IL TROVATORE

Los primeros Sampons vivían en la calle Manresa, en el piso situado sobre la tienda que el abuelo fundó nada más llegar de Molins de Rei. Don Gabriel, en cambio, quiso darle un capricho a su mujer y le compró un palacete viejo y desvencijado de la calle Ampla, hizo las cuatro reformas más urgentes —y más bien insuficientes— y se instaló allí con toda la parentela. La casa era cuadrada y sólida como una roca, tenía balcones de hierro forjado que daban a la calle, techos recargados de molduras, un salón de baile donde no bailaría nunca nadie y hasta una entrada de carruajes.

Fue allí donde Cándida llegó como nuera después de casarse con Antonio Sampons. Su habitación, que tenía sala y alcoba, se asomaba a la calle y era de las más alegres de la casa, porque estaba en el segundo piso y el sol la encontraba con facilidad en su ruta sobre la ciudad. Antonio mantenía su propio cuarto, en la misma planta, cerca del de su esposa —ya se sabe por qué razón—, pero al mismo tiempo separado por unas cuantas puertas, alfombras y cornucopias. A ti te asignaron, como era normal, una recámara del sótano. Cuatro paredes sucias y sin ventanas, una puerta con las bisagras molidas, una cama, un armario y un orinal. Un patrimonio bien escaso, pero nunca esperaste más.

Tu vida no sufrió ningún cambio en la casa de la calle Ampla. Cada día subías la escalera a las nueve y media, haciendo equilibrios con la bandeja. Sobre esta, un mantel de hilo. Y sobre el mantel, la chocolatera —llena del líquido de aroma delicioso—, la panera con media docena de rebanadas de pan y un platillo con fruta fresca. Solías hacer un descanso en la mesilla del rellano, llamabas a la puerta de la habitación de la señorita, perdón, de la señora Cándida. Dos golpecitos suaves y de inmediato su voz te daba permiso desde dentro: «Pasa, Aurorita, pasa». Y tú te adentrabas en una habitación en penumbra, con la bandeja en las manos y las porcelanas tintineando, lo dejabas todo sobre la mesa, cerrabas la puerta del pasillo, abrías las cortinas de los ventanales y la luz se derramaba sobre muebles y alfombras y también sobre el papel decorado de las paredes. Entonces la señorita tomaba su desayuno en la cama —porque una dama no debe levantarse nada más despertarse— y el día iba arrancando poco a poco para las dos, aunque para ti hiciera horas que había comenzado.

Después le escogías la ropa, le cepillabas los zapatos, le buscabas el chal y la acompañabas al paseo de las doce y a veces a misa o a confesarse. Por la tarde le traías la labor y la merienda y el rosario y el otro chal, el de lana, que cuando el sol huía de los ventanales hacía un frío que pelaba. Y por la noche la ayudabas a cambiarse, le cepillabas el pelo, le traías un vaso de agua, le hacías compañía, pasabas el calientacamas entre sus sábanas. Cándida no callaba nunca —otra cosa que tampoco cambiaba—, aunque a veces habrías preferido que lo hiciera, porque lo que te explicaba a menudo te incomodaba, te hacía sonrojar. Pero aún no habías conocido a nadie capaz de hacer callar a la señorita Cándida.

