Las personas —está en nuestra naturaleza— nos aburrimos de todo. De los objetos, de las diversiones, de la familia, incluso de nosotros mismos. Da igual que tengamos cuanto deseamos, que nos guste la vida que hemos elegido o que compartamos los días con la mejor persona del mundo. Las personas, antes o después, terminamos por aburrirnos de todo.
Las cosas ocurren de este modo: una noche como todas de un mes cualquiera, apartamos la mirada de la pantalla del televisor para observar un instante al otro lado del salón, donde el marido se ha instalado, como cada noche entre la cena y la hora de irse a la cama. Nada de lo que allí vemos nos sorprende. Sobre la mesita del rincón reposan la docena de libros de rigor, leídos, por leer o ambas cosas al mismo tiempo, y Max está en el mismo sitio de todas las noches desde el mismo día en que terminaron las reformas del dúplex: repantigado en su butaca de leer (la única pieza del mobiliario que escogió él), con las piernas sobre el reposapiés, las gafas en el último tramo de la nariz huesuda y estrecha, la lámpara de pie derramando sobre las páginas una claridad cenital como de estrella de variedades, y en las manos un libro que le abstrae por completo de cualquier cosa que pueda pasar a su alrededor.
Max es de los que para leer no necesita silencio ni nada más que el atrezo que acabamos de describir: la butaca, el reposapiés, la lámpara y las gafas. Y el libro, claro. Su presencia constante en este rincón de la estancia se parece a la de un animal de compañía bonachón. No hace ruido, no incordia a nadie, solo de vez en cuando deja escapar un suspiro, cambia de posición o pasa las páginas, y todo ello es útil para saber que sigue vivo y que sigue aquí. Aunque si no estuviera lo echaría de menos, piensa Sara justo en el momento en que aparta la mirada de la tele y encuentra a su marido donde siempre haciendo lo de siempre. Lo extrañaría porque se ha acostumbrado a su presencia silenciosa del mismo modo en que la gente se acostumbra a ver los muebles donde están. Es una cuestión de seguridad, de equilibrio. Max es todo lo que Sara tiene en este mundo. Pero nada de eso impide que en este mismo instante se pregunte: «¿Por qué estoy casada con este hombre?».
Es una de aquellas preguntas que la conciencia suelta cuando se distrae un segundo y de la que, por supuesto, se avergüenza en el acto. Una de aquellas preguntas que nunca formularía en voz alta ante nadie, porque de algún modo atacan aquello que creía más invulnerable de su vida. Tal vez por eso su conciencia ya prepara una batería completa de respuestas como piezas de artillería: «¿A qué viene esto ahora? ¿Acaso no tienes todo lo que se puede desear? No hablamos de cosas materiales, sino de otras de verdad difíciles de conseguir. ¿No escogiste tú misma, con absoluta libertad, cuando tuviste ocasión de hacerlo, con quién deseabas quedarte? ¿Te has privado de algo alguna vez? ¿No te has felicitado un montón de veces por haber escogido la mejor opción? ¿Y no estás del todo segura, sin la más ligera sombra de duda, de que efectivamente Max es no solo una magnífica solución, sino la tuya, la que te convenía, la que de algún modo te estaba reservada? ¿No has tenido dos hijos preciosos, inteligentes y altísimos que te adoran y que tienen lo mejor de ambos? ¿No te sientes secretamente orgullosa del modo en que tu manera de ser y la de Max convergieron en los caracteres casi perfectos —¡por descontado!— de tus hijos?».
En este momento Max levanta la mirada del libro, se quita las gafas y dice:
—Ay, mamá, ¡por poco se me olvida! ¿Sabes quién me ha llamado? Cuando te lo diga, no me vas a creer. Pairot. Dice que está en Barcelona y que tiene libre la noche de pasado mañana. Le he invitado a cenar, ¿te parece bien? ¿No tienes ganas de verle? ¡Hace tanto que no nos vemos!
Max solo se quita las gafas cuando lo que debe decir es importante. Como esto lo es, espera un instante la reacción de su mujer, pero Sara no tiene ninguna reacción. El hombre vuelve a ponerse las gafas y regresa a su libro, Frequent Risks in Polimorphic Transformations of Cocoa Butter[1], como si no hubiera dicho nada del otro mundo.
—¿Te ha contado por qué no ha dado señales de vida en todo este tiempo? —pregunta ella.
—Es un hombre ocupado. También podríamos haberle llamado nosotros, qué más da. ¿Cuándo fue la última vez, te acuerdas? ¿Tal vez aquella noche en el hotel Arts, cuando le dieron el premio?
—Esa noche, sí.
—¿Cuánto tiempo hace? Seis o siete años, por lo menos.
—Nueve —corrige Sara.
—¿Nueve? Caramba. ¿Estás segura? Cómo pasa el tiempo. Pues qué quieres que te diga, con más motivo. No me creo que no tengas ganas de verle. Con lo que siempre te ha gustado ver a Pairot. —Max se pone de nuevo las gafas y regresa a su libro en inglés.
Sara se pregunta cómo puede ser su marido capaz de leer un tratado sobre las propiedades físicas de la manteca de cacao con el mismo interés que demostraría ante una novela de Sherlock Holmes, pero lo piensa mejor y se dice que a estas alturas ya no debería sorprenderse. Le extraña mucho más lo que acaba de oír, y por muchas razones: que Oriol esté en Barcelona (y no en Camberra, o Qatar o Shanghai o Lituania o cualquier otro lugar remoto donde puedan abrirse tiendas) y que, además, se haya acordado de que en esta pequeña ciudad al oeste del mar Mediterráneo viven dos personas con las que hace mucho, cuando no era ni de lejos el Oriol Pairot que va por el mundo bautizando establecimientos de lujo con su nombre y que tiene a sus conciudadanos orgullosos de verle en la tele día sí, día también, tuvo alguna cosilla importante en común. También le sorprende que su marido haya quedado con Oriol antes que ella, cuando por norma el orden de las llamadas era el contrario. Pero lo que de verdad la deja muda de la sorpresa es que Max no se dé cuenta de la importancia que tiene el anuncio que acaba de hacer y se lo haya dicho al descuido, entre renglón y renglón de los problemas de los polimorfos, para enseguida regresar a su ausencia presente de todas las noches, cuando se sientan en este mismo lugar a hacer la digestión de la cena —o tal vez de su vida— y dejan que las últimas horas del día se escabullan en silencio.
Sara medita acerca de lo que debería decir ahora. Podría responder como uno de los personajes de la telenovela que dejó de ver nada más detectar que se volvía una adicta: «Dios mío, Max, ya sabía que tarde o temprano aparecería de nuevo». O podría empezar una absurda escena de autodiscusión: «¿Y cuándo pensabas decírmelo, Max?». Pero lo descarta todo antes de empezar: Max no es bueno discutiendo y suele darle la razón a la primera de cambio. Así discutir no tiene ninguna gracia. Además, hoy está demasiado cansada para obcecarse con nada y decide no complicarse la vida, elegir la solución fácil, que es también la más conservadora, la más egoísta y también, estaría dispuesta a reconocerlo, la más cobarde. Huir.
—¿No tenemos Liceo?
—No, ya lo he mirado. Es el martes de la semana que viene y es sagrado: Aida.
—No importa. Igualmente, yo pasado mañana no puedo. Tengo una cena de trabajo —suelta, con la boca fruncida en una mueca que quiere ser de disgusto—. ¿Él no puede ningún otro día?
