vez en la cabeza. Ahora la criada se llama Clara y está en la cocina, preparando el desayuno, y tú eres la señora de la casa y tienes la obligación de remolonear un poco en la cama, levantarte muy despacio, no vayas a sufrir un desmayo, ponerte enseguida la bata de seda y las zapatillas y sentarte ante el tocador para peinarte durante diez minutos mirándote al espejo. Debes hacerlo, Aurora, aunque pienses que diez minutos o medio surten el mismo efecto, aunque el corazón te pida salir corriendo hacia la cocina, coger la bandeja y preparar las tazas y la cafetera y los platos. Tienes que hacerlo por él, por el doctor, para que crea que por fin te has vuelto una señora y no se preocupe por nada».

Mientras pensabas en todo esto y te cepillabas el pelo aún negro, tu marido te miraba desde la cama, complacido, y en la cocina tintineaban los platos y las tazas anunciando que, en efecto, las cosas eran ahora diferentes. Por más que a ti no te saliera tutear al doctor —¡a Horacio!— y por más que acabaras de decirle que te gustaría volver a ver a Cándida.

—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo tu marido—. Precisamente la señora que me habló de Cándida Turull nos ha invitado a visitar su nueva casa en el Pasaje Domingo, donde ella y su familia acaban de trasladarse. Le hacemos el cumplido y sacamos el tema, a ver qué nos dice. Es Maria del Roser Golorons, la esposa del empresario Rodolfo Lax. Ya verás cómo te gusta mucho conocerla. No debes temer nada, no es ninguna dama presumida ni insoportable, todo lo contrario.

Las visitas y las reuniones sociales aún te daban miedo. Horacio envió vuestra tarjeta a la casa del Pasaje Domingo y solo un par de horas más tarde una berlina os estaba esperando a la puerta para conduciros hasta el paseo de Gràcia y aún más allá, hasta aquella zona donde las personas adineradas habían decidido hacerse ver.

—¿Y no les da pereza vivir tan lejos de todo? —preguntaste de camino.

—Sospecho que cuando tienes tanto dinero nada da pereza —repuso el doctor.

La berlina recorrió la calle del Pi hasta Portaferrissa y giró a la derecha para enfilar la plaza de Catalunya desde el Portal del Àngel.

—Fíjate, ya estamos fuera de las murallas, y sin pagar ni un céntimo —soltó el doctor, contento, alzando la cabeza para recordar unas torres que solo existían en su imaginación—. He aquí una consecuencia de hacerte viejo: de pronto cambian el decorado, el argumento, el director de orquesta…, y tú te empeñas en continuar representando el mismo papel.

La señora Maria del Roser Golorons te causó una honda impresión. También ella parecía una intrusa, como tú, pero al contrario. Era una señora que habría podido disfrazarse de criada sin llamar la atención, de tan sencilla, franca y simpática como era. Os recibió ella misma al pie de la gran escalinata de mármol por la que se accedía a su nueva casa. «Tengan cuidado con el repámpano», advirtió señalando una de las molduras de la balaustrada, demasiado recargada para tu gusto. Te sujetaste la falda tratando de no enseñar el tobillo, ni tampoco tropezar, y comenzaste a subir, tras la anfitriona.

La visita a la casa —obligada, pero agradable— comenzó por el patio, donde la vegetación aún era raquítica, para continuar por la gran sala de la chimenea, la biblioteca, la sala de costura y el cuarto de jugar de los niños, donde esperaban muy formales los tres hijos de la familia, dos jovencitos que se presentaron como Amadeo y Juan y una niñita de un año que caminaba dando tumbos, de nombre Violeta. También saludaste a la niñera, una tal Concha. Después, de regreso al piso principal, echasteis un rápido vistazo al gabinete del señor Lax y, ya de salida, os detuvisteis ante un pequeño cuarto que ocupaba el espacio bajo la escalera y donde estaba el prodigio que dejaba a todos los visitantes admirados. «Aquí hemos puesto el teléfono», anunció la señora Lax con cierto triunfalismo. El doctor se interesó enseguida por la rareza y la anfitriona aseguró que les resultaba muy útil para hablar con los encargados de las fábricas de Mataró sin necesidad de hacer el viaje cada vez. Horacio asentía con la cabeza y repetía «Mataró, por supuesto, por supuesto».

