Alí B. Abi Tálib
En el momento del asesinato de Utmán parece ser que Alí se encontraba en su finca de Bugaybiga, y al regresar a Medina vio que la chusma estaba dispuesta a proclamar a Talha, una de las cabezas más visibles del motín y candidato de Aísa por pertenecer ambos al clan de Taym b. Murra. Para evitarlo, Ammar b. Yasir corrió al encuentro de Alí, le informó de la situación y le «obligó» a ponerse al frente de los nuffar bajo amenaza de asesinarle. Alí aceptó, y como su contrincante parecía que iba a recibir el juramento de la aljama, optó por distraer a los medineses abriéndoles las puertas del tesoro público, con lo cual los «electores» abandonaron a su candidato y corrieron en busca del dinero. Al día siguiente, Alí era proclamado de la forma que antes referimos (cf. pág. 194). Si Talha juró ante la amenaza de la espada de al-Astar, lo mismo ocurrió con otros personajes nada sospechosos de haber participado en la conjura, como fue el caso del hijo del Califa Umar, Abd Allah. Otros notables abandonaron la ciudad para no verse coaccionados, y sólo parte de los defensores, de los qurra (cf. pág. 202) y todos los nuffar prestaron voluntariamente la baya.
Alí pidió consejos sobre qué debía hacer con los gobernadores, y dos de sus asesores se enfrentaron —Abd Allah b. Abbás y al-Mugira b. Suba—. Uno le indicó que dejara tranquilo en Damasco a Muawiya; que nombrase para Kufa a Talha y para Basora a al-Zubayr, con lo cual nadie se sublevaría. Evidentemente, de haber aceptado esta combinación el nuevo Califa sólo se hubiera visto en peligro ante Muawiya. Pero no lo hizo, y sus compañeros de oposición quedaron despechados y huyeron de la ciudad en cuanto pudieron. Muawiya, como era de esperar, rechazó la validez de la baya que habían prestado, según él, una minoría de musulmanes, a lo que Alí replicó que era una minoría cualificada, ya que estaba integrada por los supervivientes de la batalla de Badr (cf. pág. 75) y eran más antiguos en la fe que el propio Muawiya.
El gobernador que envió a La Meca fue mal aceptado, y un joven coraixí le arrancó el nombramiento de las manos y lo rompió; el de Kufa, Hasim b. Utba, tuvo más suerte, pues recibió el mando de manos del saliente, Abu Musa al-Asarí, quien juró el nuevo soberano a pesar de las fuertes diferencias que les separaban; de Basora se hizo cargo Ziyad b. Abihi, hombre enérgico que acabó con la sublevación del Fars; y en Egipto ocupó el puesto Abd al-Rahmán b. Udays. Los grupos de presión que se dibujaron en el seno del islam, tan pronto como se conocieron estos cambios, fueron tres: 1) el de los alidas; 2) el de los independientes, en cuyas filas pueden incluirse al destituido gobernador de Kufa, Abu Musa al-Asarí, y a Abd Allah, hijo del califa Umar b. al Jattab; y 3) los partidarios del asesinado Utmán (los utmaniyya), que llegaron a santificar su memoria —no en vano había estado casado con las Du-l-Nurayn—, construyeron mezquitas que en el Iraq perduraron hasta los abbasíes e inventaron un ciclo de hadices favorables a su política. El jefe natural de estos últimos era, como es lógico, Muawiya. Y uno de ellos, el poeta jazrachí Hassán b. Tábit, después de increpar a sus conciudadanos, los medineses, por haber tolerado el desmán, huyó a Damasco. Para los utmaníes se trataba de vengar el asesinato del califa pero, además, aparentemente, a diferencia de Muawiya, había que impedir a toda costa que Alí fuera el imam de la comunidad musulmana. En sus filas militaban personas importantes desde el punto de vista religioso, como el tradicionero Abu Hurayra, y el judío converso Abd Allah b. Salam. Éste introdujo en el islam leyendas talmúdicas como la de Buluqiyya (Corán 18, 59/60-81/82) que, amplificadas siglos después, se incorporarían al gran ciclo literario de Las mil y una noches (véase noches 482-503).
La reacción del gobernador de Damasco fue lenta: dio lugar a un pleito. Pidió a Alí que le entregara a los asesinos de Utmán para aplicarles la ley del talión, de acuerdo con el Corán (17, 35/33): Dios os ha declarado sagradas a las personas…, ya que era el pariente más próximo, más que Alí, a pesar de que éste pertenecía a la misma familia; los alidas replicaron que no cabía el talión, ya que Utmán había sido asesinado a consecuencia de sus actos arbitrarios: esta respuesta comprometía a Alí con los asesinos (nufrar). Mientras negociaba, Muawiya reforzaba las tropas que guarnecían las fortalezas que le protegían frente a Bizancio. Se extendían desde Antioquía hasta Manbich; se atraía a los mardaítas o charayima; se ponía de acuerdo con Amr b. al-As para que éste le apoyara a cambio de volver a ser nombrado gobernador de Egipto cuando reconquistara esta región y dejaba en un segundo plano al mayor consejero de Utmán, Marwán b. al-Hakam, que años después alcanzaría el califato (64/684). Con ello daba tiempo al tiempo y permitía que la oposición a él y a Alí se reorganizara en La Meca.
