Lo hiciste todo tal y como la señora Hortensia quería. Te pusiste el uniforme de hilo, te recogiste el pelo, te cepillaste los zapatos y te lavaste dos veces la cara. Llegaste temprano y esperaste a que las campanas de Santa Maria del Pi dieran las nueve. Aún resonaba la última campanada cuando el doctor Volpi abrió la puerta. Te miró entrecerrando los ojos, con la frente arrugada y las gafas en la punta de la nariz. Llevaba una bata de seda llena de lamparones y una pelambrera despeinada en forma de aura alrededor de su cabeza.
—Buenos días, doctor —saludaste haciendo una reverencia—, soy Aurora, me envía la señora Hortensia, la viuda de…
—Pase, pase, señorita, la estaba esperando. Mi amiga Hortensia me dijo que vendría usted el miércoles a las nueve. Ah, caramba, ¡ya es miércoles! Y sí, acaban de dar las nueve. ¡Los días vuelan como las golondrinas en el otoño! Siéntese por aquí o por allá, donde pueda. Yo vengo enseguida, deje que me peine un poco. Como no pensaba recibir a nadie… ¡Pero, por favor, no se quede ahí de pie, siéntese, señorita, siéntese!
Desde el recibidor echaste un vistazo a la salita. No era una salita, eso para empezar. Estaba llena de estanterías cargadas de libros que iban del techo al suelo. El espacio central lo ocupaban una alfombra, algunas sillas, una butaca, una lámpara de pie…, todo colocado de cualquier forma y sin un orden aparente, como si lo acabaran de dejar allí unos transportistas. El desorden te quitó las ganas de entrar. Encima de las sillas se amontonaban los libros y los papeles, había una pila de diarios sobre la alfombra —¡roñosa!—, las cortinas arrastraban porque se les había deshecho el dobladillo, los cojines de la butaca estaban destripados y con el relleno por fuera y sobre la mesa redonda contaste hasta seis sombreros, todos sucios de polvo. «¡Qué desastre! —pensaste nada más ver el aspecto que presentaba todo—. Para limpiar esto hacen falta semanas de trabajo». Por suerte, el piso no parecía muy grande. «Claro que si la sala está así, ¿cómo estará la cocina?», te alborotaste sin demostrarlo, sin dar un solo paso, quieta en el recibidor, con los pies juntos y el abrigo sin desabrochar.
—Pase, pase, señorita —insistió el doctor, que regresaba después de cambiarse de bata (en esta no viste lamparones) y peinarse el pelo hacia atrás—. ¡Ay, le ruego que me disculpe! Ya debe de haberse dado cuenta de que no suelo recibir visitas, ¿verdad? Ni siquiera hay donde sentarse, ¡soy un desastre! Permítame, permítame que le haga un hueco. Solo tenemos que poner esto aquí. —Agarró una pila de papeles de encima de la butaca y dio un par de vueltas por la estancia. Como no encontró qué hacer con ella, terminó arrojando los papeles a la chimenea encendida. Una ola expansiva de cenizas recorrió la sala—. ¡Ya está!, ¡solucionado! Aquí no estorban.
Te sentaste delante del doctor haciendo un esfuerzo descomunal por disimular la incomodidad que la situación te provocaba.
—Seguro que la señora Hortensia le ha hablado mucho de mí —dijo él sentándose también.
Le mirabas de hito en hito pensando que no se daba cuenta. Reparaste primero en las manos. Blancas, de piel muy fina, uñas arregladas, surcadas de venas azules. Manos de señor, dirías más tarde.
—Pues bien, señorita Aurora, ¡su señora le ha mentido! Soy un desastre. Cuando hace tres meses se despidió mi última ama de llaves, pensé que podría espabilarme solo. Sí, ya sé que no es lo habitual, pero yo soy un ermitaño, ¿sabe? Un hombre solo que necesita bien poca cosa y que se pasa el día leyendo. Suelo comer fuera de casa, las monjitas de Montesión se encargan de mi colada y para pasar el calientacamas y apagarme la luz no hace falta que moleste a nadie. Pero nada, ya lo ve, por lo visto soy más torpe de lo que yo pensaba. Y mire que Hortensia me lo advirtió, pero yo no le hice caso, tozudo como soy de natural. La tozudez es otro de mis grandes defectos. Un tozudo y un pretencioso, eso es lo que soy, por si no se ha dado cuenta aún. No sirvo para vivir solo, por mucho que me empeñe. Me temo que si acepta el puesto tendrá usted una cantidad de trabajo enorme. Y todo por mi culpa…
El doctor Volpi era un hombre delgado, más bien larguirucho, pero nada desgarbado. Tenía un aire de distinción que ni la bata más sucia del mundo habría podido esconder. A sus cincuenta y seis años, su piel comenzaba a parecer transparente y las canas comenzaban a ser la nota predominante en su antaño negrísima cabellera. Conservaba, eso sí, el cuerpo magro y ligero de su juventud, que para su desconcierto le hacía parecer más atractivo ahora, en el otoño de su vida, que cuando más deseó serlo. De su primavera conservaba también el ánimo y el sentido del humor intactos.
—¿No tiene ninguna pregunta? —soltó.
Tenías unas cuantas. Las ordenaste en tu cabeza según su importancia y lanzaste la primera de la lista:
—Me gustaría saber por qué se fue su anterior ama de llaves —dijiste.
—Tiene razón, Aurora, debería haberle explicado eso. La pobre Juana llevaba aquí cuarenta y siete años. Tenía ochenta y siete y apenas se tenía en pie. A veces tenía que ayudarla a abrocharse los zapatos, imagínese. En los últimos tiempos estaba, además, muy delicada de salud. Un día me pareció oportuno preguntarle: «Señora Juana, ¿no querría irse a vivir con algún pariente que pueda cuidar de usted?». Se lo tuve que repetir varias veces, porque también estaba un poco sorda, la pobre. Finalmente me entendió, gracias al cielo. Me preguntó: «¿Usted cree, doctor? ¿Y cómo se las apañará sin mí?». Le dije: «Haré lo que pueda, Juana, creo que aún soy capaz». Pobrecilla, no se daba cuenta de que en los últimos tiempos ella parecía la señora y yo su mayordomo. Esta casa era como una opereta de Donizetti. ¿Conoce usted a Donizetti, Aurora?
—No, señor.
—No importa. Estas cosas siempre tienen arreglo. Por otra parte, parece usted muy joven. Tiene aspecto de abrocharse sola los zapatos.
Se te escapó una carcajada. No querías, pero no pudiste evitarlo. «Compórtate, Aurora», te regañaste.
—Sí, señor. Me los abrocho yo sola. Y tengo veinticuatro años.
—¡Eso está muy bien, señorita! No sabe qué alivio me produce saberlo. Y ríase, mujer. Ríase con ganas. Reír mejora la digestión y alarga la vida, ¿no lo sabía? Hemos venido al mundo para reírnos. Ya sabe: «cessa al fin de sospirar», una verdad tan grande que sirve para cerrar óperas, fíjese. Venga por aquí, hágame el favor. Voy a enseñarle la que será su habitación, estas cosas deben verse antes de comprometerse a nada, pase, pase, es por aquí, el piso no es muy grande, como puede comprobar. Me trasladé cuando murió mi mujer. Un hombre solo no necesita una casa muy grande, ¿sabe? Las casas grandes están pensadas para que las mujeres no se peleen. Con el marido o con otras mujeres. ¿Se ha fijado en que las señoras se pelean mucho más en los espacios pequeños? Cuantas más habitaciones, mejor, la cosa es que no puedan encontrarse. No se preocupe, es un mal tan generalizado como sin consecuencias, ya sabe, «così fan tutte». —Hizo una pausa, te miró—. ¿Me entiende usted, señorita?
