La flota árabe, menor en número que la griega, llevaba a bordo a las mujeres de los guerreros, y sus hombres combatieron con ardor como si estuvieran en tierra firme, ya que los buques enemigos se ataron entre sí con cuerdas, no con garfios de hierro, formando una especie de llanura de la que sólo sobresalían los mástiles de las embarcaciones. El triunfo árabe fue completo. El Emperador bizantino fue herido y tal vez hecho prisionero, teniendo que avenirse a pagar una fuerte indemnización de guerra y dejar, como garantía, uno de sus hijos en poder de Muawiya. Pero el que no se explotara la victoria con un ataque a Constantinopla hace pensar que los vencedores, en especial los soldados egipcios soliviantados contra Utmán por uno de sus jefes, Muhammad b. abi Hudayfa, forzaron el regreso a sus bases y que los marinos de los buques con base en Alejandría (que en gran parte debían ser coptos) iniciaron el retorno porque, posiblemente, se les adeudaba la paga. Muawiya, solo, no podía ir más allá.

En Egipto, el califato de Utmán empezó mal. Los comerciantes de Alejandría se habían dado cuenta del perjuicio económico que para ellos significaba el cambio de la dirección del comercio —hacia Arabia en vez de hacia el Mediterráneo—, impuesta tácitamente por la conquista. Iniciaron una conspiración que debía devolver la provincia a los cristianos, aunque éstos tuvieran que contar con el apoyo de Bizancio. Gracias a esta connivencia, al dominio del mar y al apoyo de los mercaderes, un ejército griego al mando del eunuco Manuel, recuperó Alejandría e inició la marcha sobre Fustat. Pero cometió el mismo error que siglos más tarde repetiría Luis IX el Santo: avanzar lentamente, a diferencia de lo que más tarde haría Napoleón. Así pues, Amr b. al-As, que había recibido la orden de entregar el poder a Abd Allah b. abi Sarh, se negó a obedecer antes de haber expulsado a los invasores: reunió a sus beduinos, dejó que Manuel se alejara de la costa, atacó y venció. Los derrotados se refugiaron en Alejandría: Amr b. al-As la ocupó a viva fuerza y derribó las murallas, pues no las necesitaba, ya que —dijo— era como una casa de tolerancia donde entraba todo aquel que quería, y suprimió todos los privilegios fiscales que había otorgado a la ciudad en el momento de ocuparla por primera vez (cf. pág. 136). Seis siglos más tarde de estos hechos se inventó la leyenda (falsa) sobre el incendio de la biblioteca de Alejandría: ésta había dejado de existir mucho antes (siglo IV) de que los árabes pusieran sus pies en Egipto. A continuación entregó el mando a su sucesor y marchó a Medina para rendir cuenta de sus actos al Califa (25/646).

El nuevo gobernador, Abd Allah b. abi Sarh, inició campañas de conquista en dirección a Nubia, en busca de esclavos que se importaban de Dunqula, y hacia el oeste —zona ya reconocida por su antecesor en Fustat— para ocupar la Cartaginense (Túnez), que entonces surtía de aceite al Mediterráneo. El camino le fue abierto por los cristianos del norte de África, que no aceptaban la doctrina monotelista (según la cual, a consecuencia de la unión personal, existe en Cristo una sola energía, una manera de obrar única, una sola voluntad) que intentaba imponer Bizancio. El patricio Gregorio, proclive a Roma, al enterarse del fracaso de Manuel en Egipto, se sublevó contra el emperador Constantino y, para no exponerse a un desembarco repentino, se instaló en Sbeitla (Sufetula). Como el tesoro bizantino estaba exhausto ante la pérdida de sus más ricas provincias (Siria y Egipto), no pagaba los subsidios que daba a los númidas, y éstos no importunaron los movimientos de Gregorio, a quien ocurrió lo que menos esperaba: el gobernador de Egipto, Abd Allah b. abi Sarh, le atacó, venció y ocupó Sbeitla (27/647). A partir de este momento la amenaza árabe sobre el Magrib era patente y, si hemos de creer al cronista Sayf b. Umar, también la conquista de España entraba ya en los cálculos de Utmán a cuyo gobernante, el rey godo (Chindasvinto o Recesvinto) había enviado un mensaje amenazador. Estos últimos detalles son una invención tardía.

