Aquella noche de cervezas y abstractas inquietudes lésbicas fue la que declaró oficialmente inaugurada su amistad a tres bandas. Hay que dejar claro que, a pesar de todo lo que vino después, la amistad siempre pervivió. He aquí una relación a prueba de bombas atómicas.
La primera cerveza la tomaron en un bar de tapas vascas de la calle Montcada. Como aún no era hora de cenar —ni siquiera para los forasteros—, el local estaba vacío y pudieron hacerse con un taburete y un pedazo de barra. Brindaron por alguna cuestión inconcreta ante una terna de rebanadas de pan tapizadas de pastel de cangrejo —o algo así, rosado y pringoso— y dieron el primer sorbo mirándose los unos a los otros por encima del horizonte de espuma de las copas. La segunda cerveza aflojó un poco la timidez de Max, a quien se le veía a la legua que aún era virgen. Miraba a Sara aún más boquiabierto que durante las clases y ella miraba a Oriol como diciendo: «Mira cuánto le intereso a tu amigo». En esta segunda parada aún llevaban la inercia de los estudios comunes y la conversación giró alrededor de algún aspecto del curso y de los compañeros —estaban los tres de acuerdo en menospreciarlos a todos con una superioridad muy propia de los veinte años—. También fue el momento de los detalles autobiográficos. Max les habló de sus padres, dos granjeros ilustrados de Illinois, propietarios de un montón de hectáreas de cultivos de soja, de plantas procesadoras de soja y de una tienda especializada en productos de soja en el centro de Chicago, tan enamorados del viejo continente que compensaban la nostalgia de tener a su hijo tan lejos con lo mucho que presumían de ello ante todas sus amistades. Le telefoneaban cada sábado y le enviaban puntualmente una asignación económica más que generosa, que Max ahorraba pensando en el futuro, ya que no acababa de compartir la idea, tan arraigada en su familia, de que para ser feliz hay que gastar dinero a espuertas. Hablaba de sus padres con una mezcla de respeto y admiración y le preocupaba mucho que se sintieran orgullosos de él. Por eso nunca se le había pasado por la cabeza comportarse de un modo irresponsable y continuaba siendo, aun en la distancia, un hijo y un estudiante ejemplares. Mientras decía esto miraba a Sara de hito en hito, tal vez para convencerla de las ventajas de los buenos chicos frente al resto, o tal vez para convencerse a sí mismo.
El peor problema de Max era que, por un lado, se moría de ganas de ser un tipo malo y transgresor, y por otro, le daba pánico cualquiera de las cosas que se le ocurrían para lograrlo. Debía contentarse con la incongruencia que recorría todas sus acciones, comenzando por no poder apartar la vista de los pechos de Sara, aunque sin mover un dedo para tener con ellos un trato más íntimo. O aquel discurso que acababa de pronunciar: tantas palabras gastadas para dejar claro que era un buen chico cuando en realidad su máxima obsesión era tocar los pechos de Sara.
Ella les habló de su destino inevitable de hija única, que no le molestaba. Siempre se había sentido muy a gusto en la pastelería y le parecía que cuando tuviera que hacerse cargo de ella sería una sustituta digna. Sentía mucho respeto por su padre y una especie de precaución tierna hacia su madre. Estudiaba Historia porque no quería ser «solo chocolatera» y porque siempre le había interesado saber de dónde viene todo, aunque ya se había resignado a hacer de ese aprendizaje la vocación frustrada de su vida.
Cuando le tocó a Oriol hablar de sí mismo, dijo:
—Vayamos a otro sitio.
El tercer local de la noche estaba en la calle Vidrieria. Pasar de la cerveza a algo más fuerte aún no se les había ocurrido. La noche era cálida y agradable, una de esas del mes de marzo que son un anuncio de la primavera, y la conversación acababa de empezar e iba para largo. Oriol analizaba los movimientos de Sara como habría mirado a un ejemplar de una especie muy extraña. El alcohol iba transformando a Max de pasmado en semiindeciso, pero a la cuarta cerveza ya comenzaba las conversaciones con una locuacidad que en él era toda una proeza.
—¿Por qué será que lo del chocolate viene de familia? Oriol también es hijo de chocolateros.
—Debe de ser que endulzar la vida de la gente crea adicción —reía Sara—. ¿Por qué no nos lo cuentas, Oriol? ¿Así que tus padres también son del gremio? ¿Cómo se llama vuestra pastelería?
—No es la nuestra, es la de ellos —dejó claro el genio.
Max negó con la cabeza muy despacio. «Tema tabú», advertía abriendo mucho los ojos.
Sara habría formulado por lo menos una docena de preguntas más sobre los padres de Oriol antes de entender que allí había un problema grave (¿Dónde está vuestra pastelería? ¿Especialidades? ¿Sabéis hacer un buen cruasán de mantequilla? ¿Tienes hermanos? ¿Te quedarás el negocio?). Incluso intuyendo el problema, las preguntas no habrían bajado de la media docena (¿Estáis enfadados tus padres y tú? ¿Te has ido de casa? ¿Qué piensas hacer? ¿Cómo puedes querer ser chocolatero si no soportas a tus padres? ¿Tú crees que has escogido el oficio que te conviene? ¿Tienes previsto hacerles la competencia? ¿Qué piensas de los cruasanes de mantequilla?).
Aquello de los cruasanes de mantequilla era un detalle que marcaba la diferencia, como le había enseñado su padre, quien solía presumir de ser «uno de los pocos pasteleros que quedan en Barcelona que aún saben hacer un auténtico cruasán de mantequilla, como los de Francia, con cuernos y todo». Claro que después siempre añadía: «Pero has de tener muy en cuenta que los gustos de aquí son diferentes. Aquí la gente no soporta las cantidades de mantequilla de la receta original. Hay que utilizar solo la mitad. Si no, será un fracaso».
—¿Sabes hacer cruasanes de mantequilla? —Era una pregunta importante en su examen personal. Quería saber si Oriol lo superaba.
—Pues no —respondió él con una indiferencia total.
Sara hizo un gesto que contenía todo el desprecio y la altivez que era capaz de demostrar. Como si le dijera: «Exactamente lo que yo pensaba». O peor: «Claro, ya me lo parecía».
—Los cruasanes no me interesan. Ni los de mantequilla ni los otros.
Max, que estaba un poco piripi, intervino levantando un dedo:
—¡Sería un desperdicio que dedicaras tu talento a los cruasanes!
—¿Un desperdicio de qué? —quiso saber Sara, que estaba a punto de declarar una guerra en nombre del cruasán.
—De originalidad. De energía. Oriol es un renovador, un cerebro privilegiado. Tiene unas ideas que nunca ha tenido nadie. Oiremos hablar de él, puedes estar segura. Recuerda mis palabras.
—Bueno, bueno, bueno…, ¡menuda sarta de tonterías! —A Sara aquella exaltación beoda del amigo le resultó un poco ofensiva. Se echó a reír y Max aprovechó para pedir otra ronda y hablar de más:
—Aquí donde le ves, este tipo es el inventor aún no reconocido de algunas recetas revolucionarias, con ingredientes nunca vistos, presentadas como si fueran joyas de diseño. En cuanto tenga la oportunidad, piensa convertirlas en la base de su futuro negocio, que será un éxito sencillamente porque la gente nunca habrá visto nada igual. Dentro de unos pocos años todo el mundo le conocerá, así que nosotros somos un par de privilegiados. Es la bomba nuestro querido Pairot. —El discurso le había salido tan exaltado y etílico que a Max se le inundaron los ojos y a Oriol se le incendiaron las mejillas.
Aunque el genio no dijo nada, ni para defenderse ni para atacar. Se entregaba a una suerte de felicidad contemplativa y sonriente que otorgaba a los demás todo el protagonismo, aunque solo se hablara de él.
—¿Ingredientes nunca vistos? —Sara seguía riendo—. ¿Como cuáles?
Sara se lo preguntaba a Oriol, pero contestaba Max:
—Lo siento, pero no te lo puedo decir, porque eres la competencia.
Ella ponía cara de conspiradora.
—Pero tú bien que lo sabes…
—Porque yo no soy de los vuestros. ¡No sé hacer ni una magdalena!
El fenómeno más curioso de la noche fue el acento de Max. Cuanto más bebía, más americano se volvía. Ahora que llevaban más de media docena de cervezas y que su resistencia comenzaba a caer en picado, hablaba como un texano del Wyoming profundo. Costaba seguirle.
Aquello de las conversaciones a tres bandas era solo un decorado, una tapadera. El auténtico argumento de la noche se desarrollaba por parejas. Cuando Sara fue al baño, por ejemplo, los dos amigos se quedaron solos ante las copas vacías, esperándola para marcharse a otro local del Paseo de Picasso y debatiendo sobre el alcance de las preferencias sexuales de las personas.
—Inténtalo, por lo menos —decía Oriol—. Tal vez la redimas.
—¿Redimirla? Pero ¿qué dices? ¡Si yo también quiero ser lesbiana!
—Díselo. Igual te acuestas con ella y le gusta.
—¡Pero si soy virgen!
—Ya, pero tendrás que dejar de serlo antes o después, ¿no? ¿O piensas hacerte cura?
—¿Tú de verdad crees que los curas son vírgenes?
—Ni lo sé ni me importa…
—¿Sabes si tiene novia?
—No me lo ha dicho.
—Pero ¿se lo has preguntado?
—No.
—Es que lo que de verdad me gustaría sería verlas a ella y a su novia.
—Tío, tienes la cabeza fatal. Entonces, ¿te piensas lanzar o no?
—No. Bueno, sí. Sí. A su debido tiempo.
—¿Y eso será para cuándo, más o menos?
—Cuando Dios quiera.
—Max, tienes que echarle huevos.
—¿Huevos?
—¡Cojones!
—¡Ah!
—Dejarte de rodeos. Abordarla.
—Cuidado, que vuelve.
En el bar del Paseo Picasso —en realidad, la terraza de un restaurante griego— pidieron un plato de hoummus y tres chupitos de un licor que habría resucitado a un muerto. Cuando Oriol Pairot tuvo que ir al baño, por fin Max se quedó solo con Sara, lo que estaba esperando desde que comenzó el recorrido. Aprovechó para tratar de resolver algunas de las incógnitas de la ecuación de la noche. Con su estilo característicamente torpe y una buena dosis de lo que él consideraba atrevimiento. Es decir, siendo él mismo, pero con algunas copas de más.
