… pues claro que se puede, mujer, adelante, adelante, ¿no has visto el rótulo que lo dice con toda claridad? «Abierto». Ya sé que no son horas para esperar clientes, pero siempre hay alguien que pica, como tú, alguien que entra y encuentra lo que andaba buscando. A veces incluso encuentra lo que no sabía que buscaba, ¿qué opinas? Las cosas siempre ocurren por alguna razón. ¿O crees que entrar en una tienda de antigüedades a las cinco de la madrugada es una costumbre muy extendida? Tal vez haya algún objeto esperando en el puerto y la luz de mi tienda es como el faro para los viajeros: os llama, os atrae, aunque no sepáis por qué. Tú has entrado aquí buscando algo, mujer, y estoy seguro de que vas a encontrarlo.
Ah, mira por dónde pienso que ya lo tienes. Esa vieja pieza de porcelana descascarillada es de tu gusto, ¿verdad? Es una chocolatera muy antigua, muy fina, obsérvala a contraluz y te darás cuenta de su calidad, es una cosa fuera de serie. Pero qué desgracia, perdió la tapa y solo se puede saber que es una chocolatera por el pico. Lo tiene muy arriba, ¿te das cuenta? Eso es porque antiguamente el chocolate debía servirse con toda su espuma. Ya no me acuerdo cuánto vale, tal vez lo pone en esta etiqueta que cuelga del asa. ¿Has observado qué finura? ¿Tres mil pesetas, dices? Pues no me parece un precio nada exagerado, aunque podría pensar si te hago una pequeña rebaja. Tengo la impresión de que esta pieza te esperaba a ti. Hace más de veinticinco años que la tengo por aquí, ¿sabes? Más de veinticinco años sin que nadie le haga caso ni nadie se interese lo bastante y ahora entras tú, casi una niña, a las cinco de la madrugada de un día cualquiera y me encuentras aquí por casualidad, ordenando unos papeles porque no podía dormir, vas directa a la vieja chocolatera de Adélaïde y ¡pom!, ¡te gusta! Te estábamos esperando, niña, las cosas no ocurren porque sí. La chocolatera era tuya desde que la compré, en un lote donde había un poco de todo, en el año mil novecientos…, déjame pensar…, mil novecientos sesenta y cinco, eso mismo. Tú ni siquiera estabas en el mundo, ¿a que no? Pues ya ves, no habías nacido aún y aquí ya había un objeto precioso que te estaba esperando solo a ti, ¿cómo me has dicho que te llamas?
Pues siéntate, Sara. Piénsalo. ¿Ya has reparado en las letras de la base? Son de un azul intenso, señorial. Dicen en francés: «Pertenezco a la señora Adélaïde de Francia». En su momento hice algunas averiguaciones. No tengo otro trabajo, si lo piensas bien, esto es un rincón del mundo que no le importa a nadie. Una porcelana tan fina no sale de cualquier sitio. Yo creo que proviene de la fábrica de Sèvres, muy cerca de París. Es un poco raro que no lleve la marca característica de la producción imperial, dos eles entrelazadas, la inicial del rey Luis, y una tercera mayúscula, que podía variar según el año de elaboración. Aunque no importa, en estos sitios también se hacen excepciones. Es más significativo el detalle del color. Este azul tan brillante de las letras es muy característico, yo diría que único, y se utilizó por vez primera en la factoría francesa en el año 1749. La fábrica de Sèvres, por cierto, fue un capricho de madame de Pompadour, la favorita del rey Luis XV, una mujer admirable que no solo se metía en la cama del rey, sino que era íntima amiga de la reina y anfitriona de las fiestas cortesanas de Versalles. Todo eso lo consiguió con solo veintitrés años, figúrate. ¿Cuántos tienes tú, si no es atrevido preguntarlo? Pues ya lo ves, casi tenéis la misma edad. He aquí otra señora que sabía muy bien lo que quería.