—Ni media palabra, doctor.
—Así hacen todas. Mozart. ¿No conoce esa ópera? Es bufa, como Le nozze di Figaro. Bufa significa «de risa», pero sin perder la elegancia, por favor. Con este Mozart uno siempre se ríe con elegancia. Mire, el cuarto está aquí mismo. ¿Qué le parece?
Toda esta conversación tenía lugar a lo largo de un pasillo oscuro y estrecho que de vez en cuando viraba bruscamente en un ángulo recto, como si el arquitecto hubiera querido que sus clientes jugaran por allí al escondite. La habitación estaba justo al lado de la cocina, pero tenía una ventana que daba a un patio interior y por la que entraba bastante claridad. Además, era mucho más grande que ninguna de las habitaciones que había tenido. Había un armario, una mesa de noche y una silla, y a pesar de todo quedaba espacio para pasar y abrir la ventana. El único inconveniente serio era la luz. Como nunca habías dormido en una habitación iluminada, te daba miedo no saber hacerlo. A pesar de todo, ni lo pensaste antes de decir:
—El cuarto está muy bien.
—Tendrá que comprarse sábanas nuevas. Usted me dice cuánto valen y le daré el dinero —dijo el doctor Volpi.
—Si le parece bien, me las haré yo misma. Es una tontería gastar dinero en sábanas hechas.
—Ah, claro, claro. Me parece soberbio. Sí, sí, soberbio. No se me había ocurrido. Entonces, señorita…, ¿ya nos hemos puesto de acuerdo?
—¿Qué hay más allá? —Señalabas ahora otro ángulo del pasillo.
—Ah, claro. Venga por aquí. Es un comedor que no utilizo, a mí me basta con la sala junto a la entrada, que es más templada en invierno. —Y el doctor te mostró una estancia, que también daba al patio interior, donde había más papeles, cuatro sillas, dos cuadros tan oscuros que no se sabía qué representaban y una mesa.
—Y aquello debe de ser su habitación —dijiste.
—Exacto. Mi habitación. ¿Quiere verla también?
—No, no. No hace falta —Observabas con circunspección vigilante—. Tal vez debería usted referirse a mi sueldo.
—¡Claro, claro! ¡Qué cabeza tengo! ¡Su sueldo! Muy importante, señorita, tiene razón. Dígame, ¿cuánto querría usted cobrar?
—La señora Hortensia me daba seis pesos fuertes a la semana.
—¡Pues no se hable más! La señora Hortensia es siempre un ejemplo para mí.
—Aunque todo está más caro ahora —proseguiste—. Y pienso que siete u ocho sería también justo. A veces no me alcanza ni para comprarme un pañuelo.
—Me gusta usted, señorita. Aún no ha empezado a trabajar y ya ha conseguido que le suba el sueldo —lo decía con una sonrisa—. Perfecto entonces. ¿Siete u ocho? ¿Qué prefiere?
—Ocho, si puede ser.
—¡Esa es la respuesta más razonable! No se hable más. Serán ocho a la semana. ¿Algo más?
—Los jueves es mi tarde libre.
—Lo que usted diga.
—Y me gustaría pedirle permiso para ir a misa los domingos por la mañana.
—¡Claro, claro, claro! Vaya usted a misa, mujer.
—Ah, y una última cosa.
—Veamos.
Hiciste una pausa llena de dudas. No sabías qué efecto tendrían las palabras que ibas a pronunciar. A pesar de todo, debías proseguir.
—Yo, doctor…, no tengo a nadie en el mundo. Nadie que me defienda, quiero decir. Estoy aquí porque la señora Hortensia me lo ha pedido y yo no puedo negarle nada. Ella dice que es usted un caballero de los de antes.
—¿Eso dice? Caramba, caramba.
—De otra manera, yo no estaría ahora aquí, en su casa. No quiero ofenderle, pero usted es un hombre que vive solo y yo soy una pobre chica que nunca…
—¡No me ofende en absoluto! Si cree usted que todos los hombres tenemos intenciones horribles, le doy plenamente la razón. ¡Hace bien en desconfiar de nosotros! Y lo cierto es que no sé cómo podría tranquilizarla: todos los lobos saben disfrazarse de corderos. Aunque le dijera que soy inofensivo, continuaría siendo sospechoso. —Meditó un momento, con la mano en el mentón—. ¿Se quedaría usted más tranquila si ponemos un pasador en la puerta de su cuarto? ¿Cree que con eso bastaría?
—Creo que sí.
—Entonces, decidido. ¿Algo más?
—Solo cuándo quiere usted que comience.
—¿Puede ser de inmediato?
—Por supuesto. Iré a por mis cosas y estaré de vuelta mañana a la hora de comer. Siempre y cuando le parezca bien, claro.
—¡Señorita! ¡Solo puedo decirle que sí a todo!
Trabajar nunca te asustó. Si las cosas eran un poco más difíciles de lo que parecían, le echabas más paciencia. La limpieza de la casa, por ejemplo, no era necesario hacerla en un solo día, nadie te obligaba. Primero te encargaste de lo que corría más prisa: los bajos de las cortinas, que causaban muy mala impresión. Con los papeles pensaste que pedirías ayuda al doctor, pero como no querías molestarlo, hiciste pilas ordenadas y las metiste dentro de una caja de madera. Así lograste retirar la alfombra, que estaba sucia como un trapo y no podía esperar ni un minuto más. Para los sombreros encontraste un sitio, en una leja del vestíbulo. Y para evitar que se ensuciaran de nuevo, cosiste tú misma un tapete de hilo blanco rematado en un volante de encaje que evitaba el contacto directo con la madera y quedaba muy bonito. Cuando el doctor lo vio, sonrió complacido y dijo:
—¡Cómo se nota que en esta casa vuelve a haber una mujer!
El doctor no era nada tacaño con los gastos, ni se metía nunca en lo que había que comprar. Te dejaba hacer, como cuando le dijiste que necesitabas tres pesetas para comprar tela de dos tipos distintos con que tapizar las sillas de la sala y hacerte unas sábanas y te las dio sin preguntar y nunca te pidió los recibos. Era un hombre demasiado confiado, a quien cualquiera habría podido engañar cuanto hubiera querido. No sería raro que la anterior ama de llaves se hubiera llenado bien los bolsillos antes de marcharse. Tú no ibas a hacer nada parecido, tú eras de otra pasta.
Al doctor todo le parecía bien. Tú no sabías qué pensar. ¿Aquel desastre era un doctor? ¿Un doctor en qué, en polvareda y santapaciencia? No acababas de entender por qué siempre parecía tan contento, ni por qué te llamaba de usted, ni por qué seguía diciéndote señorita. Nunca habías conocido a nadie como él. Te sorprendía a cada momento, te desconcertaba, te dejaba sin palabras. Cuando pensabas que iba a responder una cosa, te decía todo lo contrario. Tenía costumbres muy extravagantes, como entrar en la cocina cada dos por tres para preguntar qué era aquel olor tan rico o llamarte con una urgencia de mil diablos, como si la casa se estuviera incendiando, solo para preguntarte a qué día estábamos. A veces se pasaba doce horas sin salir de la biblioteca, leyendo. Otras, pedía un coche a las nueve de la mañana y no regresaba hasta la medianoche. Apenas le conocías amistades femeninas, ni siquiera respetables. No recibía casi nunca en casa, pero de vez en cuando alguien le pedía ayuda y entonces mandaba que le trajeran al paciente a la biblioteca y lo tumbaba en el suelo, sobre la alfombra (que ahora estaba limpia). Nunca levantaba la voz, ni te regañaba por nada. Aún estaba por llegar el día en que lo vieras enfadado. Nada parecía alterar su humor: ni las complicaciones de la política, ni el frío del invierno ni el calor del verano. Era un hombre tranquilo, pacífico, distinto, y a su lado la vida era como una balsa de aceite. A ti todo esto te parecía muy bien. De hecho, incluso a veces te parecía demasiado bien. Como si no fuera posible tanta perfección sin esconder por alguna parte un presagio.
