LOS TALENTOS MÚLTIPLES DE ORIOL PAIROT

—Y si hacemos el praliné de Sara con tu crujiente de pastel de manzana y canela, todo mezclado, ¿no saldría bien? Así ninguno de los dos tendríais que renunciar a vuestra idea y entregaríamos el trabajo a tiempo. ¡Vamos muy retrasados!

—¡Coño, Max! En la vida siempre hay que renunciar a algo. Cada elección comporta cincuenta renuncias. La vida es eso, precisamente: elecciones y renuncias. Di de una vez por todas cuál de los dos te gusta más, por favor.

—Pero es que siempre pensaré que el otro era…

—Mira, Max —interrumpía Oriol muy seguro de sí mismo—, hasta que aprendas a no pensar en lo que has dejado atrás, no habrás aprendido nada valioso de la vida.

Oriol Pairot, a sus veintiún años, ya era todo un experto en renuncias. Algunas habían llegado por imposición, como la muerte de su madre a los cincuenta y cinco años, de un ictus fulminante que, por descontado, nadie esperaba y que, al mismo tiempo que segaba la vida de ella, dibujó una línea negra, oscura, divisoria, muy bien delimitada en la de él. Con los años, Oriol se daría cuenta de que la muerte de su madre había sido también la de su juventud, que ya nunca volvería, y que todo lo que vino después formaba ya parte, para bien o para mal, del complejo, libre y a menudo absurdo mundo de los adultos. Solo una semana después del entierro, había otra mujer junto a su padre en la cama de matrimonio y ambos constituían para él una pareja de completos desconocidos. Por las noches les oía tener un sexo frenético, que le parecía asqueroso. De día no se preocupaban lo más mínimo en guardar la compostura, se dejaban ver en público, salían de paseo, comían juntos en cualquier restaurante del barrio, se agarraban de la mano o se besaban con la urgencia de dos adolescentes. Unos pocos días después de llegar, ella se compró un ridículo delantal lleno de volantes y se puso tras la caja registradora de la pastelería, en el mismo lugar en que durante treinta años había estado su madre. Al verla allí, los clientes más antiguos no daban crédito. Algunos disimulaban, pero se les notaba la consternación. Una mujer dio media vuelta, muy ofendida, murmurando algo contra las urgencias de los viudos. Su padre no decía nada, fiel al estilo que había ostentado desde que llegó al mundo. Tampoco se molestó en dar explicaciones a su hijo, quien en cambio sí tuvo tentaciones de tener con él una conversación de hombre a hombre. La conversación nunca se produjo, ya fuera por falta de fe o de costumbre.

Oriol llegó sin ayuda de nadie a la conclusión de que aquella mujer que en siete días había sustituido a su madre llevaba mucho tiempo allí, en la reserva, esperando su oportunidad para ocupar un sitio que tal vez se había ganado con creces. Aguantar a su progenitor, al fin y al cabo, no era tarea sencilla. En el fondo, le agradecía que lo hiciera, liberándole a él de toda responsabilidad. Decidió ver la parte buena del asunto, recogió sus cosas y se fue a Barcelona sin darle explicaciones a nadie.

La primera noche durmió en un banco de la estación de Sants, pero al segundo día encontró trabajo en la cafetería principal del vestíbulo, donde entró a preguntar si por casualidad necesitaban un camarero o un lavaplatos y el encargado le dijo que sí y le preguntó si estaba interesado en el puesto. Eran los años de la euforia preolímpica y en Barcelona era fácil encontrar trabajo, sobre todo para la gente joven dispuesta a hacer cualquier cosa, y todo el mundo estaba convencido de que nada volvería a salir mal jamás, como si aquello del olimpismo, las obras omniscientes, las calles cortadas por todas partes, la Olimpiada Cultural y el alcalde Maragall inaugurando edificios con entusiasmo fuera algo que hubiera de durar para siempre.