—¿Y a los de Mataró se los oye bien desde aquí? —preguntaste.

—Se lo prometo, señora mía, ¡y como si estuvieran aquí al lado! —repuso la anfitriona—. A mí también me costaba creerlo la primera vez que vi este pararrayos.

El chocolate os lo sirvieron en la sala de la chimenea, una pieza escultórica demasiado grandilocuente para el gusto de casi todo el mundo excepto de Rodolfo Lax, que en todo tendía a la exageración. A pesar de ello, el doctor, es decir, Horacio, tuvo palabras de alabanza para la estancia.

—¿Le gusta? —intervino María del Roser sorbiendo un poco de chocolate de la jícara que acababa de dejarle la camarera—. A mí me parece un horror, pero qué puedo hacer, es mi marido quien manda… El otro día nos visitó Antonio Sampons, el empresario, a quien también le gustó mucho. De hecho, le gustó tanto que ha contratado al escultor para que le haga una igual en la casa que acaba de comprarse en el Paseo de Gracia. Por lo visto, la va a reformar uno de estos arquitectos a quien ahora todo el mundo busca, Doménech y Cadafalch, Puig y Muntaner, uno de estos… ¡Ay, señor! Dios quiera que no sea de esos que no pone ni una pared derecha. Si no, pobre Antonieta, no podrá colgar ni un cuadro en toda su vida. Son terribles, créame. ¿Sabe lo que cuentan de la marquesa de Vinardell? Que el arquitecto le construyó las paredes tan torcidas que no le cabía el piano de cola en la sala de música. Cuando protestó, el muy descarado del arquitecto le dijo: «Señora, aprenda a tocar el violín». Ya ve usted si estamos apañados.

Fue perfecto que la señora Lax sacara el tema, así Horacio sonó más natural cuando preguntó:

—Esto, Maria del Roser, ¿me dijo usted el otro día que Cándida Turull ha vuelto a Barcelona?

—Sí, doctor. Dicen que vive en un piso del Paseo de la Bonanova que le regaló su madre, que siempre veló por ella. La queríamos mucho en esta casa a la señora Hortensia, en paz descanse. Creo que su nieta se parece bastante a ella, por lo menos en lo buena persona.

La señora Hortensia centró la conversación durante unos minutos, con toda justicia. Los tres recordasteis con auténtica estima su carácter sencillo y la sinceridad con que se preocupaba por los demás.

—Yo a la señora Hortensia le debo todo lo que soy —dijiste con las lágrimas tan a punto de aflorar que te costó controlarlas—. Su muerte me afectó mucho.

—Imagino que está usted enterada de que mi querida esposa nació en casa de los Turull —dijo Horacio adelantándose a lo que tú no hallabas modo de decir.

Maria del Roser Golorons dejó la jícara sobre la mesa. Sus movimientos estaban exentos de malicia, como sus palabras:

—Lo estoy, doctor. Permítame decirle que hace un año, cuando se casaron ustedes, nadie hablaba de otra cosa. Fue la noticia de la temporada. —Sonrió, os miró inclinando un poco la cabeza—. La gente no soporta la felicidad ajena.

—No hace falta que le diga, entonces, que el interés de Aurora por Cándida es muy personal. Crecieron juntas, siente por ella un amor de hermana.

—Prometí a doña Hortensia que siempre cuidaría de su hija, procurando que nunca le ocurriera nada —añadiste—, aunque creo que también es por mí que deseo verla.

Maria del Roser Golorons era una veterana de muchas guerras. Dejó crecer el silencio tras estas palabras. Arrugó un poco los labios al decir:

—La señora Cándida no se lo ha puesto a usted muy fácil para que cumpla su promesa. Es muy noble por su parte que desee mantenerla a pesar de todo, querida. Si puedo ayudarla, lo haré.

—Solo necesito la dirección, si está en su mano conseguirla.

—Por descontado. Pero también le proporcionaré un consejo, si me lo permite.

Hiciste un gesto con la mano que significaba «adelante» y te salió muy convincente.

—Esté preparada por si la nobleza de sus sentimientos no encuentra correspondencia.

