Zigzagueando entre los árboles, Jared y Mallory se acercaron al campamento de los trasgos. Había trozos de vidrio y huesos roídos desperdigados por el suelo. En lo alto de los árboles vislumbraron unas jaulas pequeñas hechas con espino, plásticos y otros desperdicios entretejidos. Latas de refresco aplastadas colgaban de las ramas y entrechocaban como siniestras campanillas.
«Pilla un gato, pilla un perro.»
Había diez trasgos sentados alrededor de la fogata. El cuerpo ennegrecido de algo que se parecía mucho a un gato giraba ensartado en un palo. De vez en cuando uno de los trasgos se inclinaba para lamer la carne carbonizada, y el que daba vueltas al espetón le soltaba un ladrido, que servía de inicio a un ensordecedor concierto de ladridos.
Varios de ellos entonaron una canción. Jared se estremeció al oír la letra.
¡Tralará tralalero!
Pilla un gato, pilla un perro,
arráncale todo el cuero
y dale vueltas sobre el fuego.
¡Tralará, tralalero!
Los automóviles pasaban de largo, ajenos a lo que ocurría. Jared, que no lograba distinguir a sus ocupantes, pensó que quizás incluso su madre conducía por ahí en ese momento.
—¿Cuántos son? —murmuró Mallory, empuñando una rama pesada.
—Diez —respondió Jared—. No veo a Simon. Debe de estar en una de esas jaulas.
—¿Estás seguro? —Mallory miró hacia donde se encontraban los trasgos, aguzando la vista—. Dame esa cosa.
—Ahora no —replicó Jared.
Avanzaron despacio entre los árboles buscando una jaula en la que cupiese Simon. Delante de ellos, algo emitió un chillido agudo y penetrante. Se aproximaron con sigilo al borde del bosque.
Al otro lado del campamento de los trasgos, junto a la carretera, yacía un animal. Era del tamaño de un coche, aunque estaba acurrucado, tenía cabeza de halcón y cuerpo de león, y el costado ensangrentado.
—¿Qué ves?
—Un grifo —dijo Jared—. Está herido.
—¿Qué es un grifo?
—Es una especie de pájaro, una especie de... Oh, no importa. Tú mantente alejada de él y ya está.
Mallory suspiró y se internó aún más en el bosque.
—Mira —señaló—. ¿Qué opinas de ésas?
Jared levantó la vista. Algunas de las jaulas altas eran más grandes, y le pareció divisar una forma humana dentro de una de ellas. ¡Simon!
—Puedo trepar hasta ahí —dijo Jared.
Mallory hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Date prisa.
Jared metió el pie en un hueco de la corteza y se aupó hasta la primera ramificación. A continuación se encaramó a la rama de la que colgaban las jaulas pequeñas y comenzó a reptar a lo largo de ella. Si se ponía de pie, le sería posible echar un vistazo al interior de las más altas.
Conforme avanzaba, Jared no pudo evitar mirar abajo. En las jaulas inferiores vio ardillas, gatos y pájaros encerrados. Unos lanzaban zarpazos y dentelladas a los barrotes, mientras otros permanecían muy quietos. Algunas jaulas no contenían más que huesos. Todas estaban recubiertas de hojas que se asemejaban sospechosamente a la hiedra venenosa.
—Eh, pasmarote, aquí. Déjame salir.
La voz sorprendió tanto a Jared que por poco se cae de la rama. Procedía de una de las jaulas grandes.
—¿Quién eres? —susurró Jared.
—Cerdonio. Y ahora, ¿por qué no abres esa puerta?
Jared vio la cara de rana de otro trasgo, pero éste tenía ojos gatunos y amarillos. Iba vestido, y su dentadura no se componía de trozos de vidrio y metal, sino de algo parecido a dientes de bebé. Un escalofrío recorrió a Jared.
—Me parece que no —dijo Jared—. Por mí puedes pudrirte ahí dentro. No pienso dejarte salir.
—No seas aguafiestas, lechuguino. Si ahora pego un grito, esos tipos te convertirán en su postre.
—Seguro que gritas muy a menudo —replicó Jared—. Seguro que no creen una palabra de lo que dices.
—¡EH! ¡MIRAD...!
Jared asió un extremo de la jaula y le propinó un empujón. Cerdonio guardó silencio. Abajo, los trasgos se abofeteaban unos a otros y se disputaban los bocados de carne de gato, aparentemente ajenos al barullo que reinaba en el árbol.
—Vale, vale —cedió Jared.
—Bien. ¡Sácame de aquí! —le exigió el trasgo.
—He de encontrar a mi hermano. Dime dónde está y te dejaré salir.
—Ni hablar, pompis de caramelo. Debes de creer que soy más tonto que un puñado de lombrices. O me sacas de aquí o gritaré de nuevo.
—¡Jared! —La voz de Simon lo llamaba desde una de las jaulas que colgaban cerca de la punta de la rama—. ¡Estoy aquí!
—¡Voy! —respondió Jared, encaminándose hacia allí.
