No era una fantasía. Te diste cuenta de pronto, con un helor del corazón.
Lo recuerdas como una pesadilla. Era el 16 de octubre de 1874. La señorita Cándida no respondió cuando llamaste a la puerta de su cuarto dos veces. Insististe. Nada. Pensaste que había pasado una mala noche y que no lograba despertar. Últimamente le pasaba a menudo. No dormía o despertaba en medio de la madrugada por culpa de una pesadilla que solo te contaba a ti. Decidiste entrar de todos modos, aunque nadie te había autorizado a hacerlo.
La habitación estaba en penumbra. Seguiste la rutina de siempre: la bandeja, la puerta, las cortinas. El sol que llevaba rato bañando la calle Ampla también era el mismo de cada día. Las cosas seguían con su rutina, fingiendo que nada estaba ocurriendo.
Pero la habitación estaba vacía. La cama, sin deshacer.
«No es posible», te dijiste, mientras todas aquellas palabras que Cándida había pronunciado durante las horas y los días anteriores acudían a tu cabeza como una evidencia dolorosa. «No, no es posible». La buscaste por toda la casa, con una esperanza que era una desesperación. Miraste en los lugares lógicos, como el jardín. También en los más extraños, los que la señora nunca visitaba, como las cocinas o tu habitación. Preguntaste al cochero si la señora había solicitado sus servicios aquella mañana. No, la señora no le había requerido. «¿Y ayer?», preguntaste, con el corazón en vilo. «Ayer tampoco», dijo el hombre, antes de añadir: «Pero ayer por la tarde una berlina se detuvo frente al portal». «¿Una berlina? ¿De quién?» El cochero arrugó los labios en una mueca feísima que en realidad significaba: «¿Qué más da?».
Una berlina. Tu corazón corría cada vez más. Tú no eras inocente, sabías cosas, incluso tenías tus propias sospechas. Nada de sospechas, Aurora —ahora ya no podías negar la evidencia—, lo que tenías eran certezas, certezas como catedrales. ¿Cómo podías haber sido tan tonta? Nunca pensaste que la señora hablara en serio… Siempre te pareció que hablaba por hablar, por provocarte, que realmente no era capaz de… ¡Tonta, tonta, tonta! Ciega y sorda, Aurora, ¡eso habías sido! Y ahora te sentías tan culpable como si la traición la hubieras tramado tú.
De pronto te acordaste de la niña. La pequeña Antonieta. La encontraste entretenida en su cuarto de jugar, peinando a una muñeca con los dedos, mientras una criadita joven la vigilaba con cara de tedio. Preguntaste si la señora había aparecido por allí aquella mañana. No sabes por qué razón, aún albergabas alguna esperanza. Necesitabas alguna esperanza. Tenías en el alma una pátina negra de tristeza.
La niña reía, inocente criatura, distraída con sus cosas. La criadita te dijo: «No, no la he visto».
Nadie había visto a Cándida.
De modo que de toda la casa, solo tú conocías la verdad, Aurora. He aquí el desgraciado privilegio que habían reservado a la criada huérfana, la hija salvada por ensalmo de un vientre muerto. Aquella mañana de octubre deseaste no haber nacido para no ver al señor Antonio regresar de su viaje de negocios, preguntar por su querida esposa, extrañarse de que aún no hubiera salido a recibirle y por fin, incrédulo, herido de muerte, escuchar de tus labios toda la verdad. Una verdad que te desgarraba por dentro y que llevabas encima como si fuera una montaña.
En un instante lo previste todo, como una adivina capaz de leer el futuro. Detenida ante la cama sin deshacer de la señora, comprendiste que aquello era el final (pocas veces se lo reconoce con tanta claridad) y que no podías luchar contra eso. La gente como tú no maneja las riendas, solo sufre las consecuencias.