—Solo tenemos una vida, Aurora. ¿A ti te parece correcto que la desaprovechemos ocupándonos en asuntos tan desagradables como la política? ¡Que se vayan a paseo los Borbones, los carlistas, los republicanos, los federalistas y aquella desgracia de rey italiano que vino a hacer el papelón! ¡A mí ninguno de ellos me interesa un rábano! ¡Yo no malgasto mi tiempo en ellos!
El doctor acababa de llegar y solo había tenido tiempo de quitarse el sombrero y los guantes, dejarlos sobre la mesa (que estaba limpia y sin estorbos) y comenzar a mirar con curiosidad distendida la correspondencia, que tú le habías dejado en un cestito sobre la mesa. Le tenías preparada una golosina, que le trajiste en una bandeja de plata, escondida bajo una servilleta.
—Mmmmm…, ¿a qué delicia huele? —preguntó él distraído aún.
—Entonces, doctor, si no le gusta hablar de política, ¿de qué trata con sus amigos de la tertulia todas las semanas?
—¡Ah! En las tertulias solo hablamos de asuntos importantes de verdad, señorita. Los que hacen del mundo un lugar donde merece la pena vivir.
Le mirabas abriendo mucho los ojos y asintiendo, como si estuvieras comprendiendo algo.
—Ópera. Teatro. Poesía. Pintura. Arquitectura. —Bajó la voz un poquito para añadir—: Y señoras.
—¿Y tanto hay para decir de todas esas cosas? —insististe, porque cuanto más te lo aclaraba, más enrevesado te parecía. ¿Cómo podía estar alguien toda una tarde hablando de ópera, teatro y todo lo demás? ¿Qué había que decir?
Te movías por la casa como un animalito silencioso y ágil. Tomaste el sombrero y lo dejaste en el recibidor, encima del tapete, muy bien alineado con sus compañeros. Ayudaste al doctor a quitarse la capa, la doblaste con cuidado y la dejaste sobre la butaca. Después te arrodillaste para ayudarle a quitarse los botines.
—¡Se sorprendería usted, Aurora, de qué discusiones tan encendidas tenemos mis amigos y yo! Estoy convencido de que los isabelinos y los partidarios del archiduque Carlos discutían con más calma que nosotros cuando todos aspiraban al trono de España. Nosotros los tertulianos también tenemos declarada una guerra feroz. ¡Massinistas contra gayarristas!
En tu expresión se leía un asentimiento que significaba «Ya decía yo que la ópera no podía dar para tanta conversación», y te asustabas un poco porque de guerras no sabías nada salvo que no te gustaban, porque eran feas.
—Se lo explicaré —decía el doctor—, pero un caso como este no puede despacharse con las manos vacías y la garganta seca. ¿Le importa si lo aliño con esto que acaba de traerme? ¿Qué es? Huele como si lo hubiera preparado un ángel. ¿Tenemos ahora ángeles en la cocina, señorita?
No dijiste nada, pero sonreías, te concentrabas en sus palabras.
—¿Y qué es? ¿Licor de nube del paraíso? ¿Esencia de ala de querubín tuerto?
Se te escapaba la risa cuando escuchabas aquellas palabras. Él parecía satisfecho de tu reacción.
Después de dejar los zapatos en su lugar y entrar con la bata de seda entre las manos —limpísima, con todos los ojales repasados y el dobladillo impecable—, le ayudaste a ponérsela. Le ayudaste a calzarse y a abrigarse. Le acercaste el cinturón de la bata para que no tuviera que buscarlo. A pesar de todo, él palpaba el aire con torpeza, en su busca. Durante un segundo tus manos y las del doctor se encontraron. Las suyas eran suaves, así las percibiste. Él notó las tuyas frías como dos peces. Te asustaste. Metiste las manos en los bolsillos y te retorciste los dedos, nerviosa. Te subió a las mejillas un calor que te aumentó la vergüenza. ¿Qué te ocurría, Aurora? ¿Tenía algún nombre esto que sentías? No, ¡por supuesto que no! Hay emociones difíciles de nombrar. Emociones que tú no podías permitirte.
El doctor se acomodó en la butaca y te lanzó una mirada de las suyas. Una mirada que, sin saber por qué, te recordaba las que el señor Estanislao dirigía a la pequeña Cándida.
—Veo que hoy también ha adivinado que llegaría tarde y con el estómago vacío —dijo mirando la bandeja. Otra sonrisa por respuesta de tu parte—. ¿No piensa usted que me trata demasiado bien?
—No, señor. Yo creo que se merece más de lo que hago. —Y bajaste los ojos.
Te gustaba tener siempre algo que ofrecerle cuando llegaba tan tarde a casa. Te quedabas más tranquila si no se acostaba con el estómago vacío. Por las tardes, para no aburrirte, dabas vueltas a los cacharros de la cocina. Por si el doctor llegaba a casa cansado y tenía ganas de recuperar fuerzas. Y como él era goloso y exigente, uno de sus caprichos favoritos era el chocolate de casa Sampons. Se lo preparabas con un puntito de canela, una cucharada bien llena de azúcar refinado y poca agua, para que saliera bien espeso. A continuación lo servías en una mancerina, con unos pedacitos de pan dulce y en la compañía de un vaso de agua fresca, porque después del chocolate suele entrar una pasión de agua que no puede esperar.
—¡Esto sí que es un chocolate bien servido! —decía el doctor al retirar la servilleta, como un mago que muestra algún prodigio.
—Sí, pero hoy es distinto —dijiste con orgullo.
—¿Distinto por qué?
—Pruébelo, a ver qué le parece.
El doctor lo dejaba enfriar un poco, como de costumbre, y entretanto trataba de hacerte entender aquello de la guerra de la ópera. Había dos cantantes —él los llamaba tenores, pero a ti la palabra no te decía nada—, ambos muy buenos y muy orgullosos, que deseaban al mismo tiempo cantar más alto, más tiempo, más a menudo y por más dinero que el otro. Uno se llamaba Julián Gayarre y era español. El otro, Angelo Massini y era italiano. Nunca cantaban juntos, porque los dos estaban convencidos de que su voz era demasiado fabulosa para mezclarse con ninguna, pero sobre todo porque habrían arruinado a cualquier empresario que hubiera pretendido contratarlos a la vez. A los barceloneses, que disfrutan yendo siempre contracorriente, les gustaba más Gayarre, aunque poco a poco los massinistas de la resistencia comenzaron a ganar terreno —¡aquí entraba él!— y consiguieron que su tenor hiciera temporada en el Liceo y dejara a todo el mundo con la boca abierta. Esto del massinismo, decía, era un poco como el catalanismo: como tenían razón y la cosa caía por su propio peso, antes o después se les reconocería. Él no perdía la esperanza. Y para acabar su discurso, aunque con la voz aún contagiada del entusiasmo belicista, añadió:
—¡Aurora, para probar esto necesitamos otra cuchara!
