NORMA

Dejemos al tiempo transcurrir. El mundo ha dado unas cuantas vueltas desde aquel estreno de Don Giovanni en el Liceo. Don Gabriel murió de repente después de unas cuantas horas de dolores en el pecho y su hijo, Antonio, se ocupa ahora del negocio. Es muy joven —veintiún años recién cumplidos—, pero gracias a los viajes y los estudios en el extranjero tiene alguna experiencia y, sobre todo, muchísima ambición y muchas ganas de trabajar. Piensa comenzar por mecanizar la fábrica de sus ancestros para convertirla en una verdadera industria. Antonio Sampons pertenece, según la vieja tradición de los linajes industriosos catalanes, a la generación llamada a lucirse, engrandeciendo el nombre de la familia, haciendo fortuna hasta crecerse como un bizcocho dentro del horno. Sus sucesores, en cambio, estarán destinados a la ruina y la suspensión de pagos, pero ya veremos en este caso cómo irán las cosas.

Como don Gabriel Sampons había previsto, Estanislao Turull, un viejo con el alma joven, y Antonio Sampons, un joven con costumbres de viejo, se entendieron la mar de bien. A los diez minutos de conocerse, inmediatamente después de los cumplidos de rigor, ya estaban hablando de lo que tenían que hablar.

—De modo que usted construye máquinas —dijo el recién llegado.

—Y más construiría si me dejaran.

—¡Pues le felicito! Ya era hora de que aquí se decidiera alguien a inventar algo.

—Eh, oiga, jovencito, infórmese antes de hablar. Aquí hay mucha tradición de iluminados como yo. El otro día me contaron el caso de un chocolatero del siglo pasado que construyó un mecanismo capaz de moler el cacao para hacer chocolate sólido. Él fue el primero, sin duda. ¡Todo un avanzado a su tiempo! Y tan barcelonés como usted o como yo.

—¿La máquina funcionaba bien? ¿Se conserva?

—Nadie sabe bien cómo era. Desapareció sin dejar rastro.

—¿Cómo puede ser?

—¡No tenemos ni un plano!

—¿Y el nombre del inventor?

—Otra desgracia. Fernández.

—Vaya, con un nombre tan corriente será difícil dar con él.

—Es como buscar una aguja en un pajar.

Al joven Antonio todo le parecía muy estimulante y se moría de ganas de colaborar en el desarrollo de la tecnología barcelonesa. De los países más avanzados de Europa había traído algunas ideas, como por ejemplo añadir leche al chocolate para hacerlo más dulce y más suave al paladar. Don Estanislao pensaba en ello a cada minuto, muy entusiasmado por el futuro que adivinaba tras todas aquellas novedades.

En aquellos primeros años de colaboración, las conversaciones de los dos hombres eran insufribles.

—El problema son las cáscaras, Turull. ¡Nunca caen donde han de caer! Tiene usted que hacer algo.

O bien:

—¡Es preciso que el calor suba o baje cuando a mí me parezca, no cuando su maquinita quiera, Turull!

Don Estanislao se rompía la cabeza con entusiasmo. Le gustaba que las máquinas fueran tozudas, porque él lo era más aún.

Fueron tiempos de innovaciones profundas. El joven Sampons decidió emprender una serie de viajes por Cuba con el objetivo de supervisar las plantaciones de cacao y decidir sobre el terreno qué grano era más conveniente para sus productos, que aspiraban a la excelencia por primera vez desde que su abuelo abrió la tienda de la calle Manresa. Empezó así un ir y venir por el mundo que ya nunca interrumpiría y que, con los años y los sobresaltos de la historia, irían modificando sus rutas: Fernando Poo, Turquía, el norte de Marruecos… También viajaba por Europa, para no perder de vista a la competencia y, de paso, tomar ideas. Fue después de uno de aquellos viajes cuando soltó la idea que lo cambiaría todo. Estaba tan excitado por ponerla en práctica que nada más llegar convocó a su colaborador y —a estas alturas— amigo para explicarle el asunto:

—¡El secreto es remover, Turull! Remover sin descanso, con ímpetu, durante, por lo menos, tres días. ¡No sabe qué diferencia! Se obtiene una mezcla melosa, suave como el terciopelo. Hágame una máquina capaz de remover todo este tiempo sin estropearse y yo la llenaré de un chocolate que nos hará ricos.

