709

La noche en que Oriol Pairot recibió el premio más prestigioso de toda su carrera, Sara y Max fueron los primeros en llegar. «Para coger sitio en primera fila», dijo Max, antes de saber que el amigo les había reservado cuatro butacas en la zona de autoridades del Gran Salón Gaudí, donde iba a celebrarse la ceremonia de entrega. Cuatro butacas, aunque ellos necesitaban solo tres: habían decidido traer a Pol en el carrito previendo que en lo mejor del acto le entraría sueño y llantina y sería mucho mejor tener dónde dejarlo. Aina, en cambio, se portó muy bien. Aguantó toda la ceremonia muy quieta y muy seria, sin moverse de su asiento, y solo una vez se le escapó un bostezo tan ruidoso que hizo sonreír al conseller de Cultura, que se sentaba justo delante. Después, durante el piscolabis, comió tanto y a tal velocidad que se puso enferma allí mismo.

Sara hizo muchas más relaciones públicas aquella noche que durante el resto de su vida. Volvió a ver a Ortega, tantos años después, y le encontró mayor, pero igual de entrañable, tan generoso como siempre, muy orgulloso de poder decir que había sido profesor del protagonista de la noche y quizá también un poco achispado, aunque no hubiera podido asegurarlo. Iba solo y llevaba un traje azul marino bastante anticuado.

—Odio estas cosas —dijo—; si no llega a ser por Oriol, no habría venido.

También se reencontró con algunos colegas. Participó en una discusión muy apasionada acerca de las nuevas directivas europeas, que otorgaban permiso a los fabricantes de chocolate para utilizar en sus recetas hasta un cinco por ciento de grasas vegetales diferentes a la manteca de cacao. Algunos lo interpretaban como una oportunidad y otros como un desastre de proporciones cósmicas. Sara era de la segunda opinión, pero no tenía ganas de zambullirse en discusiones bizantinas. Acabó, sin saber cómo, formando parte de una tertulia donde estaba el director de la revista Fogones, que nada más verla le propuso colaborar con la publicación escribiendo sobre historia de la pastelería. «Me ha dicho un pajarito que eres historiadora», añadió el hombre. Y Sara, halagada, prometió pensar la propuesta muy en serio y guardó en su bolso la tarjeta con el nombre, el correo electrónico y el teléfono directo del responsable.

Mientras tanto. Max se quedó junto a los niños, formando una curiosa isla en mitad del océano azul y mullido de la moqueta. De lejos distinguía la cabeza de Oriol sobresaliendo de la multitud que esperaba para saludarle. Lo veía sonreír, estrechar manos, hacerse fotos con señoras que brillaban como lámparas, hablar con personalidades que acababan de presentarle, abrazar al presidente del Gremi de Pastissers, recibir la felicitación del alcalde o encontrarse con cocineros famosos que le hablaban como si le conocieran de toda la vida. Muy despacio, a razón de un centímetro por minuto, Oriol lograba avanzar hacia donde Max lo esperaba ejerciendo de padre de dos criaturas demasiado pequeñas para entender qué estaban haciendo allí.

Oriol se acercaba, pero no terminaba de llegar nunca, de modo que Aina tuvo una necesidad urgente e inaplazable:

—Papá, tengo caca —anunció con rotundidad.

Max hizo aquella pregunta inútil que los padres hacen en estos casos:

—¿Puedes aguantar un poco?

Pero la niña lo tenía muy claro:

—No. Tengo caca ahora.

Max emprendió una expedición muy complicada por los mullidos pasillos del hotel empujando el cochecito, de cuya empuñadura colgaba la bolsa llena de cosas de Pol y se agarraba la niña, que no podía aguantarse. Llegaron a tiempo de milagro. Mientras Aina ocupaba uno de los baños para chicas —sin cerrar la puerta— y ofrecía en directo la crónica pormenorizada de la operación —«¡Ya sale papá, ya saleeeee!»—, Pol berreaba porque tanto movimiento le había despertado y ahora no encontraba el modo de volver a dormir. Además, tenía sed y su botellita de agua con asas estaba lamentablemente vacía. Max lo sacó del carrito, entró con él en el lavabo para chicos, rellenó de agua la botellita y se la entregó. Después de beber con la misma avidez que alguien que acaba de cruzar un desierto, Pol se desparramó sobre el pecho de su padre, apoyó la cabeza en su hombro derecho, cerró los ojos y se dejó mecer durante más de diez minutos hasta quedarse completamente frito.

Aina, muy animada, continuaba con su crónica:

—¡Papá! ¡He hecho un montón! ¡Y es verde!

Max daba instrucciones desde fuera mientras algunas usuarias del lavabo, todas vestidas como se esperaba en un hotel de lujo, le miraban con enorme disgusto, quizás porque eran del tipo de personas que en la vida han tenido que vérselas con las evacuaciones verdes de nadie.

—Límpiate bien, cariño, echa el papel al váter y tira de la cadena.

—Sí, papá.

—Y lávate las manos muy bien.

—De acuerdo, papá.

El color verde no era nada tranquilizador, sobre todo porque ahora la niña volvía a tener la tripa vacía (muy literalmente) y reclamaba su derecho a regresar al salón Gaudí y seguir engullendo canapés dulces y salados con zumo de naranja hasta reventar. Max se sentía al límite de su resistencia física y mental.

