Utmán B. Affán
El asesinato del califa no podía significar un cambio brusco de política por una doble razón: en Medina, porque su sucesor estaba identificado con ella; y en las fronteras, porque éstas se encontraban muy lejos de la capital, se necesitaban varias semanas para hacer llegar los mensajes a los generales que las guarnecían y, una vez recibidas las órdenes, el cursarlas a las tribus que se desplazaban de modo independiente requería tiempo y diplomacia. Ocurrió algo parecido a lo que en España hubiera supuesto que Carlos, el Emperador, hubiera enviado órdenes de renunciar a la conquista de México y del Perú a Hernán Cortés y a Pizarro: éstos las hubieran recibido después de haber terminado sus hazañas y no hubieran podido obedecer.
Los árabes habían vencido primero en Chalula (16/637), el actual Qizil-robat; luego en Nihawand (21/642) y habían iniciado el avance a través del Tabaristán para llegar al Caspio: a pesar de haber ocupado Amul, la conquista de una zona tan montañosa impedía un avance rápido y el general Suwayd b. Muqarrin estableció un pacto con los señores de la zona, los qariníes, por el cual éstos se declararon vasallos de los árabes prometiendo pagar un tributo de 500.000 dirhemes a cambio de que no se inmiscuyeran en sus asuntos internos ni les obligaran a facilitarles soldados. Era, pues, casi un pacto de Estado a Estado. El Azerbaiján y el Ray se negaron, a su vez, a pagar sus contribuciones al enterarse de la muerte de Umar: inmediatamente el gobernador de Kufa envió un ejército al mando de Salmán b. Rabia al-Bahilí que hizo entrar en razón a los rebeldes (25/646).
Más hacia el este se desplazaban, por cuenta propia y hacia el norte, las tribus de Bakr b. Wail y de tamim, que fueron las primeras en chocar con los indios y con los turcos. Si bien el jefe nominal de la conquista fue Abd Allah b. Amir b. Kurayz, quien en realidad penetró en flecha hacia el Jurasán, fue al-Ahnaf b. Qays, cuyo nombre ha quedado vinculado hasta nuestros días, a dos topónimos, testimonio permanente de sus hazañas: Qasr al-Ahnaf y Rustaq al-Ahnaf. Las tropas árabes se movían en todas direcciones guiadas unas veces —hacia la India— por los informes de sus espías —Hukaym b. Chabala— y otras, siguiendo las huellas de sus comerciantes o las calzadas que se ofrecían a sus ojos. Hacia el 30/650 habían alcanzado Hurmuz, Herat (Harat) y habían derrotado de nuevo a Yazdigird en Firuzabad (Chur), con lo cual, y gracias a la marcha de sus ejércitos, Persia quedaba dividida en dos bolsas: la de Faris, al sur, pobre y montañosa, y la del Jurasán, al norte, mucho más rica. Yazdigird huyó hacia ésta perseguido por un ejército mandado por Muchasí b. Masud al-Sulami, pero tuvo la suerte de que un temporal de nieve detuviera a los musulmanes (30/650).
Por su parte, los gobernadores árabes de las ciudades campamento de Basora y Kufa discutían entre sí el límite de sus futuras conquistas, ya que a mayor territorio, mayor botín. En principio se admitió que los territorios a conquistar al norte de Nihawand fueran exclusiva de los kufíes (Mah al-Kufa) y al sur, de los basríes (Mah al-Basra), pero éstos, que en principio veían cortados los caminos hacia las fértiles llanuras del Jurasán, optaron por acceder a ellas sin atravesar los dominios de sus vecinos y, tras una hábil y difícil marcha a través de los desiertos de la Persia Central, consiguieron su objetivo.
Los kufíes, mandados por Said b. al-As, al enterarse, se pusieron también en camino, pero el Tabaristán, sumamente montañoso, les impidió realizar una campaña similar a la de los basríes y muchas veces los invasores tuvieron que realizar, sin saber cómo, la oración del temor (4, 102/101-104/103), hasta que uno de ellos, Hudayfa b. al-Yamán, compañero del Profeta, les explicó la recta interpretación y práctica del texto: Cuando recorréis la tierra no cometéis falta… (cf. pág. 108).