Turull pensó en la máquina, la dibujó y luego la construyó ajustando cada pieza hasta que quedó perfecta. Las predicciones del joven Sampons se cumplieron con creces. Su chocolate satisfizo el deseo de la gente y, sobre todo, el suyo propio.

Paralelamente a la tecnificación de la fábrica, el joven Sampons hizo grandes avances en una empresa muchísimo más complicada: convencer a la hija de su socio de que debía casarse con él. Encontró muchos contratiempos, sobre todo al comienzo, y tuvo que superarlos sin ayuda y con métodos tradicionales. O, por lo menos, sin pedir ayuda a su futuro suegro. Era un grave inconveniente, pero aún no se había inventado ninguna máquina que sirviera para seducir jovencitas.

La señorita Cándida era la única pieza que le faltaba al joven chocolatero para completar el rompecabezas del futuro perfecto que había imaginado. Pero ella se divertía menospreciándolo y negándole hasta la esperanza más ínfima. Era como un juego que comenzó la primera vez que se encontraron en el Liceo, bajo la mirada expectante de las dos madres. Antonio Sampons le trajo —tal y como Cándida había vaticinado— una caja de chocolates como regalo. Ella fue amable, alabó el contenido de la caja, ofreció su contenido a las señoras para que se sirvieran y a continuación la dejó a un lado, como olvidada. Permaneció toda la noche en el palco, fingiendo que le interesaba mucho lo que ocurría en el escenario —algo pasaba entre Guillermo Tell y los soldados austriacos—, pero a Antonio no volvió a mirarlo.

En dos ocasiones, aprovechando los descansos, él intentó arrancar una conversación: la primera vez hizo una nada breve introducción sobre las obras de Rossini que había visto en teatros de diferentes ciudades de Europa, hasta llegar a Guglielmo Tell —él lo decía así, en italiano—, que creía la mejor de todas a pesar de que siempre le había parecido un poco larga. Viendo el poco éxito que había tenido en su intento anterior, a la segunda el joven Sampons echó mano de algunas anécdotas de verdadero conocedor: ¿Sabía, quizás, que Rossini compuso gran parte de sus mejores óperas para su amante, con quien después se casaría, la cantante Isabella Collbrand? O quizás también ignoraba que el compositor se retiró a los treinta y siete años, en su momento de mayor éxito, sin que nadie haya podido saber nunca por qué lo hizo. Cándida le escuchaba con una sonrisa congelada y la mirada perdida, asintiendo mecánicamente con la cabeza, como si aquello no le interesara ni siquiera un poco. A la primera ocasión que tuvo, se escabulló para volver al palco. El chocolatero se quedó con un palmo de narices.

Al día siguiente la señorita te esperaba despierta para emitir su valoración, que solo podía compartir contigo, mientras se moría de la risa. Tú estabas deseando saber cómo le había ido.

—¡Es más aburrido que un candelabro! —dijo.

—Y usted ¿qué hizo?

—¿Qué iba a hacer? ¡Huir de su lado cada vez que pude!

—Entonces…, ¿no lo acepta como pretendiente?

—¿Cómo qué? ¡Calla, calla! ¡Claro que no!

—En ese caso, ha obrado como debía, señorita —decías tú—. Si no quiere que se interese por usted, más vale dejar las cosas claras desde el principio.

—Aurorita, no entiendes nada de nada. Lo que yo quiero es que se vuelva loco por mí.

—¿Cómo?

—Mira que eres pasmada, mujer. ¿No sabes que el mejor modo de hacer que un hombre se vuelva loco por ti es menospreciarle tanto como puedas?

Tú te llevabas las manos a la cabeza, como siempre que la señorita Cándida hablaba de ese modo. Al mismo tiempo seguías sin entender nada.

—Pero ¿por qué quiere que se vuelva loco? ¿Ahora le gusta?

—¡Ni un poquito! No lo puedo ni ver. ¡Si solo sabe hablar de compositores muertos!

—No la entiendo, señorita.

—Lo único que me gusta es cómo me mira. ¿A ti no te gusta que los hombres te miren? ¿No te hace sentir poderosa?

Aquella era una de las muchas cosas en las que nunca habías pensado. ¿Los hombres te miraban? No, a ti no, estabas convencida. A ti nunca te mirarían. Y si alguna vez lo hacían, no te sentirías importante. La gente como tú no sabe sentirse importante, aunque alguna vez se le presente la oportunidad.