—¡Ay, Aurora, la noche de bodas! La ley debería obligar a todas las muchachas a vivir una, aunque no pensaran casarse nunca. Si supieras cuántas cosas aprendí en solo unas horas. ¡Cuántas sorpresas me llevé! Por ejemplo: ¿Tú sabías que los hombres no saben aguantar? Por muy bien educados que estén y por muchos esfuerzos que hagan, qué risa, no pueden evitarlo: explotan como una bomba, ¡pum!, o para que no te asustes debería mejor decirte que se derraman como el agua de una fuente, sí, sí, eso es, y entonces se conoce que pierden todas las fuerzas y quedan como atontados. Durante un buen rato no son del todo ellos mismos: te miran como un mochuelo, te abrazan sin motivo, hablan a media voz y todo lo que hacen contagia una pereza grandísima. Hay que aprovechar este momento para pedirles cualquier cosa que haga mucho tiempo que quieres. Algo que no sea fácil, no hay que decir lo primero que se te venga a la cabeza, sería una lástima, porque ellos en ese momento no saben negarte nada, por eso hay que llevarlo pensado con antelación. Ve meditándolo, por si te llega el momento. Y no te quedes corta, sobre todo si has sido complaciente y él ha quedado satisfecho. Su generosidad será tan grande como haya sido la felicidad experimentada a tu lado. Por eso es tan importante complacerlos, ser consentidora, obediente. Ya me lo dijo el confesor el día antes de casarme: «Sobre todo, niña, tú haz todo lo que tu marido te pida y nunca le niegues nada, aunque lo que diga no te guste, no lo entiendas o no quieras, incluso si te da un poco de miedo, porque tarde o temprano Dios te recompensará todos esos esfuerzos». ¿Y sabes qué, Aurorita? Estoy convencida de que eso es lo que las mujeres hemos venido a hacer al mundo: ser recompensadas por Dios por el modo en que sosegamos las urgencias de nuestros maridos. Así ellos pueden descargar todas las tensiones y acometer serenos sus mil negocios de cada día. Mientras tanto, nosotras salimos a que nos dé el aire luciendo la prueba de nuestros méritos, no sé, un abrigo de pieles, una berlina tirada por un caballo blanco, un solitario…

»Son unos animalitos muy curiosos los hombres, ¡nunca lo habría dicho! Tienen un cuerpo muy distinto al nuestro, ¿sabes? Incluso hay un trozo que se hincha cuando lo miras (y aún más si lo tocas), que se transforma en una especie de seta de aquellas de cabeza colorada. No pongas esa cara, que la transformación no dura para siempre y creo que no les duele, pero igual les provoca escalofríos, no estoy segura. ¿Sabes qué te digo? Que tenemos mucha suerte las mujeres de ser tan de una pieza, sin alteraciones. Nosotras no hemos de pasar por ese tipo de molestias. Solo los embarazos, que no importan porque son un bien del cielo.

»He tratado de explicártelo tan bien como he sabido, pero para entender de qué hablo deberías probarlo tú misma. No mujer, no te asustes, como si lo que te digo fuera raro. ¿Tú qué ibas a perder? No estás casada y que yo sepa no tienes ningún pretendiente, ¿quién iba a pedirte explicaciones? ¿A quién iba a importarle que seas o no doncella? ¿No crees que reservarte para alguien a quien no conoces es una estupidez? Y lo que en este caso digan los curas no me importa, porque ellos bien hacen lo que les parece cuando les conviene, ¿o crees que se privan de los placeres de la carne? ¡Pero si ni siquiera nuestro señor Jesucristo lo logró! Aurorita, reina, ¿por qué pones esa cara? No dirás que te asusto. Venga, mujer, ¿en serio no te mueres de la curiosidad? A mí me gustaría miraros a ti y a un hombre como tú por el ojo de una cerradura. Me gustaría saber qué hacen los hombres que no se parecen en nada a Antonio, cómo son de sucios y de groseros, ay, qué placer solo de pensarlo. ¿Me dejarías mirar? A él no le diríamos nada, claro. Solo lo sabríamos tú y yo. Aunque, qué tonta soy. Eso es imposible. No sé ni por qué te lo pido. ¿A quién íbamos a encontrar que quisiera acostarse contigo? Lo que comienzo a ver muy claro, Aurora, es que para conocer a los hombres no basta con acostarse con uno solo. Yo quiero ser sabia en este terreno. Con un hombre solo no tengo ni para empezar. ¡No me mires así, que pareces idiota! Cómo me gusta asustarte, mujer, ¡es tan fácil! Si es que te asustas por cualquier cosa, Aurorita, parece mentira, a tus años y aún no has aprendido nada de nada. Menos mal que me tienes a mí para explicarte de qué va el mundo, ¿verdad?

La chocolatera llevaba allí muchos años, pero fue la señorita Cándida quien te mandó sacarla de la vitrina y lavarla muy bien con agua y jabón.