El auténtico problema de Oriol cuando llegó a la ciudad preolímpica fue el alojamiento. No era nada fácil encontrar un lugar donde vivir con los bolsillos vacíos. Los pocos ahorros que tenía se los había dejado en comprarse unos pantalones, una camisa y unos zapatos nuevos y en pagarse dos noches en una pensión de la calle Numància. Pero el mes no había hecho más que empezar y solo le quedaba dinero para dos noches. Pidió un anticipo a su jefe, pero el hombre le miró con cara de «¡Ya estamos! Sí que empezamos pronto» y se negó en redondo, claro. Tuvo suerte de ver aquel anuncio pegado en un portal: «Alquilo habitación a chico joven, limpio y responsable. Económico. 3º 2ª. Preguntar por señora Fátima». Oriol se dijo que de los tres requisitos exigidos cumplía al menos dos y que por probar no perdía nada. Entró en un portal sucio y rancio, subió las escaleras mal iluminadas y llamó al timbre del tercero segunda. Comenzaba a cansarse de esperar cuando oyó un chirrido de hierros y la puerta se abrió ante una mujer de unos cincuenta y muchos años mal llevados, que se cubría con una bata de inspiración oriental.

—¿Vienes por el anuncio? —preguntó nada más verle.

—Sí. Pero no puedo pagar hasta fin de mes.

—Pasa, no te veo la cara.

Oriol dio un paso adelante y entró en una casa tan vieja y gastada como todo lo demás. El suelo era hidráulico, antiguo, pero había perdido todo su esplendor. El pasillo parecía interminable. Al final brillaba una luz tenue que, adivinó, debía de ser el salón.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó la mujer.

—Veinte.

—¿Tienes trabajo?

—Sí. Soy lavaplatos en el bar de la estación de Sants.

—Si voy, ¿te encontraré allí?

—Claro.

—¿Y me invitarás a desayunar?

—No.

—¿Cómo has dicho que te llamas?

—No se lo he dicho. Oriol.

—Bien, Oriol. Pareces un buen chico. La habitación es la primera a mano derecha, la que está más cerca de la puerta. Así tendrás un poco más de intimidad. Tienes un baño para ti solo, con plato de ducha. No quiero que utilices el mío, ¿de acuerdo? Esto es muy importante. Tienes derecho a cocina, siempre que nos pongamos de acuerdo con los horarios. No quiero mascotas, ruidos a altas horas ni chicas en mi casa. El alquiler son diez mil pesetas al mes, por adelantado, pero en tu caso haré una excepción. Si no me pagas cuando toque, te echaré.

—Entendido.

—Yo soy Fátima. —Y extendió una mano huesuda de uñas de esmalte rojo descamado.

En cuanto cobró, Oriol hizo tres partes de su sueldo: una para el alquiler, otra para sus gastos de bolsillo y la tercera para ingresar en el banco. Quería ahorrar para algo de provecho, aunque no sabía qué. Cuando fue a pagar el alquiler, Fátima le dijo:

—Te lo dejo en ocho mil y la diferencia te la gastas en llevarme a cenar.

Le pareció un buen trato. Después de veintiséis días de vivir con Fátima tenía claro que de algún modo iba a sacar provecho de la manera en que ella lo miraba. Al mes siguiente, se lo dejó en cuatro mil. Al tercero, no quiso coger su dinero. «Lo necesitas tú más que yo», le dijo, mientras agarraba la mano de Oriol y le cerraba los dedos sobre los billetes. Fátima estaba encantada con su inquilino, guapo, joven y complaciente. El derecho a cocina se había ampliado un poco, y de vez en cuando Oriol dormía en la cama de su casera. También la prohibición de pisar su cuarto de baño se había abolido. En ese tiempo, Oriol logró ahorrar, gracias a ella, mucho más de lo previsto.

En el banco también hubo sorpresas la primera vez. En su libreta habían aparecido de repente doscientas mil pesetas. Le preguntó al señor de la ventanilla. «El ingreso lo ha hecho Oriol Pairot Bardagí», le dijo, además de informarle que las doscientas mil pesetas llevaban allí tres semanas. Llamó a su padre desde el primer teléfono público que encontró al salir.

—No necesito dinero —mintió.

—Hola, hijo, qué sorpresa. ¿Va todo bien?

—¿Por qué me has ingresado doscientas mil pesetas? No te he pedido nada, que yo recuerde. Ni ahora ni nu…

—Un momento, hijo mío, cálmate. Este dinero es de tu madre y se llama legítima. Te corresponde por ley, ahora que se ha abierto el testamento. Es tu herencia, te la puedes gastar en algo de provecho, como a ella le habría gustado.

