I PURITANI

El día en que nació la señorita Cándida, el 12 de agosto del año 1851, en casa de los Turull fue fiesta mayor.

¿Cómo no había de serlo? El embarazo había costado a sus padres diecisiete años de novenas, promesas, balnearios y tratamientos. Diecisiete años sin desfallecer jamás a pesar de que la esperanza se acortaba cada vez un poco más. Cuando por fin supieron que esperaban un hijo, la señora Hortensia tenía treinta y nueve años y el señor Estanislao acababa de cumplir cuarenta y ocho, y no sabían si debían dar las gracias a la Virgen de la Merced, a las monjas de Junqueras, a las aguas de Baden-Baden o a media docena larga de médicos alemanes de nombres imposibles de pronunciar. Y cuando nació la criatura y no fue un varón, estaban tan felices que ni siquiera les importó.

La señorita Cándida, pues, tenía piel de milagro desde antes de llegar al mundo, como los profetas de los Evangelios, o como los héroes míticos. A la señora Hortensia le gustaba decir que el parto había sido tan agradable como un paseo de verano. Todos los que conocieron a la nenita recién nacida se enamoraron al instante de sus mejillas de color de rosa y de la serena felicidad que contagiaba. Su padre, el talento siempre ocupado de Estanislao Turull, se sentía tan exultante que tuvo un arrebato de generosidad y mandó servir chocolate del mejor a todo el servicio de la casa. Contando a tu madre, que también estaba a punto de parir, diecinueve personas.

Cuatro días más tarde las campanas de Santa Maria del Mar alargaron el toque de bautizo mucho más de lo habitual en honor de la pequeña Cándida, que recibió el nombre por una abuela difunta de quien nadie se acordaba (como suele pasar). Ni que decir tiene que en aquellos días el nombre parecía muy bien escogido. A continuación los señores abrieron las puertas de su casa, situada en la calle Princesa, a la flor y nata de la sociedad barcelonesa para que acudiera a chismorrear, presentar sus respetos a la feliz pareja y de paso conocer a la heredera, que compensaba su escasa hermosura con su enorme riqueza. En aquel tiempo, don Estanislao ya se había labrado un nombre entre sus conciudadanos a fuerza de vender máquinas de su invención a todo el que estuviera dispuesto a creer en los avances de la tecnología. Pero como los convencidos como él aún eran pocos o demasiado jóvenes para tener dinero, la fortuna le había venido de Inglaterra y su próspera industria textil, a quien había vendido media docena de patentes a un precio más que satisfactorio.

Tu llegada al mundo tuvo lugar unos días después de aquel bautizo tan ruidoso de la niña Turull. Las circunstancias fueron un poco distintas, como no podía ser de otro modo. Tu madre, desdichada, se retorció de dolor durante horas y horas en su habitación del segundo sótano hasta que una de las cocineras la escuchó berrear. De tu padre ni hablemos: fue un ave de paso a quien le gustaba entretenerse en algunas camas. Ni siquiera conoces su nombre, solo te contaron que era un galán de tres al cuarto, muy guapo, pero también muy embustero, y que tu madre no pudo saberlo mientras se dejaba embaucar. Nada de todo esto tenía ninguna importancia mientras la cocinera corría escaleras arriba en busca de la señora Hortensia y le contaba que allí abajo una de sus camareras se estaba muriendo de parto, y enseguida se enviaba a alguien en busca del médico.

Cuando el doctor llegó ya era, por desgracia, demasiado tarde para tu madre, pero no para ti. La intervención del médico, dicen, te salvó en el último momento, aunque pagaste tu vida a precio de oro. Vida por vida. Nacer sin padre y de una madre muerta era una condena que tendrías que pagar el resto de tu vida.

La señora Hortensia te dio el nombre.