De vuelta en el salón, aprovechó que Pol dormía por fin y que Aina comía a dos carrillos todo lo que ponían a su alcance para hablar con Oriol durante diez minutos. Lo felicitó con un abrazo sincero y apretado, le dijo que tanto él como Sara se sentían muy orgullosos de todo lo que había logrado y le presentó a sus hijos, que no estaban en su mejor momento (Aina tenía ojos de sueño y Pol estaba colorado como un fresón, sudado como un cochinillo y dormido como un tronco). Oriol le preguntó qué tal el trabajo y Max hizo un breve resumen de sus últimos quince años en el departamento de Bioquímica de los Alimentos de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad de Barcelona diciendo:

—Todo igual.

Después Oriol observó que era una lástima no poder verse durante más tiempo, con la cantidad de cosas que tenían que contarse, y se interesó por si al día siguiente por la noche tendría por casualidad un rato, porque él iba a liberarse por fin de compromisos durante un par de horas y tal vez podrían aprovechar para…

—¿Mañana? No, imposible —zanjó Max—. Mañana tenemos Liceo, y ya sabes que esto es sagrado. —Y ante la posibilidad de haber parecido demasiado brusco, añadió—: ¿Por qué no nos acompañas?

—¡Quita, quita! —Oriol espantó la idea con grandes aspavientos—. Yo la ópera no la entiendo.

—No hay nada que entender, Oriol. La música es un lenguaje universal.

—Que no, que no.

—Además, mañana toca Donizetti. Facilito, facilito. Incluso para un memo como tú.

—La próxima vez, ¿vale? —concluyó él, que no podía soportar sentirse extraño en ninguna parte. Y a continuación se fue, porque una señorita con chaqueta vino a susurrarle al oído que los medios de comunicación estaban esperando. Con buena fe le dijo al amigo—: Espérame aquí, que vuelvo enseguida.

Pero Max no lo esperó, porque sabía cómo funcionan estas cosas aunque él formara parte de los mansos del mundo, aquellos que siempre esperan a que los demás terminen. Entonces Aina dijo que otra vez le dolía mucho la barriga y su padre decidió que era suficiente. Buscó a Sara, que charlaba muy contenta y muy guapa, con una copa de cava en la mano, con algunos de los pasteleros más importantes de Barcelona, y le dijo que no se preocupara por nada y que se iba a casa.

—Voy contigo, entonces —dijo ella.

—No, no, tú quédate. Para ti esta pesadilla de reunión es un compromiso de trabajo. Yo me voy porque los niños están insoportables y me ofrecen una excusa perfecta.

—¿Seguro?

—Claro que sí, no se hable más. Si acabas muy tarde, coge un taxi, por favor. No se te vaya a ocurrir volver caminando. Haz que te lo pidan en recepción.

—De acuerdo. —Una vez más Sara pensó en la suerte que tenía con este hombre. Con cualquier otro las cosas habrían sido muy distintas.

—Pásalo bien —le deseó Max antes de irse empujando el carrito con una mano y dándole la otra a Aina, que iba saludando a todo el mundo igual que una princesa real.

Sara no podía evitar sentir un cosquilleo extraño en el estómago mientras veía alejarse a su familia, pero por suerte se disipó en cuanto los perdió de vista y en cuanto el presidente del Gremio dijo que el praliné de Casa Rovira era el mejor de Barcelona, y añadió que todos los años compraba allí los turrones para enviárselos al president de la Generalitat, como regalo personal.

Los políticos, que habían otorgado al acto un toque de solemnidad institucional, casi habían terminado su retirada. Los invitados de compromiso remoloneaban en el vestíbulo, deseosos de terminar las conversaciones de una vez y marcharse a su casa a no sonreír más. Allí solo quedaban los cuatro colegas y algunos amigos que llevaban mucho tiempo sin verse. Oriol iba y venía, algo más relajado, entre los periodistas y los aduladores, pero era difícil de retener. Sara empezaba a pensar en marcharse cuando recibió un mensaje en el móvil. Un mensaje de Oriol que decía:

709

La despedida requirió su tiempo, aunque no se propuso ser exhaustiva, sino correcta. A quienes no encontró, como al amable presidente del Gremio, con quien se sentía en deuda, les envió saludos con alguno de los presentes. Salió del Gran Salón Gaudí muy excitada, como siempre que se acercaba una cita a solas con Oriol. Se perdió por un pasillo muy largo tratando de dar con los ascensores y tuvo que retroceder y preguntar a un camarero, que la condujo hasta el lugar correcto e incluso pulsó por ella el botón de la séptima planta. «Si pretendiera asesinar a Oriol, este hombre sería un testigo perfecto de la acusación», se dijo.

Toda la operación, desde que recibió el mensaje hasta que el ascensor le permitió desembarcar en la planta séptima, duró unos doce minutos, un tiempo que Oriol consideraba una eternidad, por eso el último tramo del pasillo, entre la habitación 730 y la 709, lo hizo corriendo sobre sus tacones altos. La puerta de la 709 se abrió antes de que llamara. Al otro lado, Oriol la esperaba aún vestido con el esmoquin de la ceremonia y con aquella sonrisa de picardía en los labios. La arrinconó contra la puerta nada más cerrar y le dio un beso voraz y doloroso. Era mucho más alto que ella, a pesar de los zapatos de tacón, y para besarla tenía que agacharse un poco. Era como un insecto devorando a su víctima para cenar. Sara se libró de los zapatos, dejó el bolso en el suelo y exhaló un largo suspiro. Como en todos sus reencuentros con Oriol, tenía aquella sensación de haberle echado dolorosamente de menos en su ausencia y, por tanto, una necesidad imperiosa de hacer algo que la compensara de tanta nostalgia. Sin separar sus labios de los de él, se quitó el vestido por los pies. Llevaba un tanga que se había comprado pensando en él solo unos días antes y un sujetador sin tirantes que dejaba al aire unos hombros aún tentadores. Oriol se lanzó sobre ellos con furia de depredador, de vampiro. Los hombros, el cuello, la barbilla, otra vez los labios de Sara. Los labios mil veces soñados de Sara Rovira. Ella le rodeó la garganta con las manos, como si quisiera estrangularle, mientras apoyaba los pulgares sobre su nuez, aquella tentación que no había cambiado, rodeada de piel blancuzca, áspera y suave al mismo tiempo, que le recordaba tanto la panza de un reptil. Ahora que había descendido de la altura de sus tacones, la nuez de Oriol le quedaba justo a la altura de los ojos, una perfecta posición para el ataque.