Estabas de nuevo en la habitación de Cándida. Cerraste la puerta con llave desde dentro y te sentaste junto al ventanal, allí donde la señorita ya nunca volvería a tomar su desayuno. Desdoblaste la servilleta de hilo y te la pusiste sobre el regazo, como le habías visto hacer a ella tantas veces. Llenaste la tacita con el chocolate de la jarra. Bebiste tres tazas completas, todo el contenido de la chocolatera de la misteriosa Adélaïde de Francia. Las bebiste en una extraña calma, similar a la de los condenados a muerte, mientras observabas la calle. Era poco dulce, pero muy suave. Luego comiste el pan y la fruta. Dejaste los platos como si ya los hubieran lavado.
Solo durante un momento, pensaste que te lo merecías.
La pesadilla tenía tres actos, como las óperas preferidas de la señora Hortensia. En el segundo, el señor Antonio regresaba de su viaje. Si alguien hubiera compuesto un preludio para acompañar esta escena, habría empezado con un adagio discreto, poco ruidoso, para poco a poco ir pasando al allegro y terminar con un presto muy recargado de timbales, de aquellos que preparan el ánimo del público para cuando las cosas comiencen a ponerse realmente mal. Ah, y las trompetas. No podemos olvidarnos de las trompetas como presagio del destino. Después vendría un dueto —el señor y tú—, a la manera antigua: primero tú dabas todas tus explicaciones, después él respondía y solo al final las voces se entremezclaban. Luego seguiría un aria muy dramática, la del señor Antonio con su hijita en brazos, maldiciendo a la mujer que acababa de abandonarlos, el momento en que se casó con ella y al tenor napolitano que se la había robado. Terminaría con una cabaletta rabiosa donde él juraría por Dios consagrarse en cuerpo y alma a la pequeña Antonieta y criarla lejos del doloroso recuerdo de su madre. Telón y aplausos.
Pero en la vida las cosas no ocurren como en el escenario. Tú te morías de miedo esperando que ocurriera algo, pero seguías sin atreverte a confesar la verdad. Iban pasando las horas y las jornadas y de la huida de Cándida hacía ya tres días interminables. En la casa reinaba una quietud triste. Llegaban visitas, las oías subir las escaleras tras el ama de llaves, y las oías marcharse. Ahora el señor Antonio pedía que le sirvieran el almuerzo en su gabinete. Tenías poco quehacer, te aburrías por primera vez en la vida. De vez en cuando necesitabas ver a Antonieta, hacia quien sentías tanta compasión como hacia ti misma. Después regresabas a tu recámara, a tu madriguera, y dejabas que el tiempo se escurriera escuchando los sonidos que llegaban de los pisos superiores. Te preguntabas: «¿Debería decírselo al señor Antonio?». Y llorabas de miedo, de rabia y de indecisión.
—Aurora, los señores quieren verte. Te esperan en la salita —te anunció Madrona asomándose a la puerta de las bisagras destrozadas.
Subiste de inmediato. Temblabas de pies a cabeza.
El señor Antonio estaba de pie al lado de la chimenea. Su madre ocupaba la butaca, y las cortinas enmarcaban su silueta. Frente a ella, con expresión muy severa, el señor Estanislao estrechaba la mano de la señora Hortensia, que tenía los ojos hinchados, como de haber estado llorando. Te pidieron que te quedaras en el centro de la escena, para que todos pudieran verte bien. El señor Antonio te preguntó si sabías dónde estaba la señora Cándida.
—No lo sé con certeza, señor, pero me lo figuro —respondiste.
—¿Qué te figuras, Aurora?
—No me haga decirlo, señor. —Se te rompió la voz al contestar. Estabas muy asustada. Llevabas días así.
—Dinos el motivo, entonces. ¿Por qué te lo figuras? ¿Te lo dijo ella?
—Sí, señor.
—¿Hablaba contigo del señor Bulterini?
Qué impresión tan honda te causó escuchar el nombre del cantante italiano en boca del señor Antonio, ver que él lo pronunciaba sin un temblor ni una duda, como habría hecho con cualquier otro nombre.
—Alguna vez me habló de él —dijiste.
La señora Hortensia intervino de pronto muy alterada:
—¿Y tú no le dijiste nada, estúpida? ¿No intentaste quitarle todas esas barbaridades de la cabeza? ¿No le recordaste que es una mujer casada, madre de una criatura?