Entre tanto Yazdigird corrió a refugiarse en Marw y luego en Balj, pero los sátrapas de las provincias norteñas, tras quince años en que el gobierno sasánida, ocupado en la guerra con los árabes, apenas les atendía, se consideraban independientes. Yazdigird solicitó el auxilio de tropas chinas pero, antes de que pudieran socorrerle, fue asesinado por sus propios vasallos en Murgab, cerca de Tirmid (31/659). El cronista al-Tabarí recoge una leyenda según la cual el último sasánida habría tenido en Marw un hijo, Mujdach, y éste, dos hijas que, al ser reconocidas por Qutayba b. Muslim, el conquistador de la Sogdiana, fueron enviadas como botín al califa al-Walid I b. Abd al-Malik (86/705-96/715), quien las incorporó a su harén y con una de ellas tuvo a Yazid b. al-Walid al-Naqis, con lo cual la dinastía omeya quedaba consagrada como legítima continuadora de los sasánidas. El hecho real es que los árabes ocuparon Nisapur y Marw al-Rud y, a continuación, Balj (32/652). La conquista del Jurasán y Tujaristán habría podido darse por terminada. Pero estalló una guerra civil entre los mudaríes y los rabiíes que permitió a los chinos ocupar Balj, y que un hombre del pueblo, Qarin, se sublevara y obligara a evacuar gran parte de los territorios recién conquistados a los musulmanes. La balanza del poder en esta zona quedó, durante unos años, en manos de los turcos heftalíes o blancos de los textos bizantinos (hayatila en los árabes y Ye-Ta en los chinos). Más al sur, parece que los musulmanes ocuparon el principado budista de Kandahar, pero se vieron incapaces de seguir su marcha hacia el este.
La situación en las bases (amsar) de estos ejércitos, en el Iraq, se deterioró rápidamente bajo el califato de Utmán. El gobernador de Basora, Abu Musa al-Asarí, fue acusado de malversación de fondos —acusación clásica que remonta a los años de Umar— y de haber empleado mal las fuerzas a sus órdenes. El fondo real de ambas sospechas radicaba en que era un coraixí, por tanto un pariente lejano del califa y, en consecuencia, un favorito del mismo. Utmán acabó por destituirle. Unos años más tarde los árabes de Kufa se amotinaron mientras el gobernador, Said b. al-As, se hallaba ausente. Su secretario, Amr b. Hurayt, intentó calmar los ánimos recitando el Corán (3, 98/193-99/103): Coged el cable de Dios, el Islam, y no os separéis. Recordad el bien de Dios que bajó sobre vosotros cuando erais enemigos y reconcilió vuestros corazones: con su bien os transformaréis en hermanos. Estabais al borde de una fosa de fuego pero os salvó… Nada consiguió y el Califa, con pérdida evidente de autoridad, nombró al candidato de los amotinados, que ahora era Abu Musa al-Asarí, a pesar de su anterior oposición.
En el sur del Cáucaso la disciplina era mayor porque los conquistadores, mandados por Habib b. Maslama, además de enfrentarse con la orografía tenían enfrente una serie de pueblos o poco organizados o difíciles de aprehender. Por un lado estaban los kurdos, que pretendían descender de Raba b. Nizar b. Maadd y que habían llegado a sus montañas huyendo de los gassaníes; más al este se encontraban los georgianos y los armenios que perdieron Erzerum (Qaliqala) pero que, apoyados por los jazares, bizantinos y alanos, resistieron bien, a pesar de la pérdida temporal de Dwin y Tiflis, las acometidas que les llegaban de Siria y el Iraq. Los árabes, que creían haber ocupado toda Armenia, se vieron obligados a guarnecer las fronteras del norte con un ejército de diez mil hombres, que se relevaban cada año, y a inmiscuirse, aprovechando la intolerancia religiosa de los monotelistas de Bizancio, en la política interior de sus enemigos. Estas disensiones fueron hábilmente aprovechadas por Muawiya para recibir en Damasco a Teodoro, señor de Rstumi, e investirle como rey de Armenia (30/651). Pero, a pesar de todo, el avance hacia el mar Negro quedó detenido.