Max vuelve a quitarse las gafas. Los polimorfos esperan sin inmutarse, como tienen por costumbre.
—Mujer, no se lo he preguntado, pero ya sabes que no para. Debe de tener la agenda llenísima.
—Como todo el mundo. Todos tenemos un montón de cosas que hacer.
—No te digo que no, pero él es diferente. Se pasa la vida arriba y abajo, de aeropuerto en aeropuerto, yendo a unos países rarísimos. Por lo visto este año ha tocado Japón. Dice que nos lo tiene que contar. Parecía muy contento. Qué tío. Es como un guerrero nómada. Y mientras tanto, nosotros somos quienes le esperamos al raso y con la mesa puesta. Alguien tiene que haber que prefiera una vida tranquila y ordenada. En el fondo, nosotros siempre hemos sido así, ¿no crees?
Tranquila, ordenada, nosotros y en el fondo. Cuatro expresiones que a Sara le pesan como cuatro losas.
—Lo siento mucho, pero no podré acompañaros. Hace semanas que tengo esa cena agendada.
Agendar, he aquí un verbo que marca una pauta. Sara también es una mujer ocupada, importante, moderna, cargada de compromisos urgentes, que utiliza palabras horribles inventadas para gente que, como ella, no puede perder el tiempo construyendo perífrasis.
—¿Y no lo puedes aplazar? —pregunta Max.
«¿Y por qué tengo que ser yo quien lo aplace? ¿El gran Oriol Pairot no puede rebajarse a modificar un milímetro sus planes?»
—Imposible. Es una cena con el editor de la revista —responde, cortante.
—Pues qué mala suerte. —En los labios siempre amables de Max aparece de pronto una mueca de disgusto sincero—. Puedo llamar y preguntarle hasta cuándo va a estar por aquí.
Sara esboza un gesto de despreocupación, que le sale muy natural (justo lo que pretendía).
—Por mí no te preocupes, amor mío. Llegaré a la hora del café. Seguro que os quedaréis charlando hasta las tantas.
«Amor mío» es una estrategia muy bien planificada de debilitamiento del contrincante. «Amor mío», en este caso, significa un montón de cosas implícitas. Significa «todo está bien», significa «no te preocupes». Significa «estoy tranquila y hago lo que quiero hacer».
—De acuerdo, entonces. Lo haremos así —dice Max con su acento casi perfecto, pulido como un canto rodado después de más de veinte años de relación y diecisiete de matrimonio, del cual se siente especialmente orgulloso. Antes de volver a ponerse las gafas y dar el asunto por zanjado, una última cuestión práctica—: ¿Pondremos la mesa en la terraza o mejor dentro? ¿Nos encargarás algo para cenar?
—Claro que sí, papá. Como siempre.
Ahora sí: Max se pone las gafas y vuelve imperturbable a los polimorfos y su modo bien curioso de formar parte de este mundo, adoptando formas distintas sin dejar de ser, en esencia, ellos mismos (en esencia significa, en este caso, «químicamente». «Todo es química —le gusta decir a Max—, nosotros solo somos química. Todo lo que nos pasa, bueno y malo, son solo reacciones químicas»).. Sara aprovecha que el marido está distraído, como casi siempre, para organizar mentalmente la jornada de mañana. Tiene un par de citas apuntadas en la agenda, la encargada la estará esperando para hablar de los turrones de este año, por la tarde ha quedado con un periodista de una revista gastronómica muy conocida que está escribiendo un reportaje sobre las mejores chocolaterías de Barcelona. Por descontado, Casa Rovira ocupa un lugar privilegiado en su lista. Pero ante todo toma nota de un compromiso nuevo que no tenía previsto y que de pronto es mucho más importante que todo lo demás: hacer una visita al piso vacío de su vecina de al lado. Hace días que debería haberlo hecho y lo ha ido postergando por pura pereza. Quiere asegurarse de que es un buen lugar, irá mañana a primera hora. Debe prepararse un buen punto de observación en la retaguardia.
Sara no recuerda cuándo fue la primera vez que Max la llamó mamá en lugar de hacerlo por su nombre o por alguno de aquellos apelativos cariñosos del principio —sweetheart, honey, dear…—, pero está claro que la metonimia fue una consecuencia más del nacimiento de los niños y también, y sobre todo, un descuido por su parte. En esto Sara siempre se ha echado la culpa, nunca debería haber permitido que la mujer que ella era perdiera terreno ante la madre en que se convirtió. El efecto sustituyó a la causa poco a poco y con el paso de los años Max se olvidó de llamarla honey y dear y sweetheart con aquel acento encantador de autóctono americano y ya solo la llamaba mamá. Ya ni siquiera era Sara en público, o al menos muy de vez en cuando y si la compañía no era de confianza; ya siempre y ante todos era mamá, y le dolía, pero ya no protestaba como al principio, cuando aún eran muy jóvenes y le amonestaba: «¡No me llames mamá! ¡No soy tu madre, soy la suya!», y señalaba a Aina, que se reía, contenta de saber que el lenguaje además de divertido es problemático. Y Max se defendía: «¡Pero eres la madre de esta casa! ¡Eres la más importante! Y esto hay que reconocerlo». Fue entonces cuando Sara descubrió con un escalofrío que Max la encontraba más atractiva desde que había parido. Cuando invadía su butaca de leer —las únicas dos épocas en que Max le cedió su rincón fueron las de la lactancia de sus dos hijos, e incluso le permitió llenar la sacrosanta mesa de sus libros con objetos extraños, como succionadores de leche, baberos o cremas protectoras para pezones—, cuando se instalaba en ella con su hija en brazos y le daba el pecho con una santa paciencia de la que carecía por completo, descubría a Max mirándola embobado, como si se encontrara ante un fenómeno extraordinario, y aquella mirada a veces le parecía tierna, pero a veces también le daba un poco de miedo, porque le parecía que una mujer extraña estaba usurpando su lugar.
Sara reconoce que su instinto de maternidad en estas cuestiones lácteas era casi inexistente, que nunca encontró reafirmación alguna en el acto de dar el pecho, ni tampoco en la deliciosa intimidad con su bebé que tanto proclaman las militantes de la cosa, capaces de amamantar durante años y a quienes admira profundamente. Ella, sin embargo, se saltó esta parte en cuanto pudo, por mucho que Max se llevara las manos a la cabeza y no la ayudara lo más mínimo a sentirse menos culpable de lo que ya se sentía. Compró media docena de biberones y seis botes grandes de leche en polvo de la más cara y pasó página del capítulo «lactancia materna» solo cuatro meses después del debut de Aina en este mundo. Los libros del rincón de leer sirvieron de soporte de biberones y tetinas mientras Max continuaba observando la escena con cara de bobo y aquello del nombre ya estaba perdido para siempre.
Ahora, quince años después, le parece que decirle a su marido que no le gusta que la llame mamá es un poco ridículo. Como el silencio de Oriol, es un caso prescrito. Y si algo ha aprendido a sus cuarenta y cuatro años es que no conviene malgastar energías en causas demasiado perdidas.
Por la mañana, como cada día, Sara se prepara el desayuno en la cocina mientras mira las noticias. Sobre todo le interesa la previsión meteorológica, pero solo la de a corto plazo. Ahí está: mañana por la noche, ninguna nube, temperaturas agradables, ligeramente superiores a lo que correspondería a fines de mayo, humedad a la baja.