—Yo también creo que los cruasanes de mantequilla son muy importantes. Alguien debe mantener las tradiciones.
—Exacto.
—El mundo cambia demasiado deprisa.
—Sí.
—Hay que pararlo.
—Bueno.
—¿Sales con alguien?
—De momento no.
—¿Y has salido con alguien antes?
—Claro. Como todo el mundo.
—¿Con varias personas?
—Sí. Pero no con todas al mismo tiempo. —Risitas.
—¿Recuerdas sus nombres?
—De casi todas.
—¿Me los dirías, si no te importa?
—Max, haces unas preguntas un poco raras. ¿Te pasa algo?
—Ah, perdona. Es que estoy borracho.
—Ya lo había notado.
—¿Sueles practicar el sexo cuando has bebido de más?
—No siempre. ¿Por qué? ¿Quieres practicar el sexo?
—Nada me haría más feliz, Sara. —Sonrisa gigantesca y cara de bobalicón.
—Pero conmigo no puede ser.
—Tienes razón, a ti te gustan las mujeres.
—Veo que tu amigo del alma no tiene secretos para ti.
—No. Me lo cuenta todo. Qué majo.
—¿En serio? ¿Y te ha dicho si él practica sexo cuando ha bebido de más?
—No, pero Oriol tiene sexo siempre que quiere.
—¿Sí? ¿Cómo es eso?
—Ni idea. Tiene alguna movida rara con la tía con la que vive.
—¿Vive con una tía?
—De realquilado. Es una mujer mayor.
—¿Cómo de mayor?
—No lo sé. Eso no me lo ha contado. ¿Lo ves? No me lo cuenta todo.
—¿Has estado en su casa?
—No, ¿verdad que es raro? Nunca quiere ir. Esto…, una cosa, Sara. ¿Para ti la carnalidad es una parte inherente del amor o más bien tiene sentido por sí misma?
—Max, por favor, ¿podrías hacerme preguntas que entienda?
—De acuerdo. ¿Follarías con un hombre sí o no?
—Contigo no.
—Vaya. ¿Y crees que con el tiempo podrías cambiar de opinión?
—No. Eres demasiado niño bueno para mí.
—Pero estoy cambiando. —Se bebió el chupito de un sorbo, como para demostrarlo.
—¿Sabes lo que pienso? Que la gente no cambia.
—Igual tienes razón. Gracias por la sinceridad.
—No se merecen. Quiero que sepas que me caes muy bien, Max. Como amigo. Si quieres, podemos ser amigos siempre.
—Estaría muy bien.
—¡Oriol! ¡Cuánto has tardado! ¿Adónde nos llevas ahora?
Eran las doce y media pasadas. La última parada de la noche fue una taberna de la calle Sant Pau donde llegaron siguiendo un reclamo muy excitante de Oriol:
—¿Habéis probado alguna vez la absenta vosotros dos? Os voy a llevar al único sitio de toda Barcelona donde aún se bebe absenta con todo su ritual.
Antes del ritual, Max ya no se tenía en pie. Oriol y Sara iban tirando, pero con la cabeza fatal. El local anunciado era un lugar decadente, poblado por pequeñas mesas de mármol, redondas y llenas de grietas. Sara trató de sentarse junto a Oriol, pero Max fue más rápido. Se apretaron los tres alrededor de una mesita junto a la puerta, Max en el centro, y pidieron tres absentas. Les trajeron un licor de color verde clorofila en tres copas de buen cristal. Tenían forma de cucurucho un poco inflado en la parte inferior, donde aguardaba la absenta. Sobre los bordes reposaba un cubierto que ni Sara ni Max habían visto jamás. Era de plata, medio cuchillo de pescado y medio pala de servir postres, y tenía una superficie calada sobre la que aguardaba un terrón de azúcar. El servicio se completaba con tres jarritas de agua fría. En cuanto la camarera lo dejó todo sobre el mármol, Oriol se transformó en el oficiante de la ceremonia.
—Estáis a punto de perder juntos una virginidad importante, amigos míos —dijo, teatral, con voz engolada—. Saludad a madame Artemisia absinthium, la cual mezclada con hisopo, azahar, angélica y otras plantas silvestres, dulcemente maceradas antes de la destilación, produce el jarabe verde más inspirador que jamás haya inventado nuestra pobre especie. Para beberlo debéis echar el agua sobre el terrón de azúcar muy despacio, como si lo amarais, hasta que se haya deshecho por completo. La absenta es como la vida, demasiado amarga: necesita azúcar para ser más llevadera. Ahora removed con la herramienta el fondo de la copa para que se mezcle todo bien. Saboreadlo a pequeños sorbos, muy despacio, con cuidado. Pero antes brindemos. Que esto de esta noche dure para siempre. —Los cristales tintinearon con dulzura y los tres probaron la novedad, encantados. Oriol añadió—: Y ahora, si tenéis alguna pregunta…
Sara tenía muchas preguntas, pero ninguna sobre la absenta. Bebieron en silencio, acusando el cansancio, hasta que Max se levantó y muy educadamente dijo:
—¿Me disculpáis un momento? Tengo que ir a vomitar un poquito.
Esta fue la única oportunidad que se le presentó a Sara de abordar a Oriol en toda la noche. Ocupó el sitio de Max junto a él, tan cerca que el roce de sus muslos le provocó un escalofrío de sorpresa. No hubo reacción por parte de Pairot, ni buena ni mala.
—Tu amigo tiene un gran concepto de ti —dijo Sara.
—Es muy generoso. Y muy buena persona.
Costaba comenzar una conversación que pareciera natural. Las palabras se atascaban en los largos silencios y todo acababa por volverse muy angustioso. Por lo menos para ella, que sentía el corazón latiendo en todo el cuerpo excepto allí donde se suponía que debía latir. Oriol estaba tranquilo, como siempre, y eso aún la desquiciaba más.
—Creo que no se encuentra bien —dijo ella refiriéndose a Max.
—No tiene costumbre de beber. Lleva vida de rata de laboratorio.
—¿Y si le llevamos a dormir la mona?
—Tendremos que hacerlo queramos o no.
—¿Y luego?
—Después nosotros también nos vamos a dormir.
—¿Juntos?
La nuez bailaba en el cuello de Oriol de un modo encantador. Arriba, abajo, otra vez arriba, otra vez abajo… Sara la miraba, cada vez más excitada, mientras sorbía el líquido lechoso en que se había transformado el destilado verde.
—No sé si te has dado cuenta, Sara, pero a Max le gustas. Es mi mejor amigo. Significa que hay algunas normas.
—¿Qué normas?
—Las obvias. Tú y yo, nada de nada. Esa es la más importante.
—¿Así de fácil?
—Las cosas acostumbran a ser fáciles antes de que las compliquemos.
—Max también es amigo mío, ¿sabes? No le deseo ningún mal.
—Me gusta ver que estamos de acuerdo.
—Podemos no decirle nada.
—¿No decirle nada de qué?
—Tú quieres acostarte conmigo, no sé por qué lo niegas. ¿Crees que no me doy cuenta de cómo me miras?
—Claro que quiero. Pero no lo voy a hacer.
—Pero ¿por qué eres tan…
Algo que daba miedo se encendió de pronto en los ojos de Oriol.
—No lo voy a hacer y punto, Sara —la interrumpió—. Ni ahora ni nunca. Hay cosas que no pueden ser y no se acaba el mundo.
A Sara le entraron unas ganas urgentes de huir. Nunca se había sentido más avergonzada. Aquello eran calabazas casi por escrito. Le habría gustado llorar, pero no sabía. Ella nunca lloraba por las cosas que hacen llorar a la gente. En lugar de huir, de llorar o de atizarle un puñetazo en la boca del estómago a Oriol Pairot —lo que de verdad habría querido hacer—, encajó el golpe a toda velocidad y propuso:
—¿Otra ronda?
Oriol aceptó. Repitieron el ritual completo del azúcar y la jarrita de agua. Esta vez no hubo motivos para brindar ni ganas de hacerlo. Bebieron en un silencio cargado de arrepentimientos. Max aún no había salido del lavabo.
—Tienes suerte de que no esté enfadado contigo —añadió Oriol después de un rato de cavilar—. Me has engañado. No te gustan las chicas.
—Mira, mejor te callas. No tienes ni idea de cómo soy.
Oriol pensó que Sara tenía razón. Hablaba por hablar, y aunque estaba convencido de que a Sara no le gustaban las mujeres y solo se había inventado aquella mentira para salir con ellos, no podía asegurarlo. Además, comenzaba a estar demasiado preocupado por la larga estancia de su amigo en el baño como para distraerse con complejas hipótesis antropológicas.
—Voy a ver qué hace Max —dijo caminando hacia el lavabo de hombres y sintiendo los ojos de Sara clavados en sus nalgas como dos garrapatas.
Cuando consiguió sacar la cabeza del váter, Max estaba hecho polvo. Mareado, más blanco que la pared, tenía sudores fríos o calientes —a ratos—, le daba vueltas la cabeza y no coordinaba sus movimientos. También tenía una lengua de trapo que daba risa. Lo primero que hizo fue lanzarse sobre Sara.
—Me encuentro muy mal. Os he estropeado la noche. ¿Cuidarás de mí?
—Pobrecito, pero ¿qué dices? Tú no nos has estropeado nada. ¿Cómo te sientes?
—Me duele aquí —señalaba su sien derecha—. Me aso, quiero ir a dormir, me gustas mucho.
—Seguro que llevo una toallita… —Sara hurgaba en su bolso ante los ojos achinados de Max y la indiferencia de Oriol. Sacó un sobre pequeño, de plástico o papel, lo desgarró para extraer un tisú que olía a bebé y lo pasó por la frente y la nuca de Max con delicadeza de madre experta.
Él se dejaba hacer, complacido, mientras su cuerpo oscilaba en un equilibrio bastante precario.
—Salgamos a que le dé un poco el aire —propuso Sara, mientras Oriol pagaba las consumiciones.
Max vivía de alquiler en un piso minúsculo de la calle Ciutat. Se pusieron en camino agarrados del brazo. Max en el centro, por si acaso perdía pie, aferrándose a Sara como un niño pequeño se aferra a su osito de peluche. Aprovechaba bien su única oportunidad de acercarse a ella y lo hacía con aquella inconsciencia que se le presuponía en su estado y que le daba carta blanca, pero no colaba.
