Ves la escena desde la distancia del tiempo. Con los años no han levantado el vuelo los recuerdos, que siguen muy vivos. 8 de noviembre de 1899, el Gran Teatro del Liceo brilla como solo lo hace en noches de estreno. Es una buena ocasión para dejarse ver y tú vas del brazo de alguien que ha insistido mucho en que le acompañes. Antes de salir del coche rezas algo que recuerdas y pides que todo vaya bien. No quieres que el doctor, quieres decir, Horacio, se avergüence de ti.
En el vestíbulo todos hablan felices, despreocupados, como si lo más importante que ocurre en el mundo fuera que se estrenan óperas. Te miran de reojo, fingiendo que no hay nada raro en esto, que todo el mundo está donde debe estar. Tú sabes que eres un elemento disonante, no necesitas que sus miradas te lo reprochen. Hace un rato, cuando salías de casa, te has jurado a ti misma que eso no iba a afectarte, pero ahora no hay nada que hacer. Te afecta. Sonríes para que no se note, para no preocupar, para no sentirte tan rara, tan cobarde.
Si el doctor Volpi, Horacio, supiera el miedo que sientes, intentaría quitártelo de la cabeza con alguna de aquellas frases suyas —«Vamos, Aurora, deja a esos presumidos que hablen, ¿no te das cuenta de que no tienen otra cosa que hacer?»—, pero no quieres que sufra, no quieres estropearle la noche. Nada más salir del coche, después de que el doctor Volpi haya despedido al cochero, te dejas deslumbrar por los vestidos de las enjoyadas señoras. Parecen princesas y como tales desean que todo el mundo las admire. La escalinata principal es un desfile de elegancias. Ojalá pudieras verlo todo desde fuera, piensas al comenzar a subir. Ojalá no formaras parte de esta función.
Horacio está muy guapo de chaqué. Lleva chaleco, leontina de oro, sombrero de copa, zapatos lustrosos y el pelo primorosamente arreglado, solo con un toque de brillantina. Puede que no vaya a la última moda, pero te agrada este porte suyo de otro tiempo. Por otra parte, es de esos hombres cuya elegancia natural parece pensada para vestir siempre de etiqueta. Con un solo vistazo te basta para darte cuenta de que no hay otro como él. Nadie que pueda hacerle sombra. El doctor tiene un brillo especial, quizá porque todo en él contagia armonía o quizá porque sonríe todo el rato. Parece satisfecho. No hay tanta gente a su edad —roza los ochenta— que sonría con tanta placidez, de un modo tan sencillo y natural, como si nunca hubiera dejado de hacerlo. Cada vez que sonríe sus ojos claros se iluminan con algo infantil y a ti te parece que es un niño que nunca dejó de serlo. Entonces le dices: «Eres mi niño, Horacio, mi niño grande», y él sonríe más aún y responde: «Gracias a ti, Aurora. Solo gracias a ti».
—Mira, Aurora, este es el Salón de los Espejos —murmura, discreto, junto a tu oído, pero en su voz percibes la admiración de quien penetra en un lugar sagrado.
Te cuesta un horror no subir la voz, no hacer aspavientos. Estás atorada. Levantas con discreción la mirada hacia el techo, le aprietas el brazo sin darte cuenta. Te dejas sorprender por el reflejo que ves en los espejos.
Fíjate, Aurora. ¿Quién es esa mujer con un vestido de gasa de color malva que te mira, anonadada, impertinente, desde el espejo enmarcado de molduras y columnas? Ya no es joven, ha superado las cuatro décadas, pero arreglada de esta forma parece otra cosa. Lleva el pelo recogido sobre la nuca. El vestido le deja los hombros al aire. Los tiene aún delicados, como de jovencita, y justo en el centro del escote luce un medallón de oro blanco y marfil a juego con los pendientes. En las manos, nada más que un solitario, ni exagerado ni ostentoso —ella lo quiso así—, preciado testigo de un amor que aún no cree que le pertenezca. ¿Quién es esa recién llegada a quien nadie conoce? ¿De dónde ha surgido? ¿De qué mundo subterráneo la han rescatado? ¿Quién será el primero en darse cuenta? ¿Y cómo habrá de saberlo, cuál será el gesto que la delate? ¿Quizás haya algo imperdonable en su indumentaria, que ella no sabe detectar, o en sus modales, en sus palabras, en su modo de inclinar la cabeza? Nada, salvo acaso esta prudencia extrema, propia de quien no camina sobre seguro. A pesar de todo se adivina nada más verla: es una intrusa. Su lugar se encuentra lejos de tanto esplendor. Está aquí, pero no tiene derecho. Si el espejo lo supiera, se negaría a devolver su imagen. Pero los espejos se desentienden de estas cuestiones y siempre se dejan engañar por las apariencias.