En esta ciudad Aísa, que jamás había perdonado a Alí su actitud mientras era sospechosa de adulterio (cf. pág. 79), intentó que su amiga y co-esposa de Mahoma, Hafsa, le ayudara a coaligar en un solo grupo a los enemigos de Alí y Muawiya. Pero fracasó, pues ésta pidió consejo a su hermano, el pío Abd Allah b. Umar b. al-Jattab (m. 73/ 693), y como éste le hizo ver que los dos compañeros habían jurado y si se sublevaban serían perjuros, Hafsa no quiso saber nada más de política. Entretanto, los rumores se transformaron en versos en los que se acusaba a Aísa de estar al corriente de la conspiración, que había ido a La Meca para parecer inocente y, en caso de no salir elegido su candidato, Talha, poder intrigar contra cualquier otro califa.
Cuando Zubayr y Talha llegaron a su lado, cuatro meses después, se pusieron de acuerdo en promover la guerra contra Alí para vengar al difunto. Pero como la enemistad de Talha con Utmán había sido pública, pronto se le acusó de hipócrita, a lo cual éste replicó que se había arrepentido ya de las diferencias que les habían enfrentado y por eso quería castigar a los asesinos. El programa que reunía a los tres pedía a Alí que se deshiciera de los nuffar: lo hizo de los que pudo en el Iraq, pero no les aplicó la pena de muerte; le exigían, además, una reforma (islah) en el modo de gobernar, y que se mantuviera dentro de la ley (hudud).
Los conjurados reunieron unos seiscientos hombres y emprendieron, desde La Meca, el camino hacia Basora. Alí, informado, salió de Medina para cortarles el paso en Rabada, pero llegó tarde, y la madre de los creyentes (título dado a las viudas del Profeta) escribió cartas, antes de llegar a aquella ciudad, a los personajes influyentes exponiendo el programa de los revoltosos: 1) vengar a Utmán; 2) restablecer el orden público; 3) reunir una sura para elegir califa; y 4) mientras se cumplían estas condiciones Alí continuaría en el poder. El gobernador, Utmán b. Hunayf, parlamentó, permitiendo así que las tropas del Califa se acercaran, mientras los sublevados perdían el tiempo arengando al pueblo en el mirbad (explanada en que descansaban los camellos). Entretanto, aumentaron los disturbios y se planteó el problema de quién debía ser el imam de la oración. Para evitar problemas se aceptó que el gobernador tuviera un coimán de entre los sublevados. Talha y Zubayr no se entendieron y Aísa decidió que lo fuesen por turno. Entonces, y en secreto, un mensajero de Muawiya ofreció el califato a Zubayr, quien aceptó, pero luego se retractó y mantuvo su suerte al lado de los rebeldes, que saquearon el tesoro público, destituyeron al gobernador y publicaron un bando en que ordenaban matar a todos los nuffar, unas seiscientas personas fueron asesinadas y muchos basríes, horrorizados, corrieron a unirse al ejército de Alí, que había llegado a Du Qar.
Los dos bandos iniciaron negociaciones que no sirvieron de nada y, poco a poco, llegaron a las manos, en combates aislados que luego, al aumentar (15 chumada II 36/9 diciembre 656), dieron lugar a la batalla del Camello, llamada así porque Aísa contempló la lucha encerrada en un palanquín montado a lomos de uno de esos animales protegidos con placas de hierro sobre madera. Alí fue el vencedor y al final del combate la «coraza» protectora de la madre de los creyentes parecía un erizo, de tantas flechas, dardos y lanzas que se habían incrustado. Aísa, ilesa, tuvo que aguantar las injurias de poetas como Chundab b. Zuhayr:
Le dijimos —mientras estaba pálida de terror—
Tenemos [los creyentes], prescindiendo de ti, otras madres
Que se hospedan en la mezquita del Profeta.
Alí, ciego de ira, daba mandobles con un sable al palanquín chillando: «Esta rubia [color nefasto para los árabes] de Iram (Corán 89, 6/6) quería matarme del mismo modo que mató a Utmán b. Affán». Más calmado, la desterró a Medina para que se incorporase a las «ascetas» (rawahib), otro apelativo dado a las viudas del Profeta, en virtud de lo dispuesto en 33, 53/53: ¡Oh, los que creéis! ¡No entréis en las casas del Profeta…! No podéis ofender al Enviado de Dios ni casaros jamás, después de él, con sus esposas. Éste, ante Dios, constituye un grave pecado. Sus aliados fueron muertos: una flecha terminó con Talha, y Zubayr, que había huido, fue alcanzado y ejecutado.