—¿Y ya ha pensado qué pasará si un día pide su mano? —decías haciendo de abogado del diablo—. A su madre el señor Sampons le gusta mucho.

Y Cándida se encogía de hombros.

—Con alguien tendré que casarme, ¿no?

No te equivocabas. La señora Hortensia estaba encantada con el pretendiente de su hija. Le reía todas las gracias. Por eso mismo no lograba entender la actitud de la nenita. Se pasaba el día enfadada con ella.

—¿Y no podrías ser un poquitín más agradable con el pobre muchacho? ¿No has visto qué cara de compungido pone cada vez que se te acerca? Si la otra noche ni siquiera miraste el chocolate que te regaló. Si no llega a ser por mí, te lo habrías olvidado en el antepalco. ¿Tanto te cuesta hablar con él, ser simpática, agradable?

—¡Todo el rato habla de Rossini! ¡Qué sé yo de Rossini!

—No hace falta saber de todo para ser amable. Y si no sabes qué decir, le das la razón y listos. A los hombres les gusta mucho que les den la razón.

La señorita Cándida arrugaba la nariz, ponía cara de niña pequeña. De niña malcriada. La señora Hortensia no encontraba el momento de empezar el sermón de nuevo.

—Igual piensas que te sobran los pretendientes como él. ¡Pero si la criatura es un tesoro! Lo tiene todo: buena planta, juicio, fortuna y maneras de distraerse. Solo eso ya es una gran suerte, porque a los hombres sin distracciones solo se les ocurren calamidades, como pegar a su mujer o marcharse con una corista. Tal vez tú ahora no te das cuenta, nenita, pero es porque no has visto el mundo por un agujero. Te prometo que, si no haces algo, vendrá otra a robártelo y tú te quedarás sola y con un palmo de narices.

—Pues me parece muy bien, porque no quiero pretendientes.

—Ah, muy bien. Mañana mismo iré al convento de Junqueras a ver si tienen sitio.

Las discusiones se complicaban tanto que siempre tenía que intervenir don Estanislao para poner paz.

—No te lo tomes tan a pecho, reina —le decía a su mujer con aquella voz aterciopelada que habría calmado a una fiera—, el problema es que nuestra flor es aún demasiado tierna para pensar en maridos y matrimonios. Y si el muchacho Sampons es tan inteligente como parece, sabrá darse cuenta y esperará a que ella esté en disposición de escucharlo. Además, una mujer sin maldad también es un tesoro que el varón juicioso sabe apreciar.

Estos argumentos eran como un bálsamo para las heridas de la señora Hortensia y funcionaban, por lo menos para salir del paso. Pero las heridas se volvían a abrir siempre en noches de ópera.

El joven Antonio Sampons se empeñaba en hablar de música, tal vez porque pensaba —¡pobrecillo!— que así deslumbraría a cualquier candidata. Había heredado la pasión melómana de su madre, que desde muy pequeño le llevó con ella al Liceo y al Principal, pero en los años que había vivido en el extranjero se había preocupado de ampliarla, modelarla, sofisticarla, hasta convertirse en todo un entendido. Conocía al dedillo todo el repertorio clásico, tenía una opinión formada sobre media docena de óperas de Mozart nunca vistas en Barcelona y estaba al día de los últimos estrenos de los compositores más populares del momento, como Meyerbeer o Verdi. Incluso hablaba con propiedad de Wagner —tenía amigos que habían asistido al estreno de Tanhäusser en París— y esperaba el momento en que los escenarios de todo el mundo se rindieran a los pies del genio alemán.

En el palco del Liceo, la única que de verdad prestaba atención a las disertaciones operísticas de Antonio Sampons era su futura suegra, y no solo porque se sintiera en la obligación de compensar de algún modo los disgustos que le daba su Candidita, sino porque de verdad le interesaba todo lo que decía. Antonio era un pozo de sabiduría y lo demostraba cada vez que abría la boca. Conocía cantantes, directores, estilos, sabía identificar cada gorgorito emitido por tenores o sopranos por su nombre exacto, les avanzaba cuáles eran las partes más valiosas de cada ópera que veían y durante los descansos hacía comentarios de entendido, admirando la seguridad de los agudos de tal cantante o la potencia y el lucimiento en la zona media de la soprano. Ya nunca iban a ninguna función sin antes preguntar a Antonio Sampons si merecía la pena, qué función recomendaba y si tenía alguna anécdota que explicar. Y Antonio se apresuraba a complacer a su reducido pero entregado público, del que siempre formaba parte una Cándida que no atendía o que miraba hacia todas partes, aburrida.

