CAPÍTULO UNO

Jared Grace bajó del último autobús de la tarde en la parte baja de su calle. Desde allí debía subir una cuesta para llegar a la vieja y ruinosa casa donde vivía con su familia mientras su madre buscaba algo mejor o hasta que su anciana y loca tía decidiese instalarse en ella de nuevo. Las hojas rojas y doradas de los árboles que rodeaban la casa hacían que el gris de las tejas pareciese aún más lúgubre. El ambiente era tan sombrío como su estado de ánimo.

No podía creer que lo hubiesen dejado castigado después de clase tan pronto.

Y no es que no se esforzara por congeniar con los otros chicos. El problema era que no se le daba bien. Sin ir más lejos, ese mismo día había sido un desastre. Bueno, sí, había estado dibujando un duende mientras la profesora hablaba, pero estaba prestando atención. Más o menos. Y claro, la profesora no tenía que haber levantado el dibujo para enseñárselo a toda la clase. Después de eso, sus compañeros no lo habían dejado en paz. Antes de darse cuenta de lo que hacía, estaba rompiéndole la libreta a un chico.

Había tenido la esperanza de que las cosas marchasen mejor en ese colegio, pero desde el divorcio de papá y mamá las cosas habían ido de mal en peor.

Jared entró en la cocina. Simon, su hermano gemelo, estaba sentado a la vieja mesa rústica delante de un plato hondo de leche. Todavía no había probado bocado. Levantó la vista hacia Jared.

—¿Has visto a Tibbs?

—Acabo de llegar a casa. —Jared abrió la nevera y tomó un trago de zumo de manzana. Estaba tan frío que le dolió la cabeza.

—Bueno, y ¿la has visto fuera? —preguntó Simon—. La he buscado por todas partes.

Jared sacudió la cabeza. La estúpida gata le traía sin cuidado. Era el miembro más reciente de la colección de animales de Simon. Otro engorro de bicho que mendigaba comida y caricias y que se le subía al regazo de un salto cuando estaba ocupado.

Jared no sabía por qué él y Simon eran tan distintos. En las películas los gemelos tenían poderes, y se leían la mente el uno al otro con sólo mirarse. Desgraciadamente, lo máximo que podían hacer los gemelos en la vida real era llevar pantalones de la misma talla.

¡Eh, enhorabuena por tu castigo, chalado!

¡Eh, enhorabuena por tu castigo, chalado!

Su hermana Mallory bajó corriendo las escaleras, cargando con una bolsa alargada. Las empuñaduras de sus espadas de esgrima sobresalían de un extremo.

—¡Eh, enhorabuena por tu castigo, chalado! —Mallory se echó la bolsa al hombro—. Al menos esta vez no has acabado con la nariz rota.

—No se lo cuentes a mamá, ¿de acuerdo, Mallory? —pidió Jared.

—Como quieras. Aún así acabará enterándose.

Mallory se encogió de hombros y salió al jardín. Su nuevo equipo de esgrima era aún más competitivo que el anterior. A Mallory le había dado por practicar en todos sus ratos libres. Su entusiasmo rayaba en la obsesión.

—Voy a la biblioteca de Arthur —le dijo Jared a su hermano, y comenzó a subir las escaleras.

—Pero tienes que ayudarme a encontrar a Tibbs. Estaba esperando que llegases a casa para buscarla juntos.

—No «tengo que» hacer nada —repuso Jared, subiendo los escalones de dos en dos.

En el pasillo de la planta de arriba, abrió el armario de ropa blanca y se metió en él. Detrás de las pilas de sábanas amarillentas y llenas de bolas de naftalina, se encontraba la puerta que daba a la habitación secreta de la casa.

Estaba en penumbra, pues no había más luz que la que entraba por la única ventana, y olía a humedad y a polvo. Las paredes estaban recubiertas de libros carcomidos. En el centro de la habitación había un escritorio enorme sobre el que descansaban numerosos papeles viejos y tarros de vidrio. Era la biblioteca de su tío tatarabuelo Arthur. El rincón favorito de Jared.

Echó un vistazo al cuadro colgado sobre la entrada. El retrato de Arthur Spiderwick lo observaba con sus ojillos parcialmente ocultos tras las pequeñas gafas redondas. Aunque Arthur no parecía muy viejo, tenía los labios marchitos y un aire chapado a la antigua. Desde luego, no presentaba el aspecto de alguien que creyese en las hadas.

Jared abrió el primer cajón del lado izquierdo del escritorio y sacó un libro envuelto en un trozo de tela: El Cuaderno de campo del mundo fantástico, por Arthur Spiderwick. El cuaderno refería con todo detalle las costumbres y hábitats de los seres sobrenaturales. Aunque hacía pocas semanas que lo había encontrado, Jared había llegado a considerarlo suyo. Casi nunca se desprendía de él y a veces incluso lo ponía debajo de la almohada antes de dormir. La única razón por la que no lo llevaba consigo al colegio era que temía que alguien se lo quitase.