—Sí, señora. Pero yo pensaba que la señorita Cándida, quiero decir, la señora Cándida, no hablaba en serio. Pensaba que todo aquello solo era una fantasía de las suyas.
—El ama de llaves dice —continuó el señor— que hace tres noches te vio salir de casa después de la hora de la cena. Dice que llevabas mucha prisa y un encargo de tu señora. Y que volviste sobre las doce.
Sentiste como si el corazón se te agrandara hasta ocupar todo tu pecho. Por un instante creíste que ibas a morir allí mismo, delante de los señores. Un velo de oscuridad se cerró ante tus ojos durante unos segundos. Pensaste: «Estoy perdida».
—¿Es verdad, Aurora? ¡Di algo! —rugió la señora de la casa.
—Sí, señor.
—¿Se puede saber adónde fuiste? —El señor Antonio retomó el interrogatorio.
—A entregar un billete.
—¿Adónde?
—A la puerta de artistas del Liceo, señor.
—¿A quién debías entregarlo?
—Al criado del señor Bulterini, señor.
—¿Lo hiciste?
—Sí, señor.
—¿La señora te informó de lo que ponía en el billete?
—Sí, señor.
—¡Entonces sabías muy bien lo que estabas haciendo, demonio! —bramó la señora Hortensia, y se le rompió la voz.
No pudiste más. Empezaste a llorar como una niña. Te sentías muy mareada. Tal vez te desmayarías en cualquier momento. No querías que eso ocurriera por nada del mundo. Bastante tenían ya los señores con lo que les estaba pasando.
—La señora Cándida… —balbuceaste con apenas voz—, la señora Cándida me engañó.
—¿Qué significa exactamente que te engañó? Explícate —la señora Hortensia gritaba como no la habías visto nunca.
Pero quien de verdad te impresionó fue el señor Estanislao. No se había movido en todo el rato. Recordaba a una estatua, tan quieto como estaba. Tenía los ojos fijos en las borlas de las cortinas y la mirada turbia. Solo se notaba que estaba vivo porque parpadeaba de vez en cuando.
—El billete… —contestaste sollozando, descompuesta por la situación—, yo pensaba que era una despedida. Ella me lo dijo. Que quería despedirse de él para siempre. Me preguntó y yo le recomendé que escribiera un mensaje.
—¿Estás diciendo la verdad?
—Sí, señor, lo juro.
—¡No jures, maleducada! —rugió la señora Hortensia—. Y deja de llorar.
Las piernas te flaqueaban. El señor Antonio te sujetó de un brazo temiendo que fueras a derrumbarte de un momento a otro. Si no hubiera sido por él, te habrías caído al suelo.
—No me encuentro bien —susurraste—. Yo no he hecho nada. La señora Cándida es tozuda cuando quiere. No me escuchaba. Yo creo que volverá, señor. No puede ser que no vuelva. Volverá en cuanto se dé cuenta de lo que ha hecho. Estoy segurísima.
Gemías como una mocosa. Dabas tanta lástima que el señor Antonio le preguntó a la señora Hortensia si eras de buena pasta y si podía fiarse de lo que estabas contando. Entonces la señora Hortensia te defendió.
—Aurora es una buena chica. La conozco como si fuera hija mía. Respondo por lo que está diciendo.
Las lágrimas se te cortaron de golpe. Te quedaste allí, plantada en mitad de la reunión, de nuevo esperando a que algo ocurriera. Un reloj tocó las seis.
—Retírate, Aurora —dijo el señor Antonio, tan moderado en su tono y su actitud como se había mantenido todo el tiempo—. Tú no tienes la culpa de nada de lo que ha pasado.
Saliste. No conseguías caminar en línea recta. Era todo tan extraño que te parecía como si no estuviera ocurriendo. La vida parecía de mentira. Mientras bajabas la escalera, oíste de nuevo la voz de la señora murmurar:
—¿Por qué nos ha tenido que pasar algo así? ¿Por qué a nosotros?
