Pero este mismo individuo era capaz de componer —¡hasta contra su propia madre, que nunca quiso reconocerlo como hijo!— las sátiras más venenosas. La lengua, como dice un proverbio árabe, causa más muertos que la espada, y algunas invectivas —las más suaves— ya levantaban ampollas en la piel del hombre más curtido al que, por ejemplo, se consideraba inferior al lagarto, al jerbo, a la hiena, al puerco espín o a cualquier otro animal despreciable del desierto.

Al lado del poeta, representaron un papel preponderante, en la sociedad árabe de la época, el brujo y el sacerdote. Del primero se esperaba que con sus conjuros atrajera la desgracia sobre el enemigo, y del segundo que cuidara del santuario del dios respectivo, el betilo, durante las migraciones (piénsese el Tabernáculo, el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley, Éxodo, passim), y que rogase por los guerreros al entrar en combate (cf. la petición de Francisco José de Austria, en 1914, al Santo Padre para que bendijera al ejército austriaco que empezaba la guerra, a lo que Pío X replicó que él sólo rezaba por la paz).

La hombría implica la buena educación, las virtudes del caballero, la grandeza de alma, el valor, la generosidad, el sentimiento del honor, la cortesía, etc., significados todos ellos englobados, según Dozy, en la palabra catalana ensenyament en su valor medieval y que el judío catalán Jafuda Bonsenyor (m. 1330) emplea en sus Dits: «Bon nodriment és ensenyament a que no fassas res en celat que n’hages vergonya si és sabut» («Bien nacido es aquel que nada hace en privado de que tenga que avergonzarse si se conoce»).

A partir de mediados del siglo III d.C., la leyenda árabe va recogiendo nombres de personajes de cuya existencia no cabe dudar, pues los confirman textos externos. La emperatriz «romana» Zenobia (Zabba, en árabe), dueña de Palmira, se había casado con Yadima al-Abras («el leproso»), cuya existencia, a su vez, consta en una inscripción de Umm al-Chimal, en que se nos indica que éste era rey de los tanuj. Poco a poco, dos grupos yemeníes se asentaron en las fronteras de los grandes imperios de aquel momento sirviendo de fuerza de choque en el caso de incursiones de los beduinos: los gassán prefirieron el limes bizantino y los lajm, el persa.

Los primeros eran una rama de los azd y, a cambio de un subsidio anual que les pagaba Constantinopla y de los títulos de filarca, clarísimo, patricio y glorioso —que estaba autorizado a utilizar su jefe— suministraban a sus protectores escuadrones de caballeros, vigilaban las caravanas comerciales de los coraix que había empezado a organizar, a partir del 467, un antepasado de Mahoma, Hasim b. Abd Manaf, y atacaban a los judíos del Hichaz. Uno de sus soberanos, al-Hárit b. Chabala (526-569) luchó contra los persas a las órdenes de Belisario, el gran general de Justiniano y, más tarde, derrotó en Qinasrín al lajmí al-Mundir b. al-Numán en el «día» de Halima (554). La aceptación y la difusión del monofisismo (Cristo era Dios, pero no un hombre perfecto; herejía condenada en el Concilio de Calcedonia, 451) fue causa de que su sucesor, al-Mundir, fuera desterrado a Sicilia. El último de sus soberanos, Chabala b. al-Ayham (m. 23/644), consiguió reconstruir su patrimonio después de la avalancha persa de Cosroes II Parviz (590-628; Abarwiz, en las fuentes árabes) y posterior victoria de Heraclio, pero, vencido por los musulmanes, se convirtió a la nueva fe. Sin embargo, fue incapaz de comprender el principio fundamental de ésta: que la piedad (cf. pág. 43) pasa por delante de todas las virtudes preislámicas, razón por la cual apostató y fue a terminar sus días en Bizancio, y de él, según Ibn Hayyán, descienden los condes de Barcelona y, en consecuencia, el actual rey de España.