—Un momento, aún no soy libre del todo. Me está esperando un grupo de periodistas franceses —refunfuñó él con la respiración alterada—. ¿Por qué no te sirves una copa y me esperas en la cama? No tardo nada.

—Tú mismo. Si tardas, me dormiré.

—Si te duermes, encontraré el modo de despertarte.

Oriol tardó más de dos horas en volver y Sara tuvo tiempo de todo. De explorar la habitación, que era una suite de lujo, de dos plantas, con unas vistas estupendas sobre el puerto olímpico y el mar. Era una lástima que fuera de noche y también que no pudiera despertar frente a aquellos ventanales. Después contempló su reflejo en el espejo durante mucho rato, admirándose del escaso rastro que los dos embarazos habían dejado en su cuerpo aún joven y flexible. Olisqueó todas las botellitas del cuarto de baño, se dio una ducha y utilizó para secarse uno de los dos albornoces con el logotipo del hotel. Se sirvió una copa, como Oriol le había dicho, de una botella que aguardaba en una champañera a los pies de la cama y la abandonó casi sin tocarla nada más meterse entre las sábanas. Se quedó muy quieta, escuchando su propia respiración y los latidos de su corazón impaciente, comprobando que todos los pasos amortiguados que se acercaban por el pasillo poseían la capacidad de excitarla.

De pronto se acordó de Max y llamó a casa para saber cómo iba todo. La voz de su marido, como siempre, la tranquilizó. Todo iba como una seda, le dijo, los niños estaban durmiendo y él leía un rato en el salón mientras esperaba a que le entrara sueño. El único contratiempo era que Aina tenía un empacho, había ido no sabía cuántas veces al baño y se había tomado una cucharada grande de aquel jarabe milagroso, así que no debía preocuparse por nada. «¿Y tú? ¿Aún estás ahí?», preguntó Max. «Sí —repuso ella—, esto va para largo. Nos hemos enzarzado en una discusión de esas bizantinas». Max no pidió ninguna explicación —si lo hubiera hecho, Sara no habría sabido qué decirle y puede que se hubiera puesto muy nerviosa— y solo repitió aquello de: «Pásalo bien». Esta vez añadió una palabra más: «Pásalo bien, mamá».

Después de colgar, le sobrevino una gran modorra. Oriol llevaba fuera más de una hora y seguro que ya no podía tardar. Los periodistas debían de haberlo entretenido, qué pesados. Normalmente Oriol evitaba todo lo posible los tratos con la prensa, pero aquella noche se veía en la obligación de quedar bien con todo el mundo, del mismo modo que ella se veía en la obligación de esperarlo hasta que terminara. Eran las consecuencias de ser un hombre famoso y también las de ser la amante clandestina de un hombre famoso. A ella le parecía justo.

Se tapó un poco con el nórdico de plumas, que olía a limpio y a caro, y de pronto se acordó de aquella otra habitación 709 de París. El recuerdo apareció con la intensidad de un fogonazo. ¿Seguro que era la 709? ¿Por qué lo tuvo tan claro, de pronto? No lo había recordado hasta ese mismo instante, pero debía reconocer que la coincidencia era estupenda. 709. ¿Cuánto suman 7 y 9? Dieciséis. 1 + 6. Es decir, 7. El siete es su número de la suerte, o por lo menos eso pensó siempre, desde que era una niña. Es una estupidez, pero no puede olvidar que Aina nació en un día 7, que ella nació en el mes 7, que los años que terminan en 7 siempre han sido buenos en su vida y que en aquel momento se encontraba en la séptima planta del mejor hotel de la ciudad esperando al hombre que más deseaba del planeta.

Sara pensó en aquellos objetos que el mar arrastra hasta las playas y que nadie sabe de dónde vienen ni qué son. Le pareció que el número 709 era como uno de esos tesoros inexplicables. Y en aquella otra 709 del hotel Madelaine de París —ahora tiene muy claro que se trataba de la 709— fueron furiosamente felices. Fue el mismo año en que Barcelona fue olímpica, Oriol era responsable de chocolatería de la casa Fauchon y Max y Sara eran dos turistas bastante típicos en una ciudad con mucho que ver.

Max enloquecía en los museos parisinos. Quiso ir al Louvre tres días seguidos y ni así se cansó de cuadros, esculturas ni momias. Pasaba ante cada obra un mínimo de quince minutos. Quería saberlo todo, leerlo todo, verlo todo de cerca, de lejos, otra vez de cerca. Al segundo día, Sara le pidió por favor que fuera solo y se quedó durmiendo en casa de Oriol. Se despertó casi a las doce, encontró un gran termo con café sobre la mesa de la cocina, junto a un cestito con cruasanes con demasiada mantequilla y una nota de Oriol que decía: «Si alguien no tiene nada que hacer a la hora de comer, que me llame al…» y el número del trabajo. Remoloneó hasta casi la una. Revolvió algunos cajones buscando pistas del paso de alguna mujer por el piso, pero no encontró nada. Al parecer, a Oriol no le interesaban las francesas. Después se vistió y tomó el metro hasta la plaza de la Madeleine. Nada más salir a la superficie se dio cuenta de que, justo al lado del sofisticado y carísimo establecimiento donde trabajaba su amigo, había un hotel. Como si lo hubiera planeado de antemano, entró en recepción y preguntó si les quedaba libre alguna habitación doble «con cama de matrimonio» y cuánto costaba.