Es costumbre dividir el califato de Utmán en dos períodos de idéntica duración. La separación entre uno y otro la señalaría la pérdida del anillo con que el Profeta sellaba sus escritos autentificándolos de esta manera. Posiblemente era de plata y tenía, según el hadiz, una inscripción en tres líneas que decía Muhammad. Enviado de Dios. Los dos primeros Califas lo llevaron en uno de sus dedos. Lo mismo hizo Utmán. Pero un día, mientras contemplaba las obras que se realizaban en el pozo sin fondo conocido de Bir Aris, a dos millas de Medina, para aumentar su caudal, tuvo la desgracia de que se le cayera en el interior del mismo y, a pesar de la búsqueda inmediata y exhaustiva, fue imposible encontrarlo. De este hecho los presentes sacaron un mal augurio. Utmán quiso reparar la falta y mandó hacer uno exactamente igual, cuya existencia fue corta, puesto que desapareció el día en que fue asesinado.

De creer en los tradicioneros, su califato se había iniciado mal. Recién proclamado y al subir al almimbar para realizar el primer sermón público, tuvo la osadía de ascender hasta el mismo lugar en que había predicado el Profeta, cosa que había rehusado hacer Abu Bakr, que sólo había llegado al peldaño inmediato anterior del lugar que aquél ocupara, y Umar, quien se situaba uno por debajo del de Abu Bakr. Al ocupar Utmán el mismo sitio desde el cual predicara el Profeta, fue abucheado y, al parecer, sólo supo replicar que los dos Umares preparaban sus pláticas y que él no lo había hecho. Otra vez se le acusó de haber dado el tratamiento de califa a Abu Bakr, pero no a Umar, etc. Si las cosas ocurrieron realmente así, hay que pensar que a uno u otro califa se le iban a acabar los escalones para subir a la tarima del almimbar y tendría que hablar al mismo nivel que el resto de los fieles, con lo cual éstos oirían peor y no lo verían, los dos motivos que habían llevado al Profeta a introducir el almimbar en la mezquita. Utmán, consciente o inconscientemente, se dio cuenta de ello y actuó por motivos prácticos, del mismo modo que Umar, quien al ocupar el poder redujo por los mismos motivos su tratamiento a Califa del Enviado de Dios en vez de Califa del Califa del Enviado de Dios, que era el inicialmente pensado. Por otra parte, el que una vez en una jutba (sermón) diera el tratamiento a uno de los Umares y no al otro, tanto puede tratarse de un olvido como de una mala transmisión de los textos.

Otras tradiciones también le acusan de debilidad de carácter. No puede admitirse fácilmente: un débil de carácter no se convierte a una religión naciente que sólo, y durante muchos años, le causó problemas con su propio clan y ante la cual nunca cedió a las pretensiones coraixíes de que renegara. Había accedido al califato por méritos propios, es decir, tener años suficientes (recuérdese la ley del señoriato aún vigente en algunos estados), ser yerno del Profeta (al igual que los otros tres califas ortodoxos) y, en este último aspecto, ser el único musulmán que se había casado, sucesivamente, y al enviudar de la primera, con dos hijas del Profeta, Ruqayya y Umm Kultum (de aquí el apodo que se le dio de Du-l-Nurayn, el dueño de las dos luces). A él, sin embargo, se le presentaron problemas nuevos y desconocidos por sus antecesores y que no entraban dentro del campo de las restricciones mentales admitidas —según la tradición— por el Profeta: La mentira es siempre mentira excepto en tres casos: 1) cuando se miente para reconciliar a dos hombres; 2) cuando se miente a la propia mujer prometiéndole algo y 3) cuando se miente en la guerra. Tenía que adecuar la realidad a las nuevas situaciones, y aquí parece ser que siguió las palabras atribuidas al compañero del Profeta, Hudayfa b. al-Yamán: Trueco una parte de mi religión por otra para evitar que desaparezca completamente.

Mahoma había ejercido rara vez la ley del talión con los paganos y relapsos, pero no parece que se planteara el caso de juzgar a un creyente por el asesinato de otro. Ésta puede haber sido la primera prueba de Utmán. Ubayd Allah b. Umar consideró que su padre había sido asesinado por Abu Lulua como consecuencia de una conjura urdida por el ex general persa Hurmuzán (¿convertido al islam? Según alguna tradición cobraba una pensión de dos mil dirhemes) y un cristiano de Hira llamado Chufayna, ambos residentes en Medina. El hijo del asesinado buscó y mató a los dos sospechosos, y Utmán tuvo que decidir qué se hacía con él. Y, contra el parecer de muchos emigrados y defensores, le perdonó la vida a cambio de que pagase la diya (el precio de la sangre, o sea, la indemnización debida a los herederos del difunto). En otros casos volvió a aplicar la ley pagana de que hubiera cincuenta testigos que declararan que el acusado era inocente o culpable, cifra a todas luces prácticamente imposible de alcanzar y, por tanto, el sayyid de la tribu no tenía que intervenir y el problema se resolvía a nivel de clan (aqila). Pero los juristas del siglo II/VIII idearon procedimientos más eficaces y acusaron a Utmán de haber mantenido viejas instituciones paganas, olvidando que el Profeta había hecho algo similar al aceptar este procedimiento para casos de adulterio (24, 6/6-10/10).