Por el camino tuvieron que hacer unas cuantas paradas. Algunas solo para que el pobrecillo recuperara fuerzas. Otras para darle tiempo a vomitar aún más en alguna papelera, una alcantarilla o una maceta. Un par de veces Sara le puso amorosamente la mano en la frente para sujetarle la cabeza, del mismo modo en que años después haría con los hijos de ambos durante aquellas noches agotadoras y tristes de los trastornos infantiles. El rastro de los tres amigos por el casco antiguo habría podido seguirse a la perfección solo con rastrear el hedor de los jugos intestinales del pobre Max.
Una de las últimas paradas fue en una esquina de la calle Canuda. Esta vez, Sara esperó sentada en un escalón mientras Oriol acompañaba al enfermo tras las jardineras y le ofrecía ayuda. Tardaron bastante. Tanto que Sara tuvo tiempo de fijarse en algunos detalles del lugar donde había caído por casualidad. Que el escalón formaba parte del escaparate de una tienda. Que la tienda era la de un anticuario, que dentro había luz y que la puerta estaba entreabierta. Y como el aburrimiento mueve el mundo y Sara nunca supo estarse quieta más de dos minutos en el mismo sitio, se sacudió la suciedad de la parte trasera del vestido y empujó la puerta con timidez, a la vez que preguntaba:
—¿Se puede?
No lo esperaba. Una voz fina respondió desde dentro:
—Pues claro que se puede, mujer, adelante, adelante, ¿no has visto el rótulo que lo dice con toda claridad?: abierto.
Cuando los dos amigos regresaron, Max estaba blando y pálido como un muñeco y Oriol también empezaba a parecer enfermo. Sara, en cambio, estaba exultante: sostenía entre las manos un objeto de porcelana.
—Prefiero vomitar contigo que con este —dijo Max sentándose al lado de la chica y apoyando la cabeza en su hombro demasiado huesudo.
—Mirad lo que acabo de comprar, chicos. Es muy antigua, fabricada cerca de París. Tal vez perteneció a una dama importante, aunque no es seguro. ¿No os parece increíble?
Max no estaba en condiciones de encontrar nada increíble, excepto el hecho de no haber muerto aquella noche. Su única reacción ante aquel anuncio fue cambiar de postura. Se libró de los angulosos hombros de Sara hundiendo la cara en su regazo, mucho más confortable, con la nariz a escasos dos centímetros de su sexo, del cual solo le separaba la ropa no demasiado gruesa del vestido y el algodón de las braguitas.
Max aspiró con fuerza y a continuación soltó algo así como un gemido de placer.
—Creo que tendríamos que buscar un taxi —dijo Oriol—, este pobre está cada vez peor.
—No, no, no. —Max les mostró la palma de una mano que se agitaba en el aire—. Dejadme un ratito más aquí.
Y dejó caer la cabeza como quien suelta lastre, como si se hubiera dormido (de hecho, durmió durante cinco minutos que le dieron para soñar que hundía la nariz en el pubis dulce como una ensaimada y libre de tropiezos de su amiga, mientras ella le alborotaba el pelo como a un niño pequeño).
—¿Tú no crees que todo pasa por alguna razón? Yo sí —le decía Sara a Oriol mientras tanto—. Está un poco hecha polvo, no tiene tapa, pero hay una inscripción muy curiosa aquí, mira. —Sara le mostró al amigo la base del objeto que acababa de comprar y él, achinando los ojos, leyó:
—«Je suis à madame Adélaïde de France». Sí que es curiosa. ¿Qué es? ¿Una cafetera?
—Es una chocolatera, tonto. Se sabe por el pico, ¿ves? Lo tiene alto y es muy ancho, para que el chocolate fluya bien y la espumita caiga dentro de la taza. Si todavía conservara la tapa lo verías mucho más claro, porque tendría un agujero justo en medio, por donde sobresaldría el mango del molinillo de madera. Es de porcelana muy fina. Se conoce porque es traslúcida si la miras a contraluz. Cuando se coció era un objeto de lujo. Y ahora está en mis manos por una serie de casualidades que bien podrían no haber ocurrido. Como salir juntos, los tres, por primera vez. Que el anticuario a quien se la he comprado no pueda dormir y esté en su tienda ordenando papeles. Yo creo que todo ocurre porque ha de ocurrir, ¿tú no? La chocolatera y nuestra amistad en la misma noche. Esto no puede ser solo una coincidencia.
Oriol no sabía qué responder. Él solo creía en el azar. Pensaba que el mundo es un caos absoluto en el que de vez en cuando algún cabo suelto encuentra su lugar, para bien o para mal, pero es inútil intentar buscarle un sentido a nada.
—Tiene una desportilladura aquí, mira —dijo Sara, acariciando con la yema de un dedo la marca áspera del extremo del pico. Y con un suspiro de melancolía añadió—: Es como si estuviera llena de historias que alguien desea contarme al oído.
—Igual la podríamos estrenar esta noche —dijo Oriol rescatando a Sara de la lejanía donde la habían llevado sus pensamientos—. A nuestro común amigo le sentará bien un chocolate caliente y yo tengo la receta perfecta para él.
En aquel momento, Max levantó la cabeza.
—¿Tomamos la penúltima? —preguntó.
—No, bonito, no. Tú te vas a la cama —repuso Sara.
—Bueno, como tú quieras.
—Ni siquiera puedes caminar, Max —añadió Oriol—. Te prepararé un chocolate. Luego, a dormir.
—De acuerdo.
Parecía un poco más animado. Con un poco de ayuda consiguió llegar a su casa, subió la escalera —por fortuna el piso que había alquilado era el primero— y se sentó en el sofá de la salita, que también era cocina y lavadero y habitación de invitados y biblioteca y mirador sobre el piso del vecino (un anciano vestido con un chándal día y noche que se pasaba las horas hablando por teléfono). Entonces Oriol abrió un armario y sacó un bote de cristal lleno de un polvo oscuro jaspeado de virutas de colorines. Enjuagó la chocolatera antigua con un poco de agua, por si el tiempo había dejado en ella algo más que los sonidos y las voces que imaginaba Sara, y a continuación echó dentro dos cucharadas del contenido del bote y la llenó de agua del grifo. Lo metió todo en el microondas.
—Saldría mejor con agua mineral calentada en un hervidor, pero tenemos que adaptarnos a lo que tenemos, ¿verdad?
—Si me muriera ahora mismo, ¿te afectaría? —preguntaba mientras tanto Max, abrazado a la cintura de Sara.
—Claro que sí, bobo. Pero no te vas a morir ahora mismo.
—Puede que no.
—Solo estás un poco borracho.
—Me gusta mucho cómo pronuncias la «cehache». ¿Te importa repetir la palabra borracho?
—Borracho.
—Qué bien suena. ¿Otra vez?
Sara se interesó por la receta de Oriol, pero él, como de costumbre, no fue nada explícito con los detalles. Solo dijo:
—Mi mezcla secreta para resucitar americanos que no saben beber.
—Saraaaaaaaa. ¡No puedo desatarme los cordones de los zapatoooooooos! ¡Se mueven solooooooos! —Max sollozaba y Sara se agachó frente a él y le libró de los zapatos.
Era astuto el gringo, pensaba Oriol: con aquellas habilidades muy pronto dejaría de ser virgen. No había dejado de magrear a Sara ni un momento desde que salió del lavabo en el bar de la calle Sant Pau. Para no tener que ver semejante espectáculo, Oriol trataba de concentrarse en su receta.
—Esto me estorba mucho… —proseguía Max, tirándose de la ropa.
—Esto son los pantalones. ¿Te ayudo?
—Sí. Y también con los calzoncillos, por favor. A tu lado me sobra todo, sweetheart.
—Si estoy de más, voy tirando. Solo tenéis que decírmelo —Oriol lo dijo como bromeando, pero en realidad hablaba en serio. Deseaba marcharse de allí.
—Sí, Oriol, vete —dijo Max.
—Claro que no, Oriol. Eres un pervertido, Max. Si no estuvieras borracho, me enfadaría mucho contigo. No te quites nada. Ni eches a Oriol, ¿no te da vergüenza? Es tu amigo. Y está preparando chocolate para ti.
Max miró a Sara con aire de niño recién regañado.
—No lo haré más.
—Eso está bien.
—¿Vienes a dormir conmigo?
A Sara se le comenzaba a agotar la paciencia.
—No, Max. Ya te he dicho que no puede ser.
—Solo como amigos. Como si fuéramos boy scouts. Yo no pienso hacerte nada malo. Soy virgen, ¿no te doy pena? Haremos lo que tú digas.
—Que no, Max. No seas pesado.
—Tú me enseñas qué tengo que hacer y yo te haré caso en todo.
—Basta ya, Max.
Oriol sirvió su pócima resucitadora en tres vasitos de plástico que encontró en un cajón. Era una bebida poco espesa y del color del chocolate, pero el olor ya era otra cosa. Solo con olfatearla, Max dijo:
—Me voy a dormir. Creo que, si sigo aquí, me moriré. Sara, ¿tienes algún inconveniente en protagonizar mis sueños eróticos?
Como Sara no contestó, Max consideró que le había otorgado su permiso y desapareció por el mínimo pasillo describiendo eses. El chocolate esperaba.
—Hacéis buena pareja —soltó Oriol en cuanto sonó el portazo de la habitación de Max.
—Pero qué dices.
—Es un buen chaval.
—Sí.
—Pruébalo. —Oriol señaló la bebida humeante.
Sara ya se llevaba el vaso a los labios cuando se detuvo. Quería añadir algo.
—Creo que haríamos mejor pareja tú y yo.
—Bueno.
—¿Brindamos por algo?
—Por lo que tú quieras.
—De acuerdo. Entonces brindo porque tengas que tragarte las palabras que has pronunciado esta noche.
—Me parece bien.