La victoria fue completa, pero no tanto como esperaban los soldados: Alí dispuso que éstos se quedaran con todo lo que encontraran en el campo de batalla, pero les prohibió que tomaran como rehenes a las mujeres y a los hijos de los vencidos.
La actuación de Aísa sorprende a los cronistas. Cruzando hadíes, parece probable que estuviera aconsejada por ¡Marwán b. al-Hakam!, que había luchado, sin darse a conocer, con los rebeldes, y había actuado como provocador, al parecer, ya que después de la derrota se presentó por sorpresa ante Alí y le pidió seguro. Éste se lo concedió, y a continuación le exigió la baya. Marwán exclamó: «¡Te lo niego a menos que me obligues!». Alí, que no esperaba esta conducta, le replicó: «¡No te forzaré! ¡Por Dios! Aunque me jurases con el culo, me traicionarías». Le dejó en libertad y aquél fue a reunirse con Muawiya.
Mientras Alí estaba ajustando las cuentas con la oposición encabezada por Aísa, el gobernador de Damasco seguía exigiendo ser él quien aplicara la ley del talión, pues era el pariente más cercano —más que Alí, por supuesto— de Utmán: para reforzar su derecho hacía mostrar por Siria unas ropas ensangrentadas que, según pretendía, que eran las que llevaba puestas el Califa en el momento de ser asesinado; reclamaba la reunión de la sura y recalcaba el valor de su título de Emir, reconocido por el Corán en las aleyas de los príncipes. Alí, por su parte, no podía entregarle a todos los sospechosos de estar comprometidos en el asesinato, puesto que ello le hubiera supuesto prescindir de algunos de sus auxiliares más valiosos y contra los cuales no existían pruebas claras. Además, quería ser él quien vindicara al muerto, pues, escribía a Muawiya, si era tu tío, también lo era mío… En el fondo, lo que estaba en juego era la lucha por el poder. Y ambos contendientes lo sabían.
Alí se puso en marcha hacia Siria e intentó cruzar el Éufrates a la altura de Raqqa. Los utmaníes de la zona impidieron su rápido avance y dieron tiempo a que Muawiya acudiera a la llanura de Siffín, en la orilla occidental del mismo, cerca del lugar donde hoy se encuentran las ruinas de Qalat Chabar o Dawsar, entre Raqqa y Dayr al-Zor. En muharram 37/junio 657, los dos ejércitos estaban frente a frente. El de Muawiya, homogéneo, disciplinado y con unidad de mando. El de Alí, formado por gentes valientes pero dispares: estaban sus incondicionales, los alíes o xiíes; los nuffar, que sólo buscaban salvar sus cabezas, y los qurra, que defendían sus tierras. Los campeones de los dos bandos entablaban torneos esporádicos, pero las semanas pasaban en negociaciones. Al fin, el 10 de safar 37/28 agosto 657, se inició la batalla en que los hombres de Alí —era éste un gran soldado—, luchando con el valor de la desesperación, arrollaron a los sirios.
Muawiya, desesperado, escuchó el consejo de Amr b. al-As y mandó a uno de sus escuadrones, aún intacto, que atara un Corán en la punta de las lanzas y se lanzara al campo. Los xiíes victoriosos se detuvieron. Oscurecía y surgió un clamor (harir, de aquí el nombre de laylat al-harir de esa noche) entre las filas de los combatientes. ¿Qué hacer? La lucha cesó y la superstición ante el texto sagrado escrito, al que los sirios parecían apelar como árbitro, hizo reanudar las negociaciones a las que Alí, personalmente, ya se oponía. Parece ser que los más interesados en este armisticio eran los qurra de los dos bandos, pero ¿quiénes eran éstos?
Tradicionalmente se admite que este nombre designa a los lectores del Corán, es decir, aquellos que eran capaces de leer el Libro, entenderlo e interpretarlo [«a su manera», creemos nosotros] y que esperaban hacerse con la situación, ya que debían de creer en los poderes mágicos de la tilawa (recitación litúrgica), como el sacristán de la Sonata de estío de Valle Inclán, que obligó a huir al Marqués de Bradomín. Puede ser. Pero no es seguro que en esas fechas (las de la primera fitna o guerra civil del islam) hubiera tantos como las crónicas dicen. En cambio, sí podría aceptarse la existencia de muchos lectores durante la segunda (sublevación del anticalifa Abd Allah b. Zubayr, 72/693). Entre los alíes se encontraba Amr b. al-Hamiq, cabecilla de los egipcios que habían ido a negociar con Utmán en Medina. Posiblemente estos personajes, y en esa fecha, no se sabían todo el Corán de memoria (es decir, no podían llamarse hafiz, memorión), pero sí los pasajes más importantes de carácter político-religioso.