Tuvo, además, que enfrentarse con las protestas de los compañeros, que se negaban a aceptar las más mínimas variaciones penales o cultuales que los tiempos exigían, pero que ellos no habían visto practicar a Mahoma, y que podríamos resumir en la conducta a seguir con las mujeres que llevaban separadas de sus maridos seis meses y daban a luz antes de los nueve (algunos juristas posteriores imaginarían la doctrina del niño dormido, admitiendo que el feto podría permanecer hasta ¡cinco años! sin ver la luz); el aumento del número de arracas en ciertas ceremonias de la peregrinación; la facultad de un esclavo musulmán de dar seguro a enemigos infieles, etc.

Las acusaciones más objetivas le vinieron por haber protegido a personajes detestados por el Profeta: éste había maldecido a al-Hakam b. abi-l-As b. Umayya b. Abd al-Sams y lo había desterrado a Taif. Técnicamente esta maldición y según la costumbre semítica, debía proseguir durante cuatro generaciones y alcanzar a su hijo, el futuro califa Marwán. Pero en el momento de pronunciarla, éste había nacido ya y por tanto, y contra lo que muchos contemporáneos creyeron, no podía legalmente afectarle. En cambio, sí verían con malos ojos que el Califa permitiera a al-Hakam volver a Medina y el que tomara por consejero al joven Marwán. Y lo mismo ocurrió con el hermano de leche (este vínculo se ha mantenido vivo casi hasta nuestros días) del Califa, Abd Allah b. Sad b. abi Sarh, secretario del Profeta, que se vanaglorió en algún momento de no haber escrito al pie de la letra la revelación (cf. pág. 112).

Utmán intentó seguir, hasta donde pudo, la política de Umar: condenó a muerte a los ilusionistas, desarrollando así la ley (7, 101/103-123/126) aplicada a los magos egipcios por el Faraón, y continuó delegando sus atribuciones judiciales en compañeros residentes en distintas ciudades del imperio que tuvieran un buen conocimiento de la moral y de la ley coránica. Éstos recibieron el nombre de cadíes, que, como los árbitros y oradores preislámicos, se subían a una tarima (palabra española de origen árabe: tarima) y, como ocurría en muchos pueblos orientales, llevaban en la mano una vara de mando (anaza o harba), símbolo que parece remontar al mundo sudárabe, a la Persia aqueménida y aún más allá (a la lanza de Marduk), y que ha pervivido en España hasta nuestros días. De aquí el báculo de los sacerdotes y que la ruptura de este símbolo signifique el fin de la autoridad, como indica Ibn Qutayba (m. 276/ 889): Se rompe el bastón y se disuelve la asamblea.

Como sus antecesores, no pudo terminar ni con los borrachos de las calles de Medina ni con la malversación de fondos de los gobernadores: hizo rendir cuentas al de Basora, Abu Musa al-Asarí, en 29/649, pero eso no impidió que más tarde, y a petición de los interesados, le nombrase para el mismo cargo en Kufa, donde se encontraba el «día de la casa» (yawn al-dar). Más interesante (si es cierta) es la anécdota que muestra la poca confianza que debía existir entre generales y soldados de los ejércitos conquistadores: un nahdi, soldado de Said b. al-As, consiguió como botín una caja pequeña, pero éste, creyendo que contenía joyas, se la quitó y la abrió: encontró otra más pequeña; la reventó y apareció un trapo negro; lo desgarró y vio un trapo rojo; lo desenrolló y apareció un trapo amarillo; una vez desenvuelto vio, finalmente, que contenía dos panes, uno moreno y otro rubio. Evidentemente no se los quedó y se los devolvió al soldado.

