DON GIOVANNI

A sus sesenta años, mientras redoblaba esfuerzos para que su perla se aficionara a la ópera, el señor Estanislao era aún un hombre despierto y de espíritu joven, dispuesto a discutir con quien hiciera falta sobre las dos cosas en las que tenía más fe que en su propia vida: las ventajas de la tecnología y la conveniencia de que en el Liceo se programara un Rigoletto por temporada. Fue una gran suerte que su vecino de palco fuera un hombre de la paciencia de Gabriel Sampons, la segunda generación de una esforzada estirpe de fabricantes de chocolate y propietario de un negocio en la calle Manresa esquina con Argenteria que tenía como lema —escrito en letras enormes en la fachada principal— «El deseo de chocolate Sampons es el mejor».

Los dos hombres aprovechaban las noches de ópera, mientras las señoras se esforzaban por entender los caprichos de las modas, para hablar de sus asuntos. El señor Estanislao, de natural más extrovertido, le daba al otro dolor de cabeza de tanto explicarle el último invento que se le había ocurrido diseñar, sin ahorrarle ni un solo émbolo, manecilla, palanca o muelle. Don Gabriel le escuchaba desde un enorme aburrimiento, sin entender nada ni hacer ningún comentario. Cuando Turull acababa sus largas explicaciones y le preguntaba cómo iban sus negocios, el otro se limitaba a responder:

—Vamos tirando, Turull, vamos tirando.

Pero he aquí que al señor Estanislao no había nada en el universo que no le despertara una curiosidad viva. Incluido el proceso de fabricación del chocolate, que acababa de descubrir y del cual demandaba detalles a cada momento. Al principio, don Gabriel Sampons intentaba ahorrarse las explicaciones.

—Se lo ruego, Turull, déjeme pensar un rato en otra cosa, no sea usted malvado.

Pero muy pronto el chocolatero descubrió que si existía alguna esperanza de que el tema terminara de una vez era dejando de resistirse a hablar de él. Las funciones se convirtieron en un martirio para el bueno de Sampons, que empezó a sentarse cerca de la frontera de su propio palco solo para estar cerca de Turull, que lo interrogaba desde el suyo. Con la batería de preguntas no había manera de oír nada, ni las penas de amor más lóbregas ni las traiciones más ruines conmovían a su vecino. Aquel hombre fabricaba máquinas, pero él mismo era como una máquina de preguntar.

Aquella noche tocaba Mozart. Don Estanislao dibujaba en un rincón, cabizbajo y pensativo, hasta que reparó en la escena que discurría en el escenario: estaban sirviendo chocolate. Miró el programa de mano y comprendió: «El joven licencioso en extremo» de don Giovanni desea tratar bien a sus invitados. Se acercó a don Gabriel y le preguntó al oído qué le parecía aquel homenaje a los de su gremio.

—Me satisface, Turull, claro está —dijo el amable vecino comenzando a temer que se le había terminado la tranquilidad.

No se equivocaba. A don Estanislao aquella escena acababa de encenderle todas las preguntas.

—¿Verdad que lo primero para hacer un buen chocolate, según me dijo usted mismo, es tostar los granos de cacao?

—Ajá.

—¿Y luego?

—Luego se descascarillan —decía Turull tan brevemente como se le ocurría, para que la brevedad desanimara al preguntón.

—¿Con alguna máquina?

—Es mejor hacerlo a mano.

—¿Y eso por qué?

—A la gente le gusta más.

—¿Usted cree que la gente nota la diferencia?

—¡Pues claro! ¿Piensa que la gente es tonta?

—Una máquina lo haría más deprisa.

—No le digo yo que no.

—¿Y después?

—La molienda.

—¿Con alguna máquina?

—No en mi casa, Turull.

—¿Y cómo lo hacen?

—Con un molino de piedra, naturalmente.

—¿Con qué clase de tracción?

—De sangre. Tres aprendices fornidos.

—Esto también lo haría mucho mejor una máquina.

—Tal vez. Pero las máquinas no piensan ni saben resolver problemas.

—De momento, Sampons. De momento.

—A continuación hay que mezclar todos los ingredientes.

—Pocos ingredientes, Turull. El chocolate ya no se hace como antes, ahora los gustos se han simplificado mucho. Ahora la gente demanda sencillez y calidad.