En definitiva, se impuso el parecer de que un comité de dos expertos, debidamente asesorados, decidiera quién tenía el derecho a aplicar el talión. Corrió el rumor de que los árbitros serían dos defensores, Ubada b. al-Samit y Saddad b. Aws b. Tábit. Sin embargo, la realidad demostró que Muawiya ya había nombrado a su incondicional Amr b. al-As y que Alí tuvo que aceptar —gobernaba en régimen casi asambleario— como defensor de sus pretensiones a Abu Musa al-Asarí. Se acordó que ambos personajes se reunirían en un lugar neutral, a medio camino entre Siria e Iraq; que el fallo (hukuma) se daría a conocer en ramadán o, lo más tarde, antes del fin del año 37/658, y que se basaría sólo en versículos del Corán que no admitiesen doble interpretación de acuerdo con (3, 5/7): Él es Quien ha hecho descender sobre ti, ¡oh Profeta!, el Libro. En él hay aleyas explícitas: ellas constituyen la esencia del Libro. Otras son equívocas. Quienes tienen en sus corazones dudas, siguen lo que es equívoco buscando la discrepancia, ansiando su interpretación. Pero su interpretación no la conoce sino Dios. Los arraigados en la ciencia dicen: «Creemos en ello. Todo viene de nuestro Señor». Pero no reflexionan sino los poseedores de juicio.
Ante el pacto, los soldados de Alí se dividieron: unos se mantuvieron fieles al califa y lo acordado (xiíes); otros, basándose en el Corán (48, 8/9): Si dos grupos de combatientes se combatieran ¡imponed la concordia entre ambos! Si uno de ellos persistiese en contra del otro ¡combatid al que persiste hasta que se incline delante de la Orden de Dios!, empezaron a chillar: «¡Sólo Dios es el juez!», arguyendo que este mismo versículo había sido utilizado para dirimir exclusivamente por las armas las diferencias con Aísa y sus aliados en la batalla del Camello. Por tanto, había que reemprender el combate y acabar con los sirios. Como el Califa no les hizo caso, se retiraron a Harura, cerca de Kufa, y se negaron a obedecerle en virtud del versículo (4, 76/74): ¡Combata en la senda de Dios a quienes «compran» la vida mundanal con la última! A quienes combaten en la senda de Dios, sean matados, sean vencedores, les daremos una enorme recompensa, y de aquí uno de los nombres, surat, «los compradores» (de la vida eterna a cambio de la mundanal), que se les dio; otro, el de jarichíes, «los que se han salido» de la xiía (obediencia ciega a Alí), parece que empezó a aplicarse algo más tarde. Ambas palabras acabaron por tener connotaciones distintas, pero en el momento inicial se confundían: creían que la autoridad pertenecía al Califa, pero la baya no la habían jurado a éste sino a Dios y, por tanto, Alí debía haber seguido las prescripciones del Corán. Si había aceptado el arbitraje, le cabía la posibilidad de denunciarlo y reemprender la guerra —en cuyo caso los haruríes morirían mártires y entrarían en el Paraíso— o bien dimitir de su cargo y permitir que se convocara una sura. Mientras se resolvían estos interrogantes eligieron asambleariamente un jefe con el título de emir: Abd Allah b. Wahb al-Rasibi.
Alí, de nuevo en Kufa, les envió a su primo Abd Allah b. al-Abbás para convencerles de la rectitud de su conducta, pero no cedieron. Argumentaban que al matar a Utmán lo habían hecho porque había introducido innovaciones en el islam; que en las batallas del Camello y de Siffín habían luchado contra rebeldes, y que Alí no podía negociar con éstos. Abd Allah b. Abbás defendía el arbitraje en virtud de 4, 39/35: Si teméis una acción entre ellos dos, enviad un mediador de la familia del esposo…, y 5, 1-3/1-2, que permiten también el nombramiento, en ciertos casos, de árbitros. Los haruríes no entendían que «su» caso estuviera comprendido en los contemplados en esos pasajes, y replicaban con (49, 9/9): Si dos grupos de creyentes…, y como los omeyas habían ignorado los mandatos divinos, había que tratarlos de acuerdo con (8, 40/39): ¡No! Desmienten lo que no abarcan con su ciencia. Parece ser que Abd Allah b. Abbás acabó dándoles la razón y prometiendo que Alí reemprendería la guerra. Pero éste desautorizó a su representante, pues otros grupos le presionaban en sentido contrario. Mientras, se celebraba una sesión de arbitraje en Dumat ai-Chadal (ramadán 37/febrero 658) de acuerdo con lo previsto en Siffín.
Entretanto, los haruríes se iban transformando en jarichíes y desarrollaban una actividad y unas teorías anarquistas. Utmán y Alí habían pecado, luego sólo podían considerarse como fieles a los que maldecían a ambos califas; todos los pueblos son iguales ante el islam, luego no podía admitirse discriminación en el pago de impuestos ni en las condiciones que algunos compañeros creían que eran necesarios para alcanzar el cargo de califa. Iniciaron ataques intimidatorios contra los xiíes y contra Alí. Éste reunía fuerzas para la próxima campaña contra Siria, pero tuvo que correr a enfrentarse con los haruríes: el choque tuvo lugar en Nahrawán (9 safar 38/17 julio 658); los rebeldes fueron aplastados y los soldados xiíes quedaron tan horripilados de la carnicería, que muchos de ellos se pasaron a las ideas de los vencidos, con lo cual Alí se encontró sin un ejército digno de tal nombre.