La administración no marchaba bien en las provincias, y en la misma Siria, Muawiya, hombre enérgico, tenía que vérselas con los agitadores. Fuera cual fuera la ideología de éstos, las crónicas tardías —tardías son para todos los acontecimientos de los cuarenta años iniciales del islam— muestran que conforme se avanza en el tiempo la polémica político-religiosa —que se nos conserva, aunque no responda a la realidad— tiende a basarse más y más en textos del Corán, traídos a cuento, oportuna o inoportunamente, por cualquiera de los contendientes. Los agitadores de Siria fueron reprendidos por Muawiya y uno de ellos, Sasaa b. Suhán, le replicó, aludiendo al Corán (32, 8/9): A continuación lo modeló… y el Gobernador contraatacó con (3, 98/103) Coged el cable de Dios, el Islam, y no os separéis, a lo que Sasaa replicó (65, 3/3) Quien en Dios se apoya…, etc. Muawiya no sólo era increpado por Sasaa sino por otros, como Málik al-Astar, que invocaba versículos como (3, 184/187); ¡Cuando Dios hizo el pacto… y (3, 101/105) No seáis como esos que se separaron… Y en la propia Medina los albriciados, los compañeros medineses, como Hassán b. Tábit, Zayd b. Tábit y Alí, estaban revueltos. Este último parece ser que, como iniciativa propia, visitó al Califa para aconsejarle. Es más, la máxima enemiga de éste, Aísa, recibía en su casa, desde el 30/650, a los cabecillas de la oposición a Utmán.

El Califa, que por viejo debía haberse vuelto indeciso, a falta de sus consejeros de toda la vida, ya muertos, como Abd al-Rahmán b. Awf (m. c. 31/652) y Abu Sufyán b. Harb (32/653), decidió convocar a sus gobernadores en Medina, ciudad que, a pesar de la anarquía reinante en los desiertos de la Península, carecía de guarnición militar —el castigo de la ridda había impuesto un sano temor a los beduinos— y continuó sin ella a pesar de la oferta de Muawiya de enviar sus soldados para mantener el orden. A la convocatoria parece ser que acudieron, aparte del ya citado gobernador de Damasco, Abd Allah b. Sad b. abi Sarh (Egipto), Amr b. al-As b. Wail al-Sahmí (el conquistador de Egipto) y Abd Allah b. Amir b. Kurayz (Basora). Los kufíes, en cambio, enviaron un predicador, Amir b. Abd Qays, para que amonestara al Califa. Éste se lo quitó de encima después de un pintoresco diálogo sobre el lugar en que está Dios, que se centró en la discusión del Corán (89, 13/14). El gobernador propiamente dicho de Kufa, Said b. al-As, parece que no asistió.

La situación estaba ya tan revuelta que sólo uno pudo regresar a su provincia: Muawiya a Siria. Las crónicas refieren que en el viaje, con la espada al cinto y el arco en el cuello, coincidió casualmente con un grupo de emigrados en el que se encontraban Talha, al-Zubayr y Alí, y les amonestó advirtiéndoles que una sublevación puede empezar, pero nunca se sabe cómo acaba, y terminando: ¡Nada de sublevaciones! ¡Dios puede cambiar lo que quiere! Posiblemente es el mismo Muawiya a quien hay que atribuir el consejo de matar a los jefes de los alborotadores, a lo que el Califa se negó por carecer de pruebas fehacientes de lo que éstos pretendían hacer.

Entraba en el juego un grupo de árabes que querían terminar con el califato, sin darse cuenta de que de ser así ocurriría lo que adelantaba el poeta Hánzala al-Kátib en unos versos que dirigió a Muhammad b. abi Bakr mientras la hermana de éste, Aísa, marchaba hacia La Meca con el pretexto de realizar la peregrinación y lavarse las manos de lo que pudiera ocurrir:

La gente que quiere poner fin al califato

Me deja boquiabierta

Si terminara, terminarían sus bienes

Y sólo encontrarían, después, el más vil de los males

Les pasaría como a los judíos y a los cristianos

Igual que ellos, se extraviarían por el camino.

Los casi aún paganos empezaron a sacar augurios nefastos de la rapsomancia, ya conocida en la antigüedad clásica (sortes Virgilianae) y practicada aún hoy en día en las más variadas regiones y religiones del mundo. Consiste en abrir al azar un libro (preferentemente sagrado, y en este caso concreto, el Corán) e interpretar el primer párrafo que se lee en función de las circunstancias del momento. Se observó el vuelo de los pájaros y del tiro con flechas, supersticiones que Mahoma había prohibido, y de todo ello sacaron malos pronósticos. En el fondo, muchos revoltosos se negaban a admitir que el califato quedara adscrito al clan de los coraix; otros pretendían que los cargos públicos se distribuyeran según la antigüedad de la conversión al islam (kufíes); otros, que se tuviera en cuenta el nasab y la murua (omeyas, cf. supra pág. 43).