Una noche, antes de que diera comienzo la representación de Norma, se anunció que la soprano Caterina Mas-Porcell, que había de interpretar a la joven virgen Adalgisa, sufría una terrible afonía y que en su lugar cantaría una intérprete de nombre italiano y desconocido, Marietta Lombardi. La señora Hortensia preguntó al joven experto qué opinión le merecía la suplente y él, confuso —era muy admirador de la Mas-Porcell—, tuvo que reconocer que no había oído hablar de ella jamás.

Durante la representación, Antonio Sampons no salió de su asombro. La tal Marietta era una soprano ligera con unos sobreagudos increíbles y un fraseo prodigioso, que nadie allí esperaba. Además de ser joven y guapa, interpretaba el papel con la seguridad propia de una cantante veterana, a pesar de que —se supo durante el descanso— aquel era su debut en el papel y también la primera vez que actuaba tan lejos de su ciudad natal, que era Padua. Antonio Sampons estaba tan impresionado que no dejaba de loar las excelencias de la italiana, mientras las señoras le seguían la corriente a pesar de que tampoco notaban tanto la diferencia.

Cuando terminó la función, el Liceo estaba rendido a los pies de aquella criatura rubia cuyo rostro angelical no encajaba con el vigor que habían demostrado sus cuerdas vocales. Incluso el crítico Joan Cortada aplaudía con entusiasmo. El empresario respiraba, aliviado, y la soprano Carolina Briol, que aquella noche había interpretado a Norma, miraba a la debutante por el rabillo del ojo, con ganas sinceras de asesinarla. Fue todo un baño de éxito y admiración.

Aquella misma noche, la tierna Marietta Lombardi, que aún no daba crédito a todo aquello que le estaba ocurriendo, recibió un enorme ramo de rosas rojas acompañado de una tarjeta en la que leyó: «Del suo devoto ammiratore Antonio Sampons».

Al día siguiente el joven empresario se interesó por el estado de salud de la señora Mas-Porcell y, al saber que aún no estaba recuperada de su afonía, hizo lo que no había hecho nunca: ir solo al Liceo. Desde el palco, mientras admiraba los res, los mis y hasta los fas de la guapísima soprano, se le iba poniendo cara de aprendiz de algo. Durante el descanso, con una absoluta premeditación, la señorita Lombardi recibió una caja especial de chocolates Sampons y pidió que le tradujeran el eslogan que estaba escrito en la tapa. Cuando abrió la caja, cayó al suelo una tarjeta de impecable caligrafía, que contenía una invitación para cenar. Envió una respuesta afirmativa al palco correspondiente y el espectáculo continuó.

Antonio Sampons hablaba italiano. Cuando quería, porque ya ha quedado dicho que era un hombre de más bien pocas palabras. Aquella noche estaba exultante, dispuesto a hablar por los codos, convencido de que invitar a cenar a desconocidas era un modo de demostrar lo hombre que era. Esperó a Marietta fumando, de pie en medio del vestíbulo del teatro. No le importó que lo vieran cuando besó la mano de su acompañante ni tampoco cuando le ofreció su brazo para llevarla de paseo Rambla arriba, hasta el hotel Colón, donde tenía una mesa reservada y también —por si acaso— una suite.

El Colón estaba, como siempre, lleno de caras conocidas, pero a él no le importó. Era un hombre joven, libre y de espíritu europeo. No tenía nada que temer. Marietta Lombardi era dos años mayor que él —tenía veintitrés— y poseía dos pechos redondos y bien colocados que todavía lo encandilaban más que sus agudos. Comía con buen apetito, sin hacer ascos a nada, y fuera del escenario parecía una muchacha sencilla, muy diferente a lo que él había oído de los artistas. Hablaron de música casi toda la noche, sin que ninguno de los dos perdiera las ganas de seguir haciéndolo, y cuando a las cinco de la madrugada ella dijo que era tarde y que tenía que irse, Antonio estaba tan exaltado que ni siquiera recordó aquello de la suite (y eso que la pagó a precio de oro). No le molestó haber pasado la noche hablando con Marietta, sino todo lo contrario. De hecho, para Antonio Sampons pasar la noche hablando era tan raro como pasarla en una suite del Colón.