Muawiya estaba al corriente de todos estos acontecimientos y de la anarquía reinante en el Iraq, debido a la correspondencia de uno de sus hombres infiltrado en el campo contrario. Lo describía como el de «los qurra, sus amigos y sus devotos». Seguro ya de que el desorden en el campo alida le daba un respiro, decidió asegurar su retaguardia ocupando Egipto. Amr b. al-As, acompañado por el general coraixí, Busr b. Artat, emprendió el camino hacia este país, cuya historia durante el mandato de Alí parece que debió de ser muy atormentada: que, en ciertos momentos, debieron coexistir dos gobernadores, y que en el breve período de dos años se sucedieron hasta cuatro. No tiene por qué extrañarnos: situaciones parecidas se han dado en muchas guerras civiles. Lo que llama más la atención es el interés de los cronistas en hacer morir en sus tierras a los principales jefes de los amotinados. Los oficios de nombramiento de Alí y las correspondencias cruzadas son, probablemente, una superchería forjada, siglos más tarde de los hechos, por los filólogos y literatos de la época abbasí, ya que Alí, en vida, ganó fama de excelente orador, escritor y poeta. Todas estas producciones —algunas tal vez sean auténticas— fueron recogidas en el libro Nahch al-balaga por el Sarif al-Radi (m. 406/1016).
Muchos de los cabecillas de la revuelta del yawn al-dar, Muhammad b. abi Bakr, Malik al-Astar, Kinana b. Bisr… parece que encontraron una muerte violenta a orillas del Nilo, como si Dios hubiera querido castigar a los asesinos en la misma tierra donde surgió la rebelión. Sea como sea, la provincia estaba en manos del gobernador de Damasco antes de la segunda reunión del arbitraje (hukuma) celebrada en Adruh (sabán 38/enero 659), lugar situado entre Maan y Petra. En ese momento sus soldados estaban a dos pasos del lugar, y los de Alí muy lejos.
Amr b. al-As, en las discusiones, jamás dio a Alí el título de Príncipe de los Creyentes, y le llamó simplemente Abu Tálib, con lo cual nivelaba jerárquicamente a los dos enemigos, y permitía que los partidarios de los omeyas pudieran hacer bromas con el nombre (abu tálib puede también entenderse como «pretendiente»; con otros apodos de Alí, como abu turab, «el caminante», o haydara, «león», hubiera sido más difícil), mientras los árbitros discutían sobre si Utmán había sido asesinado injustamente (mazluman) o bien a consecuencia de sus actos (ahdat) contrarios a la letra del Corán, que fue invocado reiteradamente en (62,5/5): Los que fueron cargados con el Pentateuco…; (7, 175/176): Su caso es parecido al del perro: si vas hacia él, ladra; y si lo dejas, ladra también… Amr b. al-As increpó a su contrario: «¡Abu Musa! ¿Acaso no sabes que Utmán fue asesinado injustamente?». «Soy testigo —respondió—. ¿Acaso no sabes que Muawiya y su familia son sus amigos y tienen derecho a la venganza?» «Sí», asintió Abu Musa. Entonces Abu Amr citó (17, 35/33): Al amigo de aquel que fue muerto injustamente…
A partir de este momento empezaron las discrepancias. Abu Musa al-Asarí quiso atribuir el derecho del talión a los defensores, y el califato a una sura que, según él, nombraría a Abd Allah b. Umar b. al-Jattab, persona justa pero que no había sido consultada y no tenía ambiciones en este sentido. Los cronistas narran una curiosa anécdota según la cual Amr habría sorprendido la buena fe de Abu Musa. Pero parece apócrifa y el representante elegido por los xiíes no era tan inocente como se cree: cuando la reunión se disolvió sin ningún resultado, no regresó al Iraq sino que huyó hacia La Meca para escapar a las iras de los qurra. Éstos, por su parte, sacaron la conclusión de que los jueces humanos (al-muhakkima) no son capaces de interpretar el Libro de Dios. Los únicos coherentes resultaban ser, ahora, los haruriyya-muhakkima, pues siempre se habían opuesto a las negociaciones.
Los soldados de Muawiya empezaron a llamar califa a su emir, y éste emprendió ataques esporádicos contra el Iraq, en cuya ciudad de Kufa se encerró Alí. Al-Jirrit b. Rasid, jefe de una tribu, los banu nacha, poco islamizada, que inició la guerra por su cuenta. Los xiíes proclamaron que la decisión sólo pertenece a Dios, y los jarichíes continuaron con sus ataques a los dos pretendientes.