Oyó un ruido sordo procedente de la pared.

—¿Dedalete? —dijo Jared en voz baja.

Nunca sabía muy bien si el duende de la casa andaba por ahí.

Jared colocó el libro junto a su último proyecto: un retrato de su padre. No había hablado del asunto con nadie, ni siquiera con Simon. No le estaba quedando muy bien. De hecho, le estaba quedando fatal. Sin embargo, el cuaderno era para consignar datos en él, y si deseaba hacerlo bien debía aprender a dibujar. Aun así, después de la humillación que había sufrido aquel día, no le apetecía tomarse la molestia de continuar con el retrato. A decir verdad, tenía ganas de hacerlo trizas.

—Aquí huele a gato encerrado —le dijo una vocecita al oído—; más vale ir con cuidado.

Se volvió rápidamente para ver a un hombrecillo de piel morena vestido con una camisa y unos pantalones que parecían hechos para un muñeco, a partir de un calcetín. Estaba de pie sobre uno de los estantes, a la altura de los ojos de Jared, sujetando una hebra de hilo. En lo alto de la estantería, Jared avistó el destello de una aguja plateada que el duende había utilizado para descender en rappel.

—¿Qué pasa, Dedalete? —dijo Jared.

—Cuando vayan a por ti yo te diré: «Te lo advertí».

—¿Qué?

—Te advertí que del libro te olvidaras. Por no hacerme caso, las pagarás muy caras.

—Siempre dices lo mismo —replicó Jared—. Y ese calcetín que recortaste para hacerte tu traje ¿te salió muy caro? No me digas que pertenecía a tía Lucinda.

—Ahórrate esas burlas atroces. Aprende a temer lo que no conoces.

Jared suspiró y se dirigió hacia la ventana. Desde allí alcanzaba a ver todo el patio trasero. Mallory, cerca de la cochera, lanzaba estocadas al aire con su florete. Más lejos, junto a la derruida valla de tablones que separaba el jardín del bosque cercano, estaba Simon, haciendo bocina con las manos, seguramente para llamar a su estúpida gata. Más allá, la espesa arboleda tapaba la vista. A lo lejos, una carretera discurría por el bosque, como una serpiente negra entre la hierba alta.

Dedalete se aferró al hilo y se balanceó hasta el alféizar. Iba a decir algo, pero finalmente se quedó mirando hacia fuera, como sorprendido, hasta que por fin dijo:

—Trasgos a la vista, y hay que ser realista: muy tarde te he advertido, ahora ya estás perdido.

—¿Dónde?

—Junto a la valla, ¿es que la vista te falla?

Jared achicó los ojos y miró en la dirección que le señalaba el duende. Allí no había nadie más que Simon, que estaba muy quieto, examinando el césped de un modo extraño. Jared vio horrorizado que su hermano empezaba a forcejear. Simon se retorcía y arremetía, pero... ¿contra qué? Allí no había nada...

—¡Simon!

Jared intentó abrir la ventana, pero estaba clavada al marco. Comenzó a golpear el cristal.

Entonces Simon cayó al suelo y, acto seguido, desapareció.

—¡No veo nada! —le gritó Jared a Dedalete—. ¿Qué está pasando?

Los negros ojos del duende relampaguearon.

—Lo había olvidado, no me acordaba; los ojos humanos no sirven de nada. Aun así, sea como sea, puedo conseguir que veas.

—Te refieres a la Visión, ¿verdad?

El trastolillo asintió.

—¿Y cómo puede ser que te vea a ti y a los trasgos no?

—Podemos elegir mostrarte lo que queremos enseñarte.

El pequeño duende visiblemente agitado.

El pequeño duende visiblemente agitado.

Jared tomó el cuaderno y comenzó a pasar las páginas que se sabía prácticamente de memoria; bocetos, acuarelas y anotaciones escritas con la letra irregular de su tío.

—Aquí está —dijo Jared.

El trastolillo dio un salto desde la ventana a la mesa.

La página sobre la que Jared había posado los dedos mostraba diferentes maneras de conseguir la Visión. La repasó rápidamente: tener el cabello rojo, ser el séptimo hijo de un hijo séptimo, rociarse con agua del baño de un hada... Se detuvo en el último punto y levantó la vista hacia Dedalete, pero el pequeño duende, visiblemente agitado, señalaba la parte inferior de la página. La ilustración mostraba claramente una piedra con un agujero en el centro, semejante a un anillo o a una rosquilla.

—Con esta piedra es posible avistar lo invisible —aseguró Dedalete, saltando del escritorio, y corrió por el suelo hacia la puerta del armario de ropa blanca.

—No hay tiempo para ponerse a buscar piedras —protestó Jared, pero ¿qué otra cosa podía hacer sino seguirlo?

Olía a gasolina y a moho

Olía a gasolina y a moho