Cuando llegó a casa, con el chaqué arrugado y una sonrisa bobalicona en los labios, se fue directo a la cama, sin imaginar que su madre hacía horas que conocía la noticia y lloraba a oscuras su mala suerte, encerrada en su habitación.

La señorita Cándida lo supo de boca de la señora Sampons, que se lo estaba contando a la señora Hortensia. No como para pedir ayuda, sino para desahogarse, porque estaba «enferma de angustia». Qué mujer tan lista, la esposa del chocolatero, que aprovechó el momento en que los hombres salieron en busca de un refrigerio para explicarle a su amiga, en tono de confidencia y con la urgencia que los secretos precisan, todo lo que estaba ocurriendo:

—Pues claro que notas extraño a mi Antonio, ¡como que no es él! ¿Te acuerdas de aquella chiquilla italiana tan mona que sustituyó a nuestra Mas-Porcell en la Norma de la primavera pasada? Pues el niño se encaprichó de ella. Pensaba que sería solo un entretenimiento pasajero, pero estas artistas tienen mucho mundo y mi Antonio es un partidazo, no hace falta que te diga más. La cosa es que mi hijo comenzó a enviarle regalos. Flores, chocolates, alguna que otra joya, a saber si algo más. También la invitó varias veces a cenar a los lugares más caros de Barcelona y se dejó ver con ella en todas partes, el muy incauto. Pero lo peor no fue esa fiebre absurda, que al fin y al cabo mi hijo es un hombre y ya se sabe. Lo peor, Hortensia querida, es que la fiebre aún no se le ha pasado, y yo ya empiezo a temer aquello que se dice: mal que no tiene cura, querer curarlo es locura… Quiero decir que tal vez ya le dura demasiado esta diversión, ¿no te parece? Ahora se le ha metido en la cabeza que quiere ir a París. No entendíamos nada hasta que ayer mismo supimos que ella está allí también, cantando no sé qué en la Ópera. Se ve que la italianita ha progresado mucho después de lo de Barcelona y ahora todo el mundo la reclama y le llueven los contratos de los mejores teatros europeos. Ay, ojalá la llamaran de Argentina o de aún más lejos, ya sabes cómo son estos artistas, no hacen más que ir y venir de un lugar a otro y todo son grandes ocasiones, y músicos, y funciones y recitales y ensayos y recibimientos y admiradores…, y encima los encantos de la muchacha no son poca cosa (y todavía menos si sale disfrazada de sacerdotisa, ¿te acuerdas?). Vaya, que todo eso es demasiado para que lo aguante un buen chico como el mío. Me lo tiene tan descentrado que ya comienzo a temer que cualquier día llegará casado con ella. O la catástrofe: nos dirá que esperan un hijo. ¡Qué disgusto!

La señora Hortensia se tapaba la boca con la mano y se le escapaban las lágrimas ante la magnitud de aquella tragedia. La ligereza de la soprano ligera, habría podido titularse el sainete, que para ellas era un drama. A la muchacha le había bastado con una representación para hacer trizas los sueños de las dos damas de ser un día consuegras. Pero ahora que estaban conchabadas —no, que esta palabra es muy fea para unos objetivos tan legítimos—, ahora que estaban asociadas encontrarían el modo de encarrilar la situación y todo saldría bien. No podía ser de otro modo.

A doña Hortensia le faltó tiempo para echar la culpa de todo a su hija:

—Ya te lo dije, mema, que te lo iban a robar. ¿Y qué? ¿Ya estás satisfecha? ¿No piensas decir nada? ¿Te gustará verle del brazo de una italiana escotada?

La respuesta era tan compleja que la señorita Cándida prefirió callar. No, no estaba contenta de que Antonio Sampons tuviera una amante. Pero al mismo tiempo sí lo estaba, porque eso abría un abanico de posibilidades muy excitantes. Tenía una rival. ¡Y no una cualquiera! He aquí una batalla que quería ganar, haciendo por una vez frente común con las señoras, pero también destacándose por su gran audacia sobre el terreno. De ningún modo pensaba permitir que Antonio Sampons continuara embobado con aquella Marietta Lombardi.