Algunas tradiciones de dudosa autenticidad pretenden que la muerte de Alí fue obra de tres jarichíes, que se pusieron de acuerdo en asesinar, el día 17 de ramadán del 40/24 de enero del 661, a los tres máximos causantes de la fitna: Muawiya, Amr b. al-As y Alí. Cada uno de ellos escogió su víctima y, ya separados, buscaron independientemente el medio de terminar con su enemigo. El asesino que resultó ser más novelesco, y el único que consiguió su objetivo, fue el kindí Abd al-Rahmán b. Mulcham, que había escogido a Alí. Se dirigió a Kufa, se mezcló con sus contríbulos, conoció a una mujer, Qatami bint al-Sichna, y le pidió que se casara con él. Ésta, que había perdido a su padre y a su hermano en la batalla de Nahrawán, exigió como dote tres mil dirhemes, un esclavo, una sirvienta… y que matara a Alí vengando, así, a su familia. El día fijado, Amr b. Bakr al-Tamimi se lanzó contra Amr b. al-As, en La Meca, pero se confundió y acuchilló a uno de sus esbirros; al-Burak al-Sarimi acometió en Damasco a Muawiya, pero sólo pudo herirle en el muslo cortándole la «vena del matrimonio», razón por la cual éste ya no pudo tener más hijos. Detenido, pidió como gracia que le dejaran con vida hasta saber si Alí había muerto. Muawiya se lo negó y le aplicó el versículo coránico (5, 37/33): La recompensa de quienes combaten a Dios y a su Enviado… consistirá en… [Muawiya escogió la opción de] o en el corte de sus manos y pies opuestos.
Ibn Mulcham, en cambio, abrió la cabeza de Alí con su espada, tal y como dice Dante en el «Infierno» 28, 32-33: Delante va Alí lamentándose y hendido el rostro desde la barba hasta el copete. Le preguntaron que había que hacer con el agresor y contestó: Si muero, matadle como él me ha matado a mí. Si vivo, ya decidiré. Muerto el último califa «ortodoxo» o «bien guiado», fue enterrado en secreto para que su tumba no fuera profanada. Sólo un siglo y medio después el califa abbasí Harún al-Rasid dio a conocer que se encontraba a pocos kilómetros de Kufa. A su alrededor han querido ser enterrados numerosos xiíes de todas las épocas, y así nació la actual ciudad-cementerio de Nachaf.
La opinión que tuvieron de él sus contemporáneos dependió del partido en que hubieran militado: los versos de los poetas jarichíes lo maltratan; uno de ellos, que vivía en al-Madain, al serle comunicado el asesinato, no pudo por menos que exclamar: «¡Aunque me trajeran el cerebro de Alí en una bolsa, sólo sabría que estaba muerto después de haberlo destrozado con un garrote!». En cambio, entre sus fieles la muerte fue muy sentida. Umm al-Urchán b. al-Haytam declamó estos versos:
Antes de que le asesinaran vivíamos en el bien
Veíamos al liberto del Enviado de Dios entre nosotros
No vacilaba en aplicar la ley
Y juzgaba por igual a los parientes y a los extraños.
El mejor juicio político sobre el Alí político lo dio su rival, Muawiya, al decir: Cuatro cosas me han permitido vencer a Alí. Yo ocultaba celosamente mis proyectos; él exponía los suyos en público; mis tropas estaban mejor armadas y disciplinadas; las suyas, mediocres (?), sólo pensaban en rebelarse; el día del Camello le dejé tranquilo frente a sus enemigos: si éstos vencían estaba seguro de que negociarían conmigo en mejores condiciones; si Alí vencía, sería a costa de su prestigio y, finalmente, yo tenía mayores simpatías entre los coraix.
Hoy en día el gran escritor egipcio Taha Husayn ha valorado mucho más matizadamente su actuación: Alí, entre unos y otros, clamaba sin ser oído y mandaba sin ser obedecido, hasta que perdió la brújula, aburrió a sus gentes (que a su vez le aburrían a él) y llegó a pedir a Dios que le diese mejores súbditos y a éstos, peor soberano.
Alí, al morir, dejaba un doble legado al islam: su familia y las ideas que habían hecho eclosión durante su califato; ambas han influido a lo largo de toda la historia y han configurado el mundo musulmán del modo como hoy lo conocemos.
Alí fue monógamo hasta que enviudó de Fátima, con la cual tuvo dos hijos, Hasán y Husayn. A la muerte de su esposa emprendió una carrera de matrimonios entre los que interesa el que contrajo con Jawla, cuyo hijo, Muhammad, conocido como Ibn al-Hanafiyya, iba a desempeñar también cierto papel en la Historia (cf. cuadro pág. 224).
De momento la guerra civil (fitna) no terminó. Durante el gobierno de los dos primeros califas el hijo mayor de Alí y Fátima, Hasán (nombre que impuso el Profeta contra la voluntad de su yerno que quería que se llamase Harb), y su hermano Husayn, eran muy pequeños para tomar parte en las deliberaciones de la comunidad. La leyenda xií asegura que ambos fueron enviados, el yawm al-dar, para llevar agua a Utmán y defenderle si era necesario, pero que, cuando llegaron, éste ya había muerto.