Los vasos entrechocaron en un tintineo imaginario, plástico contra plástico. El sabor de la receta dibujó una mueca extraña en los labios de Sara. El chocolate no estaba muy dulce, ni muy espeso, ni muy negro. Distinguía unos cuantos sabores especiados, como la vainilla, el cardamomo y tal vez… —Sara se tomaba su tiempo—, ¿tal vez pimienta negra? Pero lo más curioso era el regusto picante que dejaba en la boca. Sara supo que las virutas rojas que había visto en el tarro eran de guindilla seca. Le daban un toque delicioso, debía reconocerlo, y el conjunto era equilibrado, pero, sobre todo, era insoportablemente original. O eso creía ella antes de que Oriol desvelara el misterio:
—Esta receta se basa en la preparación primitiva de los aztecas. Una cosa así, más o menos, debió de ofrecerle Moctezuma a Hernán Cortés cuando le vio aparecer. Lo mismo, pero mezclado con sangre, servía de ofrenda para los dioses. Igual podríamos probarlo. Aunque no sé a quién podría desangrar.
—Yo me ofrezco voluntaria —susurró Sara, provocadora.
Oriol prefirió fingir que no había oído nada:
—Esta mezcla de hoy es un poco más picante de lo que debería porque a Max le gustan mucho las cosas que pican, en especial los chiles de todo tipo. ¿A ti qué te parece?
—Me parece que me saldré con la mía.
—Mira, Sara Rovira —Oriol se terminó el chocolate de un sorbo, tiró el vaso a la basura, recogió su chaqueta, desmayada en una silla—, si algo me ha quedado muy claro es que conseguirás siempre todo lo que te propongas, por difícil que sea. Y pobrecito de quien pretenda llevarte la contraria.
Sara arrugó la nariz. Aquello le habría parecido un halago si no hubiera sido pronunciado en un tono de reproche tan obvio.
—Y ahora, ¿piensas decirme si el chocolate te ha gustado o no? —insistió Oriol, antes de marcharse.
En el fondo, impresionarla con una receta nueva era lo único que de verdad le interesaba a Oriol Pairot. Pero Sara no le dio ese gusto. No se lo merecía. Por toda respuesta, se encogió de hombros y dijo:
—Es mejorable.
—Me voy —se despidió él—. Nos vemos.
—Sí —repuso Sara antes de salir al balcón para verle marchar (y mirarle el culo, que tenía realmente muy bonito).
Recogió sus cosas —sobre todo, la chocolatera—, cerró la puerta muy despacio para no despertar a Max y bajó la escalera.
La idea más absurda de la noche la tuvo al llegar a la calle. A aquellas horas no había un alma por la ciudad desierta. Se detuvo en cada esquina, en cada cruce, como en las encrucijadas de un laberinto, buscando a Oriol. Sus ojos solo distinguieron el empedrado sucio y gris de las calles vacías. Oriol se había esfumado y empezaba a estar todo perdido. «Ay, tonta, los hombres son escurridizos por naturaleza y, además, se despistan. Se despistan mucho. Nunca te puedes fiar de ellos», se dijo.
Una mujer rechazada, aferrada a una chocolatera, caminando por la ciudad desierta a las cinco de la madrugada, qué imagen tan absurda.
Por fin estaba amaneciendo.
Han pasado veintitrés años y un montón de cosas, pero esta noche, sentada en una silla y una terraza prestadas con vistas a su propia vida, Sara tiene la impresión de que ante Oriol siempre ha sido y será una mujer rechazada. Todo ha dado muchas vueltas: ellos, el mundo, la vida. Incluso el pasado ha mudado la piel. Ahora Sara es la propietaria de una chocolatería de referencia en Barcelona, donde cada día mucha gente pide para desayunar auténticos cruasanes de mantequilla, preparados según los gustos autóctonos y servidos con categoría. En Navidad, vende más de dos mil unidades de su turrón de chocolate con praliné (especialidad de la casa), por no hablar de las «monas» de Pascua, las saras, la crema de San José, las cocas de San Juan o los roscones de Reyes que han contribuido a la felicidad de tantos y tantos barceloneses, hijos o nietos de quienes adoraban las mismas golosinas hechas por su padre. Esta continuidad de las cosas la hace muy feliz. Como si la vida le hubiera puesto por delante un examen muy difícil y ella hubiera conseguido superarlo con buena nota. Tal vez no ha inventado nada, lo sabe, pero se ha dedicado con denuedo a perpetuar la herencia que recibió de sus mayores, que se remonta más allá de una generación: aquellos chocolateros que hicieron del desayuno y la merienda un arte del que el mundo entero podía enamorarse. Tal vez el primero que brilló en esta ciudad donde todo brilla. Le duele que Oriol nunca le haya reconocido los méritos, su vocación de continuadora. Y también que Max siempre sea un ferviente admirador del amigo original, atrevido y trotamundos. El inventor de la cajita «Triángulo de amigos demasiado diferentes», uno de los productos más vendidos de la marca Pairot, que ellos mismos inspiraron y a la que el amigo añadió uno de sus ingredientes principales: grandes dosis de osadía. El famoso Triángulo le hizo ganar solo en el primer año media docena de los premios más prestigiosos del mundo y le abrió las puertas de los exportadores extranjeros más interesantes. Hoy la cajita tiene adeptos en todo el mundo, desde Noruega a Japón, desde los Estados Unidos a Nueva Zelanda, y la producción se duplica cada año desde hace unos cuantos.
La cajita «Triángulo de amigos demasiado diferentes» está compuesta por tres bombones en forma de pequeño huevo de chocolate de cacao criollo blanco proveniente de una sola finca del sur de México (que Oriol explota en exclusiva porque es su propietario). El criollo blanco es uno de los mejores cacaos que se pueden recolectar, aromático, de delicado sabor, poco amargo, distinto a todo —en el precio también—, al que Oriol tuvo la audacia de añadir chiles jalapeños mexicanos, raíz de jengibre de la India y jarabe de lavanda. El jalapeño —dijo—, en honor a Max y aquel gusto suyo por el picante. El jengibre, pensando en él mismo y su inclinación por las materias primas de las cocinas orientales. Y la lavanda, por Sara y su bendita tradición. Así había quedado la cosa. En la tapa negra de todas las cajas —había de tres, seis, doce y veinticuatro unidades— se podía leer, en diecinueve idiomas distintos (dependiendo del país) e impresa en letras doradas, esta dedicatoria: «Para Max y Sara en presente, pasado y futuro». Muy bonito.
Muy rentable y muy mentira. Pero muy bonito.
Entre ellos también hubo peleas con consecuencias.
—Durante esta semana trabajarán en equipos de tres personas —dijo Ortega el primer lunes después de aquel viernes de la absenta—, con la finalidad de elaborar unos postres que les definan. No como individuos, sino como equipo, y quiero que eso les quede bien claro. En la cocina nunca estarán solos. Una de las enseñanzas más valiosas que pueden extraer de cualquier curso de cocina al que asistan será el espíritu de colaboración que tanto necesitarán en su vida profesional. Dedicaremos un rato a montar los equipos y comenzar a definir los proyectos. Deben nombrar un portavoz por grupo.
Max, Oriol y Sara ya formaban un grupo. Todo el mundo dio por hecho que irían juntos. El profesor, el primero. Max recibió el encargo como una oportunidad estupenda.
—Así, a vuestro lado, haré algo de provecho —dijo contento.
Sara le vio la parte práctica.
—Tenemos una oportunidad de oro para aunar tradición y modernidad e inventar una receta explosiva. ¿Quieres aportar alguna idea, Oriol?
Max lo veía tan claro como ella, formaban un buen equipo, pero Oriol no estaba tan convencido. A Oriol el trabajo en equipo nunca le había sentado bien. La frase de su infancia y su adolescencia había sido «Eres demasiado individualista, debes aprender a compartir». En la cocina, su idea de equipo consistía en unas cuantas personas que obedecían sus órdenes sin hacer preguntas, como si estuvieran en el ejército. Y ya se olía que con Sara las cosas irían de otro modo. Solo pensarlo le daba una pereza enorme.
A pesar de todo, formaron un equipo, qué remedio. Durante aquella primera hora en lo único que se pusieron de acuerdo fue en decidir que su postre sería un turrón. El turrón era perfecto: un clásico con un amplísimo abanico de posibilidades que reclamaba con urgencia aires renovadores. Una base sobre la que podía ponerse cualquier cosa, y esto emocionaba mucho a Oriol, para quien las palabras cualquier cosa tenían un significado complejo y difícil de prever.
—Pero con un poco de sentido común, por favor. ¡Ahora no vayas a inventar el turrón de rábanos! —dijo Sara oliéndose lo que iba a ocurrir.
Los primeros días avanzaron sobre la idea original. Trabajarían con grands crus, los chocolates más puros del mercado. Pensarían un relleno original, que desconcertara un poco, pero sin llegar a asustar —y para eso hacía falta controlar a Oriol—, y también trabajarían la forma, que pretendían atractiva como la de un objeto de regalo. ¿Tal vez un turrón dedicado a un artista? ¿Antoni Tàpies, Picasso, Miró, Gaudí? El diseño que la ciudad utilizaba como reclamo para todo en aquellos tiempos preolímpicos podía servirles también a ellos si sabían aprovecharlo. Se citaron un par de tardes fuera de clase para hablar del asunto, esta vez sin absenta. Al principio, todo parecía ir bien y cada uno tenía su papel en la discusión. Max se encargaba de la asesoría técnica y era algo así como el productor ejecutivo. Los tres tenían claro que para que el proyecto saliera bien era necesario apartar a Max del obrador. Las discusiones se iban acalorando:
—Esto que dices tendría que enfriarse muy deprisa, pero nunca por debajo de diecinueve grados, a menos que quieras utilizar una manteca de otro tipo…
—¡Pero qué dices, hombre, de ninguna manera! Yo no trabajo con porquerías. Debe ser lo más sano posible.
A Sara le preocupaba más que nada el praliné. Estaba segura de que Oriol no iba a querer hacerlo de avellanas, azúcar y miel, como se había hecho siempre. Tenía razón: Oriol solo pensaba en sabores nunca vistos y texturas crujientes, pero Sara aún no lo sabía y de momento se ahorraba el disgusto que antes o después tendría que llegar. Nada más empezar, ella ya había hecho el reparto de tareas:
—Muy bien, chicos, nos tenemos que organizar. Que Max se encargue de la parte técnica, Oriol de la cobertura y yo del relleno.
Y como nadie abrió la boca, Sara entendió que la dejaban mandar. No fue hasta por la tarde, sentados alrededor de una mesa de la plaza de las Olles, ante tres cafés, cuando Oriol expuso su propio sistema.