Era todo muy emocionante, aunque nunca se lo habría confesado a nadie de ese modo —a nadie excepto a ti, Aurora, por supuesto, tú eras su eterna confidente— porque este episodio de la soprano ligera le permitió darse cuenta de que dentro del muy aburrido Sampons dormía un hombre distinto, capaz de hacer diabluras, de gastar fortunas y —según pensaba su madre— de tener hijos con una cualquiera. Y todo eso a ojos de Cándida le hacía parecer de pronto una persona interesante. Ahora miraba a Antonio Sampons de otra manera, como si fuera suyo y valiera mucho la pena. Así fue cómo le nació la necesidad de competir con Marietta Lombardi y, sobre todo, ganarle la batalla, claro, porque siempre supo que ganaría.

—Creo que usted siempre ha estado enamorada de Antonio Sampons —le dijiste cuando te hubo hecho todas estas confidencias.

—¿Enamorada? ¿Tú crees? ¿Tú te has enamorado alguna vez, Aurora?

Te encogiste de hombros. No sabías qué decir. Si te habías enamorado, no te habías dado cuenta.

—Creo que yo tampoco —continuó ella—. Mamá dice que no debe perderse jamás la cabeza por amor, pero a mí me gustaría, ¿a ti no?

—No sé…

—¡Aunque no por un hombre cualquiera! Por uno malo de verdad, Aurora, que me hiciera sufrir mucho.

—¿Como Antonio Sampons?

—Ojalá fuera él, Aurora. ¡Ojalá! ¿Tú crees que es lo bastante malo? —Y tú encogías los hombros de nuevo y ella suspiraba, tonta, demasiado joven para saber qué decía.

De esta forma empezó la batalla la señorita Cándida, despacio pero con mano firme. Comenzó por interesarse por todo lo que Antonio explicaba y resultó —¡menuda sorpresa!— que le pareció muy interesante. También empezó a mirarle cuando él le hablaba y a contestar con algo más que monosílabos cada vez que él demandaba una respuesta. Tomó por costumbre llevar vestidos más escotados —«Si he de competir con una mujer vestida de sacerdotisa gala, tendré que destaparme algo», le dijo a la señora Hortensia, que enseguida le dio la razón—, perfumarse bien el escote y los hombros antes de salir y una vez en el teatro no dejar de sonreír un momento, coqueta, pero solo en presencia de Antonio, como el pescador que lanza el anzuelo delante de los bigotes de una merluza inmensa.

Los primeros resultados se vieron enseguida. Antonio, últimamente tan arisco con ella, volvió a dedicarle palabras amables, la invitó varias veces —durante los descansos— a dar un paseo hasta el Salón de los Espejos y volvió a regalarle cajas enormes de chocolates.

Fue durante uno de esos paseos, en un descanso de Saffo, de Salvadore Paccini, cuando él dijo:

—Quiero referirle un episodio que me avergüenza, Cándida. Hace pocos meses tuve tratos con una cierta señorita e hice cosas del todo abominables.

—¿Cómo de abominables? —se interesó ella.

—En grado sumo.

—Sinceramente, Antonio: no le veo capaz. —Sonrió ella, encantadora, sin dejar de caminar.

—¡Se lo aseguro!

—¿Por qué no me lo explica, a ver si tiene razón?

—Jamás, Cándida. ¡No podría!

—¿No? Lástima.

—Solo puedo pedirle una cosa.

—Qué, qué.

—Que me perdone.

—¿Por qué? A mí usted no me ha ofendido.

—¿Lo dice de verdad?

—Y aunque me hubiera ofendido, le perdonaría.

—No lo creo.

—Póngame a prueba.

—¿Cómo dice?

—Oféndame. Pruebe.

—Pero, Cándida, ¿qué dice?

Cándida se detuvo, le mantuvo una mirada de mujer que sabe muy bien qué dice y añadió:

—Quiero tener algo que perdonarle. ¿Podrá hacerme ese favor?

Las mujeres son una subespecie muy curiosa, debía de pensar el pobre Antonio. Una subespecie que siempre hace algo distinto a lo que esperas que haga.

—¿Me acepta usted como pretendiente, entonces?

—Solo con una condición.

—Lo que sea.

—Que pierda la cabeza por mí.

—Esto no me lo tiene que pedir, Cándida. Hace ya tiempo que la perdí. Como no me hacía usted caso, tuve que buscar una sustituta que no le llegaba ni a la suela de los zapatos.