El día no empieza bien para Sara, a pesar de que la predicción es perfecta, justo la que necesita. Max ya hace rato que se ha ido a la universidad tras tomarse el primer café —que siempre le sirve ella—, darle un beso en la frente como cada mañana y desearle: «Pasa un buen día, mamá».
Nada más escuchar el sonido de la puerta al cerrarse, Sara corre hacia su móvil. Hace horas que quiere revisar todos los mensajes. Lo hace a conciencia, uno por uno: los de texto, los gratuitos, los correos electrónicos, el Facebook, el Twitter y, finalmente, el buzón de voz. De los últimos tres días. Es un recorrido largo que no arroja ningún resultado. No encontrar nada de Oriol le parece muy raro, pero todavía más lo es no haberlo recibido. Decide escribirle ella. Lo primero que se le ocurre:
¿Cuándo has llegado? ¿Dónde estás?
No, no, no. Es demasiado directo. Lo borra. Lo intenta otra vez.
¿Estás bien?
Ahora le parece muy ingenuo. Lo borra. Suelta el teléfono, extrae una rebanada de pan de una bolsa del congelador y la introduce en la tostadora. Pone sobre la mesa la mantequilla y una mermelada de lima que compra ex profeso a un proveedor inglés (ya que por lo visto es la única a quien le gusta de toda Barcelona), vuelve al teléfono y lo intenta por tercera vez:
Tengo muchas ganas de verte
Ya está a punto de enviarlo cuando algo la detiene. Le parece un mensaje almidonado, poco natural, como la rebanada de pan que acaba de sacar del congelador. De nuevo lo hace desaparecer. De tanto probar ya empieza a dudar de todo. ¿Sería mejor no enviar ningún mensaje? Tal vez el silencio de él sea premeditado.
La tostada salta, la resistencia del aparato se apaga y todo queda a la expectativa. Un plato, una bandeja, el cuchillo especial para la mantequilla, el móvil, una servilleta de tela marcada con su nombre y el mando de la tele. Hasta que lo tiene todo listo sobre la mesa, no se sienta. Sube un poco el volumen del aparato y mira las noticias mientras unta la mantequilla en el pan, como cada día.
Un hombre negro, con la palma de una mano rezumando sangre y dos cuchillos enormes en la otra habla con mucha rabia ante la cámara. Le entiende sin necesidad de leer los subtítulos, aunque su inglés sigue siendo macarrónico: «Nunca estaréis seguros. Echad a vuestros gobernantes, a quienes no importáis una mierda». Este hombre, explica el presentador, acaba de degollar a un exmilitar inglés en una calle del sur de Londres, a plena luz del día. Sara piensa: «No nos queda nada por ver». Y apaga el televisor.
Cuando termina de desayunar vuelve a sus agobios. Necesita tres intentos más antes de dar con el mensaje definitivo. Escribe:
Hola
Pulsa la opción «Enviar» y, nada aliviada, continúa con el orden del día previsto. El programa sufre una importante modificación cuando a las ocho y media llaman al timbre del piso y es un transportista despistado que se presenta antes de que se abra la tienda. La encargada aún no ha llegado y ella no quiere arriesgarse a que el repartidor se vaya, porque está segura de que trae el chocolate que precisamente ayer faltaba para cubrir los encargos. Sara responde a la llamada. Por el telefonillo le llega una voz cavernosa que dice:
—Traigo treinta cajas de la casa Callebaut.
—Ya bajo.
Deprisa y corriendo, Sara coge las llaves —las suyas y las de casa de la vecina— y sale al rellano. Mientras espera a que llegue el ascensor mira si ha recibido algún mensaje. Se arregla el pelo en el reflejo de la puerta metálica. Cuando está nerviosa no puede dejar de tocarse el pelo. Aunque ahora no tiene por qué estar nerviosa, no pasa nada, todo está bajo control, el chocolate que necesitaba acaba de llegar, la visita al piso contiguo solo es una exploración del terreno, aún no ha decidido nada, y tarde o temprano Oriol tendrá que contestar, puede que aún esté durmiendo el jet lag de un viaje tan largo. En cuanto se cierran las puertas y pulsa el botón del «Bajo», comienza el descenso. No solo el de la caja de metal sujeta con cables, también otro, más íntimo. Se recuerda que las cosas no están controladas en absoluto por mucho que pretenda convencerse de lo contrario. Como siempre que Oriol aparece, todo está patas arriba. Le gustaría saber, de paso, por qué está tan enfadada. Si nadie le ha hecho nada.
Sara despacha enseguida el trámite del transportista. Abre la puerta y le pide que no deje los bultos en mitad del paso. Antes de que la operación termine, llega la encargada y se ocupa de todo. Sara le dice que tiene que ir al banco y desaparece. En los últimos dos minutos ha consultado la pantalla del móvil cinco veces, pero la respuesta se hace esperar.
El piso de la vecina está justo en el portal de al lado. Podría ser un hermano gemelo de su propia casa si el inmueble no fuera tan antiguo, tan estrecho, y si se hubiera sometido alguna vez a la reforma integral y carísima que ella emprendió. Aquí no hay ascensor, por fuerza le toca subir los cuatro pisos a pie. No le importa. Sara vela desde hace tiempo por su forma física pagando la cuota de un gimnasio exclusivo solo para mujeres situado en la zona alta. Acude de vez en cuando, nada un poco en las piscinas cubiertas e iluminadas, juega algún partido de pádel con la directora de un hotel de lujo de la Diagonal —con quien mantiene una relación que limita por los cuatro costados con las paredes de la pista— y después pasa por la sauna. De hecho, lo que más le gusta del gimnasio es la sauna y los jacuzzi, porque en la sala de musculación no cree que se le haya perdido nada.
Sea como sea, gracias al gimnasio —o eso cree, por lo menos— culmina la ascensión hasta el piso de Raquel sin resoplar. Le da repelús el estado de la escalera, que necesita algo más que una mano de pintura. Introduce la llave en la cerradura, la hace girar con dificultad, entra. Nada más atravesar el umbral siente el olor de su vecina ausente, como si ella tuviera que salir a recibirla de un momento a otro. Solo ha estado aquí una vez, aquel día en que Raquel se presentó en la pastelería y le preguntó si le podía hacer un favor «muy grande» que le explicaría «en privado». La visitó por la tarde, a la hora del café. Hasta aquel momento solo conocía a Raquel de venderle cruasanes, panecillos de Viena, alguna ensaimada y mucho chocolate a la taza. Es una mujer menuda, más cerca de los sesenta que de los cincuenta, viuda desde hace un lustro y con una hija única que vive en el extranjero. Le explicó que su hija la necesitaba y que había decidido marcharse durante una temporada a vivir con ella. No sabía cuánto tiempo iba a estar fuera, y había pensado «dejarle las llaves de casa a alguien de confianza para que pueda entrar si pasa algo. Y también quisiera pedirle, si para usted no es demasiada molestia, que si conoce a alguien que quiera alquilar un piso por aquí le hable del mío. Le estaría muy agradecida, señora Sara. Usted ve a mucha gente todos los días y he pensado que tal vez me podría ayudar, pero no quiero darle ningún trabajo, es solo que en estos momentos delicados el dinero me vendría muy bien».
De esta conversación hace ya más de un mes, y por fin Sara se ha sacudido la culpa de no haber puesto los pies aquí ni una sola vez, a pesar de que no ha pasado veinticuatro horas sin recordarse que debía hacerlo. Se sorprende del buen estado de todo. Raquel dejó las ventanas cerradas y algunos muebles cubiertos con sábanas. No huele mal. Tras un vistazo general va directamente al lugar que le interesa. Sube la escalera de caracol hasta la habitación de Raquel, atraviesa a tientas la oscuridad —las persianas de la lucerna no dejan pasar nada de luz— y sale a la terraza.