—El relleno lo haré yo, ya estoy trabajando en ello, os aseguro que os voy a sorprender. Tú, Sara, busca el mejor chocolate para la carcasa y dale la forma que quieras, en eso no me voy a meter demasiado. Ya que tenemos la suerte de contar en el equipo con una historiadora, igual podrías buscar una efeméride histórica de la ciudad. Podríamos rendir homenaje a los maestros pasteleros de antes, o al primer chocolatero, o a Joan Giner y sus creaciones de Pascua, qué sé yo, algo que merezca la pena recordar. Tal vez Max podría ayudarte a encontrarlo, así entre los dos terminaréis antes. Dejaremos a Ortega con la boca abierta, os lo aseguro, y seremos los mejores de la clase.
—¿Desde cuándo esto es un concurso? —quiso saber Sara.
—Todo en la vida es un concurso, de hecho.
—¿Y desde cuándo mandas tú? ¿No habíamos quedado en que yo era la portavoz?
—Pero portavoz y responsable del equipo no es lo mismo.
—Ah, y tú has decidido unilateralmente erigirte en responsable. —Sara boqueaba de rabia y cada vez levantaba más la voz. No se lo podía creer.
—Yo solo he dicho que estoy trabajando en el relleno. Te he dejado la parte de más lucimiento, que es la cobertura.
—No puede ser. El praliné ha de ser cosa mía, Oriol, ¿no ves que tengo mucha más experiencia que tú? En Casa Rovira llevamos haciendo turrones desde hace años, y cada vez vendemos más.
—Ah, ¿ahora lo que más se vende es lo mejor?
—Hablaba del praliné, no hace falta ser desagradable.
—Praliné hay de muchas clases.
—En mi casa no.
—¡Por eso mismo quiero hacerlo yo!
—Sara tiene razón —mediaba Max, intentando ejercer con dignidad de árbitro—, ella sabe cómo se hace un praliné.
—¡Si todo el mundo hiciera como vosotros, aún comeríamos bayas! —Oriol estaba enfadado y gesticulaba con exageración, se le escapaban las manos, golpeaba la mesa, giraba los ojos hacia el cielo, como clamando justicia a un Dios que había abandonado a sus hijos—. Además, ¿tenemos algo que perder? Olvidemos el dichoso praliné de toda la vida, eso lo puede hacer cualquiera, y presentemos algo de verdad original, que lleve nuestra marca.
—Perdona, pero nuestra marca también puede ser la calidad. Y no lo puede hacer cualquiera. Hay que tener experiencia.
—De acuerdo, sí, no te enfades. El praliné de toda la vida es maravilloso. Pero ¿a ti no te gustaría ser un poco diferente, aunque sea por una sola vez?
—¿Diferente qué significa? A ver, Oriol, habla claro. ¿Qué quieres meter en nuestro pobre turrón? ¿Lo has pensado, por lo menos?
—Claro que lo he pensado. ¡Hay mil posibilidades! —Adelantaba el cuerpo, hablaba con una vehemencia excitante—. Por ejemplo, un crujiente tropical de fruta liofilizada, mango o mandarina. O quizás papaya. ¡Sí! La papaya combina muy bien con un chocolate del setenta por ciento. O puede que un trufado de pastel de manzana ácida con un puntito de canela, pero no mucha. O más atrevido aún: un turrón que de un solo mordisco te traiga una mezcla de los sabores de la sobremesa del día de Navidad: licor de Baileys, capuccino, turrón de Alicante… Y que cruja un poco, lo justo, no mucho. Esto último estaría muy bien, aunque quizá sería técnicamente más complicado. Tendríamos que pensarlo.
Después de las disertaciones de Oriol Pairot, llegaba un silencio pensativo. Sara se hacía la ofendida, o lo estaba, y Max se sentía incómodo por no haber sabido evitar que discutieran, como habría querido. Aquellas desavenencias tan teatrales le ponían enfermo, no iban con su carácter y aún menos si el motivo era el praliné.
—Venga, chicos, volvamos a empezar, que no avanzamos —decía el americano, en su papel—. Lo decidiremos democráticamente. ¿Quién vota por el praliné?
Sara levantaba la mano.
—¿Y quién vota por lo otro?
Pairot alzaba el brazo.
—Tú desempatas —decía Sara.
—¡Ah, no, no me hagáis esto! —protestaba el árbitro—. Yo comprendo los dos puntos de vista. ¿No creéis que podríamos encontrar un término medio que tuviera lo mejor de ambas cosas?
—Pero ¿no te das cuenta de que no hay término medio posible entre el praliné de siempre y tu relleno de café con turrón de alicante? —se quejaba Sara, áspera.
Entonces se hacía evidente que la reunión no avanzaba por culpa del praliné y Max se sentía fatal.
Con el paso de las horas y los días se fue desvelando que todo aquello del praliné era un caso sin solución. Tanto Sara como Oriol se comportaban como dos duelistas cargados de razón, y el pobre Max era el amigo de confianza que tras las heridas debía examinar las consecuencias. Cada día acarreaba las mismas discusiones. Sara se presentaba con un praliné perfectamente clásico y lo dejaba sobre la mesa, retadora.
—Venga, pruébalo, a ver qué dices.
Oriol lo probaba con cara de indiferencia para a continuación sacar su relleno de cosas raras y señalarlo con gesto de «Aquí tenéis una receta de verdad», y Sara se llevaba un cachito a la boca, sin ganas y a punto de comenzar a criticarlo enseguida.
Max, mientras tanto, lo encontraba todo buenísimo. El praliné de Sara era «insuperable» y el relleno de Pairot era «fabuloso». Cuando agotaba los adjetivos, lo hacía con total sinceridad.
—Esto no puede ser. Has de elegir a uno de los dos o no acabaremos nunca —le conminaba Oriol.
—Es que es tan difícil… —susurraba Max desolado.
Sara sonreía, triunfante, y Oriol no podía soportarlo.
Aquello también tuvo consecuencias en la amistad de los dos chicos el día en que Oriol acusó a Max de favorecer a Sara porque estaba enamorado de ella. Max, que hasta entonces había sido por propia voluntad un ejemplo de ecuanimidad, se sintió terriblemente dolido. Le recordó a Oriol que, por mucho que le costara aceptarlo, Sara era «tan buena» como él. Oriol le pidió que lo repitiera, incrédulo. Max no tuvo inconveniente en hacerlo, pero con algunos añadidos aún más dolorosos:
—Tanto si te gusta como si no, Sara es una estupenda chocolatera y llegará muy lejos. Puede que más que tú, porque sabe cómo tratar a la gente sin que se sienta una mierda y, además, es trabajadora y organizada. No basta con ser un genio.
Oriol recibió estas palabras como una traición grave y pasó las horas que siguieron murmurando y haciéndose el ofendido. Max, que era muy enemigo de las caras largas y que se ponía muy nervioso cuando alguien estaba molesto con él, intentaba componer el desaguisado con palabras nuevas, pero ninguna conseguía neutralizar las que ya había dicho y que eran imposibles de borrar. No sabía que las palabras a menudo impiden avanzar más que los muros o hieren más que una cuchillada. En este caso, lo peor no fue la distancia que creció entre los amigos, que al fin y al cabo tenía solución, sino la ocurrencia que de pronto se encendió en el cerebro de Oriol y que de inmediato comenzó a emitir avisos de cosa muy urgente.
Ahora que ya no eran amigos, tal vez había ciertas cosas que podían reconsiderarse.
Cuando Sara recibió la llamada de Pairot invitándola «a tomar algo» aquella misma tarde, no se lo podía creer. Oriol no dijo «a cenar» porque estaba tan en las últimas que no se lo podía permitir. Ella aceptó, dócil como si lo del praliné ya estuviera olvidado. Quedaron en el bar de la calle Sant Pau, pero cuando llegaron el local estaba cerrado porque era demasiado temprano para los bebedores de absenta. Fueron al London, donde frente a dos tónicas Oriol se le echó encima y pegó sus labios a los de ella.
Sara le dejó hacer, encantada, pero cuando se separaron preguntó.
—¿Y las normas?
Y Oriol:
—Abolidas. Max y yo nos hemos peleado.
—¿Por el relleno o por algún motivo serio?
Pero no hubo más explicaciones, porque Oriol no quería darlas. Además, había algunos problemas por resolver. Por ejemplo, el lugar. A esas edades de dependencia, las relaciones sexuales pasan, en primer lugar, por resolver un problema de escenarios. Oriol no enseñaba a nadie dónde vivía y ni siquiera sugirió la posibilidad de ir a su casa. Por suerte, los padres de Sara tenían esa tarde función de abono en el Liceo y volverían bastante tarde. No le gustaba que Oriol entrara en su cuarto, pero tuvo que aceptarlo porque se trataba de un caso de urgente necesidad y porque el abanico de posibilidades era muy reducido.
No les quedó otro remedio, pues, que ir a casa de Sara. En el bajo estaba «Casa Rovira, chocolateros y confiteros desde 1960» y en el principal, la vivienda, ambos comunicados por una escalera que daba a la calle Argenteria. Por detrás, el obrador tenía salida a la calle Brosolí, donde estaba la puerta de servicio, que se utilizaba para descargar las materias primas. Aún tenían que pasar varios años antes de que Sara emprendiera su estrategia de expansión inmobiliaria y se convirtiera en propietaria de todo el edificio —incluyendo el magnífico dúplex con vistas a la calle Argenteria y a las esbeltas torres de Santa Maria del Mar— y de los dos locales que lindaban con el suyo, donde el negocio se expandiría como un incendio hasta convertirse en el establecimiento distinguido con que ella ya soñaba aquella tarde, mientras Oriol lo miraba todo con curiosidad disfrazada de admiración.
El joven quedó maravillado de la naturalidad con que Sara le invitó a pasar, le pidió que esperara un momento mientras ella cerraba la puerta y señalaba hacia dentro con un gesto inconcreto mientras decía:
—Mira, esto es el obrador.
Asomó la nariz por la puerta, lo justo para ver los mostradores de acero inoxidable y oler el aroma riquísimo del chocolate atemperándose, y preguntar si los carteles de las paredes eran auténticos.
—Creo que sí —repuso Sara, deteniendo un instante la mirada sobre aquellos dos grandes reclamos publicitarios de estilo modernista que siempre habían estado allí: «El deseo de chocolate Sampons es el mejor», proclamaban.