—Se nota que hace mucho que nadie la utiliza. Le he preguntado a Antonio si yo puedo, ¿y sabes qué me ha dicho? Que todo lo que hay en esta casa es mío, que haga con ello lo que quiera. ¿Verdad que es bonito? ¿Y no crees que la chocolatera es perfecta para mí? Mañana la estrenaré.

Mientras la enjabonabas te diste cuenta de que no era una pieza cualquiera. La finura de la porcelana, el diseño de líneas delicadas, con el pico alto y el asa generosa en forma de lazo. En la base había algo escrito en letras azules, en francés o en italiano, no sabrías decir. El molinillo se había extraviado, pero en la cocina encontraste otro. Una chocolatera sin molinillo recuerda demasiado a una criatura con la boca abierta y no se puede consentir. Además, el chocolate debe poder removerse o se arruina. Lástima de aquella desportilladura tan fea que tenía en el pico. La acariciaste con la yema de un dedo. La arcilla áspera, desagradable. Te recordó a la vida, pero solo a veces. Te escuchaste decir: «Qué lástima. Qué le vamos a hacer».

Por las letras preguntaste a la señorita Cándida.

—Es francés —te aclaró—. Mira, dice: «Pertenezco a la señora Adélaïde de Francia».

—¿Y esta señora quién es? —preguntaste extrañada.

—Yo no lo sé. Eso tendrás que preguntárselo a mi suegra.

La suegra tampoco aclaró el misterio.

—¿La chocolatera, dices? Lleva ahí un montón de años. Si hablara, te contaría la historia de toda la familia. Yo no sé de dónde salió exactamente, mi marido no me lo quiso explicar nunca. Lo que sé es que tuve que rescatarla del cubo de la basura, ¿qué te parece? La tienda era muy pequeña, aún no habíamos comprado la casa de la esquina. Y nosotros éramos aún muy jóvenes y recién casados. Tal vez fue un regalo, nunca pude saberlo. Te lo creas o no, eres la primera persona que lo pregunta.

Desde aquel día, cada mañana preparabas el chocolate como a Cándida le gustaba, muy espeso y poco dulce, y se lo llevabas en una bandeja dentro de la chocolatera de la señora Adelaida, junto a tres rebanadas de pan recién tostado y un poco de fruta. En la chocolatera cabían solo tres tacitas pequeñas. La señorita Cándida, es decir, la señora Sampons, solía repetir, pero casi nunca se lo terminaba. Después la ayudabas a salir de la cama, la peinabas y le escogías la ropa. Mientras tanto, ella no dejaba de hablar ni medio segundo.

—¿Retiro ya la bandeja, señorita?

—¡Otra vez, Aurorita! ¿Cómo tengo que decírtelo? ¡Señora! ¡Tienes que llamarme señora! ¿Y si te oye el señor Antonio?

Pero nada, aquello de señora no te salía ni a la de tres, y no por falta de atención. Cuando ella te lo mandaba, retirabas la bandeja y llevabas todo el servicio de desayuno a la cocina, donde esperabas la ocasión escondida en la despensa para rebañar el poquito de chocolate que había quedado en el fondo de la chocolatera. Estaba tan rico que te daban escalofríos de placer, y eso que tenías que darte prisa si no querías ser descubierta ni por Enriqueta, la cocinera, ni por Madrona, el ama de llaves, que eran de esas que no saben estarse quietas y que en el momento menos pensado salen de cualquier oscuridad y te dan un susto de muerte. Después lavabas la fina porcelana blanca tratando de no golpearla con los cantos durísimos de la pila, la secabas con cuidado y la dejabas muy bien colocada en un estante junto a la despensa, preparada ya para la mañana siguiente. Y así cada día de la misma manera. Durante dos años, cuatro meses y veinticuatro días, contando el último de todos, en que el chocolate te lo bebiste todo tú.