—¿Perdón, señor?
—Otra cuchara, Aurora. No probaré nada si usted no come.
—No, no, señor. El chocolate es para usted. ¡Solo faltaría!
—¿No dice que es una receta nueva? ¡Pues inventemos un modo nuevo de tomarla! Como dos viejos amigos después de una densa conversación. Ea, traiga una taza para usted.
—No, señor. No estaría bien. Pero le haré compañía.
—¡No, no y no, Aurora! A tozudo no va usted a ganarme. —Cruzaba los brazos como un niño contrariado—. Si me lo propongo, soy una mula. No pienso probarlo solo. Si usted no la trae, iré yo mismo por la taza a la cocina… —Y se levantaba.
—Ay, qué cruz de hombre. Estése quieto, doctor. —Te salió tan autoritario que incluso tú te sorprendiste—. ¿No ve que usted a mí no tiene que traerme nada? Si le dejara, aún terminaría abrochándome los zapatos, como a la otra ama de llaves. Deje, deje, ya voy yo. ¡Siempre termino haciendo todo lo que usted quiere!
—Davvero[6]? —Arqueó las cejas, muy sorprendido, mientras te observaba levantarte y entrar en la cocina.
Habría ido, estás segura. El doctor a veces perdía los papeles y se le ocurrían barbaridades. No se le caían los anillos por meterse en la cocina, decía. Le gustaba olisquear bajo las tapas de las ollas, como un niño travieso. Si buscaba algo, no lo encontraba nunca, y lo dejaba todo hecho un desastre. Más valía que no le quitaras ojo de encima.
Volviste de la cocina con la taza de café más diminuta que pudiste encontrar y la cucharilla más minúscula. El señor estaba sentado en su butaca, con una pierna cruzada elegantemente sobre la otra, mientras hacía bailar el pie en el aire al ritmo de una romanza que tarareaba en voz baja:
Com’è gentil
la notte a mezzo april!
E azurro i ciel,
la luna e sensa vel:
tutt’è languor,
pace, misterio, amor! [7]
—¿Se nos encoge la cubertería, Aurora? —te preguntó al verte llegar con aquellas minucias. Otra carcajada que no pudiste evitar—. ¿Y por qué no se sienta, mujer? ¿Así es como toma usted chocolate con un amigo? ¡Qué desazón!
No sabías ni cómo ponerte. De lado, con una pierna un poco adelantada. En el borde del asiento, más cómoda… Te daba mucha vergüenza que el señor te viera comer. Nunca habías comido ante alguien como él, de hecho nunca habías comido fuera de la cocina y te sentías tan extraña, tan fuera de lugar, tan grosera… Por nada del mundo querías ofenderlo, de modo que hiciste el esfuerzo. Llenaste tan poco la cucharilla que ni siquiera notaste bien el sabor del chocolate. Abrías una boquita de piñón que daba risa. Pero al doctor no se le hubiera ocurrido nunca burlarse de ti. Él hacía que todo fuera fácil y que pareciera lo más natural del mundo. Incluso aquella manera suya de mirarte, de hito en hito, comenzaba a parecerte normal. Aunque a veces te ruborizaba.
—¿Y bien? ¿Me revelará ahora cuál es la novedad? —preguntó.
—Lo he preparado con agua y leche, mezcladas al cincuenta por ciento.
Levantó las cejas.
—Ah. —Cabeceó.
—Es la última moda de Viena y París.
—¿Y usted sabe de estas cosas, Aurora? ¿Ha estado alguna vez en Viena o París?
—¿Yo? Claro que no, pobre de mí. Lo he leído en una revista de moda extranjera. —Te pusiste un poco colorada, como si acabaras de confesar una diablura.
—¡Tiene razón! ¡Nunca me acuerdo de que sabe usted leer! Usted también es un poco rara, Aurora. Así que compra revistas extranjeras.
—Con mi paga, señor. Solo de vez en cuando, cuando ahorro un poco, porque son caras. Están escritas en extranjero, pero si las lees varias veces acabas entendiendo lo que dicen.
—¿En serio? —Las cejas del doctor no bajaban. Él te miraba como si estuviera contemplando un fenómeno curioso—. Pues déjeme decirle, Aurora, que apruebo totalmente las modas de Viena y París. ¿A usted le gustaría conocer estos lugares?
—¡Por supuesto que no! ¿Qué haría yo allí, como un pasmarote?
—¿Tomar chocolate con leche?
—Ya lo tomo aquí, mire por dónde. —Y te echaste a reír, y tu risa contagió al doctor, que cuando reía sonaba como un bajo barítono, aunque tú no lo sabías aún. Aquello de reír juntos sí que os hacía parecer dos verdaderos amigos.
—Mire, Aurora, quiero que a partir de ahora incluya las revistas de modas extranjeras en los gastos de la casa.
—Uy, no, doctor. No hace falta. Es un dispendio que no debemos…
—¡Es un gasto imprescindible! Si no, ¿cómo nos enteraremos cuando cambie la moda de Viena o de París? Haga lo que le pido, Aurora. Compre las revistas de moda. Mejor: suscríbase a ellas. Envíe el boletín hoy mismo.
Negabas con la cabeza, como si el doctor acabara de enloquecer, como si te estuviera proponiendo algo inaceptable.
—¿Lo envío a París? —preguntaste con un tono una octava más alta de lo normal, de tan atolondrada como estabas.
—¡Adonde sea, señorita! Envíelo y no se hable más. Y a nombre de usted, por descontado. No vaya a hacerme suscriptor de una revista de moda femenina, por Dios.
Continuabas meneando la cabeza a ambos lados, no estabas convencida. Era demasiado tentador, demasiado generoso para no ilusionarse. Arrugabas la frente, muy en tus trece, pero no podías evitar pensar cómo podía ser todo aquello. Cómo podías tener tanta suerte. Aquel hombre era como el primer premio de la lotería y te había tocado no sabías cómo. A ti, que nunca habías tenido nada.
Volviste un par de veces más a casa del señor Antonio y llevaste la chocolatera de porcelana. La puerta no se abría, pero por la mirilla aparecía siempre la cara avinagrada de Enriqueta.
—¿Otra vez tú? —refunfuñaba nada más verte.
Te diste cuenta de la insistencia con que te miraba. Habías engordado un poco. Tenías mejor cara. Ibas mejor vestida, porque el doctor te permitía confeccionar tu propia ropa y no te obligaba a vestir ningún uniforme. Aunque tú sabías muy bien cómo debías vestir.
—Mira, Enriqueta. —También tu voz sonaba más segura que antes—. Esta es la última vez que vengo y voy a hablarte con claridad. Cuando me marché de esta casa, después de lo de la señora Cándida, me llevé algo que no me pertenece. Lo hice no sé por qué, no me preguntes, era joven, estaba muy confusa, no pensaba bien. Me he arrepentido mucho desde entonces, de hecho me he arrepentido desde el mismo momento en que salí por esta puerta. Lo único que quiero es devolver lo que robé, pero siempre tropiezo contigo y con tu cara de asco que me impide hacerlo. Creo que ya va siendo hora de terminar con esto de una vez, ¿no te parece? Te ruego que cojas la chocolatera y acabemos para siempre. —Y le enseñaste el paquete envuelto en papel de seda sin que ella demostrara el menor interés.
—¿Una chocolatera? —preguntó con la misma cara que habría puesto si le estuvieras hablando de un bicho salido del fondo del mar.
