Como Amr b. al-As no podía enviar el trigo egipcio a Arabia dado el dominio del mar por los bizantinos, mandó dragar una vez más el antiguo canal faraónico o de Trajano que permitía a los buques que remontaban el Nilo dirigirse hacia el lago Timsah y, desde aquí, al mar Rojo, para seguir hasta Char, puerto de Medina en la época de Umar b. al-Jattab. La vía de agua, restaurada, recibió el nombre de Jalich Amir al-Muminin (Canal del Príncipe de los Creyentes). Si la invasión de Egipto sin su permiso no fue del agrado del califa, parece que lo mismo ocurrió —a pesar de sus evidentes ventajas comerciales— con el nuevo canal, pues Umar temió que los buques de guerra bizantinos pudieran remontarlo y atacar Arabia en su propio corazón: Medina.

La expansión en este frente continuó en dos direcciones: aguas arriba, remontando el Nilo hasta Nubia, y hacia el oeste, siguiendo caminos paralelos pero algo alejados de la costa para caer de repente, y desde el interior, sobre los puertos bizantinos. Así ocupó Darna, Achabiya, Surt, Trípoli y, ya en el interior, Wadda (Wazzan).

La conquista de Persia fue también resultado de una iniciativa privada respaldada más tarde por los califas. Desde unos siglos antes del islam, grupos de las tribus árabes de los qudaa (tanuj) y los rabia (iyad, taglib) se veían empujados, desde el sur, por los bakr y los tamim que querían marcharse del Nachd. En consecuencia, los dos primeros grupos se infiltraban en Mesopotamia (Iraq) pasando a través de los lajmíes y aprovechando, primero, el estado de anarquía provocado por la persecución de judíos cristianos y sabeos (paganos) por el sasánida Anusirwán (531-579) y, luego, las guerras entre Cosroes II Parviz y Heraclio. Por otra parte, los lajmíes habían dejado —casi paralelamente a lo ocurrido a los gassaníes con Bizancio— de auxiliar a los persas que prefirieron controlar, directamente, la frontera de la estepa. En estas circunstancias, al-Mutanna b. Harita al-Saybani, después de derrotar a los rebeldes de la ridda en las costas del este de la Península, se revolvió hacia el norte por su cuenta y riesgo, y saqueó los deltas del Eufrates y del Tigris sin encontrar resistencia y sí un rico botín. Abu Bakr consideró oportuno enviarle refuerzos al mando de Jálid b. al-Walid, quien atacó Hira y marchó rápidamente hacia Siria con parte de sus tropas.

El resto, unidos a los hombres de al-Mutanna, tomaron algunas ciudades a cuyos habitantes vendieron como esclavos e impusieron contribuciones de guerra, a la vez que obligaron a prometer a sus pobladores que no ayudarían a los persas ni hostilizarían a los musulmanes permitiendo la libertad de cultos. Todas estas noticias llegaron al nuevo rey iranio Yazdigird (632-651), que movilizó sus tropas contra los invasores. Los árabes pidieron refuerzos a Medina, que los envió al mando de Abu Ubayd al-Taqafi. Éste, al frente de todos los musulmanes y algunos cristianos que se les habían unido, hizo frente a los persas que habían cruzado el río por un puente flotante (de aquí el nombre de «batalla del Puente», chisr en árabe, en vez de qantara que se hubiese empleado en caso de ser de piedra). Abu Ubayd fue derrotado y muerto (13/634) cerca de Quss al-Natif; los persas volvieron a dominar la orilla occidental del Éufrates e Hira, pero por poco tiempo: un nuevo ejército mandado por Sad b. abi Waqqás se puso en marcha, mientras que los persas tuvieron que retroceder para sofocar una rebelión que estalló en la región de al-Madain (las ciudades; unas siete en aquella época) y no tuvieron tiempo para resistir la nueva embestida de al-Mutanna en la batalla de al-Buwayb, que recibió el nombre de Yawn al-Asar («jornada de los diez») porque se calculó que cada árabe había matado a diez enemigos. La victoria permitió a los invasores cruzar el Éufrates y ocupar rápidamente el sur de Mesopotamia, o sea, la región de Sawad.