La primera vez que Augusto Bulterini actuó en el Liceo lo hizo en el papel de Álvaro, de La forza del destino, en una de aquellas veladas en que el joven matrimonio Sampons brillaba desde el palco familiar y era la envidia de todos los asistentes. A Cándida le gustó mucho la obra, porque era de esas en que a los hombres no les importa morir por sus damas y ellas siempre los aman de un modo muy dramático que les afila mucho la voz y todo termina siempre fatal (sobre todo, si es de Verdi), como las trompetas de la orquesta llevan un buen rato anunciando. Lloró mucho cuando la protagonista le dijo a su amado: «Te espero en el cielo, addio», y se murió a medio pronunciar su nombre, desdichada, apuñalada por su propio hermano. Qué cosas pasaban antes.

Del tenor apenas hablaron. Era más que correcto, tenía buena voz y daba bien en los papeles de galán, aunque no era tan joven como quería parecer, según le hizo notar el señor Antonio. Debía de tener, por lo menos, treinta y cinco años. Treinta y cinco a la señorita Cándida le pareció una edad estupenda para un tenor, y más si era tan apuesto como aquel Bulterini, que se movía como un gato por el escenario y tenía una mata de pelo negro que daba gusto mirarle. El italiano gustó al público imprevisible del Liceo y regresó un par de temporadas después, esta vez como protagonista de Il trovatore. La elección no podía ser más del agrado de la señora Cándida. Lo supiste una de aquellas mañanas en que la peinabas ante su tocador.

—¿No sabes, Aurora? Antonio tuvo una de aquellas ocurrencias suyas y decidió dar una fiesta para inaugurar las nuevas naves. Puso a todos a trabajar para que la fábrica quedara presentable, aunque dejando bien visibles las máquinas de mi padre, para que todo el mundo viera en qué hemos invertido el dinero y lo modernos que somos. Entre los invitados, que eran muchos, había de todo: políticos, periodistas, arquitectos, artistas, hombres de negocios, empresarios de la competencia (los Amatller, los Juncosa, los Company, los Fargas…) y hasta gente de la farándula. Está claro que ahora mismo en Barcelona no falta gente para llenar una fiesta. Todo fue tan espléndido como se esperaba.

»Para complacerme tanto a mí como a algunos de nuestros invitados más exigentes, Antonio invitó a la compañía que mañana ha de estrenar Il Trovatore en el Liceo a actuar para la concurrencia. El empresario accedió encantado y todo fue miel sobre hojuelas. Hacía rato que se servía el refrigerio cuando hicieron su aparición los músicos y el terceto del final del primer acto (es decir, el duque, el trovador y la desgraciada Leonora, a quien los dos aman), y dejaron a todo el mundo extasiado cuando cantaron aquel fragmento tan hermoso donde no hay más que gritos y amenazas y que acaba cuando ella dice: “Vibra il ferro in questo core che te amar non vuol, né puo”. Ay, Aurorita, qué emoción, ¿te lo estás imaginando? Luego hubo un intermedio, tras el cual los artistas interpretaron algunas arias. El señor Bulterini, por ejemplo, se lució cantando aquello de que no hay fuerza en la tierra capaz de detenerle, ¡ay, y yo me lo creo!, ¡qué hombre! Qué bien le sienta el chaqué, qué apuesto, qué presencia la suya. Daban ganas de aplaudirle nada más verle. ¡Y a fe que le aplaudí! ¡Con entusiasmo! Fue una noche inolvidable. Y lo mejor es que, después de tanto brillo, todo el mundo tendrá en la cabeza los chocolates Sampons y cuando se acuerde de ellos recordará también la música, el buen rato y el gusto con que todo estaba preparado. Y luego harán correr la voz. Todo esto dice el señor Antonio.