Enseguida se da cuenta, muy satisfecha, de que el lugar es perfecto para sus planes. El seto de brezo se pega al muro, sobrepasándolo un poco. No mucho, pero sí lo suficiente para que tras él pueda esconderse una persona de su estatura. Tiene algún agujero, pero es poca cosa y le será muy útil para mirar sin ser vista. El suelo tiene una ligera pendiente, deberá ir con cuidado de no tropezar. En todo caso, las medidas que debe tomar para que todo salga bien son mínimas: vestir ropa negra —de camuflaje—, conseguir una silla cómoda que no chirríe ni cojee y ponerse una chaqueta y tal vez un pañuelo anudado al cuello. Las noches aún son frescas y más con esta humedad. Y quitarle el volumen al teléfono, sobre todo, esto es lo último que se le debe olvidar.
Sigue sin recibir ningún mensaje, aunque no ha dejado de mirar la pantalla. Aún permanece un rato más en su observatorio. Mira la terraza de su casa, que vista desde aquí tiene un cierto aire aristocrático: el revestimiento de madera del suelo, la mesa de teca, la zona de césped artificial —más pequeña de lo que Max quería, más grande de lo que ella habría permitido—, el balancín de tres plazas, las hamacas de seis posiciones anatómicas compradas en Vinçon, las plantas mantenidas amorosamente por el programa número tres de riego automático, el toldo con detector de viento que sabe cuándo debe recogerse por sí solo… Tuvieron mucha suerte de poder comprar los dos pisos —cuarto y quinto— de la finca donde sus padres habían vivido toda la vida, justo antes de que los precios empezaran a subir como un bizcocho con mucha levadura. También tuvieron suerte de encontrar a un buen arquitecto que les hiciera la reforma por un precio asumible (todo fue gracias a Max y a su sangre fría para negociar, que la sacaba de quicio). Y la última fortuna consistió en poder tomárselo todo con calma, sin sufrir por un retraso de las obras o por una partida no incluida en el presupuesto inicial. Aquel mismo año sus padres decidieron jubilarse y marcharse a vivir una temporada a Menorca. Ellos se instalaron en el piso familiar mientras duraban las reformas de su paraíso, los tres, Max, Sara y Aina, que aún no tenía ni un año. Ni se enteraron de las obras.
La finca siempre había sido magnífica. En el mismo centro de la calle Argenteria, catalogada, reformada y con ascensor —rarísimo en la zona—, pero aún lo fue más después de que la comunidad de propietarios de los últimos años ochenta decidiera acogerse a uno de los planes de mejora que el Ayuntamiento había emprendido en aquella era preolímpica y rehabilitara la fachada. Los pisos subieron de valor de inmediato, claro, pero bajaron un poco —no mucho— en cuanto terminaron los Juegos. La primera vez que Max y Sara visitaron el que sería piso superior de su futura vivienda fue en el año 95. Cuando descubrieron las vistas de Santa Maria del Mar desde la terraza, él dijo: «Quiero cenar aquí cada noche de mi vida».
La terraza original era pequeña, apenas una azotea donde tender con estrecheces, pero pensaron que un arquitecto resolvería esta y otras circunstancias. Para el otro piso, el cuarto, tuvieron que esperar aún tres años más, hasta que murió la abuelita que lo habitaba en soledad desde no se sabía cuántas décadas atrás. Lo habrían comprado incluso sin verlo, pero interpretaron bien su papel. Max regateó, a Sara por poco le da un ataque de nervios y el agente inmobiliario se hizo el ofendido, pero a primera hora del día siguiente los llamó para aceptar su oferta. Durante las obras, todas las partes implicadas manifestaron un interés extraordinario por derribar paredes. En consecuencia, se llevaron muy bien.
El dúplex quedó tan bonito y espacioso que cuando la señora Rovira subió a verlo por primera vez, se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo la ocurrencia de decir: «¡Es el piso que os merecéis, hija mía!». Tres años después terminarían comprando también el segundo piso, el único pedazo de edificio que aún no les pertenecía. De momento lo utilizarían como almacén, oficina y vestuario para los trabajadores, pero la verdadera intención de Sara era que el primero fuera para Aina y el segundo para Pol. Resolver esta parte tan importante del futuro de sus hijos antes de que ninguno de los dos terminara la primaria era todo un indicio del tipo de prosperidad en la que estaban instalados.
Ahora Sara observa la pantalla del teléfono por última vez, deja escapar un suspiro y pulsa la opción «Escribir un mensaje».
¿Hola?
Enviar, enviando mensaje, mensaje enviado correctamente.
Se mete el móvil en el bolsillo. Entra en la habitación de Raquel y lo deja todo como estaba. Baja la escalera de caracol, cierra la puerta del rellano, piensa que una mano de pintura ayudaría mucho y le daría a todo un aire distinto y también que ya es raro todo esto que le pasa de querer ver a Oriol y no querer verle al mismo tiempo. No querer saber de él y ahogarse porque no le responde los mensajes. Tiene suerte de poder contar con el piso de su vecina, que es una solución perfecta. Y lo es porque, por una de aquellas cosas que no sabe por qué hace o deja de hacer, todavía no le ha dicho a su marido que Raquel se ha ido, que tal vez tardará en volver y que mientras tanto le ha dejado las llaves de su casa.
Si alguien le preguntara a Sara por qué le gusta su marido, daría una respuesta larguísima y llena de motivos auténticos. Max es, todo el mundo estaría de acuerdo, un hombre adorable. Comenzando por su aspecto, que le hace parecer algo así como un adolescente perpetuo, con unos ojos claros atemporales y un flequillo rebelde que fue la obsesión de su madre. Su apariencia solo le resultó un problema grave justo después de doctorarse, cuando empezó a dar clases y descubrió que la mayoría de sus alumnos eran más altos, más fuertes y más convincentes que él. No fue exactamente una estrategia lo que hizo para ganarse el respeto del alumnado. Solo tuvo que exagerar un poco su carácter. Distancia, rigor, exigencia académica y seriedad extremas. Estos fueron sus ases, por lo menos al principio, para que le tomaran en serio. Comprobó con sorpresa que surtía efecto tanto sobre las chicas como sobre los varones, aunque ellas presentaban una tendencia preocupante a enamorarse de él y asaltarle con declaraciones muy embarazosas en las horas de departamento o cuando tocaba revisión de exámenes. Él, en cambio, nunca se sintió atraído hacia ninguna de aquellas ninfas universitarias, ni aunque fuera en lo físico. Le parecían superficiales, alocadas y, sobre todo, incultas. No se imaginaba haciendo nada íntimo o trascendental con chicas que ni siquiera sabían quién fue Mendeléiev.
Max tiene todo lo que una suegra pondría en el retrato robot del yerno perfecto. Habla con tanto respeto que a veces se pierde en un laberinto de palabras amables, nunca se levanta más tarde de las siete de la mañana, cumple los horarios con el rigor de un campanero, nunca eleva la voz ni pierde los estribos ante ninguna situación —menos aún con su mujer—, no tiene vicios grandes ni medianos ni pequeños (ni siquiera alguno que sería admirable, como el coleccionismo o la bibliofilia), no se le caen los anillos a la hora de hacer tareas domésticas (cuando los niños eran pequeños se ufanaba de poseer el récord mundial de cambio de pañales); entiende la lavadora mucho mejor que Sara y es quien se encarga de coser todo lo que se descose en casa. Y por si no bastara, no pone los pies en la cocina a menos que Sara lo autorice, porque ella no soporta que lo haga.