Después de pensarlo mucho y dudar hasta el último momento, Oriol decidió invertir buena parte del dinero en matricularse en el curso de técnicas para chocolateros del Gremi de Pastissers de Barcelona y en comprar utensilios de cocina. Siempre había tenido claro que le gustaba la pastelería, pero también que no quería parecerse a su padre. Él no tenía ninguna intención de perder el tiempo fabricando productos que no duran ni veinticuatro horas. Nada de cruasanes, bollos, ensaimadas o bizcochos. Tampoco le interesaban las celebraciones ni se veía horneando cocas de San Juan o roscones de Reyes. Aquello que suele llamarse la pastelería tradicional no le importaba un rábano. Tenía un montón de ideas innovadoras que no servían para nada si antes no aprendía algo. Renunció a otras posibilidades que se le ocurrieron para gastar su pequeña fortuna —una moto, por ejemplo, que le habría ido de maravilla para moverse por aquella ciudad plagada de obras; un viaje a algunos de los salones de pastelería más famosos de Europa para inspirarse— y decidió quedarse con el curso. Se dijo: «No hay que preocuparse, en la vida cada elección se paga con cincuenta renuncias, ya habrá tiempo para otras cosas. Hasta que aprendes a no pensar en lo que has dejado atrás no puedes de verdad afirmar que sabes vivir un poco».

De modo que las renuncias llegaron a la conversación de un modo natural y se instalaron cómodamente entre ellos en cuanto Max miró a Sara con aquel aire de tristeza que rompía el corazón y emitió su veredicto:

—Entonces escojo la manzana ácida. —Le puso morritos a Sara antes de añadir—: Lo siento muchísimo.

Oriol cerró los puños, arqueó las cejas y abrió mucho la boca en un grito sordo que celebraba su victoria.

—He tenido una rival muy difícil —dijo, y sus palabras sonaron a premio de consolación.

—Lo que has tenido es un juez parcial. Así, cualquiera, —contraatacó ella, que nunca supo encajar una derrota.

Max no se quitaba de encima el compungimiento de haber tenido que escoger. Tomó entre las suyas la mano de Sara, solo para consolarse.

—Lo siento, de verdad. Seguro que tu praliné está exquisito.

—Tranquilo —dijo ella retirando la mano.

Perder es un arte difícil. A los cuarenta y cuatro aún no ha aprendido a hacerlo. Si supiera, ahora mismo se daría una panzada de llorar. Pero llorar de rabia o de impotencia tampoco forma parte de sus habilidades. Ella solo llora por naderías: cuando Aina estrena un vestido y no puede creerse que sea tan mayor o cuando se le quema la cena mientras se está duchando. En cambio, cuando la vida se descuaja para siempre, cuando comprende que uno de los dos hombres a quien más ha amado no la ha escogido a ella, no puede derramar ni una lágrima. Solo apretar los dientes y continuar en silencio contemplando su existencia desde esta distancia segura de casa de Raquel.

Los dos amigos ya han terminado de recoger los fragmentos de la chocolatera de la señora Adélaïde y los han dejado en un lado de la mesa, encima de una servilleta de hilo.

—Sara se llevará un buen disgusto —dice Max.

Oriol aprieta los labios y asiente con la cabeza, apesadumbrado.

—Le buscaremos otra. Seguro que por Internet no es difícil encontrar estas cosas.

—No como esta —susurra Max mientras rellena las copas.

Se acerca el momento en que harán su aparición los postres de toda la vida y, a pesar del disgusto, Sara lo está deseando.

—¿Y bien? ¿No me piensas decir quién es la afortunada? ¿Cómo os habéis conocido? Ya debéis de llevar juntos un buen tiempo. ¿Por qué no la has traído, para que la conozcamos?

—No la he traído porque está en Tokio y de ocho meses.

—¿Te has casado con una japonesa? —pregunta Max admirado. El amigo asiente—. ¡Joder!

—La conocí gracias a aquel tipo del que me hablaste tú por primera vez…, ¿te acuerdas? ¿Cómo se llamaba? Sato No-sé-qué, o No-sé-qué Sato, de la universidad aquella de Hiroshima…

—El Laboratory of Food Biophysics of the Faculty of Applied Biological Science of The Hiroshima University —puntualiza Max, que colaboró con ellos durante más de cinco años.