—Pobrecilla, has tenido muy mala suerte en la vida, tendremos que compensarlo de alguna manera. —Y te puso Aurora, que significa claridad, sol, principio y, por tanto, es una palabra llena de esperanza—. ¡Y bonita! Una muchacha siempre debe llevar un nombre bonito, por si acaso con el nombre también le pones el destino, que nunca se sabe.

Siempre has tenido muy claro que tu gran suerte, lo que de verdad te salvó, fue llegar al mundo solo unos días después de que lo hiciera la señorita Cándida. Los señores, gracias a ella, tenían el corazón aún blando de felicidad y no pudieron o no quisieron mirar hacia otro lado cuando conocieron tu desgracia. Después de todo, sentirse muy buenas personas también formaba parte de las primeras necesidades de los ricos más ricos de aquella época. Tú les ofreciste una oportunidad de lucirse de verdad. Y lo hicieron sin remilgos: te alimentaron, vistieron —heredabas la ropa de la nenita—, educaron —eras la compañera de juegos perfecta— y quisieron —a su manera, claro, no podías pedir aún más— durante toda su vida. Y cuando la nena se casó y se fue de casa, tú lo hiciste también, porque tu destino y el de ella estaban cosidos el uno al otro con un hilo transparente que nunca se podría romper.

Eso, por lo menos, te dijo la señora Hortensia una vez:

—Cándida y tú sois hermanas de leche, Aurora. ¿Entiendes lo que eso significa?

Negaste con la cabeza.

—Significa que debéis estar siempre unidas, porque así lo quiere el cielo. Y tú debes velar siempre por ella, para que no le pase nada. Quiero que me lo prometas.

—Se lo prometo —dijiste, asustada.

—Y que nunca la dejarás.

—No, señora. Nunca la dejaré.

—Y que serás para ella como una hermana cuando el señor Estanislao y yo nos hayamos marchado de este mundo.

—Sí, señora. Yo siempre velaré por la señorita Cándida, no se preocupe usted por nada.

La señora sonrió y tú sentiste algo parecido al orgullo.

—Eres una buena chica, Aurora. No me equivoqué contigo.

—Gracias, señora.

—Puedes irte.

Hiciste una reverencia, sujetándote las faldas del uniforme con dos dedos. Te habría gustado hacer preguntas, pero no habría estado bien. Una camarera no hace preguntas, a menos que la señora la invite a ello. Pero la señora había dicho algo que no acababas de entender y que te habría gustado aclarar. Un misterio contenido en solo tres palabras —«hermanas de leche»— y, según pensaste cuando comenzaron a pasar los años, imposible de aclarar.

De la pasión tan desmedida que el señor Estanislao sentía hacia su Cándida podrías evocar muchas escenas. La más viva de todas era una canción en un idioma extranjero que él solía cantarle cuando se iba a la cama, razón por la cual durante muchos años pensaste que era una canción de cuna. La memoria en su capricho quiere que ahora los estés viendo, sentados delante de la chimenea, en una tarde fría de finales de invierno. Hay una oscuridad cerrada detrás de los cristales de las ventanas y dentro de casa tiemblan de miedo las luces de gas. El señor está en la mecedora y tiene a la niña en su regazo, con la cabeza derrumbada sobre su hombro derecho. Mece su desasosiego al ritmo de una melodía que canta muy bajito, como si con ello alejara la sombra negra que se alarga dentro de su corazón.

Bella figlia dell’amore,

schiavo son de’vezzi tuoi.

Con un detto, un detto solo

tu puoi le mie pene,

le mie pene consolar [5].