Qué tonta podías llegar a ser. Aún te dolía que hablaran mal de la señorita Cándida. De la señora Cándida. De Cándida.

—Creo que no recibe visitas —prosiguió Maria del Roser—. Me han dicho que vive sola y casi sin servicio. Por lo visto con Antonieta, su hija, mantiene alguna relación. No me extraña, porque Antonieta es un ángel. Una persona con un corazón como una catedral. Madre e hija se reencontraron hace solo unos meses. Son prácticamente dos desconocidas, figúrese. Aunque Cándida sin su hija estaría perdida.

—Quiere decir que… —Horacio parecía muy interesado.

—Quiero decir que la señorita Sampons vela por que a su madre no le falte nada. Si no fuera así, Cándida ni siquiera podría pagar su manutención. Me han dicho que aquel cantante italiano con quien se fugó la hizo sufrir mucho y cuando se cansó de ella, la abandonó por otra más joven. Qué caso tan desgraciado. Si el señor Estanislao levantara la cabeza…

El doctor, es decir, Horacio, hizo un gesto de disgusto.

—Sí, señora, usted lo ha dicho. Un caso desgraciado, este de Cándida Turull —concluyó.

La señora de la casa irguió la cabeza, como un sabueso que encuentra algo interesante.

—¿Oyen? Creo que llega Rodolfo. Se alegrará mucho de encontrarles aquí. Permítanme que les sirva un poco más de chocolate. Y cambiemos de tema, se lo ruego, a mi pobre marido las historias de amores desdichados le afectan mucho.

A pesar de todas las explicaciones y todas las dudas, decidiste ir. Alquilaste un coche y le pediste que os llevara al Paseo de la Bonanova. El doctor, Horacio, te acompañó. En la puerta volvió a preguntarte, por enésima vez en la misma tarde:

—¿Seguro que quieres subir tú sola?

—Seguro.

—Bien. Entonces te recogeré dentro de una hora. ¿Tú crees que no será mucho tiempo? ¿Y si no sale bien?

—Saldrá bien —respondiste—. No te preocupes más.

Llevabas un paquete en las manos. Papel de seda amarillento sujeto con un lazo blanco. Recordaba un poco aquellas momias de animales que de vez en cuando aparecen en las tumbas antiguas.

Llamaste al timbre dos veces, antes de que un mayordomo bajito y poca cosa saliera a abrir.

—¿A quién me ha dicho que debo anunciar? —te preguntó al mismo tiempo que señalaba el recibidor lóbrego, indicando que esperaras allí.

—Aurora. Si le dice Aurorita, atará cabos más deprisa.

El corazón te latía a toda marcha, como cuando eras una niña y la señora Hortensia te llamaba para regañarte y te decía que «con tanto charlar» acababas por distraer a la nenita y no la dejabas estudiar. Como cuando en casa de los Sampons rebañabas el chocolate del fondo de la chocolatera, siempre sufriendo mucho por si alguien entraba en la cocina justo en ese instante. Como cuando entraste en el dormitorio de Candidita y te encontraste la cama sin deshacer.

Oíste unas voces al final del pasillo. Una conversación. Cándida debía de haber pedido que le repitieran tu nombre. Tal vez el mayordomo le había dicho que «una señora» venía a visitarla. La pobre Cándida no debía de entender nada. La espera empezaba a resultar un poco larga cuando el mayordomo regresó y con voz desmayada anunció que podías pasar.

Pensabas que el corazón iba a estallarte mientras alcanzabas el final del pasillo. Miraste hacia la izquierda y tropezaste con el rostro desagradable de un gato grande como un tigre que decía «Bbbbbrrrrrrrffff». Diste un respingo del susto, seguido de una carcajada burda. Miraste hacia la sala, donde había un sofá desfondado y sobre él una mujer gorda como un pavo, que se reía y se abanicaba con un paipay y te observaba con un par de ojos enmarcados de arrugas.

—¿Aurora? —dijo masticando las sílabas, como si pronunciar tu nombre despacio la ayudara a creer en lo que estaba pasando—. ¿Eres tú?