Claro que si Sara escuchara a su conciencia preguntarle por qué Max no es el tipo de hombre al lado del cual, a veces, no querría envejecer, también tendría un montón de respuestas que darse. La única diferencia es que estas solo se las daría a ella misma y aún necesitaría una licencia especial de su sentimiento de culpabilidad, que no es nada generoso a la hora de hacer excepciones. Diría, por ejemplo, que Max es un viejo prematuro. No es que sea viejo ahora que tiene cuarenta y dos años, es que hace unos veinte que es viejo, y eso ya es más grave. A su lado es impensable hacer planes para salir de noche, porque tiene por sagrados sus horarios matutinos y si no descansa ocho horas por lo menos no rinde lo bastante. Si alguna vez, cuando aún no había aprendido a aceptar las cosas como son, consiguió arrastrarle al teatro o a algún concierto, tuvo que sufrir las consecuencias: Max se durmió en el teatro y también en el concierto. Además, su marido sufre ese mal tan bien visto socialmente, que a menudo se confunde con la naturaleza del genio, y que tan latoso resulta cuando hay que convivir con él: se distrae con una facilidad irritante. De hecho, se distrae tanto que a veces cuesta mucho hacerle descender al lugar real donde se desarrolla la existencia de la gente. Max hace un paréntesis para bajar a la realidad a cenar y, en cuanto termina, regresa a su realidad paralela desde donde, por descontado, imparte clases, dicta conferencias y lee en su butaca. Por último, está el sexo. En algún lugar, claro, siempre está el sexo. En qué lugar, si en el primero o en el decimocuarto, ya depende de cada cual. En esto no puede decirse que Max resulte decepcionante. Sara no tiene ninguna queja, pero solo a grandes rasgos. El problema comienzan a ser, de un tiempo a esta parte, los pequeños detalles. Últimamente Max se empeña en follar sin quitarse los calcetines, por ejemplo. Alega que, de lo contrario, se le enfrían los pies. Durante el fin de semana descuida la obligación de afeitarse y, a pesar de todo, pretende asaltarla sexualmente el domingo por la tarde. Cuando ella le hace saber que o se afeita o nada de nada, él opta por el nada de nada, dando a entender que le merece más la pena ir hecho una piltrafa que acostarse con ella. Y así podríamos continuar si no fuera tan latoso hablar de estas cosas.
Sara se da cuenta, cada vez que hace inventario —para hacer balance aún es demasiado joven—, de que realmente no tiene motivos verdaderos para estar aburrida de su marido. Igual no es más que un esnobismo, como esta moda de ahora de hacer bombones de cosas raras, como cebolla o butifarra, que ya son ganas. Claro que mira quién fue a hablar. Ella tiene un escaparate completo en su tienda dedicado a los productos de la marca Oriol Pairot (con un retrato del amigo y todo) y, por descontado, el más vendido con diferencia es la famosa caja «Triángulo de amigos demasiado diferentes». Jengibre, guindilla y lavanda, qué cosas. Esto solo se le podía ocurrir a Oriol, que para algo es un genio.
Lo que más claro tiene Sara en relación con Max es que la culpa es suya y solo suya. Como sabe desde el día en que se conocieron, él es un ser inocente, incapaz de hacer nada que pueda molestarla, mucho menos ofenderla, ni de imaginar qué complicaciones ni qué maldades se le ocurren a veces a su mujer. Si lo supiera no entendería nada, el pobre.
En esto de mirarla como un idiota tampoco ha habido novedades. Max la devora con los ojos desde aquella primera noche del mes de abril que podemos considerar el principio de la historia en común. Incluso antes, porque aquella mirada ya ponía nerviosa a Sara durante todo el curso de técnicas para chocolateros donde se conocieron.
—Sean todos bienvenidos —dijo Ortega, ceremonioso, el primer día—, me llamo Jesús, soy chocolatero y en las próximas tres semanas procuraré que ustedes también lo sean. Empezando por tomar conciencia de lo que ello significa en una ciudad de honda tradición chocolatera como Barcelona. Puede que muchos de ustedes desconozcan que viven en uno de los primeros lugares donde el chocolate se convirtió en un manjar de la aristocracia, cuna del primer pastelero, de nombre Fernández, que se atrevió a fabricar un artilugio para procesar el cacao, y del puerto de donde zarpaban los barcos de las grandes manufacturas de chocolate del siglo XIX, como los Sampons, los Amatller, los Juncosa, los Coll…, que crearon tradición y, de paso, hicieron grandes fortunas. El lugar donde se inventaron las esculturas de pascua que aquí llamamos monas y donde Joan Giner, maestro de chocolateros, hizo de ello un arte que se exponía en los escaparates de la pastelería Mora, para deleite de muchos de los de mi generación. Claro que, si hablamos de escaparates, no podemos olvidar los de su gran amigo Antoni Escribà, a quien dieron el sobrenombre de El Mozart del chocolate, por la imaginación desbordante de que hacía gala. En fin, Barcelona ocupa por méritos propios un lugar en el mapa mundial del chocolate y ustedes han de saberlo si es que desean añadir su nombre a la lista que acabo de referir. Y ahora a trabajar, que se hace tarde. Empezaremos con las presentaciones, para irnos conociendo un poco.
Todo era muy excitante, pero cada vez que Sara levantaba los ojos del trabajo topaba con las pupilas azules de Max clavadas en ella. A continuación había un sobresalto imperceptible, como de pájaro asustado, y los ojos de Max buscaban al azar alguna otra cosa en que fijarse para hacer más creíble el disimulo, pero el rubor como de fruta madura de sus mejillas lo delataba de todos modos. Era encantador, de tan torpe y buena persona. Y se notaba a la legua que estaba enamorado de ella desde el instante en que la miró. A veces se despistaba de tal manera que Ortega tenía que llamarle la atención. «A ver si nos concentramos un poco, señor Frey, que esto más que un trufado parece una papilla». Y el alumno agachaba la cabeza, se soplaba el flequillo que siempre se escapaba del gorro de cocinero y durante unos minutos no se atrevía a mirar nada más que la sopita de trufado que no ligaba ni a la de tres.
Sara se sentía adulada en presencia de Max. Cada vez que la miraba de aquella forma era como si diera cuerda a su orgullo insoportable de hembra inmadura. Pero entonces Sara aún era demasiado joven para considerar un mérito de los demás la forma en que te hacen sentir. Y después estaba la admiración personal, porque ella era de lejos la alumna con mejor técnica de la clase y dejaba a los compañeros boquiabiertos por lo que sabía hacer con las manos. Ella se restaba mérito argumentando que era una herencia de familia, porque había crecido entre chocolateros y había visto preparar turrones y pasteles y «monas» de Pascua y todo lo que se pueda imaginar desde que la nariz no le llegaba al mostrador. Por cómo lo explicaba, Sara estaba convencida de que llevaba la pastelería en la sangre y que su talento era su mejor herencia. Sus compañeros le daban la razón sin rechistar.
Así que Max pasó las tres semanas del curso sin quitarle el ojo de encima a Sara ni un momento, y ella empezaba a cansarse de verle siempre allí con aquella cara de memo. Si algo salvó al chico de ser aborrecido, si ella aún le dirigía la palabra y le miraba de tarde en tarde era por razones que podríamos considerar estratégicas.