Desde hace un par de días Cándida padece unas calenturas que no bajan con ningún remedio. No hace tanto hubo en la ciudad epidemias terribles de cólera y fiebre amarilla que dejaron muertos a millares. El espectáculo de las carretas pasando por las casas para recoger los cadáveres es de los que no se olvidan por mucho tiempo que pase. Ellos siempre han sabido tomar algunas precauciones, y el hombre pensaba que habían burlado el mal, pero de repente la niña ha empeorado y su padre desespera solo de imaginar el cuerpo adorado de su hija en lo alto de la montaña de muertos de la carreta, marchándose para no volver. Ya han ido en busca del médico, pero mientras llega, el señor Estanislao ha sacado a la niña de la cama envuelta en una manta y la abraza mientras le canta al oído la misma canción de siempre. Piensa que mientras la estreche en sus brazos nada podrá quitársela, tan desesperado está. De vez en cuando se detiene para enjugarse una lágrima que se le escapa y enseguida se recupera y vuelve a empezar con la cantinela.

Veinticuatro horas estuvo el señor Estanislao al lado de su hijita enferma, hablando, cantando, leyéndole cuentos, mirando con lupa lo que debía comer, dándole agua, hasta que por fin apreció una leve mejoría. Y cuando regresó la alegría y la sombra del corazón del señor Estanislao comenzó a menguar y a menguar hasta desaparecer del todo, la nenita abría unos ojos como de lechuza y exigía:

—Papá, cántame aquello.

Y el padre impostaba una voz de barítono y regresaba al cuarteto de Rigoletto:

Bella figlia dell’amoooooo… ooo… oooooree.

Para algunos, sin embargo, la auténtica presentación en sociedad de la señorita Cándida llegó varios años más tarde, la noche en que, vestida como una princesa, la viste salir de casa camino del Liceo. Don Estanislao, que ya era accionista del Gran Teatro cuando en Barcelona nadie tomaba en serio el proyecto y que, por tanto, tenía sus buenas razones para considerarse uno de sus legítimos propietarios, había decidido mucho tiempo atrás en qué momento preciso su florecita impresionaría a todo el mundo desde el palco. Había escogido la primera función de la temporada 1861-62, exactamente el año en que Cándida cumpliría diez años, un momento ideal para tener el primer contacto con el género lírico y con la sociedad que lo aplaudía a rabiar.

Aquello de los años y la temporada eran los únicos puntos en que don Estanislao y la señora Hortensia estaban de acuerdo. El resto todo eran desencuentros, empezando por el más importante: el repertorio. Se daba la circunstancia de que la señora admiraba a Rossini y Donizetti con una pasión innegociable y de vez en cuando incluso se atrevía a defender a Mozart —a quien don Estanislao llamaba Aquel memo—, y como madre de la criatura se creía con pleno derecho a opinar en el asunto y no hacía más que repetir lo mucho que le agradaría ver a su hija disfrutar durante su primera noche en el Liceo. Por eso pensaba que algo ligero que la hiciera reír habría sido estupendo, pongamos por caso Il barbiere di Siviglia o L’elissir d’amore.

Don Estanislao, en cambio, deseaba que su pequeña debutara con una obra «de verdad», moralizadora y llena de desgracias épicas, ya que a la ópera, según decía con todo convencimiento, «no se va a reír ni a ver cómo las señoras modernas mueren en la cama». Tan a su manera deseaba que fuera la velada que llegó incluso a mover ciertos hilos para conseguir que la inauguración de la decimocuarta temporada del Gran Teatro le sirviera un Rigoletto —su obra favorita—, o quizás una Anna Bolena o una Norma, pero unas circunstancias que nadie podía prever dieron al traste gravemente con sus ilusiones.

Faltaban cuatro meses para que la nenita cumpliera su primera década y en el Liceo estaba a punto de comenzar la función cuando una lámpara mal apagada provocó un pequeño incendio en uno de los almacenes de vestuario. El agua estaba lejos y el material era muy combustible. Las llamas se propagaron a mucha velocidad y en solo media hora habían consumido el capricho más europeo de todos los que había tenido Barcelona hasta entonces. De él solo quedaron piedras humeantes y suspiros de tristeza.