No habías llegado al último escalón cuando te detuviste. La madre del señor Antonio hablaba de ti:
—En esta casa no puede quedarse. Lo comprenden, ¿verdad? Será mejor que se la lleven. Nosotros tampoco podríamos recomendarla a nadie después de esto.
La señora Hortensia esta vez no te defendió. Tampoco trató de defenderse a sí misma. Solo dijo:
—Está bien.
Qué pocas palabras bastan para cambiar el rumbo de toda una existencia.
Tus cosas estaban pronto recogidas. Cabían en el mismo hatillo que trajiste al llegar. Una vez todo estuvo preparado, te sentaste a esperar en el banco de la cocina. Aún no se te había pasado la conmoción ni, por supuesto, el disgusto. Entonces una mala idea se encendió en tu cabeza como una luciérnaga: la chocolatera. No podías dejarla allí, en el estante junto a la despensa. Allí nadie la valoraba y, del mismo modo, nadie la echaría en falta cuando te hubieras marchado. En aquella casa tenían problemas más urgentes que preguntarse qué había sido de una chocolatera vieja y desportillada. Como suele ocurrir en estos casos, una mala idea convocó a otra y luego llegaron más. Te dijiste: «Aunque la echaran de menos, siempre pensarían que fue Cándida quien se la llevó y nadie podría demostrar la verdad». Habías tenido un mal día, el corazón te latía muy deprisa y la ocasión no iba a volver a presentarse. En la cocina no había nadie, ni se escuchaban los pasos como de soldado de asalto del ama de llaves, o la cocinera. Lo hiciste. De un manotazo. Sin pensar, como hay que hacer estas cosas. Empujada por un deseo raro de poseer un objeto que para ti era mucho más que eso: era parte de un pasado aún vivo y ya enterrado. La envolviste en un trapo viejo y la metiste en la maleta de cualquier manera. Después, te acomodaste de nuevo en el banco de la entrada y esperaste, modosa, hasta que se te sosegó el corazón.
Los señores aún tardaron un rato en abandonar la sala. Tenían mucho que arreglar, incluidas varias decisiones difíciles pero necesarias. Desheredar a la señorita Cándida a favor de Antonieta, por ejemplo. Discutir las cláusulas concretas del documento de separación matrimonial, que el abogado del señor Antonio ya había redactado y en el cual quedaban claras dos condiciones: que Cándida no podía volver a ver a su hija hasta que esta fuera mayor de edad y que tenía totalmente prohibido poner los pies en casa de su marido, por años que pasaran.
Oíste que, cuando el abogado leyó esta cláusula, el señor Antonio murmuró:
—Ojalá no vuelva nunca.
Después de esto, ya se veía venir que el tercer acto sería horrible. Más o menos como se adivina en La Traviata nada más escuchar el preludio con que arranca la tercera parte: aquello no puede acabar bien, por más que en el público lata un deseo unánime.
Nunca habías visto a una madre más desesperada que la señora Hortensia por borrar el recuerdo de su hija, ni un padre más avergonzado que el señor Estanislao por cómo habían salido las cosas. No supiste jamás quién de los dos decidió sacar al patio los muebles y todos los objetos que aún permanecían en la habitación de Cándida, formar con ellos un gran montón y prenderle fuego. La señora se encerró en su habitación para no ver la pira. El señor Estanislao, en cambio, se sentó en su mecedora y no se movió de allí hasta que el fuego se redujo a brasas, las brasas a cenizas y las cenizas se diluyeron en un recuerdo helado que volvía de piedra el corazón. Mientras tanto, se mecía despacio y cantaba «Bella figlia dell’amore schiavo son de’vezzi tuoi…», y dejaba que la memoria le causara un daño del que ya nunca podría recuperarse. Fue la última vez que alguien le escuchó cantar el famoso fragmento del cuarteto de Rigoletto. A la mañana siguiente, como una consecuencia lógica de todo lo que estaba viviendo, mandó cerrar la sala de música y sentenció:
—Todo lo que he amado en la vida se ha vuelto en mi contra.