Pero no echemos balones fuera. Hablábamos de la fábrica de porcelanas de Sèvres, ¿a que sí? Fundada por capricho de la fantástica Pompadour, pero con el oro del rey, que tenía una fortuna que derrochar. Por eso se convirtió en real fábrica de porcelanas y durante mucho tiempo solo trabajó para Versalles. No sabes la de gente que había en Versalles. Y todos necesitaban tazas y platos y jícaras y palanganas y figuritas y todo en abundancia. La fábrica de porcelanas produjo objetos muy delicados, verdaderas obras de arte, algunos de una ostentación y un barroquismo sin parangón. No sería nada raro que también hubieran cocido pequeñas piezas por encargo de la familia real, adaptándolas a los gustos personales de cada cual. Es conocida la adicción que tenían por el chocolate las damas de Versalles, empezando por la primera de todas, la desgraciada Ana María de Austria, pobrecilla, qué paradigma del aburrimiento, la única cosa que tenía en la vida eran las chocolatadas. Y también es sabido que Adelaida era el nombre de la sexta hija de Luis XV, nacida, por supuesto, en palacio y fallecida en el exilio italiano después de ver funcionar la guillotina sobre varios pescuezos de su familia. Otra dama notable, que odiaba a las favoritas de su padre y tenía una cultura propia de un príncipe heredero. Una mujer cansada de ser mujer, que tuvo que dejarse atropellar precisamente porque no podía evitarlo. ¡Y guapa! Toda una belleza.
Perdóname, Sara, si me exalto demasiado al hablar de estas versallescas criaturas. A mí la señora Adelaida de Francia me despierta tanta admiración como tristeza. Su destino de fugitiva, por una Europa irreconocible, mientras Napoleón jugaba como un niño a poseer el mundo… Pobre alma elevada, en qué momento preciso debió de verse obligada a desprenderse de la chocolatera que ella misma encargó. «Sencilla, por favor, quiero una cosa sencilla, sin adornos, sin flores ni diosas en cueros. Y pequeña, solo para mí, que nunca tomo más de tres tacitas». Es como si pudiera escuchar su voz frágil diciéndole estas palabras a su camarera personal para que las transmita al correo que espera fuera, en el patio de palacio, despistándose con el vuelo de las nubes por encima de las fachadas suntuosas. En qué momento la vio por primera vez y pensó: «Esto era exactamente lo que yo quería. Sencilla. Diferente». No pudo ser antes de 1749 ni después de 1785. El momento exacto, imposible saberlo, aunque a mí me gusta imaginar a aquella señora Adélaïde de los cuadros de Versalles, con las mejillas finas como esta porcelana y sus ojos de ave rapaz, cargados de inteligencia y de tragedia. Una mujer todavía joven, de como mucho veinticinco años, que se mandaba servir aquí su chocolate de todas las tardes, mientras comenzaba a maquinar su intervención en el Gobierno de su abuelo y, más tarde, de su hermano. Aquel gobierno que se le había negado no porque fuera inhábil, sino porque nació hembra.
Ya veo, Sara, que todo esto que te cuento te interesa. Eres de las que, como yo, piensa que todas estas cosas del pasado continúan vivas entre nosotros. Pues he aquí que tanto entusiasmo bien merece una rebaja en el precio. ¿Qué te parecería si te la dejo en dos mil? Eso ya es otra cosa, ¿verdad? Mientras lo piensas, te explicaré la segunda parte de la historia, en la que ya interviene este humilde servidor. Cómo tropecé con esta maravilla sin proponérmelo en absoluto. Fue en el mes de noviembre de 1965, solo una semana más tarde de la muerte de la señora Antonia Sampons, que además de un ejemplo de rectitud, era muy rica y muy fea. Hay quien cree que es por este último motivo que murió sin descendencia y dejó toda su fortuna a fundaciones, museos y obras de caridad, pero yo en eso de la fealdad no quiero meterme porque no es mi especialidad.
La señora Antonia Sampons era la única hija del empresario chocolatero Antonio Sampons, a quien hoy recordamos, sobre todo, por haber dado su nombre a aquella casa del paseo de Gràcia que Puig i Cadafalch convirtió en una maravilla del modernismo. ¿Sabes cuál te digo? Justo al lado de la casa Batlló y muy cerca de la casa Lleó i Morera. Antonio Sampons fue pionero de las reformas originales, grandilocuentes, y tal vez el culpable de que todos los vecinos se lanzaran a aquella carrera de ver quién construía la casa con más colores, más esculturas, más cristaleras o más torres.