Lo mismo ocurrió en la marcha hacia las fértiles llanuras del Volga: bordeando el Caspio, los árabes habían llegado incidentalmente a Derbend (Bab al-Abwab) bajo el califato de Umar, y habían chocado en batallas poco trascendentes con los turcos jazar, cuya élite, un siglo más tarde, debía convertirse al judaismo. Pero años después, y al parecer desobedeciendo las órdenes de Utmán, Abd al-Rahmán b. Rabia al-Bahili decidió abrirse paso hasta el Volga y atacó la ciudad de Balanchar (32/652), algo más al norte de Derbend, a la que puso sitio utilizando las máquinas de guerra de la época, las maganeles. Pero los jazares cortaron las comunicaciones de los atacantes —tropas kufíes y sirias—, tendieron a éstos una emboscada y, convencidos ya —antes lo habían creído, como siglos más tarde ocurrió con los aztecas ante los hombres a caballo de Hernán Cortés— de que los ángeles del cielo no ayudaban a los invasores, los derrotaron y les hicieron perder más de cuatro mil hombres, entre los que se encontraba su general. La guerra enseñó a los jazares el peligro de tener la capital en una población cerca de la frontera y, por tanto, susceptible de ser atacada fácilmente (como lo fue París ante los alemanes y Berlín ante los rusos). En consecuencia, la trasladaron mucho más al norte, a Atil, cerca de la actual Astraján. Los árabes, por su parte, aprendieron a respetar a los turcos que, desde la frontera china hasta el Cáucaso, eran sus vecinos bajo distintos nombres (hayatila, guzz, jazar, bulgar, etc.).
La guerra con Bizancio se amplió, bajo el gobierno de Utmán, en un nuevo frente: el marítimo. Ya hemos dicho, al tratar de Umar (pág. 144), que el avance por tierra quedó detenido al llegar a las estribaciones del Tauro e intentar penetrar en Anatolia: la homogeneidad religiosa de esta región impidió a Muawiya chalanear con las sectas cristianas de variopinto color que habían permitido la rápida conquista del Iraq, Siria y Egipto. Por tanto, lo más que hizo a lo largo de su dilatado período de mando, primero como gobernador de Damasco y luego ya Califa, fue enviar a sus tropas en algazúas prácticamente anuales, que si no traían como consecuencia la ampliación de los dominios islámicos, sí reportaban botín y mantenían entrenados de manera continua a sus soldados. Es, si se quiere comparar, casi la misma táctica empleada por Almanzor contra los estados cristianos dos siglos más tarde, o las maniobras que hoy realizan anualmente los ejércitos dentro de sus propias fronteras.
Pero donde Muawiya alcanzó sus grandes éxitos fue en el mar. Los historiadores tienden a poner en boca de Umar la prohibición de que sus soldados se arriesgaran a emprender una guerra marítima y le atribuyen frases como: a bordo de un buque los hombres son como gusanos encima de un madero; en el mar pocas son las cosas ciertas y muchas las inciertas; si está tranquilo, impresiona el corazón, y si se agita, hace delirar, pues los pasajeros se marean; en el mar es fácil perderlo todo y es difícil salvarse, pues no se ve más que cielo y tierra, etc. Estas expresiones no pertenecen a Umar y tal vez quepa atribuir alguna de ellas a Amr b. al-As. No pueden pertenecer a Umar porque éste conocía las navegaciones y el comercio de los árabes por el Índico y el mar Rojo y la de los bizantinos en el Mediterráneo, y de aquí su temor a la apertura del canal de Trajano. Pero también sabía que los buques que cruzaban el Índico no se construían de la misma manera que los del Mediterráneo y, sobre todo, que los sistemas de navegación en aquel Océano eran distintos de los de este mar. Y, evidentemente, sus árabes, nómadas o comerciantes, no estaban capacitados para mandar una flota contra Bizancio. Las circunstancias cambiaron hacia el fin de su gobierno cuando las costas de Egipto, Palestina y Siria cayeron en sus manos; aquí sí que se encontraban atarazanas, marinos y pilotos avezados a navegar por todo el Mediterráneo y que, al convertirse al islam, ponían en sus manos todos los elementos necesarios para emprender campañas marítimas, al mismo tiempo que disminuían la capacidad de defensa de Bizancio al perder Constantinopla muchas de sus bases más preciadas.