—De porcelana blanca.
—¿Y a ti te parece que aquí alguien se acuerda de ella, Aurora? —Sus labios se arrugaron en una mueca de desprecio—. Hace ya seis años que la señora Cándida se marchó. ¿No crees que es mucho tiempo?
—Eso no es asunto mío. La chocolatera no me pertenece. Su lugar está en esta casa. Era un regalo que le hicieron al padre del señor Antonio. Creo que eso dijo la señora hace mucho tiempo.
—Aurora, la señora se está muriendo. Te aseguro que no es un buen momento para hurgar en las heridas del pasado. Esa cosa ya no pertenece a nadie. ¿Por qué no te la quedas? Es más tuya que de otras personas, si lo piensas bien. Yo solo te pido que no vuelvas. Aquí tenemos mucho trabajo.
¿De quién son las cosas perdidas? ¿De quién son los objetos que alguien amó, cuando esa persona se va para siempre? ¿Hay algún lugar donde los objetos perdidos aspiren a ser encontrados? ¿Ellos quieren que otro se los quede, los valore, los considere de su propiedad? ¿Las cosas necesitan un dueño? ¿O son más felices en libertad? ¿A quién hace feliz la libertad? ¿No es mejor la certeza de pertenecer a alguien?
—Está bien, Enriqueta. No volveré —dijiste con la cabeza en otra parte.
La mirilla se cerró y una vez más te quedaste en la calle, con la chocolatera entre las manos.
Caminaste despacio y un poco a la deriva por el laberinto de calles estrechas. Agullers te pareció más larga que de costumbre, en Espaseria escuchaste sonar las campanas de Santa Maria del Mar y acudiste a su reclamo, como un insecto que vuela hacia la luz. Estuviste un rato dentro de la iglesia, que siempre te azoraba, y luego saliste por la puerta de Banys Vells y proseguiste tu peregrinar sin prisa, hasta que giraste a la izquierda y recorriste la calle Brosolí. El camino te ayudaba a poner en orden tus pensamientos. Dentro de la propia cabeza de vez en cuando también conviene hacer limpieza, echar trastos viejos por la ventana y desempolvar lo que de verdad merece la pena. Si no, con el tiempo, todo queda cubierto por el mismo velo de grisura.
La calle Brosolí desembocaba en Argenteria, justo frente a la calle Manresa, allí donde estaba la tienda de Chocolates Sampons. Te detuviste ante los escaparates, que brillaban como un faro. Estaban repletos de delicias muy bien colocadas en platillos y fuentes. El retrato al óleo de una dama muy arreglada, tomando chocolate en su biblioteca, lo presidía todo. Había hilos de azúcar candi que recordaban caprichos de hielo, caramelos de café envueltos en papeles de color plata, cucuruchos de cacao en polvo para preparar chocolate, bombones de todo tipo rellenos de las mezclas más sofisticadas.
Tus ojos iban de un extremo a otro: las cajitas de colores vivos, de todos los tamaños, llenas de cosas que nunca habías probado. La gran novedad parecían ser los bombones «de gianduia», que formaban pirámides brillantes y llenaban más de la mitad del escaparate, como si fueran el quid de alguna cuestión. Más allá, muy bien alineadas, formaciones de tabletas de chocolate: grandes, pequeñas, medianas, de chocolate negro —«a la piedra», decía en el paquete— o de chocolate con leche, una rareza que aún era novedad. Los precios no se indicaban, pero llevabas algún dinero —como siempre que salías— y decidiste entrar para comprarle al doctor algún capricho.
Empujaste la puerta de la tienda y sonó una campanilla. El olor te extasió al instante. Te habrías quedado allí, de pie, solo oliendo, si una voz de mujer no te hubiera preguntado, muy amable:
—¿En qué puedo servirla, señora?
Señora.
Observaste la expresión de quien te había hablado. Era una mujer joven, calculaste que de unos veinte años, de ojos grandes y risueños. ¿No delataban acaso tus ropas que no eras señora, sino sirvienta? De buena casa, eso sí, y afortunada. Aquella mujer habría podido tutearte si hubiera mirado con más atención —tenía derecho a hacerlo—, pero prefirió decirte «¿En qué puedo servirla, señora?». Y tú pediste cacao en polvo para preparar un chocolate bien espeso, de aquel que tanto le gustaba al doctor, y de paso una tableta de chocolate con leche. La dependienta te lo dio todo envuelto en un papel de seda, sin dejar de sonreír ni un momento.
Mientras lo preparaba, observabas las fotografías que colgaban de las paredes. En ellas se veían hombres de piel oscura recogiendo frutas de cacao de unos árboles de ramas retorcidas. Debajo, se leía: «Plantaciones de Chocolates Sampons en Cuba». También había un retrato del señor Antonio al lado de una montaña de granos de cacao secando al sol. Debajo: «Antonio Sampons en Santiago de Cuba, supervisando el proceso de secado de la cosecha de 1878». Y más allá, un rótulo en letras negras proclamaba:
CHOCOLATES SAMPONS
CASA FUNDADA EN 1877
Productos premiados en todos los concursos
por sus propiedades alimentarias.
Aprobados y recomendados por la
REAL ACADEMIA DE MEDICINA Y CIRUGÍA
DE LA CIUDAD DE BARCELONA
Se venden en las principales
confiterías y droguerías.
—Una peseta y tres reales —dijo la mujer, y tú te apresuraste a sacar el dinero del bolsillo y dejarlo sobre la palma de su mano.
Mientras esperabas el cambio se te ocurrió el modo de hacer aquello que aún no habías hecho. Te pareció lógico, algo así como un acto de justicia. Dejaste con disimulo el paquete con la chocolatera encima de una silla que tenías cerca, frente al mostrador. La dependienta estaba de espalda y la silla no se veía desde el otro lado. En la tienda solo había dos clientes más, ambos distraídos: uno trataba de decidir qué tipo de bombones eran los mejores para regalar; el otro, una mujer corpulenta, regañaba a un niño que quería azúcar candi. No había riesgos. La chocolatera se quedó sobre la silla, muy discreta, sin que nadie dijera nada. La encontrarían en algún momento, tal vez a la hora de cerrar.
—Aquí tiene su cambio. Ya verá como el chocolate será de su gusto —te dijo la mujer.
¡Lo que te quedaba por escuchar! ¡Ahora resultaba que tenías aspecto de tomar chocolate con regularidad! Eso había pensado aquella chica, convencida de que lo comprabas para ti.
Empujaste la puerta y ya estabas en la calle de nuevo con la dulce mercancía en las manos. Dejaste escapar un suspiro de liberación. «Por fin está hecho. Me he librado de la chocolatera. Se ha acabado», pensaste. Y te alejaste de allí caminando con paso firme y la cabeza bien alta.
La chocolatera regresó muy pronto a tus manos, a tu vida, a tu conciencia de mujer honesta, como un animalito doméstico extraviado que encuentra el camino a casa. Te la devolvió la dependienta de los ojos risueños. Como siempre, estabas en la chocolatería Sampons para comprar cacao en polvo para el doctor, aquel que le preparabas con una mezcla de leche y agua siguiendo las modas de Viena y París, y te entretenías observando los envoltorios de los caramelos y los bombones y los cromos que regalaban ahora con las tabletas de chocolate, y que los niños coleccionan. Fue al devolverte el cambio cuando la mujer te dijo:
—Espere un momento, por favor. —Desapareció un segundo en la trastienda y regresó con el paquete envuelto en papel de seda y aquella sonrisa que nunca dejaba de iluminarla—. Creo que el otro día olvidó usted esto encima de una silla. Se lo he guardado pensando que iba a volver.