—Pues deben de valer una pasta —observó Pairot, mientras comenzaba a subir la escalera tras una Sara que movía las caderas con un ritmo mareante.
También le dejó maravillado el modo en que ella, una vez arriba, le preguntó si necesitaba ir al baño o si le apetecía tomar algo. Parecía muy serena y él, el seductor que apenas comenzaba a serlo, respondió:
—Sí, a ti.
En los labios de ella se dibujó una sonrisa pícara, descarada, como si acabara de ganar aquella batalla que le había declarado la noche de la absenta.
—Ve entrando, es la última puerta del pasillo, a mano derecha —le pidió mientras iba a quién sabe qué lugar al que necesitaba ir en un momento como aquel.
Oriol recorrió el pasillo como si se dirigiera a una entrevista de trabajo y entró en una habitación que su memoria retendría para siempre, donde había una cama con una colcha de ganchillo rosa, un armario blanco con espejo y altillo, un estante desde donde sonreían, enigmáticas, media docena de muñecas vestidas de domingo, un ordenador apagado, una mesita de noche que soportaba un teléfono y una cómoda sobre la que descubrió la chocolatera de porcelana blanca que Sara le compró al anticuario noctámbulo. Entraba en abundancia la claridad de la calle, que las cortinas tamizaban. De algún lugar muy lejano llegaba el murmullo adormecido del mundo. Oriol pensó que la vida de Sara era un oasis de felicidad en medio de un universo de locos y le dio envidia, una envidia tan forzada como su presencia allí.
—Pensaba que te habrías desnudado ya —dijo la voz de ella desde el umbral de la puerta.
Sara estaba completamente desnuda y tenía un cuerpo claro y delicado como la colcha de ganchillo rosa. Los pechos diminutos, la cintura estrecha, el vientre liso, un rectángulo muy bien definido de pelusa oscura sobre la vulva, unos pies delicados con las uñas pintadas de color verde manzana y en los labios una sonrisa de superioridad que daba ganas de matarla.
Oriol se arrodilló frente a ella y le hundió la cabeza entre las piernas. Ella las separó un poco, sujetó la cabeza de él con una mano y empujó con cuidado. Esta coreografía tan simple fue suficiente para que una erección prieta y dolorosa surgiera dentro de los vaqueros de Oriol. Intentó levantarse, pero Sara le puso una mano en el hombro y susurró «Un poco más» con aquella voz meliflua a la que no se le podía negar nada. Oriol observaba las transformaciones de ella por encima de la trinchera de pelusa oscura. Entre los muchos placeres que le proporcionaba el sexo, la observación era tan importante para él como la acción. Le gustaba ver cómo sus compañeras sexuales perdían el control. Le gustaba contemplarlas cuando tenían los ojos cerrados y el cuerpo empapado de sudor. Le encantaba aquella laxitud y aquella entrega del sexo tanto como el sexo en sí. Pero Sara no se entregaba, sino que continuaba vigilándole. Hacía como él, todo el tiempo mirando con un interés que no cedía. También mientras Oriol le chupaba los pezones, ya en un recorrido ascendente que pretendía rematar con su propia verticalidad y con la reconducción de la escena hacia sus intereses. Y siguió observándole de hito en hito mientras lo desnudaba, con una urgencia que no había conocido en ninguna otra chica (y con una habilidad que le sorprendió mucho: ni siquiera tropezó con la hebilla de doble púa del cinturón ni con la botonadura de la bragueta, como habían hecho otras). Más tarde aún le continuaba mirando mientras se invertían los papeles y era ella la que se arrodillaba frente a él. La fase oral, demasiado breve, según Sara, terminó cuando Oriol la agarró de los brazos y le dijo: «Ven aquí». Antes de que pudiera llegar a la cama, ella ya había retirado la colcha de ganchillo para que no se ensuciara (¡incluso en un momento tan poco racional tenía que estar en todo!), y antes de que él pudiera decidir desde qué ángulo enfocaba la cuestión, ella ya le estaba poniendo un preservativo y pidiéndole que se tumbara en la cama para poder hacerlo con más comodidad. Cuando Oriol intentó tumbarse, ella dijo: «No, mejor con la cabeza hacia el otro lado» y él no discutió, en parte porque hacía rato que había dejado de importarle dónde tenía la cabeza y también porque la excitación del momento había reducido su capacidad de decisión.
Enseguida averiguó qué pretendía Sara. Se sentó a horcajadas sobre él y ella solita hizo todo el trabajo, empezando por succionarle con ganas la nuez —¡por fin, después de tanto tiempo de mirarla desde la distancia!— y más tarde moviendo las caderas a buen ritmo, mientras se agarraba con las dos manos al cabezal de la cama y observaba la escena en el espejo del ropero con unos ojos como de poseída que daban miedo. Oriol nunca había presenciado una transformación como aquella, ni jamás había imaginado que Sara fuera tan buena en aquel terreno. Era mejor que ninguna mujer que hubiera conocido antes. Se entregó al placer con una serenidad extraña, como si todo aquello fuera lo más normal, y paladeó la agradable sensación de desprenderse de toda autoridad y no tener que tomar ninguna decisión. Solo en el último momento quiso hacer algo a su modo. Como tenía las dos manos libres, tapó al mismo tiempo la boca y los ojos de Sara. La boca, porque desde hacía un momento los gemidos habían comenzado a alcanzar un volumen preocupante. Los ojos, para no ver aquella mirada de loca que le estaba cortando la respiración. Con este gesto, tan nuevo para ella, Sara enloqueció del todo. Su cuerpo se agitó con violencia, en sacudidas, y el gemido final fue aterrador a pesar de que tenía la boca tapada. Y con la excitación que le provocó un espectáculo tan majestuoso también Oriol alcanzó un orgasmo que no se parecía a ninguno de los que había tenido nunca.
Después se tumbaron en la cama, con las cabezas en el sitio de los pies y los cuerpos en paralelo, para comentar brevemente la jugada.
—Ha sido genial.
—Claro.
—Eres muy buena.
—Ah.
—Se nota que tienes experiencia.
—No creas. Lo que tenía eran ganas de pillarte.
—Eres preciosa.
—Y tú un pelota.
—Espero que tu chocolatera no lo cuente todo.
Rieron con los cuatro ojos posados en el objeto de fina porcelana que reposaba sobre la cómoda.
—¿Todavía escuchas aquellas voces de las que me hablaste? —preguntó Oriol.
—Sí.
—¿Y qué dicen en este momento?
—Que somos unos desgraciados. Nos tienen mucha envidia.
—¿Por qué? ¿Ellos no follan?
—No, porque son seres luminosos.
—Pues qué putada.
—Sí. He pensado que voy a escribir algo sobre ellos.
—He aquí tu faceta de historiadora.
—Puede ser.
—¿Me lo dejarás leer?
—Por supuesto que no.
La conversación continuó de este modo, dando vueltas a cosas que no tenían importancia, un buen rato más. Ninguna referencia al praliné y mucho menos a Max. Pasadas las nueve, Oriol se tomó un vaso de agua de pie en la cocina, se despidió de Sara con un beso en los labios y bajó de tres en tres los escalones hasta la calle. Por Argenteria se cruzó con el señor y la señora Rovira, que volvían del Liceo después de ver La bohème y caminaban agarrados del brazo y tarareando aquel vals tan bonito que canta Musetta en el segundo acto. No le conocieron, claro, ni él supo quiénes eran. Solo vieron a un chico larguirucho que por alguna razón caminaba con prisa, y sonriendo.
Ahora puede verle. Oriol en la terraza, frente a Max. Sara entrecierra un poco los ojos para enfocarlo mejor. No se parece tanto a la imagen que su memoria idealiza. O tal vez sí. Un poco más inseguro, acaso. Deben de ser las circunstancias. Para él tampoco debe de haber sido sencillo volver. A Max también se le ve un poco rígido. La naturalidad después de diez años requiere su tiempo.
Oriol, como era previsible, ha traído una caja extragrande de su «Triángulo de amigos…». Sonríe mientras echa un vistazo a la terraza y a las magníficas torres iluminadas de Santa Maria del Mar.
—¿Y Sara? —pregunta.
Ella siente un cosquilleo en el estómago. La satisfacción de ser la primera por quien pregunta el hijo pródigo nada más llegar a casa.
—Tenía una cena de trabajo, pero llegará a la hora del café.
—Ah, de acuerdo. Estupendo.
Ahora le ve de frente, mientras espera con la copa en la mano a que Max abra el vino. Está delgado, como siempre. Viste de negro de los pies a la cabeza, como siempre. Tiene ese aire despreocupado y ligeramente macarra de quien está convencido de que el mundo le pertenece, pero ahora resulta que el mundo le ha dado la razón. Parece el mismo de hace unos años, pero se ve de lejos que el dinero le ha mejorado, aunque solo sea porque ahora lleva zapatos de marca, una estilográfica asomando del bolsillo de la camisa o un reloj carísimo en la muñeca. La nuez de su garganta está donde estaba y a Sara no se le han pasado las ganas de lamérsela.
—¿Has hecho tú la cena?
—¿Yo? No.
—Menos mal. —Y se le escapa una risita que el amigo imita.
Tras servir las copas, Max le pide que pruebe el vino.
—No me vengas con cumplidos, por favor —dice Oriol.
Parece que ha olvidado que este tipo de actitudes no son en Max ningún cumplido. Le gusta hacer las cosas como se deben hacer. En esto se han vuelto casi iguales con el paso del tiempo. Sara también habría pedido al invitado que probara el vino. Es un gesto, un protocolo de elegancia. Pero Oriol y los protocolos nunca se han llevado nada bien.
—Seguro que está riquísimo. Lléname la copa, anda —añade el recién llegado—, y brindemos por el tiempo que hace que no nos vemos. —Levanta el cristal y lo estrella contra el de su amigo. Suena un campanilleo que es el sonido alegre de las cosas que nunca cambian.
—Temía que no quisierais recibirme —dice ahora Oriol avanzando hacia el terreno de la sinceridad.
—¿En serio? ¡Pues menuda tontería! ¿Por qué habríamos de no…?
—No lo sé. Algún día tendréis que dejar de quererme, ¿no?
—No lo creo —responde Max meneando la cabeza—. Se quiere a los que vuelven.
—Yo pensaba que se quiere más a los que no se marchan.