Oui, madame —respondió el empleado, con una sonrisa de amabilidad nada forzada, antes de pedirle el pasaporte.

Una vez en la habitación, descolgó el teléfono de la mesilla de noche y marcó el número que le había proporcionado Oriol. Le sugirió que se tomara el resto del día libre alegando cualquier excusa y le dijo que le estaba esperando en la habitación 709 del hotel de al lado.

—Desnuda —añadió.

Oriol solo respondió, con disimulo perfecto:

Oui, madame, naturellement.

Tardó en llegar media hora escasa. Traía una cajita con cuatro pastelitos y una erección que prometía una buenísima tarde. Nada más verla le dijo:

—Estás loca.

Ella le dio la razón mientras le besaba.

Fue la mejor tarde que jamás pasaron juntos. Solo era la segunda vez, pero la espera, el recuerdo y el deseo hicieron el resto. Desde aquello del cuarto de Sara había pasado una eternidad de dos años.

Tumbada en la cama a través, con la cabeza colgando, el pelo barriendo la moqueta, los tobillos sobre los hombros de Oriol y la sangre latiéndole en las sienes, Sara envidiaba el vigor de las embestidas de él, aquella fuerza y actividad con que la naturaleza ha distinguido al sexo masculino. Le habría gustado poder experimentar cómo es poseer atributos masculinos durante un rato, saber qué se siente durante la penetración o durante el orgasmo. La petite mort, lo llaman los franceses. Una muerte pequeña que debía de ser muy diferente de la suya y que nunca —qué impotencia misteriosa— podría conocer.

Cuando terminaron, tumbados en la cama en el sentido correcto, se comieron los pastelitos —dos de limón y dos de chocolate—, muy bien alineados dentro de una caja. Cuatro, dos cada uno, acompañados de una botella de vino blanco que habían olvidado meter en el minibar y que no estaba lo bastante fría. Después volvieron a comenzar. Pensaban que esta vez todo sería más lento, pero cambiaron de opinión cuando un entrometido dedo de él resbaló distraídamente entre las nalgas de ella y comenzó a tantear nuevas posibilidades.

—¿Me dejarás entrar aquí algún día? —preguntó Oriol.

—¿Algún día? —rio ella—. ¿Hay que pedirle permiso a alguien?

—¿Y si no te gusta?

—Si lo haces tú, me gustará.

—¿Y si te hago daño?

—Entonces gritaré.

—¿No te da miedo?

—Sí, por eso quiero que lo hagas.

—¿Ahora?

—Ya estás tardando, Oriol Pairot.

Oriol se volvía loco con todo lo que Sara hacía o decía. Nadie, nadie pero nadie era como ella en la cama. Su capacidad de recuperación física habría matado de la envidia al hombre de cuarenta y tres años que no tardaría tanto en ser, pero Sara también ponía mucho de su parte. Era buena. Muy buena. Le provocaba. Le volvía otra persona.

—¿A Max también le dices estas cosas? —preguntaba Oriol.

—Calla, tonto. Eso no se pregunta.

La segunda parte de la tarde aún fue mejor que la primera. Solo tenemos una oportunidad de hacer las cosas por primera vez en la vida y supieron aprovecharla bien. Después de una tarde tan activa y multiorgásmica como quepa imaginar en dos cuerpos tan jóvenes como los suyos de entonces, ambos necesitaban refrescarse un poco.

—¿Te duchas conmigo? —preguntó Oriol con una sonrisa encantadora, sacando la cabeza por la puerta del baño.

Y ella, dócil, lo siguió.

—¿Me enjabonas la espalda? —le pidió Oriol.

Y se la enjabonó.

—¿Y ahora por delante?

Y también.

—Cierra los ojos. —Y en la oscuridad sintió las manos de él que la enjabonaban con tanta lentitud como si el tiempo hubiera dejado de importar, como si aquello no fuera a acabar nunca, y ojalá hubiera sido así, porque Oriol volvía a enredar su deseo en el cuerpo de Sara y de nuevo respiraba con dificultad y ella sonreía halagada de causar efectos tan evidentes.

—¿Aún no has tenido bastante? —le susurró ella al oído.

—De ti nunca —repuso él.

Estaba agotada, pero hizo el esfuerzo de continuar.

—Si quieres que pare, solo tienes que decírmelo —añadió Oriol.

—Nunca te diré que pares —fue su respuesta.

Quería que siguiera adelante, claro que quería. Sara había decidido que a Oriol nunca le negaría nada. Así que empezaron de nuevo, bajo el chorro de agua de la ducha, ella agarrándose con todas sus fuerzas a un toallero que estaba en el mejor lugar que cabía imaginar y él haciendo equilibrios para no resbalar y caer de bruces. Antes del final, cuando ella se amarraba con piernas y brazos al cuerpo palpitante de él y la nariz de Oriol rozaba su oreja, hubo por primera vez un ligero cambio en el guión.

—¡Cuánto te he echado de menos, Dios! —susurró Oriol.