De vez en cuando aún preguntaba: «¿Hay correo?». Le entregaban las cartas, las miraba sin mucho interés y continuaba a sus cosas, cada vez más ausente. Decidió no volver a salir —no podía soportar las caras de sus viejos amigos, ni los silencios de circunstancias, no sabía fingir—, poco a poco fue perdiendo el interés por inventar nuevas máquinas —«En el mundo hay un montón de máquinas. ¿Para qué voy a tomarme yo la molestia?»— y se sepultó en su silencio impenetrable. El señor Estanislao comenzó a alejarse, despacio, pero para siempre.
Hasta que sufrió el ataque y se alejó del todo. Su mal fue propagándose por todas las estancias de la casa, que como él fueron adelgazando, menguando, desnudándose de todo cuanto habían sido. Sábanas blancas cubrieron los muebles del comedor y del saloncito de fumar, la mesa del gabinete del señor, con todo su embrollo de planos, bocetos, fórmulas y pedidos, se cerró bajo llave. Aquellas cortinas y alfombras y tapices y tapetes que mudaban dos veces al año quedaron detenidos en un invierno perpetuo.
La señora Hortensia echó a todo el servicio. Menos a ti.
—A partir de ahora, tú y yo nos ocuparemos de todo —te dijo, antes de añadir—: El señor no querría que nadie nos viera así. Nadie menos tú, que has sido para nosotros como otra hija, y que al final lo serás más de lo que nunca pensamos.
Pobre señor Estanislao, ¡daba tanta pena! Un hombre como él, que había sido corpulento y fuerte como un roble, alegre como un desfile de carnaval, rápido de pies y de cabeza, acostumbrado a entrar y salir sin dar explicaciones a nadie, de pronto se veía condenado a pasar el día de la ventana a la cama y de la cama a la ventana, a sorber caldos que teníais que administrarle, la señora o tú, con una cucharilla de postre, porque ya ni abrir la boca sabía. Si le mirabas a los ojos, vislumbrabas la sorda vigilancia de la muerte. Y algo parecido habría podido decirse de la señora Hortensia, que ya solo vivía para dejarse consumir, como una fruta que se seca al sol. No salía, casi no probaba bocado, vestía siempre de luto a pesar de que en casa no había ningún muerto y de pronto un día citó al abogado y le dijo, segura, pero con un temblor en la voz:
—Quiero que venda el palco del Liceo.
Quedaban muy atrás aquellos tiempos en que el señor Estanislao, con un dedo izado y aquel chorro de voz propio de un dios Gothan en el final de La Valquiria, proclamaba lleno de orgullo:
—¡Antes vendería la casa que el palco del Liceo!
De las dos desgracias no sabías cuál era peor, si la de él o la de ella. Por lo menos el señor Estanislao no era consciente. De vez en cuando sonreía sin venir a cuento. A su manera, llevaba una vida plácida. Ausente, pero plácida. La señora, en cambio, solo sabía llorar a escondidas, cuando pensaba que nadie la oía, y solo sabía repetir una y otra vez:
—¿Por qué nos ha tenido que pasar esto a nosotros? ¿Por qué nos ha pasado esto?
Era muy triste formar parte de aquella decadencia antes de tiempo. Sobre todo para alguien que, como tú, aún conservaba tan frescos los recuerdos del esplendor, aquel tiempo en que a todas horas había fiestas, novedades, tráfico de modistas, relojeros, abogados, amistades que venían a merendar, lavanderas y planchadoras. Y noches de ópera. Aquel tiempo en que se hablaba tanto del principio de la temporada del Liceo, cuando el problema más grande era que no se había programado Rigoletto.
El señor Estanislao murió sentado en su silla ante los ventanales, mirando su calle Ampla inundada por el sol de primavera, con aquella sonrisa de felicidad remota dibujada en los labios. Te parece que no sufrió y que se fue de este mundo en paz. El entierro, que fue en la catedral, reunió a una multitud. La señora Hortensia parecía un pajarito recién caído de un árbol muy alto. Antonio Sampons se sentó en primera fila en compañía de la pequeña Antonieta, de solo cinco años. La gente murmuró mucho. Las conversaciones se llenaron con palabras muy feas, como vergüenza, traición, fulana, y se gastó mucha compasión y mucha tristeza, ambas impostadas.