En este momento aparece Aina, descalza, en vaqueros y con el pelo recogido de cualquier manera sobre la nuca. Deshace en un instante la intensidad de la escena. Es una chica delgada, tiene el pelo del color de la madera del cerezo, movimientos ágiles como los de un ciervo joven, puede que sea demasiado seria y responsable para su edad (quince), exactamente como era su madre de adolescente. Max la encuentra absolutamente perfecta, por descontado, y hace ya tiempo que le ha concedido el título de niña de sus ojos. A Sara, aunque saca partido del hecho de tener una hija de quince años que piensa y razona como una de treinta, a veces le gustaría que Aina fuera un poco más normal. Que tuviera amigos irresponsables pero divertidos con quienes salir de fiesta hasta las tantas mientras ella y Max piensan: «A saber lo que estarán haciendo esos a estas horas por el mundo». Pero Aina no sale de fiesta ni se le ocurre trabar amistad con irresponsables. Su único y mejor amigo —a quien tal vez ya ha otorgado algún privilegio sexual, pero no es seguro— es un jovencito un año mayor que ella y más raro que un perro verde, que sueña con ser astrofísico y colecciona minerales. A veces Sara va a su casa «a ayudarle a clasificar las geodas» y también pasa horas en Internet esperando a que el vendedor de una drusa de amatista conteste su contraoferta. A Sara todo le parece demasiado extraño, aunque al ver la piedra rellena de cristales violáceos tuvo que reconocer que era de una belleza desconcertante, tanto como la costumbre de la niña de regalar piedras a su amigo.
—Buenas noches —saluda Aina haciendo su entrada en la terraza—, y buen provecho.
Su presencia altera la reunión por completo. Oriol se levanta, como si un mecanismo acabara de empujarlo.
—Aina, niña, ¡cómo has crecido!
Los labios de Aina se estiran en una sonrisa tímida, que en realidad es una respuesta automática al mismo comentario de siempre, el mismo que hace unos cinco o seis años que aguanta con paciencia de santo, como si los adultos no supieran decir otra cosa en el minuto después de reencontrarse con ella.
—¿Te acuerdas de mí?
—Claro. Le hemos visto un montón de veces en la tele. Además, papá y mamá hablan a menudo de usted.
De usted. Un golpe bajo. Aparece una chica preciosa y te llama de usted, Oriol, algo muy grave está ocurriendo. Hace falta reaccionar de inmediato, poner las cosas en su sitio, aunque solo sea por tu amor propio.
—¡Eh, nada de usted! No soy tan mayor.
—No, claro que no. Perdona, es la costumbre.
Aina es perfecta, sus padres lo saben. Es el producto de una inspirada conjunción de moléculas. Ni Max ni Sara terminan de creérselo.
—¿Eso es lo que yo pienso que es? —pregunta Oriol refiriéndose a un objeto que Aina trae en las manos.
Entonces Max repara en la chocolatera de porcelana que normalmente vive en la vitrina del salón.
—Quería preguntártelo, papá. ¿Sabes qué hace esto encima de la mesa? Ahí en medio del paso se puede romper. A mamá le va a dar algo si la ve ahí.
Sara sonríe más aún (si eso es posible). ¿Cómo puede ser que su hija la conozca tanto que hasta se adelante a sus reacciones, haciendo exactamente lo que ella haría? Esto de la chocolatera ha sido increíble. Ha traído el objeto de la memoria exactamente al lugar donde más daño puede provocar. Si hubiera querido tener a su hija como cómplice (algo totalmente impensable, obviamente), le habría dicho que hiciera lo que acaba de hacer.
—No tengo ni idea, hija —dice Max—. ¿Tal vez la señora de la limpieza? Tienes toda la razón, déjala ahí, ahora la guardo.
—¿Seguro? —recela Aina.
—Que sí, que sí. Ahora lo hago.
Aina tal vez está pensando lo mismo que Sara —«No lo va a hacer»—, pero deja la chocolatera sobre la mesa, obedece. Echa un vistazo somero a los platos antes de anunciar:
—Me voy a estudiar un rato.
—¿Y tu hermano? —pregunta Max.
—Ahora viene. Le he dicho que se lave los dientes. —Ligero tono de escándalo—. ¡No lo había hecho desde esta mañana!
El tono de Aina ante la falta de higiene de su hermano pequeño divierte al invitado, que tiene ganas de reír, pero disimula llevándose a la boca una anchoa tumbada sobre un mullido lecho de pan de centeno.
Aina emprende su retirada. Les desea buenas noches y buen provecho una vez más y sale de escena. Oriol mastica aún la anchoa con una mirada medio de espanto y medio de admiración cuando dice:
—¡Es igualita a Sara! ¡Qué impresión! Parece que vea a tu mujer a su edad.
«Tú no me conocías cuando yo tenía su edad, idiota».
—Sí, lo dice todo el mundo. —Max se hace con un plato y comienza a servir la ensalada de trigo salvaje—. Avísame cuando tengas suficiente, ¿eh?
—¡Qué fuerte! Me ha parecido que estaba viendo a Sara. Incluso el mismo aire serio y perfeccionista. ¡Qué fuerte!
—Sí, en eso sobre todo —añade Max.
—Aunque tú tampoco te quedas corto.
—Tampoco, tampoco.
La comida desvía la atención del invitado. Echa un vistazo al contenido de las bandejas y sonríe. Sara no se pierde ni un detalle de sus reacciones, quiere saber si su elección tiene éxito.
—Ah, he traído algo. —Oriol se levanta, entra a toda prisa en el piso.
Max se queda congelado a medio servir, como un espectáculo que se detiene porque se ha ido la luz. Oriol aparece de nuevo solo un segundo después.
—Creo que tu hijo me ha tomado por un ladrón, agachado entre la oscuridad y sacando cosas de una bolsa. Explícale que no, por favor.
Pol mira a los dos hombres desde la puerta de la terraza con aire despistado, como si tratara de saber por qué este hombre que ha venido a cenar entra en la categoría de «adulto».
—Buenas noches, hijo, ¿ya te vas a la cama?
—Aún no. En un cuarto de hora o así.
—Mira, te presento a mi amigo Oriol.
Pol es larguirucho, risueño, alto. A pesar de las mil complicaciones que la vida le presenta a cada momento (en especial cuando entra en la órbita de los adultos, pero mucho más cuando atraviesa el universo raro y hostil de su hermana mayor), Pol es una especie de profesional de la felicidad. O un jeta, como a veces opina su madre. Alguien que pase lo que pase no va a permitir que nada haga mella en su buen humor, su despreocupación y su falta de responsabilidad perpetuos. El caso es que todo el mundo se pregunta a quién ha salido este chico, con este carácter.
—Tú y yo ya nos conocíamos —dice Oriol—, pero la última vez que te vi aún te meabas encima. Y si la memoria no me falla, dormías como un tronco.
Pol deja escapar una risotada, medio de sorpresa y medio de vergüenza. Después no puede parar. Pone cara de confirmar sus teorías. «Esto no puede ser un adulto», y cuando por fin consigue parar de reír, suelta:
—¿Dónde está mamá?
Otro escalofrío de satisfacción recorre a la Sara ilegítima, la que se esconde tras el seto de la vecina. Siente una felicidad intensa al ver que sus hijos no permiten que su ausencia sea completa, que traen su presencia a la reunión a cada momento. Su corazón se vuelve como un globo en el que el orgullo fuera el aire, pero un momento más tarde todo le parece triste y lamentable. La Sara de hace veinte años se habría puesto como una fiera solo de pensar en encontrar el sentido de la existencia a través de los hijos.
—Tu madre tenía una cena de compromiso, vendrá más tarde. ¿Quieres comer algo?
—Mamá nos ha dejado creps. Ya me las he comido. Ricas.
—Venga, pues vete para adentro. Lávate los dientes. Tienes a tu hermana escandalizada.
—Ya me los he lavado. —Cara de pesadilla recurrente—. Aina es una plasta. Es peor que mamá.
Sara se aguanta la risa. Pol desaparece, desgarbado, con su pijama azul marino, color de hombre, aunque él está en una edad insulsa (doce) en que los varones no parecen tener un género definido.
—Toma. —Oriol entrega al amigo lo que estaba buscando cuando apareció el hijo—. Yo también tengo mi particular homenaje a los viejos tiempos. Ya debes de sospechar de qué se…
—¡No! ¡No puede ser! —exclama Max con grandes aspavientos y abre el regalo—. ¡No me creo que hayas traído esto!
Mientras Max confirma sus intuiciones liberando de su papel de seda una botella de absenta —de un color verde esmeralda muy vivo—, Oriol toma la chocolatera que reposaba sobre la mesa y la estudia con detenimiento. El asa generosa, el pico altivo, la ausencia de tapa y de molinillo y, en la base, la inscripción que la declara propiedad de la señora Adélaïde, a saber quién era. Acaricia con la yema del dedo el desconchón del pico, que recuerda una herida de guerra. Le parece áspera como los recuerdos, como lo que se va para no volver jamás. Oriol deja la pieza de nuevo sobre la mesa y la observa. Se intuye su rango, su calidad, la arrogancia de haber nacido de la tierra para alcanzar una sociedad que podía permitirse lo mejor de lo mejor. Ese mundo feneció hace mucho tiempo, pero la pieza de porcelana está aquí, entre él y su amigo.
—¿Sabe ya Sara quién fue esta señora Adélaïde?
—Ella dice no sé qué de una hija de Luis XV.
—¿Tú crees? —Oriol alza las cejas con incredulidad.
—A mí también me parece un poco raro. Aunque reconozco que, si tiene razón, sería muy interesante. Tuvieron un destino muy trágico las dos últimas hijas de Luis XV, huyendo por Europa, cada vez más lejos, después de que los revolucionarios cortasen la cabeza a toda su familia, incluido su sobrino, que era el rey Luis XVI. Sara lo ha documentado todo, según dice.
—Estoy seguro.
—Hace años comenzó a escribir algo, pero avanza muy despacio. Como historiadora está cargada de manías. Se frustra cada vez que tropieza con archivos sin catalogar o con algún personaje del cual no hay ninguna información, como si nunca hubieran existido. La mayoría de las personas somos invisibles para la historia, pero ella no quiere aceptarlo.