—Entonces, ¿cuáles son…?

—Cacao, azúcar y canela, Turull. Quien añada algo más no sabe nada de chocolate. Recuérdelo bien: cacao, azúcar y canela.

—He aquí el chocolate que tanto desea la gente.

—Helo aquí, sí señor.

—¿Y hay que remover durante mucho rato?

—Tanto como sea posible.

—¿Y los operarios no protestan?

—¡Mucho!

—¿Lo ve? Si esto lo hiciera una máquina, no tendría ese problema.

—No tengo ningún problema. Lo he resuelto.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?

—Si los trabajadores se quejan demasiado, los despido.

—Pero, señor mío, ¡qué métodos más atrasados!

—¿Atrasados? ¿Qué dice? Atrasado mi padre, que molía de rodillas delante del cliente y traía la piedra de casa.

En el escenario, el criado Leporello hacía un recuento de las mujeres a quienes su amo había seducido por toda Europa: «In Italia seicento e quaranta, in Allemagna duecento e trentuna; cento in Francia, in Turquia novantuna; ma in Spagna son già mille e tre». Las señoras apreciaban la voz del tenor, pero les parecía que estaba exagerando la gesta. La niña hacía cálculos para saber si la proeza era técnicamente posible y cuántas mujeres al mes hace falta conquistar para poseer esas marcas a los treinta años. Le salieron más de once, a razón de entre tres y cuatro a la semana, y quedó tan impresionada que a partir de ese momento no perdió detalle.

El señor Estanislao negaba con la cabeza, pensativo.

—Don Gabriel, por favor, ¡en pleno siglo diecinueve! ¡Un hombre como usted! Deje que le construya una sola máquina y le demostraré…

Don Gabriel se sacudía la idea mientras sus manos giraban en el aire:

—Nada, nada, déjese de máquinas, Turull…

—Si dispusiera de maquinaria, podría producir veinte veces más chocolate.

—¿Veinte veces? ¿Y qué haría con tanto chocolate? ¡Ahogarme en él! ¡No puedo pedirles a mis clientes que coman veinte veces más!

—Entonces tiene que buscar nuevos clientes. Solo necesita medios de transporte.

—¡Ya tengo! Dos mulas. Van a Gracia dos veces a la semana.

—¿Mulas? ¡Trenes, es lo que usted necesita! Y no para ir a Gracia, sino a París, a Londres, a Madrid.

—Calle, hombre, calle. ¡Se ha vuelto loco!

—¡Es el futuro, Sampons! Y llega montado en una máquina de vapor, en un motor diésel y en un pistón eléctrico. Si no se sube a él, le arrollará.

Don Gabriel Sampons se ponía nervioso solo de pensarlo. Para hacer callar a aquel hombre que le robaba por completo la tranquilidad y le dejaba sin ópera, atajó:

—Esto del futuro debe usted hablarlo con mi hijo. Precisamente la semana que viene vuelve de Suiza. Es joven y todavía cree en todas esas bobadas. Y ahora déjeme escuchar, Turull, se lo ruego.

Pero era demasiado tarde para don Gabriel, y eso que se esforzó por leer el programa y hacerse una idea de lo que se había perdido, pero no logró entender nada. Cuando en la última escena salió el commendatore con la cara pintada de blanco y convertido en estatua, exclamó:

—Pero ¿este hombre no estaba muerto? ¿Qué hace en el escenario?

Las damas le hicieron callar, muy enfadadas por la interrupción en uno de los momentos de mayor dramatismo, justo cuando todo estaba a punto de acabar como ellas querían. En el escenario el coro dejaba bien claro que el final de los malvados solo puede ser horrible y don Gabriel daba vueltas y más vueltas al programa de mano en busca de una respuesta y murmurando:

—¡Esta obra no tiene pies ni cabeza!

Las señoras y la nenita aplaudieron entusiasmadas. Don Gabriel se abstuvo. Don Estanislao le dio la razón cuando se acercó a su oído y dejó caer:

—Ya se lo dije, que a este Mozart le falta un hervor.