A esta dinastía se debe la construcción de las cisternas de Sergiópolis (Rusafa); de la iglesia monofisita extramuros, del palacio de Jirbat al-Bayda y de los edificios permanentes de Chabiya, ambos al sur de Damasco. Este último complejo, en el cual se encontraba un monasterio cristiano, constituía el núcleo de sus dominios y a su alrededor alzaban los beduinos sus tiendas, ya que disponían de abundantes praderas y fuentes.

La dinastía rival, la de los lajm, protegía la frontera persa. Había llegado a la misma, procedente del sur, hacia el siglo III. Sin embargo, no hay seguridad ninguna acerca de esta filiación y es posible que fueran árabes del norte a los que, por motivos políticos, les interesara disimular su origen. El primer rey conocido fue Amr b. Adi, sobrino del antecitado Chadima «el leproso». Combatió a Zenobia y protegió el maníqueísmo (sincretismo del budismo, mazdeísmo y cristianismo; fundado en 241) cuando éste fue perseguido en Persia, del mismo modo que sus sucesores acogieron a los nestorianos (que sostenían la herejía, condenada en el concilio de Efeso del 431, según la cual la Virgen no fue madre de Dios, pues no pudo engendrar una naturaleza divina igual a la de Dios Padre) cuando éstos tuvieron que huir de los dominios bizantinos. Aprovechando la decadencia de Edesa y Palmira los lajm transformaron su campamento-base (hira en árabe epigráfico del sur; hirta en siriaco) en una verdadera capital, etapa imprescindible en los caminos que, desde el este o desde el sur de Arabia, bordeando el golfo Pérsico, se dirigían a Siria y al Hichaz. Uno de sus sucesores, Numán al-Awar («el tuerto») construyó el palacio de Jawarnaq, cerca de Nachaf, que fue considerado por los poetas árabes preislámicos como una de las treinta maravillas del mundo.

El soberano más importante de esta dinastía, Mundir III (503-554), mantuvo relaciones con los sudárabes Yusuf Du-Nuwás y Abraha (cf. pág. 32), colaboró con los persas en la batalla de Callinicum (531), en que derrotaron a los bizantinos mandados por Belisario, y protegió y auxilió la política de la tribu de kinda dirigida a dominar el norte de la Arabia central. A pesar de ello, Numán IV b. al-Mundir (580-602), rey cantado por el poeta Nabiga Dubyani y mandado asesinar por Cosroes II Parviz, no pudo evitar la derrota de la hegemonía kindí en el «día» de Chabala o al-Nuq, ni la incorporación de su estado al imperio sasánida que así se privó del servicio de una familia experta en los asuntos árabes y en la defensa de la frontera ante sus incursiones.

Los persas sufrieron pronto las consecuencias: bandadas de beduinos se infiltraron a través de las guarniciones sasánidas y, poco después, los derrotaron en el «día» de Du-Qar. La noticia llegó pronto a La Meca y una tradición sostiene que Mahoma dijo: Éste es el primer día en que los árabes han vencido a los persas y es gracias a mí por lo que han sido ayudados por Dios. La mala nueva la recibió Cosroes II en el palacio de Jawarnaq, y los últimos lajmíes, pronto convertidos al islam, llegaron a España donde, según la leyenda, sus sucesores fueron reyes del reino taifa de Sevilla en el siglo XI (dinastía abbadí).

Al lado de los textos aquí utilizados encontramos otros, poéticos, que cuando son auténticos, arrojan alguna luz sobre la vida y la historia de los dos siglos anteriores a la aparición de Mahoma en la península de los árabes. Ahora bien: los poemas que han llegado hasta nosotros y que se atribuyen a ese período fueron coleccionados, por escrito (lo cual no implica que antes no se encontraran textos cortos) por dos grandes filólogos, Hammad al-Rawiyya (75/694-155/771), de origen persa, que fue el primero en reunir las mual·laqas, y Jalaf al-Ahmar (siglo II/VIII), que recogió casidas de Sanfara, Tabbata Sarrán, etc., poetas muy antiguos y cuya obra hay que situar a principios del siglo VI. Ambos editores, Hammad y Jalaf, que pretendían saber de memoria millones de versos, fueron acusados, coetáneamente, de falsarios, y la crítica interna de los poemas antiguos muestra que muchos de sus versos con interpolaciones posteriores son invenciones. Sin embargo, como no se presta a quien no tiene, no puede rechazarse en bloque toda la poesía árabe preislámica, y más si se tiene en cuenta que testimonios externos —bizantinos— aseguran que en época de Zenobia ya existía esta poesía en forma de canciones, aunque hoy no poseamos ningún texto cuya atribución al siglo III sea posible.