No se levantó, por supuesto. Tampoco te saludó de ninguna de las maneras en que habría saludado a la esposa de un doctor. Te miró un rato con ojos de lechuza, mientras tú estabas aún de pie, plantada frente a ella, dejando que te analizara, y dijo:

—¡Qué vestido tan bonito! A ver, date la vuelta.

Ay, si Horacio te hubiera visto volteándote delante de ella. Cómo se habría enfadado. Por suerte, no había venido. Hasta aquel momento no te habías dado cuenta de que Cándida era la única persona en el mundo para quien siempre serías la de siempre.

—¡Madre mía! ¡Qué cambio! —exclamó.

—¿Puedo sentarme? —preguntaste, pero no esperaste respuesta, por si acaso. Ocupaste una butaca frente a ella, desde donde tenías una perspectiva insuperable de todo el salón, con la anfitriona en el centro, como un pantocrátor.

Empezabas a preguntarte qué hacías allí. Y eso que la conversación aún estaba por estrenar.

—Tenía muchas ganas de verla —confesaste, y no te sorprendió nada escucharte a ti misma llamándola de usted. Ni por un momento se te ocurrió tutearla—. He pensado tanto en usted, en estos años. ¡Sentí tanta alegría al saber que había vuelto!

—Ya ves, Aurorita. El mundo gira.

—¿Y cómo está?

—Gorda y vieja.

—¿Vieja? No diga eso, que tenemos la misma edad —bromeaste.

—Entonces tú estás tan vieja como yo.

El mayordomo apareció sigilosamente, como un fantasma. Era la comparecencia de rigor para preguntar si las señoras querían tomar algo, pero Cándida no te dejó elegir y habló por las dos.

—No hace falta que traigas nada —dijo—. Vete a darles de comer a los gatos, que llevan un buen rato esperándote.

El mayordomo, dócil, hizo una reverencia, dijo «Sí, señora» y desapareció. Tú tenías sed, pero no te atreviste a decir nada. Echaste un vistazo a tu alrededor. Había algunos libros —pocos—, un montón de revistas, un mueble costurero y un fonógrafo. Era la primera vez que veías uno y te pareció un buen pretexto para aligerar un poco la conversación.

—Es estupendo poder escuchar música sin salir de casa —opinaste señalando el aparato con los ojos.

—¿Ahora te gusta la música, Aurora? —te preguntó.

—Me estoy aficionando poco a poco.

—Haces muy bien. Las cosas tienen que hacerse poco a poco. Yo ya casi no escucho nada. La música me pone nerviosa.

Sobre la mesa, al lado del fonógrafo, había media docena de cilindros, cada uno dentro de su caja. Te pareció leer algunos nombres conocidos: Wagner, Rossini, Puccini, Verdi. Rigoletto’s Quartet, decía el único que estaba abierto y vacío. El cilindro debía de estar dentro del aparato, tal vez había sonado por última vez hacía poco rato. Te dio una pena inmensa imaginar a Cándida allí, sentada en el sofá desvencijado, sola o con un gato en el regazo, mientras en el fonógrafo alguien cantaba «Bella figlia dell’amore schiavo soi de’vezzi tuoi. Con un detto, un detto solo tu puoi le mie pene consolar». El silencio, mientras tú pensabas estas cosas tan tristes, era absoluto y más locuaz que todas las palabras. Tantos años y ninguna de las dos encontraba nada que decir.

—¿No me cuentas nada? —dijo Cándida señalando con la mirada tu ropa.

Te enfadaba que las palabras te salieran en tono de disculpa, de travesura. Hay gente que lo transforma todo a peor. Hasta aquel día nunca habías reparado en que Cándida era una de esas personas.

—Cuando la señora Hortensia se fue a vivir con su sobrina, me envió a casa del doctor Volpi. Entré como ama de llaves. Le serví durante diecinueve años, hasta el día en que me pidió que fuera su esposa. Y ya ve, aunque me negué con todas mis fuerzas, terminé por pensarlo mejor y al final le dije que sí. Sigo pensando que es una locura.

—De locura nada —soltó con un tono neutro e indiferente—. A eso se le llama ser lista. No lo parecías tanto, Aurorita. ¿Y cómo te va con los hombres?

—Yo soy mujer de un solo hombre —dijiste.