Antonio Sampons se despidió de su suegra en la placita y regresó a casa caminando a paso cansino, con la niña de la mano. La señora Hortensia no se atrevió a mirarle a los ojos más que un segundo.
En la siguiente temporada del Liceo, la primera sin don Estanislao donde siempre, se programó un magnífico Rigoletto.
Aún no habías salido de casa de los Sampons y ya te estabas arrepintiendo. Aquello no era propio de ti, Aurora, te lo decía una vocecilla interior. ¿Cómo te habías atrevido a hacer algo así? Tomar lo que no era tuyo. Robar. Esta era la palabra que venía al caso: robar. Otra palabra fea fea, de las que no gustan a nadie.
Aquellas razones que te diste a ti misma, las que te llevaron a tomar la pieza de porcelana y meterla en tu maleta, ahora no estaban en ninguna parte. Las buscabas en tu interior, pero no te respondían. La idea como una luciérnaga también se había extraviado. Solo te quedaba el arrepentimiento, la culpa, la vergüenza de ti misma.
Siempre fuiste un poco exagerada, Aurora, no se puede negar.
Antes de salir de casa de los Sampons, custodiada por el señor Estanislao y la señora Hortensia, los tres con cara de funeral, ya habías decidido lo que debías hacer, aunque no fuera fácil. No te lo dijo nadie, ni siquiera la vocecilla incómoda (que callaba cuando más la necesitabas, traidora), pero tú lo sabías.
Devolver la chocolatera al lugar del que la habías sustraído sin permiso. Eso era lo que debías hacer.
¿Cómo? No tenías ni idea, pero intuías que no sería fácil.
La primera mañana en casa de los Turull te levantaste temprano, antes del amanecer, y envolviste la chocolatera en varias capas de papel de seda. Ataste el paquete, mullido y gordinflón como un bebé, con una cinta también blanca. Te pusiste de limpio como muestra de respeto. Saliste de casa antes de que comenzara a clarear y solo media hora más tarde estabas frente al portal de la calle Ampla. El corazón te latía como un tambor cuando golpeaste el picaporte. Abrió Enriqueta, que cambió la expresión nada más verte.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó imperativa—. ¿Por qué has vuelto?
—Vengo a traer una cosa.
—No nos interesa —zanjó ella sin dejar que te explicaras.
—Escúchame. No es nada mío.
—De la señora Cándida no queremos nada.
—Enriqueta, ¿puedes escucharme un momento? Déjame hablar.
—No puedo. De verdad que no puedo. —Y la puerta ya se cerraba, mientras Enriqueta no dejaba de gruñir—: Por Dios, Aurora, no vuelvas. El señor ya ha sufrido bastante. Haré como si no te hubiera visto.
Con Madrona habría sido todavía peor, pensaste. Diste media vuelta, qué remedio, mientras te decías: «Está bien, Enriqueta, yo haré también como si no te hubiera visto».
La pieza de porcelana fina te quemaba en las manos mientras juntas regresabais a casa.
Después llegaron días de silencios y ventanas que ya no se abren nunca. La señora cada vez comía menos y poco a poco iba perdiendo la costumbre de hablar, y tú temías que se muriera de la tristeza. Un día te llamó desde la sala. La encontraste sentada en su butaca, con las manos cruzadas sobre el regazo y aquel modo de mirarte tan especial, como si alguna vez te hubiera querido. Te soltó un discurso que no esperabas:
—Siéntate, Aurora. Y escucha. Dentro de pocos días me iré a vivir con una sobrina mía con quien he llegado a ciertos acuerdos, pensando en los años que me quedan. Nada muy sofisticado, no vayas a creer. He comprado unos pisitos en la Bonanova y los he puesto a nombre de mi sobrina, para compensarla del trabajo de cuidar de mí hasta que me muera. Ya sabes que lo que me falta no es dinero (las máquinas del señor Estanislao aún dan para mucho), todo lo contrario: tengo más dinero del que necesito y puedo gastar. Cuando me vaya, será todo para Antonieta, que es mi única heredera desde aquello de la nena. El caso es que no quiero cambiar de vida sin antes dejarte bien arreglada, Aurora. No podría perdonarme que acabaras mal. —La señora hizo una pausa, te pidió que te acercaras un poco. Le costaba hablar y a ti escucharla—. Tu madre era una buena chica, Aurora. No hay que culparla de lo que le pasó, topó con una mala persona, que solo pensaba en sí mismo. Nunca me ha parecido que le guardes rencor.