Si Cándida hubiera aleccionado al candidato sobre las cosas que debía decir para seducirla, no lo habría hecho mejor. Aquellas palabras eran justo lo que ella quería. Las que su orgullo necesitaba.

—¿Ahora le puedo preguntar qué opinión le merezco? —prosiguió él.

—Puede, pero no pienso contestar.

—Entonces, se lo volveré a preguntar cuando sea su marido.

—Tampoco le contestaré.

Antonio Sampons y la heredera de los Turull se casaron en la iglesia de la Merced el 24 de mayo de 1872. Ella tenía dieciocho años, él veintidós, acababa de cumplirse el año de duelo por el difunto don Gabriel y en la calle Manresa ya había quince máquinas inventadas por el suegro funcionando a pleno rendimiento.

La joven pareja lo tenía todo. Un presente de juventud, belleza, dinero y relaciones sociales satisfactorias y un futuro de expansión económica y grandes esperanzas. La producción de Chocolates Sampons se multiplicó por cien solo en el primer año. Empezaron las innovaciones —aquel chocolate con leche inventado por los suizos—, las exportaciones, las ideas felices de Antonio, como aquello de regalar cromos coleccionables con las tabletas de chocolate o encargar cuadros a artistas de mucha reputación para reproducirlos en las cajas de latón de sus productos. También comenzó la publicidad en los periódicos, algo nunca visto hasta ese momento: «Chocolates Sampons se adaptan a todas las fortunas y todos los gustos», «Una taza de chocolate Sampons es el más agradable de los desayunos», «Probad chocolate Sampons cuando os canséis de otras marcas». La empresa iba viento en popa y el joven Antonio vivía para verlo. Y diez meses después de la boda, la guinda del pastel, vino al mundo la pequeña Antonieta.

—Mujer casada, pronto preñada… —murmuraba de felicidad la señora, que no hacía más que ver en la pequeña nieta rasgos de su difunto marido.

Por su parte, la señora Hortensia y el señor Estanislao, muy satisfechos por cómo habían salido las cosas, estaban convencidos de que en su vida ya todo sería un camino fácil y con ligera pendiente al borde de un paisaje precioso y soleado. Tres veces por semana iban de visita a casa de la nenita —que había entrado como nuera en la casa de la calle Ampla— y allí encontraban todo un universo: la consuegra con el chocolate y los bizcochos preparados, el yerno con un montón de quimeras nuevas que deseaba proponerle al suegro, y a ti, Aurora, tan contenta de verlos como una segunda hija. Merendaban, se extasiaban contemplando a la pequeña reina de la casa, que no se parecía a nadie y a la que todos encontraban preciosa —aunque no lo fuera en absoluto, pobre criatura—, y el señor aún cantaba aquello de «Bella figlia dell’amore schiavo son de’vezzi tuoi» cada vez que veía pasar a Cándida, con sus vestidos de mujer casada y sus peinados perfectos.

Por supuesto, también seguían acudiendo al Liceo, donde la joven pareja era ahora la envidia de todo el mundo. Iban tan elegantes y estaban aureolados por el encanto de quien tiene el mundo a sus pies. Ocupaban el palco de siempre. La suegra, sin embargo, ya se dejaba ver menos, tal vez porque ya no le apetecía enfundarse en aquellos vestidos que parecían cortinas ni de estrangularse las grasas de la papada con el collar de rubíes. Ahora era Cándida quien lucía la joya, aunque menos de lo que hubiera querido y siempre con el permiso de su legítima propietaria.

Durante las óperas, los hombres aún hablaban de máquinas —otro detalle inmutable— y las mujeres, madre e hija, comentaban las gracias de la nena o de la suegra, o de los maridos o de los mil cotilleos que siempre tenían por contarse, porque por más que charlaran cuatro o cinco horas seguidas nunca tenían suficiente.

En los pocos ratos que callaban y se volvían a mirar el escenario, los Turull observaban a la niña de sus ojos dando gracias al cielo. Gracias porque aquella hija tardía sería el buen puerto en que atracarían todas sus angustias pasadas. Gracias por haberles dado el orgullo más grande e inesperado de sus vidas. Gracias por regalarles la alegría y el consuelo de su vejez. Gracias, gracias, gracias.

Entonces, se estrenó Il trovatore.