Durante aquel curso Sara aprendió un montón de cosas: cómo preparar un pastel de viaje de chocolate blanco, qué temperaturas son realmente peligrosas durante la fase de conchado, por qué prefería las recetas tradicionales a las innovaciones de las nuevas tendencias o por qué a la mayor brevedad posible, incluso antes de que acabara el curso, quería tirarse a Oriol Pairot, el mejor amigo de Max y el alumno más excéntrico de toda la clase.
Esta última cuestión no académica fue la que más dolores de cabeza le ocasionó. Podía organizar en una lista de diez puntos (o más) su interés por la pastelería clásica ante los nuevos ingredientes exóticos que lo habían invadido todo. En cambio, era incapaz de encadenar varios pensamientos lógicos que le permitieran comprender por qué teniendo al encanto de Max Frey rendido a sus pies ella deseaba con todas sus fuerzas a su amigo el gallito. Quizás todo se limitaba a eso: la atracción irresistible de lo que escapa a nuestro alcance. Por encima del horizonte de chocolate a medio trabajar, mientras Ortega daba vueltas al mostrador supervisando el ejercicio, ella se fijaba con disimulo en Oriol Pairot y en su aire diferente, como de patito feo infiltrado en un grupo de pollitos.
El primer Oriol Pairot, quizá más auténtico que el actual, tenía aquel aire orgulloso e indiferente de los que se niegan a saber de qué va el mundo. Se había ido de casa y trataba de sobrevivir como podía trabajando de camarero o repartidor. De algún modo había conseguido pagarse el curso de técnicas de chocolate, pero ya se veía venir que sus próximos pasos en el mundo de la pastelería tendrían que ser autodidactas por falta de financiación. Vivía cerca de la estación de Sants, quizá con algún pariente o algún amigo que nunca salía en las conversaciones. Con suerte conseguía dormir cuatro o cinco horas por las noches, por eso por las mañanas siempre tenía unas ojeras que daba pena verlo. La presentación de Oriol en el primer día de clase, que Sara no ha olvidado, no pudo ser más lacónica:
—Hola, me llamo Pairot, soy de Reus, pero vivo en Barcelona desde hace dos meses. Quiero ser chocolatero, pero diferente.
Todos se quedaron esperando algo más y observando a Oriol, que miraba al suelo.
—¿Te importaría explicarnos qué significado das a diferente? —preguntó Ortega.
—Pues eso. Distinto a los demás.
—¿En qué sentido?
—En todos los sentidos.
—¿Esto del gusto por el chocolate te viene de alguna parte?
—De familia.
—Ah. —Ortega por fin encontró un filón, o eso pensaba él—. ¿Tus padres tienen una pastelería? Quizá podrías hablarnos un poco de ello.
Oriol se removía, incómodo, en el taburete.
—Esto… Yo pensaba que tenía que hablar de mí.
Ortega era buen entendedor y, además, buena persona. Pasó el turno al siguiente, que era Max.
—Me llamo Max Frey y tengo diecinueve años. Soy de Illinois, Estados Unidos, pero de muy pequeño mis padres se trasladaron a Nueva York, que es de donde me considero realmente. Vivo en Barcelona desde hace dos años y estudio tercer curso de Ciencias Químicas. También colaboro en el Grupo de Aleaciones Moleculares del Departamento de Cristalografía, Mineralogía y Depósitos Minerales y con otra universidad japonesa que tiene un nombre muy largo, no quiero aburriros. Si os estáis preguntando qué hago en un curso para chocolateros, debéis saber que yo también me lo pregunto, sobre todo porque no sé hacer nada con las manos, soy una auténtica nulidad, y tampoco tengo fe en aprender. Tiene que ver con el hecho de que mi tesis trata de cómo se comportan ciertos lípidos (en especial, la manteca de cacao) ante ciertas circunstancias y el modo en que podemos hacer que tengan, digamos, una conducta ejemplar, que en este caso equivaldría a obtener un chocolate perfecto. Es decir, que soy el científico loco infiltrado. Si todo va bien, defenderé mi tesis dentro de ocho meses. Estáis todos invitados si os apetece venir. Perdonad el rollo, como aún no me salen las palabras con fluidez en vuestro idioma, ayer me escribí el discurso y me lo he aprendido de memoria. Espero no haber resultado demasiado aburrido. Gracias por escucharme.
El discurso de Max despertó ovaciones espontáneas que lo ruborizaron.
—¿Dices que tienes diecinueve años? —quiso saber Ortega.
—Sí.
—¿Sabes que eres el más joven de la clase?
—Sí, estoy acostumbrado. —Max bajó los ojos—. Voy dos cursos por delante.
Max respondió como si le diera vergüenza. Y es que, de hecho, le daba vergüenza, y no poca. Le ocurría cada vez que debía dar explicaciones de su historial académico, que tarde o temprano pasaban por hablar de sus altas capacidades intelectuales y de la evaluación que había emitido un importante psicólogo especializado en «superdotación y talento» y que, precisamente, fue la causante del traslado de toda su familia a Nueva York, del comienzo de una nueva vida y también de la peor pesadilla escolar que puede vivir un chaval de nueve años a quien de pronto colocan en una clase de superdotados de once. Fue un verdadero horror.
Aquel día, en «clase de chocolate», Max no tuvo que dar tantas explicaciones gracias al sexto sentido de Ortega, que lo adivinó todo, más o menos.
Era el turno de Sara.
—Me llamo Sara Rovira, tengo veintiún años y estoy acabando la carrera de Historia. La empecé porque me gusta entender las cosas y porque pienso que si no sabemos nada del pasado nunca averiguaremos quiénes somos realmente. Es como si todos nosotros fuéramos solo una montaña de pasado acumulándose, por decirlo de un modo gráfico. Bueno, creo que me estoy liando. La cosa es que estudio Historia, pero sé desde que nací que mi destino está tras los mostradores de la pastelería de mis padres. El negocio lo montó mi padre en los años cincuenta y todavía funciona bien, con mucha clientela fija. Mi padre quiere jubilarse dentro de dos años y yo soy hija única, así que ya sé lo que me toca, y me gusta. Me hace mucha ilusión pensar que voy a hacerme cargo del negocio, del que seré la segunda generación, continuadora de algo que merece la pena. Por eso estoy aquí, para aprender técnicas nuevas que puedan servirme en el presente y en el futuro. Y también… —Sonrió con picardía, mirando a Oriol—. Y también porque me interesa saber qué cosas sabe hacer la competencia.
—¡Este es el espíritu! —exclamó el profesor, que no había captado la intencionalidad de la última frase ni se le ocurría que sus alumnos podían ligar en clase—. Y muy bonito esto del presente y el futuro, Sara, ¡muy bonito!
Max y Oriol eran dos amigos difíciles de entender, porque en apariencia no tenían nada en común. O quizá sea eso lo mejor de la amistad, que no se basa, como otras relaciones, en los rasgos comunes ni en la necesidad de crearlos, sino en saber disfrutar las diferencias. Solo con verlos juntos, todo el mundo se daba cuenta de que no ligaban en absoluto. Pairot con aquellas pintas suyas, medio hippie, medio roquero, siempre de negro riguroso, pero con un cierto toque de elegancia que le distinguía de cualquier tribu o tendencia. Pairot era él mismo y nada más, difícilmente podía parecerse a nada conocido. También era mucho más alto que el resto —superaba el metro noventa—, tenía los hombros anchos, aunque un poco caídos, como todos los que se pasan la vida hablando con gente más baja que ellos, una cintura atlética y unos muslos poderosos, similares a los de una estatua clásica. Las manos las tenía huesudas, como si su esqueleto pugnara por traspasarle la piel, y en el cuello se le marcaba mucho la nuez, que Sara miraba disimulando su fascinación. Por alguna razón que no comprendía, encontraba más atractiva esta parte de la anatomía masculina que ninguna otra, y cada vez que Pairot tragaba saliva ante ella, a Sara le daban ganas de chuparle el cuello como si fuera un helado y tratar de morder el saltimbanqui cartilaginoso que en realidad solo era la laringe.