—¡Exacto! De hecho, fue una suma de casualidades. Yo buscaba a alguien que diseñara mis tiendas en China y Japón. Quería un estilo muy japonés y al mismo tiempo muy europeo. Entrevisté a varios candidatos y vi sus proyectos. El que ella presentó era diferente a todos, me gustó enseguida. Era exactamente lo que estaba buscando. No puedes imaginarte su claridad de ideas, tiene una habilidad especial para captar lo que los demás esperan de ella, además de una inteligencia portentosa. Entendió desde el comienzo lo que yo quería. Juntos nos hemos dedicado a conquistar Japón, porque no dudes que buena parte del mérito es suyo y de la línea que diseñó. Yo pretendía abrir tienda en Tokio, pero, gracias a Hina, mis propósitos se hicieron un poquito más ambiciosos. Ya sabes que estamos hablando de un mercado enorme, excepcional. Son tan adictos al chocolate como el que más, pero además tienen buen gusto y muchos yenes que gastar. Se han enterado de que el consumo de chocolate es uno de los indicadores del nivel de vida de un país y les encanta. Tendrías que ver qué tiendas tan impresionantes están abriendo, verdaderos supermercados solo dedicados a la pastelería. Ahora estamos a punto de inaugurar en Osaka nuestra quinta confiserie. Las llamamos así, en francés, porque allí gusta más. Debe de parecerles más sofisticado, qué se yo. Me estoy comiendo el mercado, chaval.

—¿Has dicho Hina?

—Hina, con hache. Te aseguro que es imposible no enamorarse de ella. Lo que ya me parece más extraño es que yo le guste. Tan guapa y tan joven, podría haber aspirado al hijo de un emperador. Por lo menos.

—¿Cómo de joven?

Oriol responde un poco avergonzado, como si pidiera disculpas. Todo teatro, claro. En realidad, sabe que su respuesta despertará en su amigo de más de cuarenta una envidia inmediata.

—Veinticinco.

—¿Veinticuántos? ¡Te has vuelto un asaltacunas!

—Bueno, acaba de cumplir veintiséis. Se hace mayor. Mira, aquí tengo una foto.

Oriol busca en su móvil, Max se pone las gafas —que desde hace cuatro o cinco años lleva siempre colgadas al cuello con una cadenita dorada— y se hace un silencio de veneración mientras los dos hombres observan la imagen vertical y en plano medio de una muchacha de piel nacarada, pelo muy negro y ojos almendrados, vestida con unos pantaloncitos cortos de color rosa.

—Oriol, es preciosa. Eres un tipo con suerte.

—Aún lo es más al natural. Mira, esta otra es del día de la boda. —Se la enseña.

—Coño, ¿este eres tú? Te sienta bien el kimono.

—Es la indumentaria tradicional de los comerciantes, la que por código de protocolo me correspondía. No tienes idea de lo complicado que es todo en Japón. Ella lleva el kimono que le toca en honor a su familia, que es de origen samurái.

—¿Samuráis? Hostias, tú.

—Sí, sí, mira. Aquí ya se había quitado el shiromuku, que es totalmente blanco y solo sirve para la ceremonia. ¿Lo ves? Esto que lleva es un hanayome, un kimono de fiesta para mujeres recién casadas. Ya te digo que todo es muy complicado.

—¿Y estos señores?

—Mi padre y su mujer actual.

—Ah. Con tus suegros, claro.

—Sí. Mira, mira, aquí los verás mucho mejor.

—¡Coño! ¿Este es el samurái?

Oriol ríe.

—Lo fue su bisabuelo, creo. Él dirige una cadena de gasolineras.

—Coño, coño. A mí me daría yuyu que me echara gasolina este señor.

—Nada, hombre. Le tengo en el bolsillo desde que va a ser abuelo.

—¿Niño o niña?

—No lo sabemos. Hina prefiere la sorpresa.

—Y nacerá en Japón, por supuesto.

—Claro. Es un buen lugar para nacer, ¿sabes? De hecho es un país maravilloso para todo. Tenéis que venir a visitarnos cuando podáis.

—Joder, Oriol, ir a Tokio no es como ir a visitarte a París.

—Bueno, háblalo con Sara. Me haría mucha ilusión presentaros a Hina. Creo que os gustará.

—Esto hay que celebrarlo. —Max se levanta, entra, deja a Oriol solo, con una sonrisa boba marchitándosele en los labios. Cuando Max vuelve a aparecer con una botella de Moët & Chandon, la sonrisa revive—. Tenía esto reservado para una ocasión especial, pero esta lo es de sobra. Quiero que brindemos por tu boda y por tu futuro hijo o hija.