Y ella rio al decir:

—¿Y por qué? Si estoy aquí siempre.

Fue el único momento de debilidad y solo la segunda vez de trece. Sara siempre llevaba las cuentas, era su especialidad. Trece, sin contar la de aquella noche del premio, la que aún no había llegado y que esperaba con enorme excitación, dejándose mecer por los recuerdos. Volviendo a París: mientras ella se secaba el pelo con el secador de mano, Oriol preguntó:

—¿Dónde vas a decirle a Max que has estado esta tarde?

—Contigo, claro —respondió con una naturalidad tan lógica que acabó de sentar las bases de lo que sería su vida, la de los tres, desde aquel momento.

Y no se equivocó en absoluto, como solía pasarle.

Oriol llegó tardísimo a la 709 del hotel Arts, cansado de hacerse el simpático con personas que creían conocerle a pesar de que no sabían nada de él. Interpretó bien el papel que le correspondía, el papel de hombre que finge ser aquel que los demás quieren que sea. Agotador. Al entrar en la habitación encontró a Sara dormida como un bebé. Aprovechó para librarse del esmoquin y los zapatos, para tomarse la copa que ella había abandonado, de pie ante los ventanales, pensando qué hacer, si dejarla dormir o despertarla. Decidió despertarla, no quería que Max se preocupara más de la cuenta si ella no volvía a casa antes del amanecer. Se quitó los calzoncillos —de marca—, se escurrió entre las sábanas y dejó caer una mano grande y caliente sobre la cintura de Sara. Ella se revolvió un poco, aún dormida, abrió las piernas, sonrió. Oriol se aferró a su cuerpo pequeño y le dio la vuelta. Lo conocía centímetro a centímetro, sabía lo que tenía que hacer. Estaba deseando hacerlo. Presionó un poco el vientre, sintió las nalgas de Sara rozando su piel, buscó la vagina desde atrás y entró en ella con la facilidad de quien conoce bien el camino.

Sara emitió un largo gemido, con los ojos cerrados, como si soñara, como si sufriera (pero no mucho), y no movió ni un músculo. Su cuerpo era blandito como el de una muñeca de trapo y estaba, como siempre, al servicio del deseo de Oriol, que también era su propio deseo. Mientras su respiración se iba acelerando, Oriol hundió la nariz en el pelo de ella y dijo:

—Esta noche no podía dejar de mirarte. Estabas preciosa.

Sara sonrió aún más, siempre con los ojos cerrados, feliz con lo que estaba ocurriendo. Aún se mantenían en forma, a pesar del tiempo transcurrido. Ya no eran aquellos jovencitos de veinte años, pero ahora tenían más que ofrecer que aquella tarde en París. La vida te da ímpetu, arrojo, fuerza e insensatez cuando no tiene otra cosa que ofrecerte. La experiencia es un tipo de sabiduría, y como todo lo valioso se conquista despacio. Ahora ambos eran sabios, aunque también más cautos.

—Me habría gustado tenerte a mi lado —añadió Oriol.

—Me tenías. Siempre me tienes —repuso ella fingiendo no ver un extraño mohín de disconformidad en los labios del gran protagonista de la noche.

Una vez, muchos años atrás, ella le había confesado:

—Tú encima de mí, empujando con todas tus fuerzas, durante aquellos tres o cuatro segundos de abandono total y absoluto que preceden al orgasmo. Es una imagen que me recuerda lo mejor del mundo. La juventud, la felicidad, la plenitud, la alegría y las ganas de vivir. Te prometo que la invocaré en mi lecho de muerte, cuando de este cuerpo que has poseído solo queden despojos, y la llevaré conmigo al más allá como el mejor regalo que la vida pudo hacerme.

Seguía pensando así, a pesar del tiempo transcurrido.

En la 709 del hotel Arts el sexo fue como siempre, espléndido. Quizá los años les habían enseñado a ser un poco más sensatos. Ya no gritaban como antes y Oriol no volvía a estar en forma hasta después de unas cuantas horas. Eso sí había cambiado: ahora eran del todo impensables las sesiones dobles. Y triples menos aún.

Oriol sirvió algo de beber, ella se cubrió con el albornoz del hotel y se sentaron frente al mar oscuro a beber en silencio.

—¿Sabes que tengo un billete de avión de sobra? —explicó de pronto él—. ¡Y de primera clase! Los del premio pensaron que vendría acompañado y me enviaron dos. ¿Vienes conmigo?

Ella le miró achinando los ojos, para detectar si había alguna ironía en su tono de voz. No la había.

—¿Adónde vas esta vez?

—A Tokio.

—Tokio me pilla un poco lejos, Oriol.

—¿Nunca has tenido tentaciones de dejar a Max?

—Nunca.

—¿Ni siquiera al principio?

—No.

—¿Ni cuando vuelves de acostarte conmigo?

—Menos aún.

—¿Ni cuando después de acostarte conmigo tienes que meterte en la cama con él? ¿Ahora me vas a hacer creer que en la cama con Max te lo pasas tan bien como conmigo?

—No quiero que hables así de Max. No se lo merece.

Un silencio de asentamiento, para dejar que las cosas volvieran a su lugar, para que lo que no debería haberse dicho se diluyera en el silencio.

—Tendrás que irte pronto, ¿verdad?

—¿Pronto? ¡Son casi las cinco de la mañana!

Un último sorbo antes de la última propuesta:

—¿Te duchas conmigo?