Al ser proclamado califa Alí, Hasán tenía unos treinta años, y combatió en Siffín. Cuando su padre fue asesinado, la gente, por consejo de Ubayd Allah b. Abbás, le aclamó como califa, y el primero en jurarle fue un defensor que tenía buenos motivos para hacerlo, Qays b. Sad b. Ubada, cuyo padre había desaparecido misteriosamente durante el califato de Umar. Por tanto quiso subordinar la baya a tres condiciones: que Hasán admitiera que actuaría dentro de los límites de 1) el Corán, 2) la sunna (ambos puntos eran aceptables) y 3) que haría la guerra a quienes declaraban lícito lo ilícito, es decir, que querían hacer la paz con Muawiya, el cual, en cuanto se enteró del asesinato de Alí, añadió a su título de Emir las palabras «de los musulmanes», con lo cual se autoproclamaba Califa cuatro años, dos meses y diecisiete días después de la muerte de Utmán.
Hasán, que no era hombre de guerra, y que desde el primer momento pensaba vivir sin preocupaciones, rechazó la última petición de Qays, haciendo ver a los xiíes que ésta se encontraba implícita en las dos primeras condiciones, y fue jurado por unos cuarenta mil hombres que temían ser objeto de represalias si vencían los omeyas.
Hasán envió doce mil soldados al mando de Ubayd Allah b. Abbás, y le ordenó enfrentarse a los sirios que avanzaban lentamente hacia el Iraq, en espera de que el tiempo hiciera abandonar las armas a muchos alies —pues se les había ofrecido un perdón general— y de que sus espías, instalados en Kufa y Basora, le informaran de la degradación de la autoridad en el Iraq y Persia, únicos lugares que aún hacían algún caso al nieto del Profeta. Hasán, por su parte, mantenía correspondencia secreta con su rival, y preparaba los ánimos de sus fieles para que aceptaran una avenencia al manifestar que no guardaba rencor a ningún musulmán. Los extremistas no querían la paz a ningún precio, invadieron su tienda y un jarichí, al-Charrah b. Sinán al-Asadí, le apuñaló en el muslo al grito de «¡Eres un infiel como tu padre!».
El tumulto hizo entrar a la guardia de Hasán, compuesta por gente de rabía y hamdán, que disolvió a los amotinados y llevó al Califa, que perdía mucha sangre, a Madain. Muawiya, que estaba cerca, envió a Abd Allah b. Amir (m. 59/680) y Abd Allah b. al-Abbás (m. 68/686) a que negociaran, y este último, si no hay confusión en los nombres, tuvo un buen interlocutor en su hermano, Ubayd Allah, jefe importante en el campo alida. Las instrucciones de Muawiya debían ser claras: conseguir la renuncia de Hasán pagando (en efectivo) lo que fuera, pero después de un duro regateo. Lo primero, porque la guerra cuesta más dinero que la paz, y lo segundo, para no dejarse robar, puesto que, como dice el proverbio, «jamás se alaba al robado».
Las anécdotas sobre la correspondencia que sostuvieron los dos califas son muy jugosas, y el cómo se negoció, si es cierto lo que se cuenta, puede tener interés. Pero lo que parece seguro es que el acuerdo, por el que Hasán renunciaba a su investidura, radicaba sólo en tres puntos de tipo económico: 1) que cobraría un millón de dirhemes anuales; 2) que recibiría (¿por una sola vez?) cinco millones sobre la caja de Kufa; y 3) que le pertenecerían vitaliciamente las rentas de una provincia persa.
Al extenderse el rumor de que la paz era inminente, el general alida, Ubayd Allah b. Abbás, se pasó a los omeyas; Qays b. Sad b. Ubada puso a los extremistas en el dilema de rendirse, obedeciendo a un imam en pecado, o bien continuar la guerra a las órdenes de un jefe —él— que no tenía ningún tipo de poder espiritual. No había solución. Sus seguidores tuvieron que rendirse, huir o empezar una nueva vida como guerrilleros. Hasán marchó a Medina con su numeroso harén; Husayn, su hermano menor, protestó, pero tuvo que obedecer, acompañarle y mantenerse tranquilo mientras Muawiya vivió. Éste entró en Kufa y, de regreso a Damasco, fomentó la emigración hacia el Iraq de tribus sirias fieles a los omeyas para que vigilasen a los alborotadores.
Pero la paz aún no se había logrado. Si el Hichaz y toda Arabia fueron sometidos rápidamente por el general Busr b. Artat, no ocurrió lo mismo con Persia, donde mandaba el enérgico Ziyad b. Abihi, ex gobernador de Basora. El pacificador de Arabia no consiguió que Ziyad se entregara ni pudo sorprenderle en sus refugios. Al fin, para someterlo, secuestró a sus hijos y le amenazó con matarlos. Entonces Ziyad se presentó, juró a Muawiya y, con el transcurso de los años, vio la decadencia física de su extorsionador y pasó a substituirle como uno de los gobernadores más fieles y más enérgicos de los omeyas. Y Muawiya, que todo lo conciliaba, le reconoció como hermano.