Yo tuve la suerte de entrar en la casa Sampons exactamente una semana después de la muerte de su propietaria, algo que muy poca gente puede decir. Pude ver los mosaicos de estilo romano, los artesonados, las paredes forradas de sedas, los muebles de madera oscura tal y como ella los había dispuesto, el vestidor, la cama con su dosel, el despacho encajado entre cristaleras policromadas, la sala de música donde la mujer se sentaba a escuchar las transmisiones en directo desde el Liceo cuando ya apenas salía de casa. Me habían convocado a una suerte de reunión en que el albacea testamentario de la difunta ejercía de director de orquesta. Había algún técnico del Ayuntamiento, un historiador experto en la industrialización catalana y diría que incluso un cura, pero esto último no puedo asegurarlo porque no intercambié con él ni tres palabras. Lo que recuerdo bien es que se habían hecho distintos lotes con los objetos que no tenían un destino asignado de antemano. El legado de la señora Sampons era enorme, incluía diversas donaciones a museos, además de la creación en la propia casa de una fundación que preservaría gran parte del tesoro artístico que se conservaba. Recuerdo haber oído hablar de un futuro museo del chocolate y que uno de los presentes pensaba recoger ciertas piezas para su colección permanente. Había colecciones de cromos de los que antiguamente se regalaban con las tabletas de chocolate, algún cacharro de cobre, unos cuantos cuadros y reclamos publicitarios antiguos, todos de Chocolates Sampons —«El deseo de chocolate Sampons es el mejor»— y una nutrida colección de planos de maquinaria industrial demasiado complicados para mí.
Junto a todos aquellos objetos, estaba la chocolatera de la señora Adélaïde. Por aquel entonces conservaba aún la tapadera, con su orificio central, ya sabes, por donde debe sobresalir el mango del molinillo, y habría parecido nueva de no tener un desconchón muy visible en el pico. Me fijé en ella desde el comienzo, aunque formaba parte del lote del futuro museo y tenía muy claro que no podría ser para mí.
—Pase por aquí, hágame el favor —me dijo aquel señor tan amable, el albacea, conduciéndome a una estancia que daba al paseo de Gràcia—. Este es el lote que le he reservado. Si le interesa, dígame cuánto estaría dispuesto a pagar por él.
El aviso de que en la casa Sampons necesitaban a un chatarrero me lo había dado un amigo. Fue una suerte inmensa, porque no se tiene todos los días la oportunidad de entrar en un sitio como aquel. En mi oficio, cuando pones los pies en una casa de categoría es casi seguro que saldrás con algo bueno entre manos. Aunque solo sean los recuerdos, como estos que estoy recuperando para ti, jovencita. Los recuerdos no cuestan dinero, pero son nuestro tesoro más preciado, por si no lo sabías. A veces vale la pena pagar algo a cambio de un buen recuerdo. Es una lástima que la memoria no pueda comprarse en establecimientos como el mío, porque te aseguro que me haría rico. Hay gente que mataría por tener recuerdos diferentes a los que le han correspondido.
Pero volvamos al mes de noviembre de 1965. Te estaba contando que un amigo me sopló que en aquella casa habría algo para mí, porque estaban de liquidación de todo, absolutamente todo el patrimonio familiar, y seguro que después del reparto sobraría algo que no querría nadie. Estas cosas funcionan así. Llamé enseguida. Me citaron para el día siguiente. Ya me lo figuraba: cuando se vacía una casa, siempre hay basura que recoger. Este es mi papel en esta historia. Soy el basurero.
Te decía que me condujeron hasta una habitación iluminaba que daba al paseo. Allí me estaba esperando un montón bien grande de cachivaches de todo tipo. Había una máquina de coser averiada, una colección de copas de cristal desparejas, una cesta de mimbre de las que usan los gatos para dormir… Una pila de cosas que solo tenían valor para la mano que las reunió, y ni así.
—¿Y bien? ¿Qué le parece? —preguntó el albacea surgiendo de la nada con aquel aire de hombre resuelto que amilanaba.
—Le doy por todo cuatrocientas pesetas —dije.
—Hecho —repuso sin pensarlo ni un segundo. Mi amigo tenía toda la razón, necesitaban a alguien que tirara la basura. Debería haber ofrecido doscientas—, si se lo lleva ahora mismo.
—Claro. Eso está hecho.