—Gracias —musitaste—. Pensaba que lo había perdido.
—Encantada de servirla, señora —dijo ella.
Señora.
Al llegar a casa, metiste de nuevo el paquete dentro del armario, sin saber cuándo tendrías una nueva ocasión de librarte de él. Ni si la tendrías nunca más.
Los años levantan el vuelo como golondrinas en el otoño, te dijo una vez aquel viejo con quien vivías feliz y sin terminar de entenderlo. Pero ocurrían tantas cosas que no acababas de entender que ya ni lo intentabas.
De vez en cuando te ocurría que cobraba sentido un comentario que él había hecho mucho tiempo atrás. A veces tenían que pasar años. Como aquel día en que te miraste al espejo y encontraste a una mujer de cara redondeada, con un mechón de pelo cayéndole sobre la frente y un par de ojos sin rastro de preocupación, y pensaste: «¿Cómo es posible?».
¿Cómo era posible que ahora tuvieras treinta y nueve años y llevaras ya quince en aquel piso de la calle del Pi donde a cada palmo se reconocía tu presencia y que ahora el doctor Volpi tuviera todo el pelo blanco y tu aún le continuaras escuchando con la admiración y el sobresalto del primer día? ¿Y cómo era posible que incluso ahora, después de tanto tiempo, aún continuara haciéndote reír y ruborizándote?
Entre aquellas paredes el tiempo no transcurría, o lo hacía cantando siempre la misma canción. El doctor se encerraba a leer o salía muy temprano y no regresaba hasta que terminaba su tertulia y tú le tenías preparado el chocolate con pan dulce —los bizcochos, las magdalenas y los bollos fueron llegando también— y te contaba cuál había sido ese día el tema de la tertulia y protestaba porque hacía mucho frío y la gente enfermaba demasiado y tú le ayudabas a ponerse la bata de seda y las zapatillas y después él decía: «Buenas noches, Aurora, estoy muy contento porque la semana que viene en el Liceo estrenan Guglielmo Tell. Ah, cuánto me gustan las óperas en francés!», y se metía en la cama canturreando algo y tú le deseabas «buenas noches, doctor Volpi, que descanse usted mucho».
Por las tardes leías tus revistas de moda, que llegaban cada mes con tal puntualidad que no dabas abasto, o bien salías a dar una vuelta por La Rambla, que daba gusto verla desde que se habían abierto tantos cafés y teatros, y después regresabas a casa, encendías los quinqués y te preguntabas: «¿Cómo es posible que nunca ocurra nada y de todos modos los años se escapen como el agua en un cesto de mimbre?».
Hubo también algún que otro sobresalto, pocos. El mayor fue aquella vez que estrenaron la maldita Guglielmo Tell. Maldita, el cielo te perdone, aunque igual es una maravilla. El doctor llegó a casa antes de hora, descompuesto y con el chaleco blanco todo manchado de sangre. Por poco te mueres del susto nada más verle, hasta que te diste cuenta de que la sangre no era suya. Sin recuperar la calma, sentado en su butaca, mientras le ayudabas a quitarse los botines, te contó que la mujer del librero Dalmás se le había muerto en los brazos sin que pudiera hacer nada para salvarla y que no era la única víctima, que el espectáculo de muerte y destrucción había sido dantesco. Y eso que solo había explotado una bomba de las dos que arrojaron. La segunda quedó suspendida como por milagro en las faldas de la señora del abogado Cardellach, que ya estaba muerta, Dios la tenga en su gloria.
—Ay, Señor —exclamaba el doctor, a quien veías alterado por primera vez—, el Liceo nunca volverá a ser lo que era, Aurora. Nunca nos recuperaremos de este baño de sangre.
De pronto soltaste el segundo botín sobre la alfombra. Allí mismo, arrodillada a los pies del doctor, rompiste a llorar. Él se quedó mudo del espanto, mirándote. Tú sollozabas como una niña, a lágrima viva, cada vez más y más fuerte, sin poder parar. Pensabas: «¿De dónde me sale toda esta desesperación tan de repente? ¿Qué me ocurre?». El doctor pensaba lo mismo y las conclusiones le aterraban.
—Pero, Aurora… —te dijo—, Aurora, por favor, levántese. ¿Qué tiene, mujer? No llore de esta forma. Hábleme. Dígame qué le pasa.
Extendió un brazo hacia ti. Y tú venga a llorar. En lugar de levantarte, te dejaste caer del todo. La falda se te hinchó y te convertiste en una gran cebolla engordando sobre la alfombra. Y él, cada vez más sorprendido, más desesperado.
—Aurora, se lo ruego, ¿quiere hacer el favor de escucharme? Tiene que decirme qué le pasa, dejarme entender algo. ¿Acaso llora por los muertos de la bomba? Dígame.
Cuando por fin conseguiste calmarte un poco —solo lo suficiente: hay llantos tozudos que cuando comienzan no quieren parar— balbuceaste cuatro palabras para dar una explicación.
—Tanta sangre… Me he asustado mucho… Pensaba… Parecía usted herido… La sangre… Gracias al cielo, no… Está usted bien… Qué miedo he pasado al verle…
El doctor te ayudó a levantarte, te miró de hito en hito.
—Aurora, criatura, pero entonces… Entonces, ¿es solo por mí tanto desconsuelo? —El doctor tenía los ojos húmedos y tal vez le temblaban un poco las manos, pero no te diste cuenta, atareada como estabas con tu propia desazón—. Siéntese, Aurora, siéntese, enseguida le traigo un pañuelo. —Y se dio prisa en salir de la sala, dejándote allí sola, mirando los botines, que también estaban manchados de sangre, y cuanto más mirabas la sangre más sollozabas pensando en lo que podría haber pasado, y cuanto más llorabas más ganas de llorar tenías, y mirabas los botines…, y aquello era como la canción de nunca acabar.
El doctor te trajo un pañuelo y una taza de chocolate. Intentó consolarte con palabras llenas de candidez, como a una niña. Después te envió a tu habitación, para que durmieras el disgusto, y él se quedó solo en la butaca de la biblioteca, despierto, durante mucho rato, mirando aquellos libros que habían sido testigos de tantas cosas a lo largo de su vida, como si les pidiera consejo o como si compartiera con ellos la sorpresa. También pensó. Pensó mucho, durante casi toda la noche. Tal vez pensó como nunca lo había hecho antes, al menos de un modo consciente. Cuando ya despuntaba el día llegó a la conclusión de que le convenía dormir un poco y se fue a la cama.
Y durmió de un tirón porque había tomado algo que se parecía un poco a una decisión.
—Aurora, ¿puede sentarse un momento aquí, frente a mí? Tengo que decirle algo.
Pobre doctor Volpi, ni siquiera sospechaba el trabajo que se le venía encima. Si lo hubiera sospechado, sin embargo, habría hecho lo mismo, porque era de aquella clase de testarudos que cuando toman una decisión no se dejan distraer por las minucias.
Te sentaste con las piernas muy juntas, las manos en el regazo y una arruga en mitad de la frente. Te arreglabas la falda simulando tranquilidad, pero tenías las manos heladas.
—Usted dirá, doctor.
—Esto, verá, hace días que le doy vueltas a una cuestión que tiene que ver con usted y un poco también conmigo, y considero que ha llegado el momento de compartirla, suponiendo que encuentre el modo de hacerlo, porque ya debe de haber notado que no me siento muy seguro. Si le soy sincero, mire por dónde, parecía mucho más fácil en la teoría, antes de llamarla, cuando ensayaba el discurso para mis adentros. El caso es que ahora no sé ni cómo empezar. Qué cosas, a mi edad.