—¿Te gusta? ¿No es fabuloso? —te pregunta al oído el doctor Volpi, es decir, Horacio, con aquella mirada suya de niño travieso.
Asientes con la cabeza porque no te salen las palabras. Tienes los ojos húmedos de emoción. Es mucho mejor de lo que imaginabas cuando él te lo contaba, en aquellas noches en que juntos saboreabais un par de tacitas de chocolate.
—Pues espera a ver lo demás —añade, y os ponéis en camino hacia la guardarropía.
Mientras esperáis para dejar las capas y el sombrero, saludáis a algunos habituales. Te miran con disimulo, antes del saludo de rigor, con un disimulo insuficiente.
Horacio hace las presentaciones.
—Permítame presentarle a Aurora, mi esposa.
El doctor Volpi, Horacio, despierta una admiración unánime. Todos le respetan, incluso cuando toma decisiones insensatas. ¿Dónde se ha visto traer a la ópera a cualquiera? Pero si se aburrirá como una ostra, pobrecilla. Nadie osa haceros ningún feo y todos le sonríen con afectación y luego te dicen: «Bienvenida, querida», o te preguntan con muy mala intención si te gusta Wagner, para ver qué dices, o solo para ver si sabes decir algo, y Horacio te salva y responde por ti: «Aurora es más de ópera italiana, qué le vamos a hacer, ya dicen que nadie es perfecto». Y ellos, los otros, los de verdad, dan media vuelta y hacen comentarios maliciosos en voz baja: «¿Su esposa? Yo no me lo creo. ¡Seguro que no se ha casado con ella! ¡No puede haberse casado con ella!». Te das cuenta de todo, aunque finjas que no. Cada vez que alguien habla en susurros con otra persona te parece que te están criticando, que te han descubierto, que sus comentarios envilecen a Horacio y le dejan en mal lugar…, y el corazón se te dispara de tanta angustia y tanto sufrimiento. Horacio, siempre atento, se da cuenta. Se acerca a tu oído y murmura:
—Déjales que revienten de envidia.
Es un alivio llegar al antepalco, aunque para hacerlo hayáis tenido que atravesar un pasillo minado de presentaciones y de miradas de sorpresa, de desconfianza y de soberbia. Te sientas en el canapé y sueltas un suspiro. Tienes ganas de pedirle a tu marido que te deje aquí, escondida de todas las miradas o, aún mejor, que te permita volver a casa y le diga a todo el mundo que has sufrido una indisposición. Nadie iba a extrañarse. Fue demasiado para ella, claro, pobrecita, no está acostumbrada a nada de esto. Pero Horacio te sirve un vaso de agua fresca, te agarra la mano y te dice:
—Estoy muy contento de que hayas aceptado venir.
Y con esto te basta para recuperar las fuerzas. Piensas: «¿Cómo puedo negarle yo nada a este hombre?». Te levantas, te acomodas las faldas del vestido, llenas los pulmones de este aire cargado de esencias desconocidas. Solo entonces vas hacia el palco. Horacio te ha explicado que el papel de Isolda es de los más difíciles para las cantantes —«la palabra correcta es soprano, pero tú puedes llamarla como mejor te parezca»—, y piensas en la pobre mujer que saldrá al escenario dentro de unos minutos y te preguntas quién debe de estar más asustada, si tú o ella. Horacio te acerca la silla, espera a que te sientes antes de tomar asiento a tu lado, saluda a alguien con un movimiento elegante de cabeza, te mira como si no pudiera creerse que estés aquí, con esa mirada suya que tiene el poder de transformarte, esa mirada que dice «Todo va bien», y hace que te sientas digna de ocupar un lugar en un palco del Liceo la noche del estreno de una ópera de Wagner. «Debes de haberte vuelto loca, Aurora», rumias sin palabras.