Por tanto, al alcanzar el poder Utmán, Muawiya, gobernador de Damasco, se propuso y pudo abrir un nuevo frente contra Bizancio: después de conseguir que el Califa aumentase la ampliación de su provincia con la inclusión en la misma de la parte norte de Mesopotamia —de aquí la intervención de sus generales en la campañas del Cáucaso—, puso en plena producción los astilleros que tenía bajo su jurisdicción e, indirectamente, a los de Egipto.
En el 28/648 estaba dispuesto para hacerse a la mar y atacar Chipre. Solicitado el permiso a Medina, lo recibió con una sola condición: que se embarcara acompañado de sus mujeres, es decir, que las expusiera a los rigores de la nueva guerra. Pero Utmán conocía muy mal a Muawiya: embarcó con ellas en Akka (Acre/Akko), desembarcó en Chipre, destruyó las bases bizantinas y atacó a los chipriotas, quienes, para conseguir que éste se retirase, tuvieron que comprometerse a pagar anualmente a Damasco la misma cantidad que como tributo entregaban a Constantinopla, a que ninguna mujer chipriota se casara con un griego sin su permiso y a avisar a los árabes de los futuros movimientos de la escuadra bizantina de que tuvieran conocimiento.
La cronología y los movimientos de esta primera flota árabe en el Mediterráneo son inseguros. La mandó Abd Allah b. Qays al-Harití, un confederado de los banu fazara, que después realizó hasta cincuenta campañas más, y a cuyo lado, se formó su sucesor, Subyán b. Awf al-Azdí. De regreso a sus bases, Muawiya aprovechó para ocupar la isla de Aradus (¿Arwad?), que era una importante base comercial bizantina situada entre Chabala y Trípoli de Siria. Años más tarde los árabes atacaron Constantinopla por mar y envió un ultimátum, que fue rechazado, al emperador Constante II (641-668). Al iniciar el asalto, un temporal dispersó la flota, que tuvo que retirarse, en desorden, hacia los puertos sirios.
En otra expedición legendaria, mandada por Abu-l-Awar, se saquearon las islas de Cos y Creta y, al llegar ante Rodas y ver la estatua gigantesca en bronce de un hombre que tenía ciento siete pies de altura y servía como faro —una de las siete maravillas de la Antigüedad—, decidieron derribarlo (en realidad había sido destruido por un terremoto el 224 d.C.): encendieron grandes hogueras a sus pies sin conseguirlo, pero al fin se dieron cuenta de que el Coloso estaba asegurado con largos tirantes al suelo para evitar que los temporales lo abatieran. Cortados éstos, lo pudieron derribar, fundirlo y obtener mil cargas de bronce que fueron compradas por un hebreo de Emesa que se las llevó a lomos de novecientos ochenta camellos.
Sin embargo, la batalla naval decisiva, y que no es legendaria sino histórica y que marcó el equilibrio del poder marítimo entre las dos potencias, es la que se conoce con el nombre de Dat al-Sawari, «la de los mástiles». Tuvo lugar alrededor del año 34/654, posiblemente en Phoinix, en aguas bizantinas, lo cual prueba que eran los árabes quienes llevaban la iniciativa. El jefe de éstos —las fuentes no están de acuerdo— tanto pudo ser el gobernador de Egipto, Abd Allah b. Sad b. abi Sarh, como el de Siria, Muawiya. En todo caso en la flota figuraban buques de ambas regiones. Al frente de la flota bizantina estaba el propio emperador, Constante. Éste, la noche anterior al combate, soñó que se encontraba en Tesalónica. Los oneirólogos sacaron un mal presagio del sueño, puesto que descompuesto en sílabas, el nombre de esa ciudad significa Deja a otros la victoria. Es, si se quiere, el mismo sistema de interpretación empleado dos siglos más tarde por sus compañeros cordobeses para predecir a Almanzor que conquistaría León, pues había soñado que estaba comiendo espárragos, y la palabra árabe de esta planta significaba Tuya es León.