A la señorita Cándida, Mozart le gustó más que Bellini, pero menos que Verdi, de hecho como le ocurrió a buena parte del público que aquella noche asistió al Liceo. Lo sabes porque siempre te lo contaba todo. Te contaba, por ejemplo, que a la señora Sampons nada le quedaba bien porque estaba gorda como un capón y que era una lástima que llevara un collar tan bonito de rubíes sobre su cuello de vaca vieja. Te contaba que en solo unas semanas iba a conocer al hijo de los Sampons, que volvía a casa después de dos años de estudiar a saber qué en Suiza, y que la señora Hortensia y el capón enjoyado no hablaban de ninguna otra cosa y no hacían más que repetir: «Qué suerte, Candidita, así tendrás alguien de tu edad con quien hablar durante las funciones, seguro que os llevaréis la mar de bien y que descubriréis lo mucho que tenéis en común». Y ella preguntaba qué tenían en común y las madres cluecas se apresuraban a responder: «Pues la educación, el ser de buena familia, el palco del Liceo, la juventud y, claro, el porvenir…». «En resumen, nada de nada», pensaba la niña, que adivinaba las intenciones de las dos mujeres arrugando la nariz.

Al llegar a casa, doña Hortensia continuaba con aquella cantinela aburrida de que «Antonio es un muchacho tan apuesto, tan inteligente, tan trabajador y que, por fuerza, después de tanto tiempo fuera de casa, debe de tener buena conversación, seguro que sabrá explicarte muchas cosas que te distraerán y, quién sabe, tal vez nazca entre vosotros dos algo más que una bonita amistad. ¿No estás nerviosa, reinita? Nosotras ya contamos los minutos que faltan para veros juntos y tenemos como un presentimiento… ¿Has pensado ya si querréis estar en este palco o en el otro?».

A la señorita Cándida todo esto le daba muy mala espina. Le parecía que su madre y el capón tramaban algo gordo, pero ella solo tenía quince años, la cabeza a pájaros y no pensaba dejarse deslumbrar por el primer chocolatero que llegara de Suiza. Además, Antonio Sampons no le despertaba el más mínimo interés, se lo imaginaba tan aburrido como sus padres, siempre hablando de chocolate o regalándole cajas de aquellas que aseguraban que desear sus chocolates era lo mejor. La señorita Cándida no quería compromisos. Si su madre y la otra insistían mucho, ya tenía pensado lo que iba a hacer: desmayarse de desconsuelo en brazos de su padre, derramar alguna lagrimita muy oportuna y decirle que ella no quería marcharse jamás de su lado. Con esto le parecía que sería suficiente para que todas las maquinaciones de las señoras se deshicieran como un terrón de azúcar dentro de un vaso de agua caliente. No, no, ella no quería saber nada de hombres que huelen a chocolate y que solo piensan en trabajar y ganar dinero y luego resulta que trabajan tanto que no tienen ni tiempo de gastarlo. Uy, qué horror.

Lo que de verdad le habría gustado a la señorita Cándida —esto solo te lo decía a ti, claro está— habría sido encontrar un buen don Giovanni como el de la ópera esa del tal Mozart a quien nadie conocía en el Liceo. «Qué hombre, Aurora, qué talento para decir mentiras preciosas. Porque las mentiras, si son hermosas, no son nada malo. ¿A ti no te parece que ser la amante de un hombre así, ni que sea por una sola noche, tiene más mérito que ser la mujer de un chocolatero? Yo lo encuentro sublime. Ser la esposa engañada de un criminal, un ser despreciable, un hombretón que apesta a aguardiente, sudor y todas las mujeres que olvidó antes de que cayeras en sus brazos». Tú te escandalizabas escuchando estas palabras y pensabas que la señorita Cándida no estaba bien de la cabeza. La atendías con respeto, sin llevarle la contraria, como te habían enseñado a hacer, pero por dentro no sabías qué pensar, solo que la pobrecilla heredera de la casa Turull se estaba volviendo loca de tanto imaginar cosas extrañas.