«Dios bendito, qué espectáculo», piensas antes de que te dé tiempo a mirar hacia el escenario. Los vestidos de las damas, las docenas de lámparas eléctricas, los dorados, los terciopelos, el aroma de grandilocuencia que lo impregna todo. Durante un momento incluso te olvidas de respirar. Te quitas los guantes muy despacio, los dejas sobre la balaustrada. Horacio los recoge y los pone sobre una silla.
—Que no se te caigan —susurra, para a continuación señalar con la mirada un palco del otro lado—. Allí están Antonio Sampons y su hija, pero diría que no te han reconocido.
En ese mismo instante, como si las miradas se atrajeran, el chocolatero Sampons hace un gesto con la cabeza para saludar a Horacio, que corresponde, cortés, del mismo modo. Tú le imitas, con menos afectación, haciéndolo todo tal y como Horacio te ha enseñado. Antonieta Sampons, la hija, levanta la mirada del programa de mano, os saluda con frialdad distraída y enseguida vuelve a la lectura. Hace mucho que dejó de ser aquella niña que tú recuerdas, incluso te parece que no la habrías reconocido. Debe de tener… —echas cuentas rápidas, pero exactas—, sí, seguro: ahora tiene veintiséis años. La miras con disimulo, pensando que en su cara hay algo de su madre, no sabes qué, acaso ese gesto altivo, o el modo en que el pelo le enmarca el rostro, pero en conjunto es mucho menos agraciada que Cándida. La ropa que lleva no la ayuda en absoluto, tan oscura, tan impropia de una mujer aún joven como ella, tan poco favorecedora, pero en el fondo no es eso, no lo es, la verdad es que la criatura no tiene mucho remedio. Es fea. Hay que llamar a las cosas por su nombre. Es fea como un pecado mortal y contra eso no hay remedio posible. Parece mentira, cómo puede ser, a su lado el padre aún se ve apuesto, tiene una figura gallarda. Y la madre, sin ser una virgen de Murillo, también se dejaba mirar. Debe de ser la desgracia, claro, ahí está. La desgracia pasa por la vida de la gente y la deja como mal planchada. De repente reparas en tus pensamientos y te regañas por ser tan mala. «¿Qué estás haciendo, Aurora, en el Liceo y pensando todas estas vulgaridades de una dama a quien conoces desde que nació? Por el amor de Dios, más vale que aprendas a controlarte».
—¿Verdad que aún es soltera la señorita Sampons? —le preguntas a Horacio, y él te lo confirma enseguida.
Pues claro que es soltera, tú ya lo sabías, solo hace falta verla, pobre niña. Ahora agarra unos prismáticos y se prepara para ver la función, le dice algo a su padre y él asiente, y los dos forman una extraña pareja que parecería muy bien avenida si no fueran padre e hija y las cosas estuvieran donde deberían estar. No es extraño que no se haya casado, ¡pero si vista desde aquí parece que tiene bigote, con esa sombra oscura como de pelusa que se le ve sobre el labio! Y de nuevo tienes que regañarte, esta vez con más severidad: «Aurora, por Dios, quieres hacer el favor de comportarte como una señora y no avergonzar al doctor Volpi, que no se lo merece, con la ilusión con que te ha traído». Y así vas pasando el rato, entre regañinas que te lanzas a ti misma y miradas llenas de curiosidad, mientras por fuera luces una sonrisa misteriosa muy apropiada para la ocasión.
Ya es toda una paradoja que los únicos que de verdad saben quién eres no te hayan ni mirado. Antonieta porque parece muy preocupada por estudiar el programa de mano de arriba abajo. El señor Antonio, porque la vida de los demás le importa una higa. Y aunque le interesara, hace años que el mundo perdió la capacidad de sorprenderle.