—Abre esa puerta o chillaré —lo amenazó el trasgo.
Jared respiró hondo.
—No vas a chillar. Si chillas, me capturarán, y entonces nadie podrá liberarte. Sacaré a mi hermano primero, pero volveré a por ti.
Jared se alejó por la rama, aliviado al comprobar que el trasgo guardaba silencio.
Simon estaba encajonado en una jaula demasiado pequeña para él. Tenía las piernas dobladas contra el pecho, y los dedos de un pie sobresalían entre los barrotes. Tenía los brazos arañados por las espinas de la jaula.
«¿Están bien?»
—¿Estás bien? —le preguntó Jared, sacando la navaja de su mochila y serrando las nudosas enredaderas.
—Sí —contestó Simon, con sólo un ligero temblor en la voz.
Jared deseaba preguntarle si había encontrado a Tibbs, pero temía la respuesta.
—Lo siento —dijo al fin—. Debí ayudarte a buscar el gato.
—No pasa nada —le aseguró Simon, y se escabulló por el resquicio que Jared había logrado abrir tirando de la puerta—, pero debes saber que...
—¡Cara de tortuga! ¡Niño! ¡Basta de cháchara! ¡Déjame salir! —bramó el trasgo.
—Vamos —dijo Jared—. Le he prometido que lo ayudaría.
Simon siguió a su hermano gemelo a lo largo de la rama en dirección a la jaula de Cerdonio.
—¿Qué hay ahí dentro?
—Un trasgo, creo.
—¡Un trasgo! —exclamó Simon—. ¿Te has vuelto loco?
—Puedo escupirte en el ojo —se ofreció Cerdonio.
—Qué asco —dijo Simon—. No, gracias.
—De ese modo te daría la Visión, pavitonto. Toma. —Cerdonio se sacó un pañuelo del bolsillo y escupió en él—. Frótate los ojos con esto.
Jared titubeó. ¿Se podía confiar en un trasgo? Por otro lado, si Cerdonio hacía algo malo, se quedaría encerrado para siempre en la jaula, pues Simon no lo dejaría salir.
Se quitó el anteojo y se restregó el trozo de tela sucio en los ojos. Esto le produjo cierto escozor.
—Puaj. Eso es lo más asqueroso que he visto —comentó Simon.
Jared parpadeó y echó un vistazo a los trasgos que circundaban la hoguera. Los veía sin necesidad de ponerse la piedra.
—¡Simon, funciona!
Simon observó el pañuelo con escepticismo, pero luego se frotó los ojos a su vez con el escupitajo del trasgo.
—Hemos hecho un trato, ¿no? Sácame de aquí —reclamó Cerdonio.
—Primero cuéntame por qué estás ahí dentro —dijo Jared. Darles el pañuelo había sido un gesto amable, pero podía tratarse de una trampa.
—Para ser un petimetre no tienes pico de pollo —gruñó el trasgo—. Me metieron aquí por liberar a una gata. Me gustan los gatos, ¿sabes? No sólo porque son sabrosos (y lo son mucho, no lo dudes). Pero tienen ojos que se parecen un montón a los míos, y esa gata era muy pequeñita. Apenas tenía carne en los huesos. Además, daba unos maullidos de lo más tiernos... —El trasgo estaba abstraído en sus recuerdos, pero de repente miró de nuevo a Jared—. Bueno, dejemos eso. Sácame de aquí.
—Pero ¿qué me dices de tus dientes? ¿Comes bebés o algo así? —A Jared no le había tranquilizado mucho la explicación del trasgo.
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? —refunfuñó Cerdonio.
—Vale, ahora mismo te dejo salir —dijo Jared, acercándose para cortar los complicados nudos de la jaula—, pero quiero saber lo de tus dientes.
—Bueno, los críos tienen la extraña costumbre de dejar dientes debajo de la almohada, ¿sabes?
—¿Robas los dientes de los niños?
—¡Vamos, panoli, no me digas que crees en el ratoncito Pérez!
Jared manipuló con dificultad las ataduras sin abrir la boca durante un rato. Ya casi había cortado el último nudo.
Y entonces el grifo se puso a aullar. Cuatro de los trasgos lo rodearon blandiendo palos afilados. El animal parecía demasiado débil para erguirse mucho, pero lanzaba picotazos a los trasgos que se acercaban. Entonces alcanzó con su pico de halcón a uno de ellos y lo hirió en el costado. Otro trasgo le clavó el palo al grifo en el lomo, ante los gritos de entusiasmo de los demás.
—¿Qué hacen? —musitó Jared.
—¿A ti qué te parece? —repuso Cerdonio—. Están esperando a que se muera.
—¡Lo están matando! —gritó Simon.
Agarró un puñado de hojas y palos del árbol donde estaban y lo arrojó a los trasgos que se encontraban abajo.
—¡Simon, para! —dijo Jared.
—¡Dejadlo en paz, desgraciados! —exclamó Simon—. ¡DEJADLO EN PAZ!
Todos los trasgos levantaron la mirada en ese momento, con destellos verdosos en los ojos.