A veces, muy de vez en cuando, te atrevías a formular alguna pregunta. Cándida era distinta a su madre, que te infundía tanto respeto. Os habíais criado juntas, aunque siempre manteniendo una prudente y necesaria distancia. De muy pequeñas, compartíais juegos en el patio durante las tardes de sol. A veces pescabas para ella algún pez del surtidor y os moríais de la risa viéndolo saltar sobre las baldosas, antes de devolverlo al agua y salvarle la vida. Ya algo mayores le hacías compañía durante los ratos de costura o de historia sagrada. Rezabais juntas el rosario, leíais en voz alta los mismos libros. Si no hubiera sido por ti, la señorita Cándida se habría muerto del aburrimiento. Si no hubiera sido por ella, tú no habrías salido nunca de la cocina. De tarde en tarde, la señora te regalaba un vestido que a la florecilla le quedaba pequeño —a ti te quedaba grande, porque siempre fue más fuerte que tú, pero daba lo mismo porque era muy bonito— o dejaba que te llevaras por una noche una de aquellas muñecas viejas que la nena ya no quería. Con los años, los papeles de cada una se fueron definiendo por expresa voluntad de la señora. Cuando ambas cumplisteis los catorce años, doña Hortensia decidió que desde ese mismo instante pasabas a ser la camarera personal de la señorita. A ti te encantó el nombramiento. Te otorgaba un lugar propio, te permitía ser útil.

Desde aquel momento fuiste la primera y la última persona a quien Cándida veía todos los días, su confidente, tal vez un poco su amiga. La despertabas por las mañanas, la ayudabas a salir de la cama, le preparabas el desayuno, le escogías la ropa, le hacías las trenzas, la acompañabas en sus paseos siempre después del toque de mediodía, la escuchabas con paciencia infinita, te sentabas a su lado en la iglesia, le buscabas la labor por las tardes, le encendías las luces cuando no veía, le traías el misal y el rosario, y el chal cuando tenía frío, le deshacías las trenzas, le cepillabas el pelo, pasabas el calientacamas entre sus sábanas, le acercabas la palmatoria, a veces leías un poco en voz alta para ella y si se dormía le deseabas buenas noches, soplabas la pequeña llama y te retirabas contenta y dando gracias al cielo de la suerte que tenías.

Un día te atreviste a formularle a la señorita la pregunta que llevabas incubando desde hacía tanto tiempo:

—Señorita, ¿usted sabe quién fue nuestra nodriza?

Ella tuvo que pensarlo durante algunos segundos:

—No. ¿Por qué te interesa?

—Por nada en concreto. Es solo curiosidad.

—Mira que eres rara, Aurora. ¡Tienes curiosidad por cada cosa! ¿Y por qué no se lo preguntas a mi madre?

—No quiero molestarla con mis impertinencias.

—No veo por qué tendría que molestarse.

—No importa. No tiene importancia. Son bobadas mías.

—Tienes razón, Aurorita. ¡Eres demasiado poca cosa! No te preocupes más. Yo se lo preguntaré.

Y unos días más tarde llegaba la respuesta:

—Mi madre dice que no se acuerda del nombre del ama de cría, solo sabe que vivía por donde las Huertas de San Pablo y que tenía un niño recién nacido. ¡Misterio aclarado, Aurorita! ¿Estás contenta?

A ti aquellas explicaciones no te bastaban.

—Y mientras nos criaba, ¿dónde vivía? ¿En esta casa?

Cándida te miraba con mucha extrañeza.

—Eso no se lo he preguntado.

—Pues yo creo que es importante.

—De acueeeeeeeerdo. Se lo preguntaré. Pero no entiendo para qué necesitas saberlo.

—Para nada. Solo por saberlo. ¿A usted no le ocurre? ¿Nunca se obsesiona con nada? ¿Nunca le ha ocurrido no poder dejar de pensar en algo ni de día ni de noche?

—Uy, sí. ¡Ya lo creo! Por ejemplo: necesito saber cómo es besar a un hombre. ¡No se lo digas a mamá!

Te ponías colorada y no sabías qué responder. Ella se reía de ti, por estúpida.

—¿Tú ya has besado a un hombre, Aurora?

—¡No! ¡Claro que no!

—¿Y te han tocado?

—¿Qué quiere decir?

—Mamá dice que allá abajo, donde tú vives, las cosas son de otra manera. Más rápidas. Dice que vosotros no sentís lo mismo que nosotros. ¿Tú crees que tiene razón?

Abrías mucho los ojos, sorprendida.

—Yo creo que los sentimientos son iguales para todo el mundo, señorita.