Pero la propaganda más peligrosa procedió de un pretendido hebreo del Yemen llamado Abd Allah b. Saba (o b. al-Sawda, que significa «el hijo de la negra») que empezó a elaborar, alrededor del año 33/653, un cuerpo de doctrina del cual arrancaron los demás sistemas heterodoxos del islam. Se basó en 28, 85/85: Quien te ha impuesto el Corán, te devolverá a un lugar de retorno. Di: Mi Señor sabe perfectamente quién trae la buena dirección y quién está en un extravío manifiesto. El versículo fue interpretado como una alusión a Utmán, quien habría usurpado el califato a Alí. Hasta aquí parece que sólo se ventilaba una cuestión de preeminencia política que fue propagada por misioneros que, actuando con disimulo, consiguieron difundir la idea por todas las provincias excepto Siria, ya que en cada lugar adaptaban sus ejemplos a las circunstancias del mismo —fácilmente verificables por sus oyentes— y exponían la mala situación de otras provincias del imperio suficientemente alejadas para poder ser desmentidas. A pesar de que todo este montaje era una calumnia, por aquello de calumnia que algo queda, el número de descontentos creció y, como en la sura en que se eligió a Utmán, todos los partidos se unieron para derribarle, pero sin ponerse de acuerdo sobre quién sería su sucesor. Años después, y tras el asesinato de Alí, se aplicarían a éste las doctrinas docetistas de los primeros siglos del cristianismo (Jesús no habría muerto en la cruz, ni Alí asesinado, sino un doble suyo) que acabarían dando origen a la heterodoxia religiosa de la xiía y las tesis del imam oculto (cf. pág. 216) que iba a adoptar también el caraísmo judío.

Para intentar poner fin a esta agitación, disfrazada muchas veces bajo el manto de la piedad, Utmán encontró un castigo bastante digno: individualizar a los principales revoltosos musulmanes y desterrarlos y confinarlos en distintos lugares, en especial en las rápitas del Asia Menor (durub), donde podían demostrar su valor defendiendo las fronteras del islam frente a los ataques bizantinos y esperar que éstos los mataran enviándolos, así, directamente al cielo. Pero había individuos a los cuales no se podía incluir en estos batallones de castigo, en especial personalidades como Abu Darr al-Gifarí (m. 32/653), Salmán al-Farisí (quien había aconsejado a Mahoma la excavación del foso para defender Medina de los ataques coraixíes), al-Miqdad, Ammar b. Yasir, etc.

El primero, por ejemplo, había tomado parte en la expedición a Chipre mandada por Muawiya y era hombre piadoso que creía que los versículos (9, 34/34-35/35): … Multitud de doctores y de monjes comen las riquezas de los hombres con la futilidad y apartan de la senda de Dios. Albricia un tormento doloroso a quienes atesoran el oro y la plata y no lo gastan en la senda de Dios…, que prohibían la formación de capitales, y más de los grandes capitales que reunían los albriciados y los defensores. El éxito de la propaganda de sus ideas en Damasco puso en guardia a Muawiya que, no sabiendo qué hacer con él, lo mandó a Medina y el Califa lo desterró a la reserva de Rabada, donde murió poco después. Pero, en todo caso, la idea de un socio-comunismo (que no aparece en el Corán, y la mejor prueba es que Mahoma, al fin de su vida, y casi todos los defensores, eran ricos) quedaba sembrada y al recibir apoyo dialéctico de la tradición, aún viva, del estado comunista que había intentado crear el sasánida Kawad I (488-531), se consolidó. Siglos después defendió la misma idea, y consiguió ponerla en práctica en China, el economista Wang An-Chi (1068-1086), que acabó fracasando definitivamente, en 1126, ante el capitalismo de los mandarines. La figura de Abu Darr, y sus ideas más o menos bien interpretadas, han hecho de él un personaje aprovechable, con fines políticos, por los socialistas contemporáneos y, religiosamente, por la minoría nusayrí de Siria.