—No, señora. Yo no le guardo rencor a nadie —dijiste.
—Bien. Ahora escucha. Antes de morir, tu madre me hizo prometer que cuidaría de ti. Creo que no lo he hecho del todo mal. Nunca he traicionado una palabra dada, nunca en la vida. Ni voy a hacerlo ahora, dejándote a tu suerte. No quiero que puedas reprocharme nunca nada.
—Señora Hortensia, yo nunca le haría ningún reproche.
—Déjame terminar. —Sonrió un poco—. He hablado con mi buen amigo el doctor Horacio Volpi. ¿Le recuerdas? Lo has visto alguna vez en esta casa. Era muy amigo del señor Estanislao, les gustaba hablar hasta muy tarde alrededor de una mesa de café, qué diversiones, ¿verdad? Lo más importante es que se trata de un verdadero caballero, un hombre de los de antes. Vive solo desde hace años, pero se hace mayor y necesita con mucha urgencia un ama de llaves que ponga un poco de orden en sus cosas.
—¿Que ponga orden?
—Que se ocupe de él, que lo cuide, que le limpie la casa. Una mujer joven, a poder ser. —Hizo una pausa—. Le he hablado de ti, Aurora. Le he contado que eres buena chica, en buena edad y con muchas ganas de trabajar. También le he hablado de la promesa que le hice a tu madre y de cómo he cuidado de ti todos estos años. Él se hace cargo de todo y creo que agradece la recomendación. Puedo asegurarte que en aquella casa te sentirás tan a gusto como en esta. Ya te digo que Horacio es un hombre de los que ya no quedan.
—Pero tal vez no sabré hacer todas esas cosas… —dijiste.
—¡Bobadas! Claro que sabrás. ¡Ahora no me dejes mal!
—No, señora.
—Irás mañana a las nueve. Aquí tienes la dirección. —Te ofreció un papel donde había algo escrito.
—¿Mañana?
—A las nueve. Sé puntual.
No esperabas que todo fuera tan rápido.
—Sí, señora.
—Arréglate. Ponte el uniforme de hilo.
—Sí, señora.
—Y no le hagas esperar. Ni llegues antes de la hora.
—No, señora.
—¿Estás contenta?
—Mucho, señora. Pero ¿usted cómo se las arreglará para…?
—De mí no te preocupes. Yo puedo cuidar de mí misma. Además, ahora todo esto es cosa de mi sobrina, que para eso he hecho tratos con ella. Tú piensa en ti misma, Aurora. Aún eres joven. Necesitas un lugar donde meterte, ahora que todo se ha arruinado.
Aquella tarde la pasaste llorando. Habrías dado lo que fuera por quedarte allí. Aquella era tu casa, el lugar donde naciste, donde jugaste de niña. El lugar del que te fuiste y al que tuviste que regresar. No te entraba en la cabeza que hubiera otro sitio en el mundo, además de aquel. Y la idea de servir a otra persona, un doctor, un hombre, que además vivía solo en una casa donde no habías estado nunca, te parecía espeluznante.
Ahora sí que nada podía salir peor. Hacía mucho que se veía venir. Y eso que en la vida no existen los preludios ni los intermezzos ni ninguna orquesta que de pronto empiece a armar escándalo para avisar a todo el mundo de lo que le espera.
En la vida las cosas empiezan porque sí y terminan cuando les da la gana. Y si no estás preparado, pues ya ves.