—¿Le puedo ayudar de alguna manera? —te ofreciste.
—Se trata de una de aquellas cosas que no se dicen muy a menudo, ¿sabe? Yo mismo, con los años que tengo, solo me he visto en una situación así una vez, y fue muy diferente. No estaba tan informado, por decirlo de algún modo. La ignorancia me daba un arrojo que ahora me falta, no sé si me explico. Ah, la juventud, ¡qué maravillosa enfermedad de la conciencia! Pero quite, quite, que lo conseguiré. Esto, Aurora, ¿usted recuerda cuánto hace exactamente que es mi ama de llaves?
—Desde noviembre del año 1877 —respondiste, y la arruga de la frente se te hizo más profunda.
—Entonces… —el doctor contó—, hace ¡diecinueve años! Qué deprisa se me ha escapado el tiempo. ¿A usted?
La inquietud salió de tu boca en forma de pregunta.
—¿Ocurre algo, doctor? ¿Debería asustarme? ¿He hecho algo que le haya molestado?
—No, no, no, Aurora, escúcheme, por favor. Diecinueve años es mucho tiempo…
—Y veintiún días.
—Esto, lo que yo quiero decirle, Aurora, y quizás le suene un poco raro, así, tan de repente, es que en estos diecinueve años y veintiún días me he sentido el hombre más bien atendido de la Tierra.
Sonreíste halagada. Al mismo tiempo, comenzabas a sudar de angustia, de miedo. Aquellas palabras sonaban a despedida, a conclusión, a cambio de rumbo. Lo que estaba pasando era grave, lo adivinabas.
—¿No se encuentra bien, doctor? ¿Está enfermo?
—¿Enfermo? No, que yo sepa. A mi edad, lo peor es tener mi edad. No se inquiete, Aurora. Déjeme que le explique.
«No se inquiete es fácil de decir», pensabas tú. Y callabas, apretando los labios, y le dejabas hablar. Pero él estaba disperso.
—Me gustaría creer que usted también se ha sentido a gusto aquí en estos diecinueve años —prosiguió.
—¿Tiene algún problema? No se habrá metido en política.
—Si me hace el favor de callar un momento, Aurora… Se lo pido con tanta rudeza porque si no se calla perderé el poco valor que he reunido y la dejaré con el misterio ad eternum, que es mucho tiempo.
—No, no, por Dios. Ya me callo.
Y guardabas silencio de nuevo y apretabas los labios un poco más, pero era cada vez más difícil. Casi imposible. Una auténtica tortura.
—Me gusta creer que para usted ha habido también momentos en que ha olvidado que trabaja para mí, que yo era el señor de la casa y todas estas nimiedades convencionales, y hemos sido dos amigos que se lo pasan bien charlando de sus asuntos mientras toman chocolate.
Abrías unos ojos enormes. Aún no le veías venir. ¿Te estaba despidiendo? ¿Se quería morir? ¿Se marchaba al extranjero? Si el martirio se considera más cruel aún que la tortura, entonces aquello empezaba a ser un martirio.
Ahora te miraba fijamente, esperando algo, y tú no sabías qué debías hacer.
—¿Podría confirmarme esto que acabo de decirle, Aurora? Es importante para el hilo de mi argumentación.
—Claro, doctor. ¿Cómo era?
—¿Somos amigos?
—¡Claro que no, doctor! Usted es el señor de la casa y yo soy su ama de llaves.
—Bien, pero ¿cree usted que podríamos llegar a serlo?
—¡Por supuesto que no, doctor! ¡De ninguna manera! Sería una falta gravísima por mi parte considerarme su amiga. Yo no soy su igual, y lo sé de sobra.
—¿Y no le gustaría serlo?
—Mire, yo amigos no he tenido nunca, ¿sabe? —Le viste desfallecer sin saber por qué, como si se enfrentara a un trabajo imposible. A pesar de todo, proseguiste—: Esto de los amigos no es para gente como yo, créame. Los amigos no te dejan trabajar. Yo he venido al mundo a trabajar y no a perder el tiempo. ¡Ya está todo dicho!
Cruzaste las manos sobre el regazo, muy orgullosa de lo que acababas de decir. El doctor frunció el ceño, dejó la mirada suspendida durante un momento, pero enseguida se vino abajo y se frotó las mejillas con las manos.
—¡Nada, Aurora! ¡Que no! ¡No lo consigo! Es más difícil de lo que creía.
Diste un respingo del susto, de la ansiedad, del desconcierto. Ni tú misma imaginabas qué podía estar pasando. Aquel hombre no era el doctor Horacio Volpi que tú conocías, y lo peor era que no sabías por qué.
—No me asuste, doctor —dijiste—. Dígame de una vez qué está ocurriendo. Usted quiere anunciarme algo, ¿verdad? Deje que le ayude. ¿Es malo? ¿Una mala noticia?
—Ay, criatura, Dios quiera que no.
—No. Bien. Entonces, ¿es una noticia diferente?
—Eso mismo. Diferente.
—¿Extraña?
—¡Mucho!
—¿Desagradable?
—No necesariamente.
—¿Ha decidido mudarse a otro sitio? ¿Se va de Barcelona?
—No, no, mujer, ¿adónde quiere que vaya a mi edad?
—¿Está enfermo? ¿Se va a morir?
—¡Por descontado que me voy a morir! Pero me disgustaría que fuera precisamente ahora.
Agotabas las ocurrencias.
«Piensa, Aurora, piensa, ¿qué puede ser que le tenga tan fuera de sí? Una cosa que no se atreve a decirte, que le rompe la voz como si fuera un niño ante una travesura… ¡Ya lo tengo! ¡Claro! No puede ser sino…»
—Entonces es cosa de mujeres —dijiste.
—Es usted muy lista, Aurora. —El doctor sonrió satisfecho de tu intuición.
—¡Quiere casarse! Es eso, ¿verdad?
—Bravissimo!
La solución del problema te desanimó. ¡Iba a traerte una señora a casa! A estas alturas, una señora era un bofetón, y de los grandes. Una señora querría hacer las cosas a su manera, te marearía con órdenes de la mañana a la noche, querría llevar las cuentas de la casa, lo cambiaría todo de lugar, controlaría todos los gastos —¡ya podías irte despidiendo de las revistas de moda!— y también se llenaría los bolsillos, claro. ¿Por qué, si no para llenarse los bolsillos, querría alguien casarse con el doctor Volpi, un viejo de setenta y cinco años, con una vida tan insípida, de la biblioteca a la tertulia y de la tertulia al palco del Liceo? Debía de ser una mujer joven y astuta. Aunque…, ¡un momento! ¿Cómo de joven? Solo de pensar en una señora de veinticinco años, de cintura fina y piel de porcelana, hurgando todo el día en tus armarios, se te subía la sangre a la cabeza. O peor aún: ver al bueno del doctor Volpi bailando al son de una jovencita que solo pretendería aprovecharse de él. Seguro que él consentiría todos sus caprichos, porque no sabía decir que no, y poco a poco perdería su auténtica personalidad, que ya se sabe que las mujeres tienen sobre los hombres más influencia que nada de lo que se haya inventado nunca. Eso sí que no podrías resistirlo.