Desde siempre Sara había envidiado la camaradería masculina. Las reuniones de machos le parecían deliciosamente vulgares, con un punto de alcohol, una complicidad que rozaba lo tribal, esa ligereza de quien nunca se detiene a autoanalizarse ni a filosofar sobre la existencia —como hacen por definición las mujeres en cuanto coinciden en grupos de más de una—, cierta exaltación que da la compañía y, sobre todo, ese carácter exclusivo: cuando los machos de la tribu se reúnen para hablar de sus cosas, ellas no están invitadas. Así de fácil.
Al terminar las clases de la primera semana de curso, un viernes después de que todo el alumnado abandonara el aula como si hubiera un incendio, Ortega descubrió que por allí aún remoloneaba el terceto inexplicable.
—¿Vosotros no tenéis ganas de ir a casa o qué?
Los tres, Pairot, Sara y Max Frey, respondieron sin entusiasmo que no y aquello dio pie al profesor, que estaba a punto de jubilarse, estaba enamorado hasta el tuétano de su trabajo y tampoco tenía prisa por volver a casa, para proponer algo que no se habría atrevido a sugerir a nadie más:
—¿Queréis que os enseñe algunos trucos muy útiles de decoración?
Los tres dijeron que sí al momento y volvieron a buscar sus delantales y los guantes y toda la parafernalia, sintiéndose unos privilegiados. Ortega cerró la puerta del aula por dentro y creó un ambiente de intimidad que favoreció mucho aquel aprendizaje extraordinario. Lo que vino después fue todo un lujo. Un lujo de una hora y cuarenta y cinco minutos en la que el experto, que ante todo era un ser generoso, compartió con ellos algunos de sus secretos profesionales.
—Enseñar a quien quiere aprender es un privilegio —dijo, al dar por terminada la clase, con los ojos brillantes de emoción por haber compartido un rato con aquella sangre nueva tan prometedora.
También ellos, los alumnos, estaban al terminar demasiado excitados para irse a casa, sin más.
—¿Qué, chaval? ¿Hace una cervecita? —propuso Pairot mirando solo a Max.
—Of course! —respondió el americano antes de desaparecer tras la puerta del lavabo.
Pairot y Sara se quedaron solos. Ella, un poco incómoda por no haber sido incluida en la invitación.
—A mí también me gusta la cerveza —dijo.
—Ah, perdona. No pensaba que quisieras venir.
—¿Puedo?
—No sabría decirte. Max está hecho polvo y necesita hablar.
—Ah. Y tú eres su confesor…
—Más o menos. Necesita consejo masculino.
—¿Eso significa que tiene problemas que las mujeres no podemos entender? —preguntó Sara desafiante.
—No. Significa que tiene problemas con las mujeres.
—Vamos, que tenéis que hablar de hombre a hombre.
—Exacto.
Sonaba más falso que nada de lo que Sara hubiera oído en toda su vida. Pero ya que Pairot había empezado el peligroso juego de las mentiras, ella decidió no quedarse atrás.
—Pues por eso no te preocupes. Yo en ese sentido soy como un tío.
Oriol abrió unos ojos de lechuza. Eso no pasaba todos los días, impresionar al raro de la clase. Sara saboreó el momento como si se tratase de un petit four delicioso recién salido de su obrador.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Que me gustan las chicas.
Lo soltó así, de pronto, sin pensar en las consecuencias que, como esperaba, fueron inmediatas: Pairot no había conocido nunca a una lesbiana y de pronto la curiosidad se impuso a todo aquello tan importante que él y Max debían hablar de hombre a hombre.
—¡Nunca he hablado de tetas con una mujer! —dijo con una emoción bobalicona.
—Pues yo de ti no dejaría escapar la ocasión.
Cuando Max salió del baño, la cervecita era tricéfala y con un punto lésbico de lo más interesante.
Aquella fue la tarde en que su amistad en forma de triángulo tomó forma oficialmente, aunque no sepamos decir si se trataba de un triángulo equilátero o de otro tipo, pero podemos asegurar que en la base tenía no una, sino dos mentiras. Es como para pensarlo, ahora que han pasado los años.
El día de la cena con Pairot, Max mantiene sus rutinas matinales, pero Sara no. Sara no está para rutinas. Remolonea en la cama hasta las ocho y media y, nada más levantarse, se toma dos pastillas azules para el dolor de cabeza. Llama a la tienda y le dice a la encargada que se ocupe de todo, porque ella debe escribir un artículo y no bajará en toda la mañana. Es su excusa más auténtica (si no estuviera tan alterada, no sería una excusa). Los de la revista gastan mucha paciencia con ella, nunca le reclaman los artículos, aunque los entregue con semanas de retraso y, a pesar de eso, los publican enseguida y se los pagan con puntualidad. Mucho más de lo que puede pedirse en estos tiempos tan complicados para la prensa de toda la vida.
A Sara no le gusta ausentarse de la tienda durante todo un día. Tiene la impresión, a medio camino entre la responsabilidad y la arrogancia, de que nada sale igual si ella no está. Los oficiales del obrador dominan de sobra las técnicas, hace años que trabajan a su lado y conocen su estilo y sus manías al dedillo, pero por alguna razón que se le escapa, a lo que hacen le falta un punto de espíritu, un toque de algo inmaterial que ella posee y que, por desgracia, no se puede enseñar. En los diecinueve años que lleva al frente de la pastelería pueden contarse con los dedos de una mano los días que no ha puesto los pies por allí. Sus ausencias han sido siempre por alguna fuerza mayor, como por ejemplo encontrarse en el hospital pariendo a alguno de sus dos hijos.
Esto de hoy ha sido declarado de fuerza mayor.
Durante un par de horas, Sara pierde el tiempo en mil cosas. Se pinta las uñas de los pies de un color violeta oscuro que compró la última vez que fue a Andorra (en el bote pone que es «color Dominatrix») y que no había estrenado aún. Reorganiza el cajón de los cubiertos. Toma tres tazas de café y acompaña la última de otra pastillita azul para su dolor de cabeza, que persiste, y piensa que se está volviendo una adicta a la codeína. Después decide que ha llegado la hora de hacer algo de provecho y empieza por diseñar el menú de la cena. Pairot es alérgico al marisco y eso complica un poco las cosas, pero no mucho. Por suerte es miércoles y en el obrador no hay mucho trabajo, puede encargar que le preparen algo un poco especial sin que los pedidos se resientan. El taboulé será una buena opción, tal vez con algún pescado blanco como segundo plato. El lenguado con trufas estaría bien, pero es más exótico el rape con fresas y, además, a los chicos les sale riquísimo. También podría ser que Max prefiera una cena fría de ensaladas acompañada de unos postres muy tentadores. Es difícil impresionar con innovaciones al hombre que ha inventado —y vendido a precio de oro— un pastel de chocolate que se huele en lugar de ingerirse, pero si hablamos de tradición no tiene nada que decir, aquí ella juega en casa y Oriol lo tiene todo en contra. Había pensado servir un plato de catanias[2] heladas —su especialidad más exquisita—, pero ahora le parece que será poco y piensa que preparará ella misma unas trufas muy amargas y muy negras, que servirá con crema inglesa ligera y mermelada de frutos rojos. La crema inglesa y la mermelada se las encargará a los chicos del obrador, pero las trufas serán cosa suya y piensa dedicarles la atención que la ocasión merece. Dejará a Pairot boquiabierto y dará a su marido un buen motivo para presumir de ella.