En Kufa se planteó un problema similar con las calumnias que los nobles lanzaron contra su gobernador, Walid b. Uqba, pues éste aumentó los subsidios de los pobres (al-amma), incluso de los esclavos y no subió los de los ricos (al-jassa). Éstos le desacreditaron ante el Califa acusándole de borracho, tolerante con los ilusionistas, libertino, etc., y Utmán le destituyó cometiendo, posiblemente, una injusticia. El poeta al-Hutaya, que hemos citado reiteradamente, coetáneo de los hechos, que no tenía interés por ningún partido y que sólo le interesaba cobrar por sus versos y, además, era un nómada absí de la Arabia Central, le defendió cuando Walid b. Uqba, depuesto ya, no podía recompensarle. En definitiva, la sociedad islámica volvía a tropezar otra vez con el único problema que los juristas de aquel entonces podían comprender: los bienes conseguidos por la conquista ¿eran dinero de Dios (mal Allah) como en la Arabia del sur y por tanto de libre disposición del Califa, o bien eran mal al-muslimin, como pretendía Abu Darr, y, en consecuencia, debía repartirse en partes iguales entre toda la comunidad?

Otro gobernador de Kufa, Said b. al-As (33/653), tuvo que mediar en la querella que oponía a los asad y los coraix, y como quisiera zanjar las discusiones entre los dos bandos, se vio acusado por al-Astar y Sasa de impedir la libertad de palabra que los árabes tenían por sagrada. Para cortar por lo sano formó un grupo de los diez principales opositores y se los envió a Muawiya; éste también les reprendió recalcando que Mahoma sólo había concedido cargos a los más aptos, e invocando en su apoyo (29, 1/1-2/2): ¿Creen los hombres que se les dejará decir «creemos» y no serán probados?, y a continuación escribió a Utmán, quien le ordenó que los dejara en libertad, por lo que los agitadores extendieron su propaganda por las provincias (Egipto, Iraq) en que se habían instalado las tribus más inquietas y descontentas a causa de las tierras que les habían caído en suerte y que no respondían, la mayoría de las veces, a la idea que de las mismas se habían hecho al iniciar la emigración.

Es evidente que el grupo de los máximos accionistas de la expansión del islam fue la oligarquía residente en Medina, o al menos así lo apuntan las pensiones que se les atribuyeron y las grandes riquezas que, al morir, legaron a sus descendientes. Éstos, por consiguiente, no estaban dispuestos a aceptar la pérdida de sus privilegios ni a pagar al fisco; por otra parte no sabían cómo terminar con el descontento de los más pobres y, para complicar más la situación, no coincidían en sus miras políticas ni entendían la evolución de la situación económica. Utmán, que era uno de ellos, se dio cuenta de que la capacidad adquisitiva de los musulmanes disminuía y por tanto, ya al subir al poder, elevó linealmente en un décimo las pensiones (ata) de los ahl al-fay, y pensó revisar —posiblemente a la baja— las de los más ricos, al mismo tiempo que los pagos se retrasaban a todos los niveles. Y así nació un malestar general. El buen hombre y sus consejeros se encontraban ante una inflación por exceso de numerario del mismo tipo de la que describe Suetonio en Roma, después de la batalla de Actium, y de la que iban a conocer los conquistadores españoles de América: el enriquecimiento de todos a la vez hizo subir los precios artificialmente, puesto que la demanda era superior a la oferta. No fue la falta de conquistas, en uno y otro caso, lo que les hizo sentirse progresivamente más pobres, sino el que todos tenían demasiado oro y plata y pujaban entre sí. Les ocurrió lo mismo que a los conquistadores del Perú, tal y como explican nuestros cronistas de Indias. Francisco Jerez nos dice, por ejemplo, que un caballo se vendió por tres mil trescientos pesos de oro; una botija de vino de tres azumbres por sesenta pesos; una capa, por cien pesos; un par de borceguíes, por treinta o cuarenta. Y Agustín de Zárate comenta que si uno debía a otro algo, le daba un pedazo de oro a bulto, sin pensar, y aunque le diese el doble de lo que le debía, no se le daba nada. Ni los españoles del siglo XVI ni los musulmanes de Utmán llegaron a comprender el mecanismo del fenómeno que les enriquecía, y al mismo tiempo les empobrecía, aunque sí sabían que el precio de una finca de los alrededores de Medina se había decuplicado en el plazo de veinte años, y otros detalles por el estilo; y la envidia —el vicio nacional de los árabes, según Tabarí— enfrentaba a unos y a otros.