—Ay, bendita, eso no lo sabes —continuó ella mientras hacía planear una mano regordeta—. Los hombres son escurridizos por naturaleza y, además, se despistan. Se despistan mucho. Nunca te puedes fiar de ellos. Por eso, si quieres un hombre tienes que atarlo en corto y no dejarle nunca solo. Hacerle ver que los caminos de tu corazón son difíciles de encontrar, como la ruta correcta dentro de un laberinto de espejos. Te tendrá para siempre aquel que sepa comprenderlo. Y el que no…, el que no, pobre de él.

Tú no pensabas de esa forma, pero no respondiste. Cambiaste un poco el rumbo de la conversación y funcionó. Hablar de hombres con Cándida era lo último que querías hacer.

—De hecho, se lo debo todo a su madre, ¿sabe? —continuaste—. Si no hubiera sido por ella…

—No estaríamos aquí ni tú ni yo.

—Eso mismo. —Otro silencio, perturbado por los maullidos de los gatos, que tal vez se alegraban de olisquear la merienda—. Pienso mucho en la señora Hortensia, todos los días. Cuanto más tiempo pasa, más me maravilla lo que hizo por mí y más agradecida estoy.

—¿De qué hablas, Aurora? —Cuando fruncía el ceño, Cándida envejecía diez años.

—Hablo de la nodriza. Su madre hizo que nos criara a ambas, ¿recuerda? A usted es natural que la criara, claro, era su hija. Pero ¿a mí? ¿Hacer que me criara una ama de cría? Si yo solo era una criatura insignificante, que no le importaba a nadie.

—¿Qué nodriza, Aurora? Pero ¿qué dices?

—¿Ya no se acuerda? —Respiraste, por fin un asunto del que hablar con naturalidad, sin que parecierais dos estatuas—. De pequeñas hablábamos mucho de este asunto de la nodriza usted y yo. A mí me preocupaba mucho. Usted le preguntó a la señora Hortensia y ella le contó que nuestra nodriza vivía en las Huertas de San Pablo. ¿Sabe que fui hasta allí por ver si la encontraba?

De pronto te pareció ver una expresión feroz en los ojos de Cándida, que te agredía.

—Aurora, ¿cómo puedes ser aún tan crédula, a tu edad? Aquello de las Huertas de San Pablo me lo inventé yo para no decirte la verdad. No podía soportar la verdad en este asunto. ¿Aún no atas cabos? ¡Nunca hubo ninguna nodriza! Fue mi madre quien nos amamantó a las dos.

Te sentiste como si acabaran de abofetearte. Una oscuridad momentánea, como un velo, te nubló la vista. Desde lejos te llegaban las palabras de Cándida, triunfales.

—¡No puedo creer que nunca hayas sospechado nada! Pero si mis mentiras no se sostenían por ninguna parte. Tú siempre descubrías los puntos débiles, ¿ya no te acuerdas? Que si la nodriza no tenía tiempo de ir y volver, que si la cocinera nunca la había visto… Parecías un policía, con tantas preguntas. Y te lo creías todo. ¡Eso era lo más divertido!

—¿La señora Hortensia? —balbuceabas, aún sin creer lo que acababas de escuchar—. ¿Su madre me amamantó a mí? Pero ¿por qué?

—Ah, eso tendrías que habérselo preguntado a ella.

—Es el mundo al revés —sentenciaste—. Las señoras no amamantan a los hijos de las criadas. El mundo al revés.

—¡Pues más o menos como ahora! —zanjó Cándida falsamente risueña—. Míranos. La hija de los Turull pareces tú, no yo.

—¿Y por qué su madre no me lo dijo nunca? —insististe.

—Ya sabes cómo era mi madre. Nada le gustaba más que cumplir con aquel precepto bíblico: que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. La buena samaritana. Ya ves, a mí me regaló este piso. Lo compró con sus ahorros, un dinero que le había sisado a mi padre sin que él se diera cuenta, ¿qué te parece?

No te parecía nada en absoluto. Solo tenías ganas de llorar.

—Le he traído esto —anunciaste para llenar el silencio y la angustia con otra cosa, dejando sobre la mesa el paquete blanco de papel de seda.