Entretanto Sad b. abi Waqqás acampó, para hibernar (635-636?) en la región de al-Ahsa, protegido por destacamentos avanzados al mando de al-Mugira b. Suba, que debían impedir cualquier contraataque persa. Luego, dejando a las mujeres que acompañaban al ejército en retaguardia, marchó sobre Qadisiyya. Yazdigird decidió cortar aquí la invasión enviando al general Rustam. Éste obedeció, a pesar de estar en desacuerdo con su soberano, pues opinaba que la orografía del terreno favorecía a los atacantes. Ambos ejércitos quedaron separados por un canal que los persas cruzaron gracias a un puente construido por sus ingenieros, y Sad b. abi Waqqás, aunque enfermo, dirigió la batalla. En la misma tomó parte como buen creyente el falso profeta de la ridda Tulayha b. Juwaylid, y los enfrentamientos duraron cuatro días. Al principio, los atacantes se desmoralizaron al ver, por primera vez, los elefantes empleados como armas de guerra. Pero pronto descubrieron que cortando las cinchas que sostenían los palanquines en que estaban instalados los arqueros enemigos, o bien hiriendo a los animales en los ojos o en la trompa, podían continuar el combate de acuerdo con sus costumbres. En muharram del 15/marzo del 635, Rustam moría, y los árabes se apoderaron de la bandera insignia persa, la Kawah, que era el mandil de cuero de un herrero que se había sublevado siglos antes en Ispahan contra el tirano Zuqaq izando en un asta la prenda con que trabajaba, episodio magníficamente reflejado en el Sah-namé de Firdusi.

Los intentos de contener la masa árabe por los persas supervivientes fueron inútiles: cruzaron el Tigris y ocuparon al-Madain, en cuya región se encontraba el palacio de invierno de los sasánidas y en donde, aparte de las autoridades mazdeas, vivían el exilarca judío y el catolicos nestoriano. Los taglib cristianos emigraron a territorio bizantino y el botín fue enorme; los habitantes de la región se comprometieron a pagar la chizya, y una nueva batalla, la de Chalula, permitió al ejército conquistador dominar todas las tierras de Mesopotamia. Umar b. al-Jattab mandó fundar Basora y, poco después, Sad b. abi Waqqás ponía las primeras piedras de Kufa (17/637-638).

El establecimiento de estas bases detuvo unos meses la marcha de los ejércitos conquistadores, y de aquí el origen de dos tradiciones contradictorias: la de que Umar mandó no extender las conquistas hacia Oriente, y la que dice todo lo contrario. La realidad es que en un momento dado necesitaron unas bases logísticas, unos campamentos seguros, organizados según la costumbre beduina en medio del campo, y autosuficientes, para reemprender la marcha desde ellos. Así evitaban el contacto con los vencidos, el internarse en las ciudades, el dejarse seducir por sus comodidades y, de ese modo, estaban prestos, en todo momento, para el combate. Una vez conseguido este objetivo, sus guerrilleros empezaron a internarse y a explorar el campo enemigo.

El gobernador de Basora, al-Mugira, mandó a Abu Musa al-Asarí, a que conquistara el Juzistán (hoy también llamado Arabistán), y ocuparon Manadir y, desde Kufa, se extendieron hacia el noreste de Persia avanzando hacia Chalula (Kizil-robat), donde vencieron nuevamente a los mazdeístas. Tras este tanteo previo, los gobernadores de estas ciudades recabaron de Umar el permiso para marchar de nuevo sobre Oriente arguyendo que detrás del Zagros, Yazdigird estaba reuniendo un gran ejército para caer sobre el Iraq. Éste, que residía en Marw, sabiendo las intenciones árabes, procedió a concentrar sus tropas en Nihawand. Entretanto el gobernador de Kufa, Sad b. abi Waqqás, fue acusado ante el califa por enemigos personales suyos de llevar una conducta inmoral, y fue obligado a dejar todos los preparativos de la campaña para acudir a Medina y defenderse. Indignado, lanzó una maldición contra los dos calumniadores más importantes y —según los cronistas— uno de ellos, Arbad, murió a consecuencia de la coz de un caballo y, el segundo, Charrah b. Sinán, al romperse la cabeza contra una piedra. Los preparativos que llevaba a cabo los condujo Ammar b. Yasir.

Los cronistas explican que Yazdigird había reunido un ejército de ciento cincuenta mil hombres y que el califa, enterado de las circunstancias, quiso marchar al Iraq para encabezar sus tropas, pero que los «compañeros» (sahaba, coetáneos de Mahoma y primeros musulmanes) se opusieron ante los peligros que podía correr. Esta información es, probablemente, falsa, puesto que quienes le aconsejaron representaban la oposición política de Medina que, de un fracaso y eventual muerte de Umar, podía esperar obtener beneficios. En todo caso, el califa se quedó en la capital y nombró jefe de los musulmanes a al-Numán b. Muqarrin al-Muzaní. Entre sus soldados figuraba el ex profeta Tulayha, que ya había combatido en Qadisiyya como un héroe y ahora iba a repetir sus hazañas. Las tropas avanzaron sin dificultades hasta Nihawand.