La oposición interna, representada por Alí (apoyado por los egipcios), Talha (contaba con los basríes) y al-Zubayr (esperaba el apoyo de los kufíes), procuró azuzar la rebelión en las provincias y mantener la paz en Medina a fin y efecto de que, ocurriera lo que ocurriera, ellos parecieran inocentes. Pero en la misma Medina subsistía la eterna enemistad entre defensores y emigrados, especialmente si éstos eran omeyas o coraixíes, y destacaba como principal opositor Chabala b. Amr al-Ansarí. En estas circunstancias Muhammad b. abi Hudayfa b. Utba, protegido de Utmán y uno de los jefes de la flota musulmana vencedora en Dat al-Sawari (cf. pág. 176), empezó a intrigar en Egipto contra el Califa, basándose, probablemente, en el atraso con que los soldados recibían sus pagas, y aprovechó la ausencia del gobernador, Abd Allah b. abi Sarh, para substituirle por su cuenta y riesgo y permitir que los compañeros Amr b. Budayl b. Warqa al-Juzai y Abd al-Rahmán b. Udays al-Tuchibí reunieran unos seiscientos hombres y marcharan a Medina para presentar sus reivindicaciones al Califa.

Éste no quiso recibirlos en la ciudad, salió a las afueras y negoció con ellos. Una tradición nos cuenta que los amotinados le pidieron que recitara el Corán a partir de la azora siete, y al llegar a (10, 60/59): Pregunta: «¿Qué os parece? En la subsistencia que Dios os ha hecho descender ¿establecéis diferencias entre lo lícito y lo ilícito?». Añade: «¿Dios os lo ha permitido o contra Dios lo tramáis?», pidieron que se detuviera, pues este versículo impedía al Califa extender las reservas (hima) de pastoreo para los camellos que provenían de la sadaqa. Utmán argumentó que éstos se habían reproducido abundantemente y los tenía que mantener dándoles pastos más amplios y, al fin, se trató de una nueva reglamentación de las pensiones (ata), que era la verdadera causa del conflicto.

Presionado por los recién llegados y por los opositores de Medina, que actuaban disimulada pero amenazadoramente, hizo concesiones. Mas una vez emprendido el regreso de los egipcios hacia su país y comprendiendo que las promesas hechas bajo coacción no obligan (caso perfectamente previsto por el Profeta según la tradición), en cuanto se vio libre y de nuevo en Medina, se retractó y pidió a Damasco y a Basora que le enviaran tropas para no ser víctima de un nuevo atropello. Los compañeros medineses comprometidos en la conspiración consideraron que el califa rompía una promesa y enviaron mensajeros a los egipcios que se alejaban, advirtiéndoles del peligro que les amenazaba. Éstos volvieron de nuevo a Medina.

Llegaron cuando Utmán terminaba un sermón con el siguiente pasaje coránico (3, 98/103): Recordad el bien de Dios que bajó cuando erais enemigos y reconcilió vuestros corazones: con su bien os transformasteis en hermanos. Entonces le tiraron una piedra que le hizo caer desvanecido. Uno de sus criados, para apaciguar los ánimos, recitó (6, 160/159): Con quienes han escindido su religión y han formado sectas no tienes nada de común. Su asunto se remite a Dios… Recogieron al Califa y lo llevaron a su casa, donde se repuso, aunque quedó sitiado durante unos días hasta que al llegar el viernes 18 de du-l-hichcha del 35/17 junio del 656 forzaron la entrada, empezando, así, el día que se llamó yawm al-dar.

A su cabeza iba el hermano de Aísa, Muhammad b. abi Bakr, quien encontró al anciano (tendría entonces entre 82 y 90 años; posiblemente la discordancia de las tradiciones se deba a que se contaba indistintamente con el calendario solar (con nasi) y lunar, (cf. pág. 92) leyendo un versículo del Corán (los cronistas se contradicen, pues unos señalan el 3, 167/173 y otros el 2, 131/137). Este último dice: … Dios te bastará frente a ellos. Él es el Oyente, el Omnisciente. Utmán reconoció al atacante, que le mesó las barbas, y le espetó: «¡Tu padre jamás las habría tocado!». Ante estas palabras, se retiró. Pero uno de sus secuaces asesinó al Califa delante de su joven esposa, Naila, y pudo escapar no sólo de la justicia humana sino también de la divina, pues murió como muchos magnicidas —años después, en su propia cama, lo cual según quienes le apoyaban, significaba que el crimen no había sido un sacrilegio—. Y, evidentemente, no lo era: el Califa jamás fue ni sacerdote ni Papa. Pero sí era un homicidio.