Mientras él entraba en el baño y abría la ducha, Sara ante los ventanales, petrificada de pánico, pensaba en las consecuencias de las acciones. La 709 del hotel Madeleine, la ducha, las palabras al oído que aún no se habían borrado del todo, los dos billetes de primera clase a Tokio, el paso de los años, el asiento vacío junto a Oriol, sus dos hijos, Max esperándola dormido en la butaca de leer.

Era más tarde que nunca cuando decidió que esta vez Oriol se ducharía solo. No tuvo valor para despedirse. Habría sido muy triste, muy ridículo. No habría encontrado las palabras adecuadas. Se vistió en silencio, recogió sus cosas y se marchó.

Volvió a casa caminando, pero se desvió en el muelle de Marina, solo un momento, para sentarse, mirar al mar y tranquilizarse un poco. Tenía la cabeza y el corazón llenos de problemas sin solución. Dudas no, dudas ninguna. Siempre había sabido qué era lo que quería hacer: volver a casa con su marido. Otra cosa era que en aquel instante, las seis menos cuarto de la mañana de un jueves del mes de abril del año 2004, tuviera ganas de hacerlo.

Llegó a casa después del amanecer, con una bolsa de ensaimadas recién hechas que la encargada aún no había puesto en el escaparate. Encontró a Max dormido en la butaca de leer, con la luz encendida. Se dio una ducha rápida, preparó dos chocolates a la taza y le despertó tan amorosamente como supo, para anunciarle que tenía el desayuno en la mesa.

—¿Qué tal la noche? —quiso saber él.

—Estupenda.

—¿Lo has pasado bien?

—Mucho.

—Me alegro, mamá.

Las que siguieron fueron semanas insoportables. Sara decidió que el mejor modo de presentar batalla a sus contradicciones era encerrarse en ella misma. Max le estorbaba a todas horas, no lo podía soportar, le molestaba cada palabra que salía de su boca, pero era lo bastante madura para darse cuenta de que el peor defecto de su marido era no ser Oriol Pairot. Hablaba lo mínimo para no herirlo, para no decir nada inconveniente, y mientras tanto esperaba que se le pasara aquello que llevaba dentro y que no la dejaba respirar. Se había convertido en un monstruo. Max demostró tener una paciencia infinita.

Tardó más de dos meses en dejar de mirar el móvil a todas horas. Esperaba alguna noticia de Oriol, algún ruego, alguna crónica de su propio desconsuelo, que por imperativo tenía que parecerse mucho al suyo. Pero no hubo nada. Solo silencio y más silencio. Tal vez estaba molesto por el modo en que se había ido de la 709. Tal vez no estaba tan afectado como ella. El silencio se prolongó durante más de ocho años, lo cual solo podía significar dos cosas: que de verdad estaba muy enfadado o que ya no se acordaba de ella. Cualquier situación era insoportable. Por mucho tiempo que pasara, el dolor que trajo su ausencia se avivaba con demasiada facilidad. Era como el deseo, siempre vivo, siempre ahí. Y así hasta aquella noche frente al televisor, después de cenar, cuando Max levantó los ojos del libro sobre los riesgos del polimorfismo y le dijo, como si fuera la cosa más normal del mundo:

—Ay, mamá, ¡por poco se me olvida! ¿Sabes quién me ha llamado? Cuando te lo diga, no me vas a creer. Pairot. Dice que está en Barcelona y que tiene libre la noche de pasado mañana. Le he invitado a cenar, ¿te parece bien? ¿No tienes ganas de verle? ¡Hace tanto que no nos vemos!

Sara ya abandonaba su observatorio clandestino cuando ha vuelto a sentarse. Ha sido exactamente en el momento en que Max ha dicho:

—Esto, Oriol, hay algo que me gustaría contarte ahora que te veo tan enamorado de Hina y que por fin has hecho con tu vida algo de provecho.

Un preámbulo como este asegura la atención del auditorio. Nadie osaría marcharse antes de saber qué es lo que Max tiene que decir. Oriol espera a que el amigo hable. Sara, tras el seto, atiende.

—Mira, no quiero que suene teatral. Ya sabes que no soy amigo de hacer ni de soportar discursos enfáticos. Tampoco quiero dármelas de misterioso. Lo único que deseo decirte es que estoy al corriente desde hace tiempo de que Sara y tú mantuvisteis durante años una serie de encuentros sexuales. Si no me equivoco, el último fue en el hotel Arts aquella noche de tu flamante premio. Espera, no digas nada, no he hecho más que empezar. Haz el favor de servirte un poco más de vino. No quiero que pienses que espero una disculpa, o que ahora sacaré un arma o alguna de estas insensateces que les gusta hacer a los maridos de ficción. Yo soy un hombre de carne y huesos, Oriol, tirando a bobo, y he tenido mucha suerte de que alguna vez tú le dieras a Sara aquello que yo ni siquiera sabía que necesitaba. Las cosas son complicadas y el paso del tiempo no las hace más fáciles. No sé si a ti te ocurre algo parecido, pero con los años me doy cuenta de que me vuelvo rarito, como si se me adulterara la composición, no sé si me explico. Tú eres un tipo con carisma, rico, famoso, guapo. También eres más bien insoportable, pero creo sinceramente que tus virtudes compensan tus defectos, por lo menos a ojos de las mujeres. Y qué quieres, en los últimos ocho años no te hemos visto el pelo y yo me he acostumbrado demasiado a tener a Sara, que es una maravilla de mujer, para mí solo. No es que sea tan idiota de pensar que las personas pueden poseerse, no es eso, claro que no. Sara no es ni tuya ni mía ni de nadie. Es solo que en los últimos tiempos he experimentado una emoción inédita al creer que quería estar conmigo, en esta casa, porque en la vida llega una edad en que empieza a ser más importante lo que has hecho que lo que aún podrías hacer. Por eso quería hacerte una pregunta, Oriol, si no ves inconveniente en responderla con absoluta sinceridad. Me gustaría saber, hasta donde seas capaz de prever, naturalmente, si piensas que esto de tu matrimonio puede representar para mí una esperanza más o menos firme de tener a mi mujer para mí solo.