»Pero hay algo más que tengo que contarte. Antes de que todo empezara, el empresario nos presentó al elenco. Fueron todos muy amables con el señor Antonio, que al fin y al cabo era el empresario de la noche, pero entre todos brilló con luz propia el señor Augusto Bulterini, que, visto de cerca y sin los disfraces que luce en el escenario, me causó una honda impresión. Ay, Aurora, no puedes figurarte qué pelo tan negro y tan rizado tiene, ennoblecido por las pocas canas que comienzan a asomarle por las sienes, porque Antonio tenía razón, y yo creo que está cerca de los cuarenta, si es que no los ha rebasado ya. Y qué mirada, tan fija que corta el aliento. Tuve ocasión de apreciarlo porque el señor Bulterini estuvo muy pendiente de mí durante toda la velada. Me ofreció su amable e interesante conversación (¡en un aceptable castellano!), con la naturalidad con que un rey o un ministro conversa con los invitados a una recepción. Admiró varias veces mi juventud al saber que estaba casada y que era madre de una criatura de un año y no dejó de alabar cuantas cosas halló en mí irresistibles, que fueron muchas. Solo de mi cara, alabó los ojos, la nariz, la boca e incluso las orejas, que yo siempre he tenido por insignificantes. Como él me había dado pie, me interesé por sus circunstancias personales preguntándole por su esposa. ¿Y sabes qué me respondió? Dijo, con gran desparpajo: “En este momento soy libre como un pájaro, aunque por alguien como usted con gusto me dejaría cortar las alas”. ¿Qué te parece, no es inaudito? ¡Qué descaro tan arrobador, y con mi marido tan cerca! Si el señor Antonio lo hubiera oído, estoy segura de que le habría pegado, ¡qué horror! Y si no fuera un hombre tan civilizado, tal vez incluso se habría visto obligado a retarlo a un duelo a primera sangre o, quién sabe, tal vez a muerte. ¿Te imaginas, Aurora, lo que podría haber pasado de no haber sido yo tan discreta? Qué cerca estuve de un desenlace de esos inesperados y trágicos como los de las óperas. Ya no importa, porque supe mantenerme en el lugar que me correspondía. Quedé allí, atrapada en la conversación de aquel nuevo Casanova y sin hacer ningún aspaviento. Tras soltar aquella majadería sobre su libertad, el señor Bulterini sonrió con una picardía que me heló la sangre. Yo no hacía más que hablarle de Antonio, recordarle mi condición de mujer casada. Él, sin embargo, hacía oídos sordos y me adulaba hasta ruborizarme. Y así estuvimos hasta que lo reclamaron de nuevo en el escenario, aunque luego continuó mirándome mientras cantaba, con los ojos encendidos de atrevimiento y de deseo, qué miedo.

»Con tantas emociones ya te figurarás que no he podido dormir en toda la noche, Aurora. Solo de pensar en aquella mirada llena de desvergüenza todavía tiemblo de pies a cabeza, y más sabiendo que esta noche voy a tener que volver a verlo sobre el escenario del Liceo, y además al lado del señor Antonio, que ignora por completo que su admirado tenor es un canalla que corteja a su mujer. Ya tengo curiosidad por saber cómo acabará todo esto y con qué ocurrencias nos sorprenderá hoy el señor Bulterini. Te advierto que voy preparada para cualquier cosa, porque este hombre es un demonio, Aurora, un demonio que no se detendrá hasta conseguir de mí lo que quiere, de eso puedes estar plenamente segura.

Il trovatore fue un éxito. Bulterini y la soprano que interpretaba a Leonora tuvieron que salir a saludar ocho veces. Antonio Sampons tuvo palabras de alabanza hacia la pareja, sobre todo hacia él, que había dado vida a un Manrico intenso y brillante. Todos sabían que Verdi y Antonio Sampons no se llevaban del todo bien. Pero aquella noche la opinión fue unánime y no había nada que decir. Había sido una gran noche.

Cándida llevaba mucho rato en silencio. Antonio le preguntó si no le había gustado. Repuso que sí, mucho, había sido fantástico, y dejó caer la mano sobre el brazo del marido para volver a casa. Mientras descendía la escalinata de mármol, el corazón le galopaba con furia. Si cerraba los ojos solo veía a Manrico mirándola desde el escenario con aquellos ojos de querer algo de ella. Algo a lo que no podía —ni debía— aspirar. Le habría gustado abofetearlo allí mismo por ponerla en ese aprieto, por mirarla de ese modo, pero también le habría gustado decirle lo mucho que deseaba cumplir sus deseos. Las contradicciones le oprimían la garganta hasta estrangularla.