Y la botella estalla, el corcho sale volando, el líquido espumoso se derrama en las copas y el cristal de Bohemia emite un campanilleo puro como la nota de un violín.

—Voy a mandarle un mensaje a Sara para saber si va a tardar mucho —dice Max levantándose de la silla después de beber un trago muy largo de champán y servirse otra copa. Debe de ser que la mezcla de licores comienza a subírsele a la cabeza, pero no puede estar quieto—. Ah, ¡y el postre! Oye, que no se me olvide. Si supieras con qué amor ha hecho Sara las trufas pensando en ti. Un segundo, vuelvo enseguida.

Al quedarse solo de nuevo, Oriol deja escapar un suspiro de cansancio, de resignación, de cosa que daba mucha pereza, pero tenía que hacer.

El teléfono de Sara vibra porque acaba de recibir un mensaje.

Max sale a la terraza con una bandeja de trufas y otra de catanias heladas, especialidad de la casa. Se las ofrece a Oriol, que escoge una catania, se la mete en la boca y la mastica sin prisa.

—El chocolate de Sara siempre ha sido el mejor —dictamina como refunfuñando.

Desde el otro lado de la barrera, Sara piensa que por fin. Por fin el gran Oriol Pairot, uno de los dos hombres a quien más ha querido del mundo, uno de los dos a quien nunca dejará de querer, aunque desde hoy tenga que hacerlo de otra manera, por fin el gran Oriol Pairot ha reconocido la superioridad de su chocolate. Si lo hubiera hecho quince años atrás, tal vez habría llorado de emoción.

—¿Y tú qué? Tanto hablar de Hina y no te he preguntado por nadie. ¿Tus padres bien?

—Ah, sí, ellos como siempre. Llevan una vida típica de jubilados americanos. Bajan de un crucero para subir a otro. Creo que pasan más tiempo en el mar Caribe que en su casa.

Max es el hijo mayor. Sus padres son incomprensiblemente jóvenes —apenas superan los sesenta— y a Sara a veces le parece que tienen más energía que ella.

—¿Aún vais a visitarlos a Nueva York una vez al año?

—Sí. Ahora ellos vienen a casa a pasar el Thanksgiving Day. Nosotros vamos en primavera, aunque Nueva York nos gusta mucho más en otoño.

—Nueva York en noviembre es la mejor ciudad del mundo.

—Completamente de acuerdo.

—Y a tu suegra, ¿cómo le va? —corresponde Pairot.

—Vive en una residencia desde el año pasado. —Oriol levanta una ceja incrédulo, como si la información no cuadrara con el argumento—. ¿Verdad que es extrañísimo? Pues lo decidió ella sola. Un buen día nos dijo que aquí no tenía nada que hacer y que quería ir a vivir a una residencia carísima donde estaba también su mejor amiga, que además es su pareja de bridge.

—¿Bridge? —La ceja subiendo.

—Las malas influencias de mi madre, que no estuvo satisfecha hasta que su consuegra aprendió a jugar.

—No me imagino a la madre de Sara jugando al bridge.

—¡Pues es muy buena! Pone la misma cara si tiene una buena mano que si no tiene nada de nada. Y no se enfada nunca, pase lo que pase. No como mis padres, que si un día se divorcian será por culpa del bridge.

—Entonces, ¿el piso de los padres de Sara?

—Está exactamente igual que estaba, detalle por detalle. Incluso la habitación de soltera de mi mujer, con la cama hecha y su ropa en el armario. Da un poco de grima, la verdad. Es como entrar en un museo.

—¿Y no pensáis hacer nada con él?

—De momento no, al menos mientras viva mi suegra. Después, ya veremos. A mí me gustaría convencer a Sara de que ampliemos la chocolatería. Podríamos comunicar el piso con el negocio y abrir arriba un restaurante.

—¡Qué buena idea, tío! ¡Es perfecto! ¿Habéis pensado ya qué tipo de restaurante?

—Aún no. Le doy vueltas, pero aún no es el momento.

—Ya. Compruebo que tú tampoco paras ni un segundo. Por lo menos, de cejas para arriba.