Regla de oro de mi oficio: nunca te vayas sin la mercancía. Cuando vuelvas, ya echarás algo en falta.
Empecé a empaquetar mi compra. No tenía ninguna prisa por irme de allí. Por el rabillo del ojo observaba cómo los demás señores, todos con traje y corbata, cerraban sus acuerdos. El representante del futuro museo estudiaba los carteles publicitarios antiguos mientras hacía comentarios de admiración.
—¡Mire! ¡Este es uno de los famosos dibujos de Rafael Penagos! ¡Y fíjese en este otro, de Amadeo Lax! Es una colección verdaderamente magnífica.
Entonces reparé en que tomaba la chocolatera de encima de la mesa.
—¿Y dice que tiene algo escrito en la base?
Le dio la vuelta sin ningún cuidado. La tapadera cayó al suelo y se hizo añicos.
—¡Mecachis! —exclamó el hombre al ver lo que acababa de ocurrir—. Pensaba que la tapa estaba sujeta. Ya lo recojo yo, solo faltaría.
El director de aquella orquesta de zafios apareció al poco rato a cobrar la mercancía que yo estaba terminando de empaquetar. Traía la chocolatera estropeada.
—Si se la quiere llevar… —dijo—. Tal y como está, ya no le interesa a nadie. No puede exponerse. Una lástima, porque era una pieza muy especial.
La dejó sobre la caja de la máquina de coser. Me pareció que la porcelana le maldecía en voz baja, maldecía a aquel puñado de torpes que no tenían ni idea de cómo había que tratar las cosas que de verdad merecen la pena. Saqué un puñado de billetes del bolsillo, conté los que necesitaba para cerrar la operación y puse la chocolatera de la señora Adélaïde junto al resto del lote.
He aquí cómo llegó esta preciosidad a mis manos y a mi tienda.
Al principio, cuando me di cuenta de que era una pieza de verdad valiosa, pensé en repararla. Encargar una tapa nueva, hacer algo por el pico maltrecho. Tal vez, pensé, si me gastara algo de dinero en ella luego podría venderla por una buena cantidad. Pero ya sabes cómo son los buenos propósitos. Te los haces, siempre dejas alguno para otro momento, el otro momento nunca acaba de llegar y al final te olvidas de todo o te da tanta pereza que es como si te hubieras olvidado. La vida cambia de sitio las prioridades y nosotros tampoco permanecemos inmutables. Nos volvemos gandules. La chocolatera esperó a que hiciera algo por ella durante veinticinco años, pobrecilla. Veinticinco años en un estante, al lado de mi mesa de trabajo, observándome sin reproches. Hasta que un día reparé en ella de pronto y me dije: «¿Para qué demonios dejé esto aquí?». Le puse un precio y la dejé en la tienda, a esperar a que llegara la persona a quien estaba destinada desde siempre. Porque todos los objetos están destinados a alguien. Las tiendas como la mía solo son el punto de inflexión donde los encuentros ocurren.
¿Qué te parece? Ahora ya te he contado la historia completa, detalle por detalle, incluso la parte que no conozco pero imagino. ¿Me das cien duritos y te la llevas? Mejor de precio no te la puedo dejar. Lo hago en homenaje a madame de Pompadour, madame Adélaïde y todas las mesdames de Francia, y también porque te veo muy joven y me enternece que ya te gusten las cosas antiguas y preciosas como esta. Y porque has demostrado tener mucha paciencia, jovencita. Creo que nunca nadie me había escuchado durante tanto rato, y sin protestar. Eso también merece una recompensa.
Por el tiempo no te preocupes, que tus amigos te esperarán… Además, aquí dentro los minutos avanzan más despacio. ¿No ves que todas estas antiguallas no le dejan tener prisa? Si el tiempo corriera tanto aquí como en la calle, yo habría muerto hace años. Ya no sé ni cuántos hace que veo el mundo dar vueltas.
¡Hala!, aquí la tienes, Sara, es toda tuya. Puedes estar muy satisfecha: has comprado un objeto hermoso y cargado de historias. Si pones bastante atención, sabrás escucharlas, estoy seguro. Está claro que tú eres la persona a la que hemos estado esperando durante veintiocho años. Ya lo digo yo. Las cosas ocurren cuando deben ocurrir y ni medio segundo antes.