Otro problema radica en la estructura formal de la casida. Los críticos están de acuerdo en que se «inventó» poco tiempo antes del nacimiento de Mahoma y encontró su origen a caballo entre los reinos de los lajmíes y de los gassaníes pero, especialmente, en el primero. Aquí adquiriría su característica estructura tripartita y por eso los topónimos de esas tierras aparecen con mayor frecuencia que otras más meridionales. Una serie de poetas, como Abid b. al-Abras, Tarafa, Nabiga al-Dubyani, Adi b. Zayd, Amr b. Kultum, habrían ocupado la escena literaria del mundo árabe en la segunda mitad del siglo VI y sus versos se habrían mantenido incólumes en la memoria de los transmisores gracias al metro prosódico y al sonsonete de la rima. Pero el problema no tiene fácil solución, ya que la memoria puede jugar malas pasadas y reemplazar, voluntaria o involuntariamente, una palabra o un grupo de palabras por otro del mismo metro o rima y, en consecuencia, engañarnos en las deducciones históricas o sociales que creemos poder conocer a través del análisis de esos versos.

Sea como fuere, estamos seguros de que en vida de Mahoma la casida árabe tenía existencia plena y de que el Profeta, en los inicios de su vida en Yatrib, lamentó vivamente el carecer de poetas —es decir, de periodistas— a su servicio para responder a las invectivas de sus enemigos (22, 224-226 = 52): ¿Acaso he de informarte sobre quién descienden los demonios? Descienden sobre todos los embusteros pecaminosos que explican lo oído, pero, en su mayoría, son embusteros; descienden sobre los poetas, y son seguidos por los seductores. ¿No ves cómo andan errantes por todos los valles y dicen lo que no hacen? Sin embargo, cuando empezó a tener buenos literatos a su servicio, como Hassan b. Tábit, que se había formado en el limes de Hira, se derogó, en parte, la afirmación anterior con la incrustación del versículo 227: Exceptúase los que creen, hacen obras pías, invocan con frecuencia a Dios y se defienden después de haber sido vejados.

Los datos que nos transmite esta poesía preislámica contribuyen a dar a conocer el ámbito en que se movió la vida árabe en los tiempos inmediatamente anteriores al inicio de la predicación mahometana y, aunque haya que partir del principio de que una gran parte de los versos utilizados para establecer hechos y costumbres del siglo VI fueron inventados o compuestos por los dos editores antecitados, siempre hay que admitir la autenticidad de algunos de ellos —tal vez un treinta por ciento— que habrían sido imitados, amplificando una idea central, un núcleo que subyace en los desarrollos ulteriores, del mismo modo que las vidas de Antara, de al-Battal, de Diógenes Akritas o del Cid dieron origen a posteriores narraciones literarias en sus respectivas culturas árabe, turca, bizantina, castellana, conservando sólo una visión parcial del pasado.

En este aspecto es impresionante la casida inventada por Jalaf al-Ahmar y puesta en boca de un presunto poeta ladrón, Sanfara, que habría vivido a principios del siglo VI. Teóricamente, habría sido un azdí del Yemen que, acusado de un crimen por sus propios familiares, habría corrido a buscar refugio en el desierto donde habría encontrado su verdadera familia: el león veloz, la pantera y la hiena, que nunca confiesan a nadie lo que saben, que no son delatores. Lo que de ellos le distingue es la generosidad: cuando se lanzan sobre una presa, deja que se sacien antes de «matar» su propia hambre. Es valiente y sabe qué hacer y, desde luego, no comete la imprudencia de consultarlo ni a su propia mujer, siendo su único lecho la tierra, y su almohada, el brazo. Esta composición recibe el nombre de poema rimado en l de los árabes; fue conocida por los historiadores occidentales desde el principio del siglo XIX, y éstos han visto en ella una descripción del temperamento de los más antiguos beduinos.