Años después (49/669) moría Hasán. Los enemigos de Alí, Aísa y Marwán b. al-Hakam, se opusieron a que fuera enterrado al lado de su abuelo, el Profeta.
La muerte de Hasán no supuso una causa de intranquilidad para Muawiya. Opinaba que, al fin y al cabo, la asunción del poder por los omeyas significaba para los alidas un perjuicio menor que el sufrido al quedar desplazados por los taym (Abu Bakr) o los adi (Umar b. al-Jattab), cuyo parentesco era más lejano que el suyo. Al rigorismo de Alí opuso el dejar hacer, y los bebedores de vino (v. g. el poeta al-Nachasí) no fueron importunados. Las libertades de que se acusaba a algunas mujeres adscritas teóricamente al bando xií, como Aísa bint Talha (fue causa de problemas de orden público) o la propia nieta del Profeta, Sukayna bint al-Husayn, que fue musa del poeta ansarí al-Ahwás (35/655-110/728), le debían consolar de los chismes que le llegaban sobre las mujeres de su familia, algunas de las cuales, buenas amazonas, tomaban parte en las carreras de caballos mostrando sus tobillos al aire. Y muchas, de los dos bandos, salían a la calle de noche y sin velo. La introducción en la jutba, por parte de algunos predicadores sirios, de esporádicas maldiciones a Alí, dado su temperamento, no debió de gustarle, pero las toleró. En cambio tuvo que reducir por la fuerza a grupúsculos alidas del Iraq. Ziyad b. Abihi, ya en su bando y gobernador de Basora, no contemporizó: detuvo al más significado, Huchr b. Adi, lo envió a Muawiya y éste lo hizo ejecutar en March Adra («el prado de la Virgen»), cerca de Damasco, donde aún hoy quedan restos de su tumba conocida por la de «sayj Udí». Al-Husayn b. Alí (4/626-10 muharram 61/10 octubre 680) se mantuvo tranquilo durante todo el califato, que había aceptado a regañadientes, y cuando los xiíes le recordaban la preeminencia de su familia (ahl al-bayt), de acuerdo con la interpretación que hacían del Corán (33, 33/33): … Dios quiere alejar de vosotros —gentes de la casa del Profeta— la abominación y quiere purificaros por completo, se limitaba a contestar que no iba a faltar a su baya, aunque ésta hubiera sido obtenida mediante coacción. Y, en consecuencia, si no se sublevaba tampoco impedía (ni quería hacerlo) que sus partidarios hicieran circular rumores que le favorecían y que acusaban, indirectamente, a Muawiya de no cumplir su palabra. Según éstos, el Califa se habría comprometido a que una vez él muerto, le sucedería Hasán (y dado el concepto hereditario que del poder tenían los xiíes, a éste debía sucederle Husayn); la sucesión sería ratificada por una sura; el Califa habría jurado seguir el camino de los piadosos (es decir, el de los dos Umares, pero no el de Utmán); y en el protocolo los hasimíes pasarían por delante de los absamíes, etc.
Pero mucho más peligrosas eran las doctrinas que propagaba Abd Allah b. Saba, al que normalmente se considera judío, pero que Baladuri identifica con un árabe hamdaní, Abd Allah b. Wahb. Éste (cf. pág. 186) negó que Alí hubiera muerto, afirmando que el asesinado había sido un doble suyo (docetismo), del mismo modo que la ahmadiyya sostiene actualmente que no fue Jesús quien murió en la cruz sino un sosias. Los xiíes afirmaban que Alí era el legítimo heredero de los derechos del Profeta; que tenía poderes sobrenaturales y que al fin de los tiempos bajaría a la tierra (ideas, en parte, conservadas por los falasas de Etiopía). Admitieron, además, que el imam podía permanecer escondido (gayba) —doctrina que luego utilizarían los judíos caraítas—, y que había sido el imam por antonomasia. Respecto a este último término, imam, bastará con decir que a las connotaciones litúrgicas que tuvo desde la época del Profeta —nombre aplicado al fiel que presidía y dirigía la oración— se le añadieron otras, con el transcurso del tiempo, de carácter más espiritual.
Estos últimos, al principio, se reservaron, en su nivel más elevado, al califa, que debía pertenecer a la tribu coraix y, en especial, a los hasimíes y abdsamíes. Además, se aceptó que los únicos admisibles para toda la comunidad de los fieles eran los cuatro primeros hasta aquí estudiados. El triunfo de Muawiya escindió a los musulmanes en dos bloques, la sunna y la xiía: mientras que los primeros admitían una cierta variación en la línea sucesoria, los segundos creyeron que debían llevar en sus venas sangre del Profeta y, dentro de este tipo de línea sucesoria, aceptaron el principio de la indeterminación de la línea beneficiada. Así surgieron los zaydíes (122/740), los ismailíes, fatimíes (296/909), los nizaríes (487/1094), los tayyibíes (524/113o), los duodecimanos (260/874) y muchas otras sectas: el xiísmo quedó atomizado.