—Quién sabe, ¿verdad? —rumiaba ella—. Igualmente, ni tú ni yo podemos saber nada de nada, ¡aún estamos por estrenar!

Otro rubor te sorprendía las mejillas, pero a Cándida no le pasaba nada parecido. Ella hablaba con absoluta naturalidad de asuntos que tú no te atrevías ni a pensar.

Pasados unos cuantos días más llegó otra respuesta:

—Mi madre dice que está harta de que le pregunte por la nodriza y dice que no piensa responder a ninguna otra cuestión, Aurora. Pero me ha contado que aquella mujer de la que no recuerda el nombre nunca vivió en esta casa, sino que tenía la suya propia y cada día iba y venía en una tartana que era de un hermano suyo, y se marchaba tarde y después de terminar su trabajo. ¿Ahora ya estás satisfecha?

En tu cara se veía que no. Tú seguías dándole vueltas. Y con razón, porque allí había algo que no concordaba.

—Pero si venía en tartana desde las Huertas de San Pablo debía de tardar por lo menos una hora —decías hablando contigo misma—. Amamantarnos a las dos debía de tenerla ocupada por lo menos una hora. Tal vez una hora y media. ¿Cómo se las arreglaba para ir y venir cada vez? ¿A usted no le parece muy extraño, señorita?

—Por lo visto tenía familia, Aurora. Se iba y volvía porque tenía que cuidar de su hijo. A mí lo que me parece muy extraño es que pierdas tiempo con esto. Déjalo ya.

Pero tú no lo dejabas. Cada día encontrabas nuevas explicaciones.

—Señorita Cándida, ¿sabe aquello de la nodriza? ¿Y si el ama de cría hubiera traído a su propio hijo a nuestra casa? Me parece a mí que es la única explicación posible para…

Pero la señorita Cándida había agotado la paciencia:

—Te lo dije bien claro, Aurora. Basta de preguntas. Mi madre no quiere saber nada más de ese asunto y yo tampoco. ¡Déjalo de una vez! ¡No pienso volver a repetírtelo!

Se había enfadado mucho, a saber por qué razón. Le dijiste que lo dejabas, qué remedio, pero la engañaste. Preguntaste a todo el que se te ocurrió. A las cocineras, al chofer, al ama de llaves. Nadie recordaba haber visto nunca un ama de cría en la casa, ni tartana alguna en la puerta. Claro que el chofer tenía ochenta y seis años y la memoria muy echada a perder. Y de las cocineras solo una estaba allí en los años que te empeñabas en investigar, como si fueras un comisario de policía, y te dejó muy claro que en aquellos tiempos tenía tanto trabajo que no reparaba en nada sino en las ollas que hervían en el fuego, porque nunca salía de la cocina.

—Pero la nodriza bien debía de comer —decías tú prosiguiendo con tu interrogatorio—. Y las nodrizas tienen fama de comer bien y tener caprichos de todo tipo. Bien deberías acordarte si la hubieras visto.

—Sí, mujer, tienes toda la razón. Las nodrizas son como marquesas. ¡Pobre del que tenga que servirlas! —apostilló la cocinera.

—¿Entonces?

—Entonces no sé qué decirte, Aurora. Yo no vi nunca a nadie, encerrada entre estas cuatro paredes negras. No serví nunca ningún plato para ninguna nodriza, que yo sepa. ¿Y se puede saber por qué preguntas tanto?

Seguías sin contarle nada a nadie. Tampoco diste explicaciones aquel jueves por la tarde —tu tarde libre— cuando saliste a dar una vuelta y, como quien no quiere la cosa, llegaste hasta las Huertas de San Pablo. Era una locura, pero preguntaste por ahí a desconocidos si sabían de una nodriza vieja que tal vez vivía o había vivido en aquel lugar y que tenía familia y un hermano con una tartana y que era madre de una criatura que debía de tener más o menos tu edad y todos los detalles que se te fueron ocurriendo… Pero nada. Nadie supo decirte una sola palabra sobre aquel misterio y tuviste que volver a casa decepcionada y con las manos vacías, convencida de que estabas persiguiendo a un fantasma. ¿Y qué esperabas, Aurora? Si parece mentira, perder el tiempo en semejante estupidez, como si en las Huertas de San Pablo no viviera una multitud.