Utmán, contra los reiterados consejos de sus partidarios, no quiso abandonar Medina para vivir en los mismos lugares en que había fructificado el islam y que había frecuentado su Maestro, Mahoma, aduciendo el versículo 3, 167/173: ¡Dios nos basta! ¡Qué excelente Protector es! Tuvo que ser enterrado a hurtadillas de los sublevados, pero consiguió su fin: descansar en al-Baqi, cerca del Profeta y de sus antecesores. El Corán, manchado con su sangre, llegó a Damasco, y Muawiya se preparó a cobrar el precio de la sangre.

Los cronistas, que escribieron mucho después de los hechos, pusieron en boca de los principales enemigos de Utmán los versículos del Corán que creían que aquéllos, presentes o ausentes de Medina, habían recitado. Lo único que aquí interesa es la explicación que dieron los egipcios al regresar a su país, pues negaron su participación en el crimen con (21, 18/18): … Oponemos la Verdad al Error, lo descalabramos y enseguida se disipa… y la de quien salió inmediatamente beneficiado por la situación, Alí, que recitó (59, 16/16): Se parecen al Demonio cuando dice al hombre: «¡Sé descreído!». Y cuando no cree, exclama: «¡Yo no soy responsable de ti!». Yo temo a Dios, Señor de los mundos.

Los disturbios cesaron poco después de conocerse la muerte del Califa, y Alí, apoyado por los defensores —y con alguna dificultad—, fue elegido Califa, al día siguiente, por la multitud. No hubo sura. Se convocó a los musulmanes en la mezquita y se les exigió la baya sin más, empezando por los compañeros más significados. Talha objetó el procedimiento, pero juró en cuanto Málik al-Astar, desenvainando el sable, le gritó: «¡Por Dios! ¡Jura o te corto la cabeza!». Al-Zubayr, ante este ejemplo, también juró. Algunos musulmanes huyeron antes de verse obligados a reconocerle, y otros, porque repudiaban el sistema o habían pensado en ser ellos los califas, escaparon a lugares más seguros.

Aísa, Talha y al-Zubayr decidieron vengar al muerto y se les unió Abd Allah b. Amir. Un espectador de los hechos sacó un mal augurio para el nuevo Califa al observar que el primero en jurar, Talha, tenía un dedo paralítico a consecuencia de una herida de guerra (¿en Uhud?).

En el asesinato de Utmán ya no tuvieron intervención (como según algunos ocurrió en el de Umar), las minorías religiosas: los pocos paganos que aún debían quedar vieron sin rechistar cómo se destruía el ¿templo? de Gumdan; los cristianos nachraníes (27/647) consiguieron que el Califa les confirmara los privilegios que les había dado Umar, y la migración de los maronitas que ocupaban las llanuras del Orontes hacia las montañas del Líbano no tropezó con dificultades, pues abandonaron sus tierras a los neo-musulmanes que surgían de sus propias filas. Los judíos, cuyos núcleos más cultos (academias talmúdicas de Sura y Pumbedita) se encontraban en el Iraq, no fueron inquietados, y la modificación de las rutas comerciales (substitución de Suayba en favor de Chedda como puerto de La Meca), no causó mayores inconvenientes. Parece ser que este cambio (26/647) fue consagrado por el Califa tomando un baño de mar, junto con su séquito, en el lugar que desde entonces hasta hoy, fue y es, el puerto de entrada de los peregrinos en los lugares santos.

Por otra parte, el califato de Utmán se caracteriza por el inicio de grandes obras públicas: limpieza y puesta en servicio de antiguos y nuevos canales en el Iraq para ampliar el área de cultivo; ampliación de la red de qanats (precedente de los antiguos «viajes» de Madrid) en el Irán y la modernización de las mezquitas de La Meca y Medina expropiando las casas que quedaban afectadas por las obras. A pesar de que el Califa ofrecía por las mismas el precio del mercado, hubo propietario que se negó a vender. Según al-Waqidi, Utmán depositó en el bayt al-mal el importe de las mismas para que lo recogieran cuando quisieran y les amonestó diciendo: «Os oponéis así porque sabéis que tengo buen carácter. Si lo hubiera hecho Umar, no habríais ni rechistado». Y, a continuación, los encarceló. Para las obras se importaron sillares y maderas nobles como plátano o teca de la India, que llegaron, vía Basora o Adén, a los respectivos templos.