—Qué remedio. Algo hay que hacer para pasar el rato y no deprimirse. Sobre todo ahora que la universidad está en ruinas. Ahora resulta que debemos ser vendibles y rentables, ¿qué te parece? Nuestro éxito se mide por la cantidad de alumnos que nos escogen cada curso. Si te empeñas en ir de profesor hueso y les aprietas un poco para que sean buenos y autoexigentes, pierdes popularidad y pagas las consecuencias. Ahora nos gobiernan las reglas del márquetin. ¿Sabes ya qué es el márquetin? No se trata de vender lo que tienes, sino de producir lo que puede venderse. —Hace una pausa entrecortada con un suspiro—. Ay, chaval, esto ya no tiene remedio. Hemos copiado el modelo de los Estados Unidos, pero solo en lo malo. Yo he decidido no dejarme la piel en esto. Cuento los años que me faltan para la jubilación y solo deseo que pasen rápido. Ya no protesto, no formo parte de la resistencia, me he pasado definitivamente al enemigo.

—Pero… ¿y todo aquello de ser jefe de departamento? Te lo ofrecieron…

—¡Nada, nada, nada! —Max mueve las manos como si espantara un enjambre de mosquitos—. Rehusé. No quiero problemas. La universidad está en ruinas, te lo estoy diciendo. Si la ruina fuera solo física, tendría cura. Pero también es, y sobre todo, intelectual. Estamos perdidos. En este momento, es mejor que piense en abrir un restaurante.

Sara no sabía nada de esta idea de Max de ampliar el negocio. Le gusta, aunque le habría gustado más enterarse de otra forma. Su marido y sus pies de plomo, siempre buscando el momento más oportuno para todo. Tal vez este sea el problema de su escasa actividad sexual. Es un caso de falta de idoneidad. Max no se lanza si no tiene todas, absolutamente todas las circunstancias a favor, y eso incluye factores atmosféricos, biológicos, horarios, de salud y emocionales, y por descontado, todo eso es algo que a su edad y con su vida no pasa casi nunca.

Y Oriol tan imprudente, tan bocazas, egoísta y despreocupado como siempre. Este par bien podría hacerse algún préstamo personal, piensa Sara, preocupada de pronto porque Oriol acaba de cometer un error inmenso, colosal, que de momento no tiene consecuencias. Por suerte, Max es un despistado y le cuesta darse cuenta de los pequeños detalles. No se ha parado a pensar cómo puede estar Oriol al corriente de aquello de la jefatura del departamento. Es obvio que no ha hecho cálculos.

Los cálculos serían, sin ahondar demasiado, como sigue: ¿Cuándo le ofrecieron el puesto? En enero de 2004. ¿Cuánto tardó en responder con una negativa, después de darle vueltas y más vueltas? Más de un semestre. La respuesta definitiva se hizo esperar hasta septiembre de 2004. ¿Cuándo fue la noche del hotel Arts, la del premio, la última vez en que vieron a Oriol? El 8 de abril de 2004, un momento en que aún existía la posibilidad de una respuesta afirmativa, o así lo creía Sara. Pero entonces la oferta era un secreto del que Max no quería hablar con nadie. Ni siquiera con Oriol. Por supuesto, no sacó el tema en los diez minutos escasos que habló con él. Tal vez porque pensó que Oriol no iba a escucharle, no en una noche como aquella, en que acababan de darle el premio más importante al que puede aspirar un chocolatero y estaba exultante y ocupadísimo.

¿Entonces?

Entonces las piezas no encajan, pero Max no se da cuenta.

—Mira. Sara ha contestado —dice Max contento, poniéndose las gafas para leer en voz alta el mensaje de su mujer—: «En media hora estoy ahí. Dejadme algo de beber». Pregunta si va todo bien. Le diré que sí. De la chocolatera mejor le hablamos cuando llegue.

—Le diremos que ha sido culpa mía —dice Oriol.

—No, no, no, eso no sería justo. Un segundo. —En la frente de Max se dibujan tres arrugas paralelas mientras escribe un mensaje—: Dea-cuer-do-no-tar-des-be-sos. Ya está. Échame más Moët & Chandon, anda.

—Tu mujer nos encontrará medio piripis.

—Mejor. Echa. Hasta el borde.

Las copas se llenan y se vacían como en un juego. Los hombres callan un segundo, concentrados en sus propios pensamientos.

En ese instante, el alumbrado nocturno de las torres de Santa Maria se apaga.

—Las doce —anuncia Max—. Ya es mañana.