—Eso de ser invisible para la historia sería antes de Internet. Supongo que hablas de desaparecer sin dejar rastro. —El amigo asiente—. No es nuestro caso. Ahora legamos a nuestros sucesores montañas interminables de mierda. Blogs, webs, correos electrónicos, comentarios idiotas en Facebook, twits que pretenden ser graciosos, pero dan pena… Las generaciones futuras van a tomarnos por imbéciles, con toda la razón.
Oriol deja la chocolatera de nuevo sobre la mesa, exactamente en la esquina que es zona de paso de su codo. Desde la distancia, Sara piensa: «No la dejes ahí, se va a caer, ponla en otro sitio», como cuando sus hijos eran pequeños y dejaban el vaso al borde del precipicio y ella sabía que no tardaría en caerse y hacerse pedazos. A veces, incluso podía calcular el tiempo que faltaba para el accidente. Siempre ha sido capaz de anticiparse a los desastres, como si poseyera aquel sexto sentido que manda a los perros esconderse cuando se acerca una tormenta o que lleva a las golondrinas a levantar el vuelo cada mes de septiembre y las pone en camino de algún paisaje remoto de África.
—Me gustaría leerlo —afirma Oriol.
—Sinceramente, creo que no tendremos suerte.
Sara siempre le ha dicho a Max que escribía un trabajo de documentación histórica. Lo hizo para ganarse su respeto. Sin eso, la redacción no habría avanzado lo más mínimo ni habría llegado a ninguna parte. La realidad es mucho más compleja. Cuando comenzó hace más de dos décadas lo hizo con la intención de transcribir aquel caos de voces que imaginaba al tocar su chocolatera. Con el tiempo se ha dedicado más bien a comparar lo poco que sabía con los datos históricos constatados. El problema es que los datos históricos son menos abundantes de lo que esperaba, y además está la falta de tiempo, que es una lata, y a veces también la falta de fe en lo que está haciendo, que aún es peor. A pesar de todo, le parece que sus apuntes podrían ser la base de una novela con algún interés si en algún momento se planteara, se atreviera, supiera escribirla.
Por descontado, la falta de fe que Max acaba de expresar en voz alta es como un jarro de agua fría que no esperaba y pone el proyecto en serias dificultades (y Max sabe que sus palabras tendrían sobre ella este efecto, precisamente la razón por la que jamás se ha atrevido a hablarle tan claro). Ahora mismo, le parece que Max la compadece por exigirse tanto a sí misma o por exigir tanto a todo el que la rodea, incluida la Historia. Es un sentimiento incómodo que preferiría no tener.
—Esperaremos a Sara para abrir la absenta —dice Max.
—Claro. Sin ella no es lo mismo.
—Espero tener más resistencia que la primera vez.
—Y si no, te llevaremos a la cama, como entonces. Yo siempre he pensado que aquello fue el inicio de vuestra relación.
—No. Sara y yo aún tardamos un año y medio largo en…
—Lo sé, lo sé. Pero de algún modo todo empezó aquella noche.
—Puede ser.
No. De aquella noche remota no viene nada que tenga que ver con Max. Aquella noche de hace veintitrés años, Max era virgen y se le notaba demasiado. A Sara no le interesaban ni un ápice los chicos vírgenes por aquel entonces. No puede creer que Oriol haya dicho lo que acaba de escuchar. Debe de ser eso que llaman una mentira piadosa.
La cortina del comedor flota, agitada por una repentina corriente de aire, y añade a la conversación una escenografía innecesariamente grandilocuente. Max se levanta para recoger la cortina y, de paso, traer otra botella de agua con gas. Sirve las copas, ofrece más comida. Es el anfitrión perfecto, el que no olvida un solo paso ni un solo detalle.
—Hacía mucho que no nos veíamos, chaval —dice Max mirando a su amigo como solo puede mirarse a alguien pasados los cuarenta años—. Pensaba que te habías olvidado de nosotros.
—He estado muy liado —Oriol pronuncia estas palabras bajando la mirada, en un gesto que Sara no ve bien y que le parece avergonzado. Aún le queda vergüenza, por lo que parece. Como a ella, más o menos—. ¿Cuánto hace, exactamente?
—Yo no lo he calculado. Si no me equivoco, desde la noche de tu premio.
—Ah, sí, el premio. Fue una noche rara aquella.
—Mucho.
—Tú estabas de niñera de tus hijos.
—Qué remedio. Sara hacía de relaciones públicas.
—No hablamos ni diez minutos. Y ni siquiera recuerdo de qué.
—Estabas despistado. Eras la gran estrella de la noche.
—Me habría gustado haceros más caso.
—Entendí que no lo hicieras. —Un silencio que mide lo que está por venir, para que nadie salga herido, típico de Max—. Llevé peor que luego desaparecieras. Ni una llamada, ni un mensaje en todo este tiempo. A Sara le dolió mucho al principio.
Sara se muerde el labio inferior. Todo el universo estalla en un redoble de tambores porque ha llegado el momento más esperado de la noche, el de escuchar a Oriol dar explicaciones acerca de algo que no puede explicarse y que Max resumiría de este modo: tras la noche del premio, en el hotel Arts, el amigo decidió por alguna razón desaparecer de sus vidas. Y lo hizo como uno de esos magos decimonónicos que se escapaban limpiamente de un tanque lleno de agua.
—Lo siento mucho. Fue una decisión difícil.
La palabra duele a todos los jugadores de esta extraña partida: decisión. Así que no fue un olvido, sino algo hecho a conciencia. Oriol añade:
—Necesitaba escapar.
—¿De qué?
—De vosotros dos.
Oriol deja la copa sobre la mesa, la coge de nuevo, cruza las piernas, juguetea con el pie de cristal sobre la rodilla. Mastica las palabras cuando añade:
—Me moría de celos, Max. Esta es la única verdad. Llegó un momento en que se me hizo insoportable.
¿Celos? ¡Esta sí que es buena! Ha tardado todo este tiempo en venir a su terraza a soltar tópicos, piensa Sara.
—Celos… ¿de mí? —Max arquea las cejas desconcertado.
Las explicaciones no tardan en llegar:
—Tenías todo lo que siempre habías deseado. La cátedra, el negocio, el piso, los hijos, ibas a publicar un libro…
—Sara…
—No te digo que no.
¿Eso es todo? ¿«No te digo que no»? ¿Es este el bálsamo con que ella debe aliviar una quemazón que ha durado tantos años? Exactamente desde el instante en que Oriol, la noche del premio, aquella noche rara del hotel Arts, se levantó de la cama extragrande de la junior suite con vistas al mar y le preguntó si quería ducharse con él. Ella repuso que no, porque en aquel momento lo único que necesitaba era dejar de pensar en lo que estaba haciendo y volver a casa. Y meditar. Sobre todo necesitaba meditar cómo era su vida y cómo le gustaría que fuera.
Oriol le preguntó: «¿Le dirás a Max que has estado conmigo?». Y ella respondió: «Tengo que pensarlo». Y él añadió: «Vale», del mismo modo que podría haber dicho: «Pues lo dejamos así» o «Hasta luego, ha sido un placer» o cualquier otra cosa vacía de sentido. Sara aún conservaba el sabor de los besos de Oriol cuando se vistió, se observó en el espejo para saber qué aspecto tiene una mujer tan adúltera y despreciable y salió de la habitación procurando no dar un portazo.
Los días que siguieron los pasó esperando una llamada, un mensaje de texto, incluso una de aquellas absurdas postales que Oriol enviaba de cuando en cuando desde ciudades rarísimas, pero su teléfono solo sonaba para lo de siempre, y Oriol, como siempre, había desaparecido sobre el empedrado de las calles de la vida. Poco después lo vio en televisión, durante la maldita hora de después de la cena, y rompió a llorar con tanta furia que Max tuvo que soltar a toda prisa los libros y correr a consolarla por primera vez en toda su vida, sin saber de qué la estaba consolando, o puede que sí.
Pero lo peor estaba por llegar, y era la resignación. Resignarse a que aquello no continuaría, entender que Oriol no había nacido para compartir la vida con ninguna mujer, y menos con ella. Entender que ella quería a Max, a pesar de todo, le quería con una serenidad que le gustaba sentir y no tenía la más mínima intención de separarse de él. Enterrar las ilusiones estúpidas de una vida diferente que se había hecho después de aquella noche en el hotel Arts, en que Oriol había hablado de más, tumbado aún en la cama extragrande, y tratar de ver de nuevo todo lo bueno que tenía su vida. Roscón de Reyes, crema para San José, buñuelos de Cuaresma, «monas» de Pascua, cocas de San Juan, panellets, turrones de Jijona, de yema y, la especialidad de la casa, de chocolate negro relleno de praliné. La vida daba una vuelta completa cada año, Max la amaba sin condiciones ni pasión ni tropiezos ni remordimientos ni letras por pagar, las mil obligaciones de la maternidad querida y detestada al mismo tiempo, la rutina confortable del obrador de su casa, la bonanza sin sobresaltos del negocio.
En el fondo, Sara sabe que habría hecho un buen papel al lado de Oriol Pairot. Habría sido la compañera perfecta, la admiradora incondicional, la ayudante desinteresada. Y la aureola de mujer adúltera que abandona a la familia para marcharse con el mejor amigo de su marido le habría otorgado aquella pátina de maldad que siempre había faltado en su vida. Habría necesitado dos vidas para ser todo lo que habría querido ser.
—Tienes huevos de decirlo así… —opina Max.
—¿Nueve años después? No creo.
—¿Puedo preguntarte por qué ahora?
—Ahora es distinto. Traigo novedades.
—¿De qué tipo?
—Metafísicas.
—Dispara.
—Me he casado. Y voy a tener un hijo.
Max da un respingo de alegría. Levanta los brazos al mismo tiempo que la voz:
—¡Hostias, Oriol, por fin! ¡Por fin te organizas la vida!
Entonces pasa exactamente lo que Sara temía. La trayectoria del brazo de Max en este momento de euforia sincerísima no puede ser menos acertada. Habría podido evitarse hace un momento, pero ahora ya no tiene solución. El codo de su marido tropieza con la chocolatera depositada en el borde del abismo, hay una mano de Oriol que no llega a tiempo de evitar la catástrofe, y el eco del estallido resuena en toda la calle desierta.
La chocolatera de la señora Adélaïde ya solo es una ruina traslúcida y finísima que yace sobre las baldosas rojizas de la terraza. Los restos mortales de una larga y provechosa vida de cosa.