La mañana que siguió al desastre el señor Estanislao, como miembro de pleno derecho de la junta de propietarios, participó en una reunión más triste que un funeral, en la que se alcanzaron algunas decisiones. La primera: pedir dinero a la reina Isabel para el proyecto de reconstrucción del teatro, que por algo el primer Liceo llevaba su nombre. La segunda: crear una comisión de reedificación y fijar la cantidad que habrían de pagar cada uno de los propietarios antes de comenzar las obras. Y la tercera: enviar al arquitecto Mestres a París, Londres y Bruselas —tres ciudades con teatros líricos chamuscados— para que hallara inspiración reconstructiva y regresara enseguida con ánimo de materializarla. Al señor Estanislao la prisa por llevar a la nenita a la ópera le costó tres mil duros, que pagó encantado. Hubo también muchos tropiezos: la reina se negó a dar ni un céntimo para la reconstrucción, alegando «agotamiento del fondo destinado a calamidades públicas». Para aislar la platea del sótano hubo que contratar a precio de oro a un arquitecto francés. Hubo que pagar unos aranceles astronómicos por los ya carísimos materiales, y de nada sirvió que pidieran una exención, porque fue concedida. Y así mil pequeñeces más, que fueron encontrando su acomodo y su solución. Doce meses después el teatro se estrenaba otra vez, los accionistas tenían un buen motivo para ufanarse de su empuje y el señor Estanislao entraba en el vestíbulo principal llevando del brazo a su perla cultivada.

Desde sus sillas tapizadas de terciopelo rojo, mientras esperaban a que los músicos terminaran de afinar los instrumentos, los Turull comentaban las novedades con sus vecinos de palco, el fabricante de chocolate Gabriel Sampons y su encantadora esposa. «¿Tú sabes qué hace la foca borbona en lo alto de la escalinata, como si se lo mereciera?», susurraba don Estanislao Turull, en referencia a un busto de Isabel II, de mármol y más feo que la propia reina. Y don Gabriel bajaba la voz y respondía: «No te preocupes, con los tiempos que corren, seguro que pronto habrá quien la haga bajar del pedestal».

Las mujeres, en cambio, tenían otras inquietudes. «¿No te parece que los vestidos de las señoras del primer piso se ven ahora mejor que antes? Debe de ser que han abierto un poco las espitas del gas», comentaba doña Antonia. «No, mujer, no es eso. Lo que han hecho es avanzar los balcones, fíjate bien. A mí me parece todo un acierto, por fin hay alguien que entiende a qué venimos las mujeres al Liceo. ¿Quién quiere hablar de ópera pudiendo hablar de moda?»

La temporada era un capricho a gusto de todos. Bellini, Verdi, Rossini y Donizetti, casi todos por duplicado. Rigoletto estaba, pero en segundo lugar, y el señor Turull no tenía más paciencia. Demasiado había esperado ya, pensaba él. Llevó a la nenita al palco la misma noche de la solemne inauguración, el 20 de abril, a pesar de que la obra prevista era I puritani, un drama historicista de Vincenzo Bellini que a don Antonio le parecía muy pesado y muy lleno de escoceses. Qué más daba, lo principal era estar allí, ya habría tiempo para barbieres y sonnambulas, el pobre padre impaciente se moría de inquietud. La princesita, en cambio, no estuvo a la altura de sus expectativas. Encontró aburridas hasta el sopor las luchas civiles entre los puritanos de Cromwell y los partidarios de la casa Estuardo. Ni siquiera la locura histérica de la protagonista al final del primer acto la hizo cambiar de opinión. En el interludio se encerró en el antepalco y se durmió tumbada en la cheslón. Habría dormido hasta el día siguiente si su madre no la hubiera despertado para obligarla a salir a aplaudir a los artistas.

De modo que el debut operístico de la nenita, visto por su padre, fue un verdadero desastre. Para la madre, en cambio, fue ni más ni menos lo que cabía esperar de una noche sin Rossini ni Donizetti.