La pantalla del teléfono de Oriol se ilumina con la llegada de un mensaje. Sara se da cuenta de que lleva el teléfono en silencio, pero que no ha cambiado de número. Lo cual significa que ha recibido sus otros mensajes, aunque no haya contestado ni uno. Quiere extraer alguna conclusión de todo esto, pero no se le ocurre nada. Oriol lee la pantalla:

Bocazas

Echa un vistazo disimulado, breve, incrédulo, en busca de Sara. Apaga el móvil y lo deja a un lado con despreocupación, como si lo que acaba de leer no tuviera ninguna importancia. A Sara le duele más el gesto que la razón por la que se ejecuta. Es evidente que tampoco esta vez piensa contestar.

Max estira las piernas y pone un pie sobre el otro. Cruza las manos sobre su tripa. Habla con la mirada perdida en algún punto inconcreto del cielo nocturno. Parece muy tranquilo. Y también bastante borracho.

—¿Te acuerdas de aquella vez en París? ¡Aquello sí que era beber! Ahora ya no aguantamos nada. Envejecemos.

—Lo de París estuvo muy bien, es verdad. —Oriol ríe mientras se deja llevar por los recuerdos—. Tú te pasabas el día en el Louvre, ¡estabas obsesionado! No había manera de que salieras de allí.

—No puedes imaginar cómo nos impresionó a Sara y a mí encontrarte allí, en Fauchon, con aquel uniforme negro tan elegante, dando órdenes a aquel ejército de ayudantes en un francés perfecto. —Oriol hace un gesto de modestia con la mano, como diciendo: «Exageras, no era perfecto»—. Creo que fue entonces cuando nos dimos cuenta de cómo eres, qué monstruo. Y qué genialidad. ¡Pero si eras un crío! ¡Nosotros ni siquiera estábamos casados!

—¡Por supuesto que no estabais casados! Me lo anunciasteis allí, ¿no te acuerdas? Creo que lo llevabas aprendido de memoria. «Oriol, tenemos que decirte una cosa. Sara y yo vamos a contraer matrimonio y nos gustaría que fueras el padrino». ¡Menudo susto!

—¡Hostias, es verdad! ¡No me acordaba!

—Yo fui quien le llevó el ramo a la novia. Y se lo entregué tras leerle un poema.

—Sí, horrible. Queríamos enmarcarlo, pero era tan malo que no nos atrevimos.

—Era el verano del 92. ¿Te acuerdas de que vimos la inauguración de los Juegos en mi apartamento de Allée de la Surprise?

—¡Por supuesto! ¡Hostias, hostias, hostias! Los tres apretados en aquel sofá, mirando aquella tele en miniatura y sudando como calamares.

—Y comiendo bombones.

—¡Claro! Bombones horrorosos de cosas raras que estabas ensayando. Algunos no se podían ni masticar. Y entonces Sara me dijo: «Max, ¿no deberías decirle algo a tu amigo?», y tú te quedaste petrificado, que no te salían ni las palabras.

—¡No me lo esperaba!

—Y entonces empezaste a sacar botellas y más botellas, como si te hubieras vuelto loco, y acabamos los tres pedo de tanto reírnos y beber por cualquier cosa. Sobre todo, por nosotros.

—De aquella noche surgió la caja «Triángulo de amigos demasiado diferentes», aunque aún tardaría un poco en poder hacerla realidad —recuerda Oriol, que no puede evitar la idea de que fue una noche rentable, a pesar de todo.

—Luego te quedaste a gusto con mi pastel de boda, chaval. Mis padres aún me recuerdan lo rarísimo que era y lo mucho que sabía a colonia.

—¡Tus padres son americanos! ¿Qué esperabas? ¡El chocolate más vendido en Estados Unidos es Hershey’s, Max! ¡Está todo dicho!

—Mi tía Margaret tuvo un corte de digestión. Y mientras la acompañaba al baño no hacía más que preguntarme: «Isn’t it too much spicy, sweety?»[3].

Ríen a gusto, como hicieron aquella noche en un sofá desfondado de un barrio marginal de París. Las esquinas de la calle Argenteria lanzan el eco de sus carcajadas de una pared a otra, como divirtiéndose con el juego, le empujan para que tome velocidad, escale hasta la cima de las torres góticas de Santa Maria, entre y salga del campanario mientras las campanas aún dan las doce, y finalmente se extravíe por la calle Espaseria hasta alcanzar Pla de Palau, en busca del sonido del mar y de la tibieza de la noche.

Oriol recibe otro mensaje, pero su risa no acusa el golpe.

709

Lo entiende —¡por supuesto que lo entiende!—, pero ya no le afecta.