En otros casos, como el de Umayya b. abi Salt, taqifí coetáneo de Mahoma, se han querido encontrar ecos del ambiente que, en favor del monoteísmo, reinaba en la Arabia de la época, y se han subrayado determinados paralelismos, ideológicos y léxicos, entre su obra y la del futuro Profeta. Ni uno de ellos, ni todos ellos reunidos, arrojan la menor sombra sobre la autoría del Corán.

Es sumamente curioso observar que toda esta poesía, incluso la que pueda ser auténtica, ha llegado censurada desde el punto de vista religioso —no se explica la falta de versos o de invocaciones que se refieran a los antiguos dioses— y, además, ha sido «islamizada», o cuando menos «monoteizada», mediante la intercalación del nombre del Dios único (Allah) o de referencias y alusiones a libros considerados como sagrados por los musulmanes (Biblia). Y eso ocurre por igual con los textos atribuidos a Abu Sufyán b. Harb (m. 32/653), jefe del clan de los Abd Sams, epónimo de la dinastía omeya y feroz enemigo de Mahoma; con los de Imru-l-Qays, hijo de Huchr, último rey de los kinda, protegido inicialmente por Samawal, judío, dueño del castillo de Ablaq en Tayma y a la vez poeta; más tarde, Imru-l-Qays tuvo que buscar refugio en la Constantinopla de Justiniano, sedujo a una princesa bizantina y murió (c. 550), al igual que Hércules, envenenado al vestir una túnica impregnada de anilina tóxica que le había regalado el Emperador; con los de Labid, autor de una mual·laqa y que se convirtió al islam, en el 629, al oír recitar uno de los fragmentos más hermosos del Corán (2, 15/16-19/20 = 74): A aquellos que trocaron la verdad por el error, no les reportará beneficios su negocio, pues no están en el camino recto. Les ocurre lo mismo que a quienes han encendido un fuego: cuando ilumina lo que está a su alrededor, Dios les arrebata la luz y los abandona en las tinieblas: no ven; sordos, mudos y ciegos no se retractaran. Son como una nube tormentosa del cielo: en ella hay tinieblas, truenos y relámpagos; ponen los dedos en sus oídos por temor de los rayos, para escapar de la muerte. Pero Dios rodea a los infieles. Los relámpagos casi les arrancan la vista: cada vez que los iluminan, andan; pero en cuanto reaparecen las tinieblas, se detienen. Si Dios quisiera les quitaría el oído y la vista… Que un literato acepte ideas distintas de las suyas en cuestiones de estética es comprensible; que todas las gentes, cultas y analfabetas, hagan lo mismo, es más difícil de entender, y este último hecho es el que constituye el único milagro narrado en el Corán y aceptado por todos los musulmanes (cf. pág. 60).

En algunos casos, las anécdotas inconexas a base de las cuales podemos reconstruir algunos de los episodios de la época preislámica permiten trazar un cañamazo cronológico relativamente aproximado. Así, puede establecerse que el fin de la hegemonía de la tribu de kinda acaeció alrededor del 530, cuando fue asesinado Huchr, padre de Imru-l-Qays, por los sublevados. De aquí surgió la enemistad entre éste y otro gran poeta, sayyid de los asad, Abid b. al-Abras (muerto antes del 554). Coetáneo de ambos debió ser el chusamí —taglibí Amr b. al-Kultum, nieto de otro sayyid— poeta, al-Muhalhil, quien había vivido a principios del siglo V, de quien se dice que inventó la casida (forma estrófica de los poemas árabes clásicos) y tomó parte en los «días» de la guerra de Basús sostenida entre los bakr b. Wail y los taglib b. Wail —es decir, dos tribus emparentadas— por la posesión de unos pastos y unos cotos de caza, iniciada a consecuencia de un incidente fortuito: la muerte de un animal que pacía fuera de su dominio y que dio origen al proverbio «Más nefasto que la camella de Basús».