—¿Seguro que te ha gustado? —insistió el señor Antonio.

—Mucho. Es solo que en el cuarto acto he perdido un poco el hilo, creo que me he adormilado. Ojalá pudiéramos volver a verla.

Antonio Sampons frunció los labios.

—Mañana salgo de viaje. Tengo un billete para la diligencia de las nueve de la mañana hacia Madrid.

—Claro, qué tonta —repuso ella, y a continuación dejó que el silencio llenara de pensamientos la conversación.

—Quizá podrías pedirle a tu padre que te acompañe —propuso él, siempre dispuesto a no negarle a su esposa un gusto, por pequeño que fuera.

—O podría ir sola. No me ocurrirá nada.

—Sola. —Antonio Sampons la miró con una mezcla de fascinación y orgullo—. ¿Tanto te ha gustado?

Cándida sonrió dándole a entender que sí. Le había gustado mucho.

—Muy bien. Entonces, no se hable más —zanjó él—. Al fin y al cabo, eres una mujer casada. Todo el mundo lo sabe.

—Ay, Aurora. Tengo una angustia que no le puedo contar a nadie. Llevo tres noches sin dormir, no como nada y no puedo pensar en otra cosa. Ven, Aurorita, te lo ruego. Escúchame en mi hora más difícil. Tú que siempre has estado a mi lado y me conoces mejor que nadie sabrás darme algún consejo. ¿Recuerdas al señor Bulterini, el cantante italiano? Ya te conté qué cosas tan atrevidas osó decirme el día de la fiesta de la fábrica nueva. Bien, pues un día después insistió, pero aún con más atrevimiento. A mí no me quedó más remedio que escucharle, pobre de mí, ¿qué otra cosa podía hacer? Estaba sola, entró en mi antepalco con absoluto descaro, sin ni siquiera pedir permiso, y cerró por dentro con llave. Una mujer no puede enfrentarse a una situación como esta sin llevar al lado un marido que la defienda. No puedes imaginar qué cantidad de disparates hube de escuchar, Aurorita. Dice que no puede vivir lejos de mis ojos, ¡figúrate! Dice que desde que me conoció no puede hacer otra cosa que pensar en mí y en el momento en que podrá volver a gozar de mi compañía. Utilizó los adjetivos más altisonantes para dejarme por las nubes. Habla con una gracia, tiene un acento tan encantador…, me sentía como si me estuviera hipnotizando. Puede que lo hiciera, no lo puedo asegurar con certeza. Pero espera, que aún hay más. Quiere que me vaya con él a Nápoles, quiere que seamos amantes. ¡A Nápoles! ¿Te imaginas? ¡Y su amante, yo! Este hombre cree que la vida es como una ópera. Dice que no soporta tener que imaginarme en brazos de otro y que tiene una tormenta instalada en el corazón que solo mis palabras pueden disipar. Y debe de ser verdad, porque me mira de una manera que no es normal. Lo peor no es lo que dice con palabras, lo peor es lo que me dan a entender sus ojos. Me embrujan, me desnudan, me poseen sin que sus manos tengan la necesidad de rozarme. Es como enfrentarse a la mirada de un animal salvaje. Da horror. ¿Te estoy asustando, Aurora? ¿Entiendes ahora por qué estoy tan alterada? ¿Todo esto no es como haber muerto en vida?

Tú comprendías mucho más de lo que osabas decirle a la señora Cándida. Mucho más de lo que podías decirle y de lo que ella habría querido escuchar. Siempre tuviste muy claro cuál era tu lugar, incluso cuando ella proclamaba con aquella vehemencia que erais amigas y pedía tu consejo. No. No erais amigas ni nunca lo seríais, os separaban demasiadas cosas. Lo que buscaba la señora Cándida —y esto lo entendías también y tampoco podías decir nada— era tu complicidad en la diablura. Buscaba que la alentaras, que la empujaras, que la libraras de sus remordimientos. Tú solo podías decirle la verdad. Aunque fuera una verdad asustada e incompleta.