Se pregunta si Max dará el visto bueno al menú cuando suena el teléfono y es él quien le pregunta si ya ha pensado lo que van a cenar esta noche y le pide instrucciones. También quiere conocer otros detalles, como si estarán fuera o en el comedor —él prefiere, como siempre, la terraza— o si ha consultado la previsión meteorológica. Tener los pensamientos tan bien coordinados con los de su marido, como si estuvieran sus cerebros conectados por Bluetooth, la inquieta. Debe de ser que la convivencia sincroniza las sinapsis neuronales de los cónyuges hasta hacer que parezcan gemelos, un fenómeno no por inevitable menos deprimente.
—Pondré la mesa fuera —dice— y lo encontrarás todo preparado. Solo tendrás que retirar las servilletas de las bandejas y servir las raciones. Ah, y acuérdate de sacar los postres de la nevera quince minutos antes de tomarlos. Los pondré en tarrinas individuales para que sea más fácil. Los del tiempo han dicho que no lloverá. Creo que no me olvido nada.
—¡Magnífico! —salta Max al otro lado—. Gracias por pensar en todo, nena. Te echaremos mucho de menos.
Y cuelgan. Al mismo tiempo.
No tiene ninguna duda respecto de la veracidad de la última frase. Piensa que sin ella, sin embargo, la cena será un verdadero reencuentro de dos viejos amigos. Su presencia solo serviría para enturbiar el ambiente. Y en este momento, aunque se había prometido no volver a hacerlo, mira de nuevo la pantalla del móvil por si ha entrado un mensaje de Oriol. Lo peor es que ya sabe —¡lo sabía, es terrible!— que no ha entrado ni entrará.
Para las trufas Sara aprovecha un resto de chocolate del noventa y nueve por ciento. Es fuerte y amargo, con personalidad, de aquellos que es una lástima servirle a cualquiera. Llama a la encargada para decirle que necesita tener preparado el obrador y los ingredientes a partir de las tres, porque piensa hacer unas trufas para aprovechar aquel remanente que lleva ahí varios días.
Durante media tarde se distrae con las trufas. Trabaja intensamente. Le salen para chuparse los dedos, exactamente como sabía que iban a salir. Después las lleva al piso, pone la mesa y recibe al repartidor de la tienda, que le trae el lenguado y una ensalada de trigo salvaje que ha sido una decisión de última hora. Decora la mesa con un par de velas aromáticas, pero enseguida piensa que son una mala elección y las retira. En su lugar coloca una panera bien surtida con panes de diversos tipos —incluso hay uno de sobrasada—, y la tapa con una servilleta de hilo blanco, impecable. En el último vistazo lo aprueba todo: la mesa, el mantel, los cojines de las sillas y el toldo, que protege de las miradas de los vecinos y confiere a todo un aire más íntimo. Entonces se le ocurre un cambio mínimo en la decoración del comedor.
De una vitrina extrae la chocolatera de porcelana blanca. Tiene forma de pera y mide unos veinte centímetros. Con el paso del tiempo ha sufrido algunas pérdidas: no tiene tapa ni tampoco el molinillo de madera que debería servir para remover su contenido. En la base una inscripción en letras azules y un poco inclinadas recuerda alguna mano lejana, desconocida: «Je suis à madame Adélaïde de France». Al releerla, Sara piensa que debería continuar con la investigación —o lo que fuera— que sobre esta mujer comenzó hace años. En este momento, se dice, ni siquiera sabe dónde puso las montañas de papeles, pero decide que los buscará en cuanto tenga la ocasión y hará algo con ellos. Después de todo, la señora Adélaïde y ella forman parte de la misma historia, una que confluye en este objeto precioso y delicado que por suerte llegó a sus manos. Lo acaricia como si fuera un animalito, busca la aspereza de la desportilladura del pico, lo lamenta. Es curioso cómo las cosas forman parte de nuestra vida igual que si fueran seres vivos.
Desde que es de su propiedad, la chocolatera solo se ha utilizado una vez, la misma noche en que la adquirió. También fue en compañía de Oriol y de Max. Así supieron que solo tiene capacidad para tres tacitas de chocolate, tres jícaras. Es un número extraño este de tres, por eso pensó desde el principio que era cosa del destino que el objeto fuera ahora suyo. En aquel tiempo Sara aún pensaba que las cosas siempre ocurren por alguna razón, qué ingenuidad, parece mentira.
Como se imaginaba, la pieza está un poco sucia. La lleva al fregadero de la cocina y la lava con agua y jabón, muy despacio, como si bañara a un bebé. Después, la seca con papel de cocina y la devuelve al comedor para dejarla sobre la mesa, a un lado, en algún lugar donde todo el que pase tenga que verla por fuerza. Quiere que su chocolatera y el pequeño jirón de historia común que lleva a cuestas esparza su influencia sobre la cena, igual que si fuera uno de esos perfumes persistentes de los que no puedes librarte por más que lo desees. Está segura de que Oriol se acordará nada más verla. Y recordando, llegará al lugar adonde ella quiere que llegue. Un lugar del que, si hubiera sido por Sara, no habría salido jamás.
Una vez preparada la escenografía, se arregla como si también ella fuera a cenar. Pone mucho cuidado en el maquillaje y el peinado. Se cuelga el bolso del hombro y sale de casa solo diez minutos después de que llegue Max con los vinos de la cena —uno blanco y uno tinto, como suele—, le dé un beso de despedida en la frente y le desee una buena velada.
Sara saca las llaves con disimulo antes de llegar a la calle. No cree que Max la esté mirando desde la terraza —nunca lo hace—, pero se asegura, por si acaso. No hay peligro. Entra en el portal del edificio de al lado y se escabulle como una sombra en la oscuridad de la escalera. Se siente como una ladrona, como un marido engañado que ha decidido saberlo todo. Busca el hueco de la cerradura a tientas. Solo se relaja una vez dentro, pero no enciende la luz. Sube al primer piso, abre la puerta de la terraza, se encarga de asegurarla con algo para que no pueda cerrarse de golpe. Después ocupa la silla. Ya tiene una localizada, en una esquina del cuarto de Raquel. La saca a la terraza, la coloca justo ante uno de los orificios del seto e intenta divisar su objetivo. Es perfecto, se emociona al comprobarlo.
Desde aquí ve a Max espiando los platos por debajo de las servilletas de hilo. Lo ve hurtar una anchoa de la superficie de la ensalada. Lo ve dar un vistazo de complacencia a la mesa puesta, consultar su reloj de pulsera. Pasan dos minutos. Cuando suena el timbre —Pairot siempre ha sido de una puntualidad que no encaja con el personaje—, a Sara le da un vuelco el corazón. Max sale de escena para ir a abrir la puerta. Sara se prepara para el momento.
«¿Cómo será volver a ver a alguien en quien has pensado cada hora de los últimos nueve años?»
Por suerte o por desgracia, está a punto de saberlo.