El fabricante de chocolate Antonio Sampons, antiguo yerno del difunto inventor de maquinaria industrial don Estanislao Turull, que además era su vecino de palco, nunca falta a las funciones del Liceo, a menos que representen Il Trovatore, la única ópera que no quiere volver a ver nunca más. Todo el mundo en este pequeño universo de charlatanes y entrometidos sabe que el rico chocolatero es un auténtico caballero, además de un melómano empedernido, pero que tiene un problema sin solución con el personaje de Manrico, del que nadie habla en su presencia y tampoco en la de su hija.
«Y aquel de allí debía de ser el palco de los Turull», piensas, aunque sobre esto prefieres no hacer preguntas. Hace tiempo que te prohibiste a ti misma hablar con Horacio de las cosas del pasado. De todos modos, ya todo va estando un poco lejos y no vale la pena. La memoria, sin embargo, no sabe estarse quieta y, ahora que te hallas en el escenario original, mirando de frente el palco que fue del fabricante de maquinaria industrial Estanislao Turull y de su esposa, doña Hortensia, no sabes por qué acude a tu mente la imagen nítida de la señorita Cándida vestida como una princesa saliendo de casa del brazo de su padre. Qué adoración sintió el pobre señor Estanislao hacia aquella criatura. No has conocido ninguna otra que pueda comparársele, ni para bien ni para mal. De pronto comprendes por qué la criatura se dormía en el antepalco nada más empezar el primer acto, pero también comprendes a su padre cuando lamentaba que la nena no supiera apreciar las óperas, ni siquiera las italianas. Sobre todo Rigoletto. Ah, Rigoletto, le dirás al doctor Volpi, quieres decir, a Horacio, que te traiga de nuevo cuando la representen, porque deseas saber de primera mano todas aquellas cosas de las que el señor Estanislao hablaba siempre con tanto entusiasmo. Lo que tienes claro es que sabrás cantar un pequeño fragmento, todo aquello de «Bella figlia dell’amore schiavo son de’vezzi tuoi» que tantas veces escuchaste mientras Cándida fue soltera.
—¿Sabes qué me han dicho? —dice de pronto el doctor, a quien los pensamientos han llevado en tu misma dirección—. Que Cándida Turull ha vuelto a Barcelona.
—¿Ha vuelto? —preguntas—, ¿sola?
—No sé nada más. Quien me lo explicaba desconoce los detalles. Por lo visto, ha alquilado un piso en la Bonanova.
—¿En la Bonanova? ¿Tan lejos?
Te quedas pensando cómo la vida ha mudado la piel. Cándida Turull en la Bonanova, sola o acompañada, a saber; el señor Antonio en el palco con su hija, haciéndose compañía el uno al otro, como dos gatos; y tú contemplándolos desde tan cerca, pero sin que te reconozcan. Pues claro que no te reconocen, Aurora, porque de ninguna manera podrían imaginar que tú eres esta dama del vestido de color malva que acompaña al doctor Volpi. Ni siquiera si recordaran qué cara tienes y te la pudieran ver desde el otro lado del teatro.
—Mira, Aurora mía —el doctor interrumpe tus pensamientos agarrándote de la mano—. La bomba cayó allí, ¿lo ves? En la fila trece. Los asientos vacíos que aún ves son los que aquella noche ocupaban las pobres personas que murieron. Han quedado así en señal de respeto hacia ellos. Es como si lo estuviera viendo ahora mismo. Se representaba Guglielmo Tell —dice Horacio.
Y tú sientes un escalofrío que te recorre de pies a cabeza solo de recordar al doctor llegando a casa, aún descompuesto y con el chaleco todo manchado de sangre, contando que la mujer del librero Dalmás se le había muerto en los brazos sin que hubiera podido hacer nada por salvarla y que no había sido la única, porque el espectáculo de muerte y destrucción fue dantesco. Y aún tenía que dar gracias, porque hubo una segunda bomba que no explotó al quedar suspendida en las faldas de la esposa del abogado Cardellach, que ya era difunta. «Ay, señor —exclamaba el doctor Volpi, a quien nunca antes habías visto alterado—, el Liceo nunca más volverá a ser lo que era, Aurora. Nunca nos recuperaremos de este baño de sangre».