—Este fuego que alimenta es muy peligroso, señora —observaste.

—¿Peligroso, Aurora? Yo diría que es mortal. ¿Sabes qué me hizo Augusto, la otra noche, en el antepalco? No, mejor no te lo cuento, no quiero hacerte pasar un mal rato. Ya te he dicho que estaba sola. Él supo aprovecharse de esa circunstancia. Tiene mucha experiencia, se adivina a la legua. Cuando te mira de aquel modo sientes como si sus ojos te inocularan algún veneno. Un veneno paralizante, que evita toda resistencia de la víctima. Me convertí en un títere en sus manos. Sí, Aurora, es la verdad, no llores, me dejé seducir por otro hombre, pero no soy la única culpable. ¿Dónde estaba mi marido mientras yo libraba esa batalla? ¿Hizo algo para evitar el ultraje? ¿Acaso no fue él quien me permitió acudir sola al teatro? ¿Se preocupó siquiera de lo que pudiera ocurrir? ¿No crees que se desentendió del asunto? Y el libertino, ¿acaso recordó que pisoteaba la propiedad de otro? ¿Acaso la mala conciencia lo detuvo en su embestida? ¡Claro que no! Llegó hasta el final y me volvió loca de ansiedad. La culpa es de los dos, de mi marido y del italiano. Lo peor ahora es no saber cómo entretener mis días sin esa fruta prohibida.

—Debe olvidarle —dijiste segura, angustiada como ella—. No desoiga el consejo de la amistad.

—¿Olvidarle, dices? No sabes de qué hablas, pobre niña. ¿Piensas que él me lo permitirá? ¿Piensas que yo sabré? ¿Mi marido tratará de evitar el desastre? Pero si Antonio no piensa más que en sus viajes y en sus máquinas. Tú no sabes nada de estas cuestiones. Cualquier día entrarás a buscarme y habré huido para siempre. Esto que siento no puede decirse con palabras. Es como una embriaguez que solo yo puedo comprender. Como si el destino me señalara el camino. Y mi destino solo puede cumplirse al lado de… No. No quiero pronunciar de nuevo su nombre, que me quema por dentro. Debo vivir para cumplir lo que acabo de decirte, Aurora. Eso, o morir.

Qué espanto sentiste. La señora se había vuelto loca, loca del todo. No sabías qué decir ni qué hacer. Te preguntabas si debías contárselo todo al señor Antonio, o tal vez correr hasta casa de los Turull y hablar con don Estanislao y doña Hortensia. Pero te detenías. ¿Y si no era más que una de sus muchas fantasías? ¿Un deseo extraño de aquellos que Cándida tenía de vez en cuando, como cuando quería encontrar un don Giovanni que la hiciera sufrir? Tal vez no hacía falta preocuparse tanto.

De pronto la señora se sentó en la butaca junto a la ventana, sorbió un poco de chocolate caliente del que le acababas de servir, miró a la calle, suspiró y te dijo:

—¿Me traes mi labor, Aurora? Quiero bordar un rato.

Mientras buscabas el tambor y la caja de las agujas dejaste que tu respiración se serenara un poco. Te decías: «Debe de ser solo una fantasía, seguro que no ha hecho nada malo con ese tenor, todo son fantasías de niña mimada». En el fondo siempre supiste que Cándida, señora o señorita, solo había sido una cosa en toda su vida: una niña mimada e insufrible.

Le dejaste el tambor sobre el regazo. Ella te preguntó:

—¿Te sientas a coser conmigo?

Te inventaste la primera excusa que se te vino a la cabeza: había mucho que hacer en la cocina, tenías que ayudar a Enriqueta a escoger legumbre y preparar unos postres. Asintió con la cabeza, pero antes de concentrarse en la labor te dirigió una mirada perdida y triste, mientras murmuraba con un hilo de voz:

—Que nunca deba arrepentirse quien un día tanto amó.

La dejaste al lado del ventanal con sus extrañas melancolías y te fuiste a llorar de miedo a la cocina.