Te avergonzaste en el acto de aquellos pensamientos. ¿Quién eras tú para juzgar de aquel modo las decisiones del doctor? ¿Tal vez todo aquel tiempo de privilegios que habías disfrutado te había dado humos? ¿Creías que solo porque en la chocolatería Sampons una dependienta despistada te llamaba señora ya tenías algún derecho? Sentiste vergüenza de ti misma y te regañaste con severidad: «Parece mentira, Aurora, ¿quizá pensabas que esto era para siempre? Aún deberías dar las gracias por haber pasado estos veinte años en un lecho de rosas. Tú, que viniste al mundo sin nadie. Tú, que no merecías nada».
Y mientras tanto, el silencio crecía cada vez más y se volvía incómodo. El doctor Volpi respiraba con dificultad de la inquietud que le provocaba tu falta de respuesta. De tanto esperar, tú no sabías qué decirle ni cómo resolver aquello.
—¡Basta, Aurora! ¡No puedo más! Se lo diré sin disfraces y así terminaremos de una vez, ¿le parece bien?
Asentiste con la cabeza.
—Esto, Aurora… No sabe cuánto me gustaría que se casara conmigo.
«Eres mala, Aurora, eres una mujer mala como un demonio. Has malpensado del doctor. Has ensuciado con tus pensamientos egoístas a la única persona de verdad buena que has conocido nunca. Y lo único que le ocurre, pobrecito, es que se ha vuelto loco. Se ha trastocado completamente. ¡Menuda ocurrencia! ¡Casarse! ¡Contigo! Ay, te echarías a reír si no fuera que él parece tomárselo en serio. Sé amable, Aurora, sobre todo sé amable, el pobre hombre no está en sus cabales».
—No, doctor, esto no puede ser. —Te escuchaste decir, muy segura, absolutamente convencida.
—¿Y por qué no? ¿Acaso no somos libres usted y yo?
—No puede ser porque no está bien. Usted y yo no somos la misma cosa. No somos libres de la misma manera.
—¿Ah, no?
—No, doctor. Claro que no. Yo no sabría ser su mujer, ¿no lo ve? No podría acompañarle a ninguna parte.
—¿Y por qué no?
—¡Porque la gente murmuraría! ¿No se da cuenta?
—Y qué. Ya murmuran ahora. Prefiero que hablen porque me he casado a que chismorreen sobre por qué no me caso. No sabía que le afectara tanto lo que dice la gente, Aurora.
—Me afecta que hablen mal de usted, por supuesto.
—Pues mire, a mí me gustaría darles de una vez motivos para hablar.
—¡Válgame Dios! No, no, no —negabas con la cabeza, subrayando las negativas con más negativas—. Esto no lo ha pensado usted. Es una manía que le ha dado. ¿No ve que le tomarán por un hombre irresponsable?
—A mí me da lo mismo por qué me tomen. Mientras usted sepa cómo soy…
—No, no, no, no puede ser, no, no, de ninguna manera. —Y meneabas la cabeza a ambos lados—. ¡Usted no se encuentra bien! ¡No ve que todo el mundo sabe que soy su ama de llaves!
—Me da lo mismo.
—Se reirán de usted.
—¡De envidia!
—¡Qué disparate! Nunca había escuchado nada parecido. ¿Y se puede saber por qué se le ha metido esta idea en la cabeza de repente?
El doctor Volpi dejó ir un suspiro. Largo, cargado de misterios. Un suspiro que escondía más de mil razones, todas muy meditadas y nada repentinas, por las que deseaba que Aurora fuera su mujer.
—Además —proseguía ella incansable—, yo de hombres no sé nada. Nunca he… Yo nunca… Yo aún soy doncella, doctor.
—Criatura, y yo viudo desde hace treinta años. Nunca he sido un libertino. Creo que he olvidado todo lo que aprendí alguna vez. Pero yo diría que con usted sería fácil recuperar la memoria.
—Que no, que no, que no… ¡Qué disparate!
—Mire, Aurora, no es que no piense en esas cosas de la carnalidad. Al contrario, me parece que tiene usted la gracia de una diosa Caris. Mucha más, si me apura, porque usted es real y está aquí, frente a mí. El caso es que cuando pienso en usted y en mí mismo y conjugo todos los tiempos de un futuro juntos, en nuestra casa, no son concupiscencias lo primero que se me viene a la cabeza.
Continuabas negando cada expresión que escuchabas (juntos, nuestra, futuro…) con la severidad de una madre que censura a su hijo una locura.
—Será por mi edad, conjugada con que nunca fui un hombre muy despierto, pero lo primero que se me ocurre es usted tumbada en la cama, a mi lado, sujetando mi mano bajo las sábanas. Usted riendo cualquier broma que yo le habré contado de aquella forma en que sabe hacerlo, que recuerda a un pájaro. Y usted y yo en el Liceo, disfrutando de algo bonito, como La sonnambula o Aida, y usted y yo paseando por La Rambla al caer el sol, y usted y yo yendo a merendar a una chocolatería de la calle Petritxol hasta el mismo día del juicio final. En todo esto pienso, y cuando lo hago languidezco de felicidad.
—¿El Liceo? Quite, quite —decías tú—. Pobrecito doctor Volpi, mañana lamentará haberme dicho todas estas cosas. Pero mire, usted no se preocupe por nada, yo fingiré que no he oído nada. Creo que ha trabajado usted demasiado. ¿Sabe qué va a hacer? ¡Acostarse! Ahora mismo le traigo una tacita de chocolate del que le gusta y usted va cerrando los ojos y se deja ir, ¿me escucha?
—La escucho, la escucho.
—Pues lo que le digo. Se acuesta, duerme sus buenas ocho o nueve horas y mañana lo verá todo mucho más claro.
—¿Y qué pasara si mañana no…?
—No, ahora no diga nada más, no le conviene. Mañana será otro día, volverá a salir el sol. Vamos. Venga conmigo. El calientacamas debe de haberse enfriado ya.
La noche fue larga. A pesar de que no querías pensar en ello, las palabras del doctor Volpi volvían una y otra vez a tu cabeza, testarudas: bonita, diosa, pájaro, palabras que nunca habías pensado que podían ser para ti y que ahora sentías como tu propiedad más preciada a pesar de que te quedaban grandes. Te gustaban tanto como el modo en que te miraba el doctor, el tono de su voz cuando hablaba del futuro, incluso las venas azuladas que se dibujaban en los dorsos de sus manos. En la quietud de la noche, que siempre se divierte confundiendo las cosas, dejaste por un segundo de pensar que todo aquello era una locura y te formulaste una pregunta sencilla: «Qué pasaría si…».
«Qué pasaría si…»: todos los cambios del mundo, todas las revoluciones, todas las conquistas, todo lo que de verdad vale la pena comienza cuando alguien se pregunta «qué pasaría si…».
Tú te lo preguntaste con tanto rigor que tuviste que levantarte de la cama para beber un vaso de agua, porque de pronto se te había secado la garganta. Cuando regresabas de la cocina, te pareció oír al doctor canturreando algo, como siempre. Ya sabías de sobra que era un hombre muy cantarín, por eso no te extrañó. Atendiste un momento y reconociste una de aquellas canciones italianas que tanto le gustaban. La cantaba con una alegría que no comprendiste. Negaste con la cabeza una vez más en aquella noche tan cargada de negativas y regresaste a la cama, acompañada por la tonada:
La moral di tutto questo
assai facil di trovarsi.
Ve la dico presto, presto
se vi piace d’ascoltar.
Ben è scemo di cervello
chi s’ammoglia in vecchia età;
va a cercar col campanello
noie e doglie in quantità[8].