Pero esta gente no vino al mundo para agachar la cabeza ni para perder el tiempo recordando desastres. Solo hay que ver a Antonio Sampons sentado en el palco con esa distinción que ha gastado desde siempre y la memoria bien a resguardo de todos los envites de la vida. Seguro que le ha llegado la noticia de que Cándida está en Barcelona. Por descontado que debe de haberle llegado, este tipo de noticias tienen los pies ligeros. ¿Qué cara debió de poner al saberlo? ¿Y la nena? ¿Sabe que su madre está en Barcelona otra vez? ¿Piensa ir a visitarla o también ella ha decidido ignorar el pasado?
No se apagan las luces, pero la música comienza. Suave, de momento, aunque el doctor ya te ha advertido que se animará, porque Wagner siempre se anima. En las plateas y los palcos hay un murmullo de protesta. Un hombre de la tercera fila gesticula como si estuviera muy enfadado. Horacio te explica que Wagner tiene en la ciudad de Barcelona un conjunto muy nutrido de admiradores que desean poder escuchar sus óperas como toca, es decir, en silencio y con las luces apagadas, para así poder concentrar toda su atención en el escenario, pero que el director del teatro es un idiota que no ve las cosas del mismo modo y que todo esto es un sacrilegio a la voluntad del artista y al arte en general. El caballero de la tercera fila es un importante crítico en proceso de perder la paciencia. Un crítico del Liceo sin paciencia puede llegar a ser una pesadilla, esto ya lo irás aprendiendo con el tiempo, cuando te des cuenta de hasta qué punto esto es un mundo gobernado por sus propias leyes, y logres colocar a cada personaje en su lugar. De momento acabas de llegar y estás tratando de entender por qué es tan grave dejar encendidas unas luces tan bonitas y te llevas un sobresalto horrible por culpa de una repentina subida de los violines, que arman mucho ruido porque hay muchísimos, ahora cuando tengas un momento tratarás de contarlos y así de paso pensarás en otra cosa. También tratas de poner cara de señora que va a la ópera, aunque eso no sabes muy bien cómo se hace y, por más que te esfuerzas, no dejas de pensar que no hay manera, que no te sale.
Horacio te acaricia el dorso de la mano y te dice:
—La sencillez y la verdad son los principios de la belleza.
Lo miras en busca de una explicación a esto tan bonito que acaba de decirte y su voz aterciopelada añade:
—Cierra los ojos y deja que la música te conmueva, amor mío.
Cierras los ojos, dócil, feliz. Lo primero que descubres es que si no ves los violines, la música no te asusta. La melodía, que a ratos es dulce como una canción de cuna, mece tus recuerdos, que esta noche tienes a flor de piel. De pronto las cuerdas rugen y los timbales retumban y es como si la obertura de la obra te estuviera regañando por algo terrible que no recuerdas haber hecho. Y la música dispara los latidos de tu corazón de un modo en que no sabías que podía hacer y es una sensación placentera que desconocías, esto de emocionarte tanto sin saber por qué. Poco a poco, con los ojos cerrados, te preguntas si todo esto no es exactamente lo que debe sentir la mujer del espejo, aquella desconocida impertinente, y también si las emociones no deben de ser una de las pocas cosas en el mundo que no distinguen entre ricos y pobres. Aún con los ojos cerrados, mientras Horacio te acaricia el dorso de la mano sintiéndose, gracias a ti, el hombre más afortunado sobre la faz de la Tierra, llegas a la conclusión de que esta música y este hombre son la misma cosa: un milagro capaz de transformar a las personas. De transformarte a ti, Aurora —«pobrecilla, has tenido muy mala suerte en la vida, tendremos que compensarlo de alguna manera»—, en la mujer que él deseaba tener a su lado. O quizás en la que tú llevabas dentro sin saberlo.