El combate tuvo lugar en un miércoles y jueves (los cronistas no están de acuerdo sobre la fecha exacta), y el viernes los persas se retiraron y se encerraron en su campamento protegido por trincheras. Los musulmanes no supieron qué hacer y Tulayha aconsejó que los arqueros lanzaran flechas continuamente para impedir a los persas todo movimiento dentro del recinto. En este caso se verían obligados a salir para acabar con los arqueros y entonces, con la táctica propia de los beduinos, el tornafuye, era el momento de tenderles una celada. Aceptado el plan, al-Numán ocupó su puesto de mando vistiendo una túnica blanca que permitía distinguirle desde lejos y ordenó a sus tropas que, en caso de que los persas persiguieran a los arqueros, nadie se moviera en defensa de éstos hasta oír su tercer takbir (decir «¡Dios es el más grande!»). Tabarí explica detalladamente lo que debían realizar los combatientes en el primero y el segundo.

Cuando los musulmanes oyeron el tercer takbir se lanzaron en masa sobre los persas, y la cantidad de sangre vertida fue tan grande que el suelo se tornó resbaladizo y los caballos se caían. Esta suerte corrió el que montaba al-Numán que, una vez en el suelo, fue rematado por un persa. Pero el estandarte fue recogido enseguida por Nuaym b. Muqarrin quien, ocultando la muerte del general, corrió a entregarlo a Hudayfa b. al-Yamar. Los árabes consiguieron la victoria y un grupo persa, entre el que se encontraba su general en jefe, Fayruzán, huyó hacia Hamadán. Pero alcanzado por aquéllos, fue aniquilado. Hamadán, sin fuerzas para resistir, capituló: la ciudad y su distrito conservaron sus propias autoridades y convinieron en pagar a los vencedores los mismos tributos que pagaban a Chazdachird: así, los árabes quedaban libres para proseguir el avance. Por otra parte, Hirbid, el sacerdote mazdeísta que cuidaba del fuego local, entregó el tesoro del templo (?) y los combatientes decidieron añadirlo al quinto del botín que debían enviar a Medina.

Hay una tradición que nos explica que cuando el califa recibió el quinto con el tesoro mencionado, no quiso hacerse cargo de éste y mandó devolverlo a los combatientes para que lo incluyeran en los cuatro quintos que les correspondían. Sin embargo, puede creerse que se quedó, para cumplir los preceptos coránicos, con un quinto del tesoro y que la devolución correspondería sólo al resto. Entre la masa de prisioneros que llegó a Medina, figuraba Abu Lulua, futuro asesino de Umar.

El triunfo de Nihawand abrió a los ejércitos árabes el camino de Asia Central y de la orilla occidental del mar Caspio. En el primero ocuparon Isfahán y Kasán, y marcharon hacia Nisapur y Rayy donde toparon con los turcos oguzz; en el segundo se hicieron dueños de Daylam, cruzaron Ardabil, cuyo marzubán pactó con Hudayfa b. al-Yamán la entrega de sus dominios: el Azerbaiján. Los árabes recibieron 800.000 dirhemes y se comprometieron a no hacer esclavos, a respetar los templos del fuego, a tolerar las ceremonias mazdeístas y a proteger a los persas frente a los kurdos que, de vez en cuando, se descolgaban de sus montañas.

De aquí, los conquistadores pasaron al Muqán y alcanzaron Bab al-Abwab (Darband), paso obligado para llegar a las fértiles llanuras de la desembocadura del Volga. Los árabes vencieron a la guarnición persa situada allí para impedir las incursiones de los jazares —y tal vez de los búlgaros del Volga— hacia el reino sasánida, y en el 22/643 chocaron por primera vez con estas tribus que iban a contenerles durante casi cien años en sus ansias de expansión hacia el norte. Al morir Umar, la progresión a través del Cáucaso quedaba frenada por ese grupo de tribus, que se dice eran judaizantes, y por las fuerzas bizantinas que, derrotadas en Siria, se apoyaban en una serie de plazas fuertes de la Anatolia oriental, y por los armenios. Éstos perdieron alguna de sus ciudades, como Dwin, pero se mantuvieron firmes. Los musulmanes quisieron forzar el Cáucaso central por Georgia (Kurch), pero sus mejores generales, como un Habib b. Maslama o un Iyad b. Ganim, poco o nada consiguieron en unas tierras altas, de población dispersa y con muchos nómadas (kurdos). La costa de los lagos Van y Urmia pronto estuvieron en sus manos, pero no pudieron pasar más allá.

Frente a un Bab al-Abwab musulmán se encontraba un Tiflis enemigo, y las fortalezas de Erzerum, Malazgird, Malatiya, Tarsus y Tabriz, en manos de unos y otros, impidieron que los jinetes del desierto alcanzaran las costas del mar Negro y los pasos occidentales del Cáucaso durante varios siglos, y sólo con dificultad pudieron conseguir que los taglib, cristianos refugiados en aquellas regiones, capitularan. En cambio, sí continuaron su avance, durante el gobierno de Utmán, en las tierras del Asia Central, del Fars y Makrán, en dirección a Daybul, a orillas del Indo, y en África hacia Nubia y el Atlántico.