Oriol calla. No le salen las palabras. Le tiemblan las manos.

—¿No me dices nada, Oriol? ¿Quizá no te atreves aún a hacer previsiones?

—No sé…

—Ya me doy cuenta de que estás afectado por lo que acabo de decirte, pero ¿te importaría ser un poco menos lacónico en tu respuesta, chaval?

—Creo que en estos momentos no puedo ser menos nada. ¡Nada de nada! ¡Hostias, Max, qué me estás diciendo! Entonces… Entonces, ¿siempre lo supiste todo?

—Hombre, todo todo… Si te soy sincero, nunca tuve mucho interés en saberlo todo. Hay cosas que más vale ignorar, ¿no te parece? Estar demasiado informado casi siempre es malo. Además, tal vez la palabra saber no es la más adecuada. A veces tenía una sospecha a priori, cuando ella inventaba excusas que yo nunca le pedía para quedarse a solas contigo. ¿Ves? La sobreinformación me daba mala espina. Otras veces las sospechas llegaban a posteriori, cuando ella volvía a casa con aquellos aires de haber cometido una diablura, y estaba tan guapa, y se pasaba unos días un poco arisca y fingiendo que tenía mucho que hacer, pero luego se le pasaba y volvía a ser la de siempre. A veces eran naderías. Las detectaba porque siempre he sido buen observador y porque, de cuanto hay en el mundo, siempre he preferido observar a Sara. Por ejemplo, si en la cama detectaba algún gesto nuevo, sabía al instante que el inspirador no era yo. O si se compraba alguna pieza de ropa interior solo unos días antes de tu llegada, tenía la certeza de que no era para mí. No podré ponerte todos los ejemplos, hay demasiados y además no tienen ninguna importancia. La mayor parte hace mucho que se me han olvidado. Pero creo que comprenderás a qué me refiero, ¿verdad? Venga, hombre, no pongas esa cara. ¿En serio crees que todo esto es para quedarse con esa cara de pez?

—Me has dejado de piedra, Max. Estoy avergonzadísimo. No sé ni qué decir.

—¡Es que no tienes que decir nada, hombre! Ni veo por qué tienes que avergonzarte a estas alturas. Para mí no ha cambiado nada. No espero nada extraordinario, excepto que hablemos como dos hombres que se quieren y se respetan el uno al otro. Hace veintitrés años que somos amigos. Si algo me ha quedado claro es que te merezco algún respeto. Es mucho más de lo que se podía esperar de una situación como esta. Y si lo analizo fríamente, me doy cuenta enseguida de que yo nunca tuve ninguna posibilidad seria de competir contigo por ella. ¿Es que no te acuerdas? El primer día yo ya estaba enamorado de Sara y ella solo tenía ojos para ti. ¡Lo mío era un caso perdido! Era un completo gilipollas, solo sabía ponerme colorado cuando ella me dirigía la palabra. Menudo desastre. Si no hubiera sido por ti, Sara habría pasado de largo sin fijarse en mí.

—¿Por mí? Pero ¿qué dices, hombre? Si empezasteis a salir cuando yo estaba en Francia.

—Porque yo era la única manera que ella tenía de continuar cerca de ti. Claro que me despabilé un poco, solo faltaría. Me atreví a proponerle cosas (siempre me decía que no), le robé algún beso, se enfadaba tanto que a veces pensaba que me pegaría, y creo que la primera vez que me acosté con ella incluso logré sorprenderla, aunque ni de lejos como ella a mí. No creas, me costó mis esfuerzos no venirme abajo. No comencé a salirme con la mía hasta que la invité a la defensa de mi tesis ante el tribunal. ¡Aquello de los polimorfos tuvo un éxito imprevisto, brutal! Le gustó mucho más mi vertiente intelectual que ninguna otra. Debí sospecharlo. Las mujeres se vuelven locas por los hombres guapos y lanzados como tú, pero siempre terminan con los aburridos e intelectuales como yo. ¿Y sabes por qué? Porque tarde o temprano un sexto sentido les advierte que se pasa mucho más tiempo fuera de la cama que dentro de ella. Claro que Sara lo hizo mejor que la mayoría. Nos escogió a ambos, cada uno en su especialidad. Siempre ha sido muy inteligente, lo sabes tan bien como yo. Muchas mujeres deberían hacer lo mismo.

—No digas eso, Max, ella se quedó contigo, con todas las consecuencias. Cuando lo supe, te odié durante una temporada.

—¿En serio? Pues creo que a Sara le gustaría saberlo, porque diría que está convencida de que ella para ti nunca ha sido nada. Quiero decir, nada más que una mujer fácil a la que te tiras cada vez que pasas por la casilla de salida, hablo con las palabras que utilizaría ella, ahora no te lo tomes a mal. Para mí Sara ha sido de todo menos fácil.

—Pues si piensa eso, se equivoca.