—¿Qué es? No quiero nada que me recuerde otra época, Aurora, que nos conocemos. El pasado y yo hace mucho que nos ignoramos mutuamente.

—¿No quiere abrirlo? —preguntaste.

—Dime qué es —su voz altiva, cortante como un acero.

—Es la chocolatera de porcelana blanca. La de la inscripción de letras azules.

Los gatos habían dejado de maullar y ahora el silencio era tan incómodo como si el mundo se hubiera olvidado de pronto de girar.

—Llévatela. No quiero ni verla. —Cándida hizo una pausa, tal vez una reflexión, antes de añadir—: Por favor.

Acabaste antes de tiempo, bajaste a la calle y esperaste al doctor, es decir, a Horacio, durante veinte minutos. Te encontró destrozada, con la chocolatera en los brazos. Camino de casa, te dejó llorar sobre su pecho hasta que recuperaste la calma. Después escuchó con paciencia cuanto necesitabas decirle, que era mucho, muchísimo.

Antes de acostarte metiste de nuevo la chocolatera en el fondo del armario. Esta vez creíste que se pudriría allí dentro, porque no pensabas volver a sacarla nunca más.

—¿Cómo puede ser, Aurora mía, que de vez en cuando revivan todas tus manías? —te preguntaba Horacio.

¡Y cuánta razón tenía! Periódicamente te entraba algo inexplicable. Sobre todo cuando te dabas cuenta de que el tiempo transcurría sin que pudieras hacer nada, o cuando tenías un mal día o estabas triste. Como aquel mes de agosto de 1910, cuando supiste que Antonio Sampons había muerto a la edad de cincuenta y nueve años.

Fuiste directa al armario, rebuscaste un poco entre las cosas que no tocabas desde hacía siglos y rescataste el paquete con la chocolatera. El papel de seda estaba más que amarillo, tirando ya a marrón. La vieja cinta de raso blanca, demasiado raída. La cambiaste por otra limpia. Escribiste una nota que decía: «Le ruego que acepte este objeto que nunca ha dejado de pertenecerle, en señal de admiración y de sentido pésame. De su Aurora». Después le pediste a Clara que viniera y le dijiste:

—Lleva esto a la casa Sampons, en el Paseo de Gracia, y asegúrate de que lo recibe la señorita Antonieta Sampons. Y di de dónde vienes.

Esperaste a que Clara regresara fingiendo que cosías junto al ventanal. El doctor, Horacio, leía y tosía en la biblioteca y a cada tos suya tu corazón se ralentizaba un poco. Ya solo pensabas en el pasado, porque el futuro se había llenado de una niebla espesa.

Clara era joven, caminaba deprisa. No tardó mucho en volver. Esperabas que trajera la chocolatera de nuevo de vuelta. Pero esta vez fue diferente.

—¿Y el paquete? —preguntaste nada más verla entrar.

—Usted me ha dicho que se lo entregue a…

—Sí, sí, sé lo que te he dicho. ¿Lo han aceptado?

—Claro.

—¿Quién te ha abierto?

—Un ama de llaves.

—¿Joven o vieja?

—Como yo, año más o menos. —«Sangre nueva, ¡gracias a Dios!»—. Y me han dado esto para usted. —Te entregó un sobre pequeño.

Dentro del sobre, una tarjeta. Por un lado, un nombre: Antonia Sampons Turull. Por el otro, unas palabras breves pero redentoras: «Le agradezco mucho esta delicadeza en un momento como este. En cuanto me vea con ánimo, me gustaría mucho que viniera a merendar a mi casa. Ofrezca mis expresiones al doctor y estén bien. Antonia».

De usted. Que viniera. Te dejaste caer en la mecedora, sin dejar de mirar a la calle. El chocolate que preparaba la cocinera de Antonia Sampons —negro, amargo, escaso— tenía fama de ser el mejor de Barcelona.

—¿Puedo retirarme, señora? —susurró Clara.

—Sí, sí, perdona.

Clara salió de la biblioteca. Leíste la nota seis veces más, imaginando la merienda que prometía.

Muy pocas veces se los reconoce con tanta claridad. Lo normal es que sean huidizos, equívocos, evasivos o de hábitos nocturnos. Esta vez no. Esta vez estaba claro: aquello era un final.