—Ya lo sospechaba, Oriol, pero no se lo podía decir, claro. Quiero decir que sospechaba que tú también estuviste enamorado de ella en algún momento. De hecho, a mí me cuesta entender que no se enamore de ella todo el mundo, porque es única y se ve a la legua. A tu manera, por supuesto, y muy obligado por las circunstancias a disimular, pero yo sabía que tú también la querías. A veces me habría gustado decírselo, ¿sabes?, solo por verla más feliz, pero no podía levantar de pronto los ojos de mis libros y soltarle: «Vamos, Sara, mujer, no sufras tanto, que Oriol también te quiere y ahora debe de estar tan hecho polvo como tú, echándote de menos cada milésima de segundo, rememorando hasta el último detalle de vuestra última tarde de sexo y contando los días que faltan para volver a verte». Tal vez si ella lo hubiera sabido… ¡Ay, Oriol, chaval, si ella lo hubiera sabido! Creo que las cosas no habrían sido iguales para mí. Mira, ¿sabes qué te digo? Que rectifico. No le habría dicho nada en absoluto. Si Sara me hubiera dejado por ti, no sé qué habría hecho. En el fondo, todo esto ha funcionado porque siempre estuve seguro de que ella no iba a dejarme. O casi siempre.

—Yo pienso que ella nunca quiso…

—Mira, en el fondo, no tiene tanta importancia. Tampoco fueron tantas veces, ¿no? ¿En cuántas ocasiones estuvisteis juntos, exactamente? ¿Las contaste?

—La verdad es que no.

—Ah, vaya, qué curioso, yo diría que Sara sí las contó. Es una lástima que no pueda preguntarle a ella. Aunque creo que lo sé. Diría que fueron catorce, contando la última. Puede que se me haya pasado alguna, pero no, no lo creo. Catorce, eso es. Estoy seguro. Si pudiera preguntárselo a mi mujer, te lo confirmaría y te dejaría patidifuso. Por descontado, espero que de todo esto no le digas ni media palabra.

—Claro que no. Eres tú quien creo que…

—No, no, yo no pienso decirle nada.

—¿No piensas decírselo?

—Entiendo que pueda parecerte un poco raro. Igual incluso es un poco raro, no lo niego. Pero no quiero arriesgarme a que las cosas cambien. Algo así haría aumentar la temperatura de una forma incontrolada y ya sabes que las consecuencias de una subida sin control de la temperatura son imprevisibles. Tú debes saber cuál es el arco perfecto de temperaturas para que la manteca de cacao dé lugar al mejor chocolate posible, ¿verdad? 45, 27, 32 grados centígrados. Bueno, tal vez podríamos hilar más fino, pero en el fondo lo que acabo de decir va a misa. Por encima o por debajo de esa temperatura, aunque sea medio grado, solo obtenemos desastres. El chocolate, como las personas, es una microestructura compleja en extremo, por eso lo mejor es no tocar nada, hacer las cosas como se deben hacer. ¿Me entiendes ahora? Yo no quiero cambios en mi relación con Sara. La quiero como es, encantadora, perfeccionista, arrogante, contradictoria, a veces muy desagradable, siempre atenta a lo que me ocurre, siempre entregada a la familia, pero con ese punto de distancia de quien sabe que podría haberlo dejado todo hace mucho y sin embargo nos hizo un favor, se sacrificó por nosotros, y se quedó. No quiero una Sara con propósitos de enmienda, sumisa de vergüenza y culpa. Una mujer así no sería nuestra Sara, ¿no te parece? Mi Sara.

Oriol siente que la cabeza le da vueltas cuando de pronto suena el timbre. Max se levanta como si tal cosa, estirándose los faldones de la camisa. Dice:

—¡Aquí la tenemos! Ve abriendo la absenta, que tenemos mucho que celebrar. Y por Dios, Oriol, chaval, ¿quieres hacer el favor de poner otra cara? ¡Pensará que se ha muerto alguien!

Oriol resopla, llena sus pulmones de aire fresco, como los nadadores que están a punto de saltar a la piscina donde quieren batir un récord del mundo. Camina unos cuantos pasos por la terraza para sacudirse los nervios. Mira el perfil vigilante de las dos torres de Santa Maria, ahora a oscuras. Entonces se da cuenta de que el seto que separa la terraza de la del vecino está lleno de agujeros y por el mayor puede verse la casa de al lado. Se agacha y espía el panorama. Le da una vergüenza inmensa solo de pensar que alguien pueda haber oído la conversación que acaba de tener lugar. Pero no, respira con alivio, en el otro lado solo hay oscuridad y una silla vacía. La ventana tiene la persiana subida, pero en el piso no parece haber nadie.

—¿Y está muy rota? ¿Se podrá arreglar? —La voz de Sara se aproxima desde el comedor.

A Oriol le tiemblan las manos y las esconde en los bolsillos, tratando de parecer un hombre aún atractivo.

—Seguro que sí —dice Max—. Confía en mí.

—Bueno.

Cuando Sara sale a la terraza, toda vestida de negro, con el pelo recogido, Oriol la encuentra más guapa que nunca. Piensa que podría dibujar centímetro a centímetro la cartografía de su cuerpo, que aún desea. Ella se acerca, con los ojos brillantes de emoción, le agarra las manos, lo mira, le parece que por un instante sus pupilas se posan en la nuez de su garganta. Su olor lo envuelve con la intensidad de la memoria resucitada.

—¡Oriol! ¡Dichosos los ojos! ¡Nos moríamos de ganas de volver a verte! —dice mientras se acerca.

Se besan en las mejillas. En los dos segundos que siguen, ninguno de los dos logra evitar que el olor del otro le envuelva en una tormenta de recuerdos. Ella dice:

—¿Han quedado trufas? ¡Necesito chocolate!

Max sonríe. Tiene la botella de absenta en las manos y por lo menos tres buenos motivos para brindar.