VIII

La política internacional de los dos Umares

La lengua árabe utiliza frecuentemente el dual en gramática para asociar nombres de la misma naturaleza: al-Furatani (los dos Éufrates) hay que traducirlo por el Tigris y el Éufrates; al-Qamarani (las dos lunas), alude a la luna y al sol; y los Umarani, o sea, los dos Umares, se refiere a los dos primeros califas, Abu Bakr y Umar, asociados en la vida y en la muerte a la continuación de la obra del Profeta hasta el punto de que algunos musulmanes hagan al segundo, Umar b. al-Jattab, transmisor de algún versículo coránico (y en especial el de la lapidación, cf. pág. 104) que no figura en la Vulgata. Otros le atribuyen la presciencia de la voluntad divina, pues intuyó, antes de que fueran revelados, el contenido de tres versículos coránicos: uno, de contenido cultual (2, 119/125) y dos bastante duros (obligación del velo y amenaza de repudio) referentes a las mujeres (33, 59/59 y 66, 5/5).

En cambio, no cabe duda de que se debe a Umar b. al-Jattab la implantación de la era de la hégira. De creer a los cronistas, el Califa consultó a los compañeros (sahaba) más importantes del Profeta y acabó por imponerse la opinión de Alí b. abi Tálib en una fecha cercana al 16/637. Ahora bien, los secretarios de la administración empezarían a fechar los documentos desde el momento en que se les dio la orden de hacerlo, posiblemente, el mismo día en Medina. Pero los administradores de las provincias y de los ejércitos conquistadores recibieron la noticia en fechas distintas y, en consecuencia, toda la documentación de los años inmediatamente posteriores al 16/637 puede discrepar entre sí (y de hecho lo hace) refiriéndose a un mismo acontecimiento. Es decir, hubo unos años de confusión (que desaparecen alrededor del 40/ 660), del mismo modo que ocurrió en el 1582 y en años sucesivos hasta que se impuso en Occidente el calendario gregoriano. Técnicamente, Cervantes y Shakespeare murieron el mismo día (23 de abril del 1616), lo cual no es cierto, puesto que en España, católica, se fechaba de acuerdo con la reforma gregoriana, e Inglaterra, anglicana, que no la había admitido, seguía utilizando el calendario juliano. El lector de estas líneas lo comprenderá fácilmente si observa cómo en la URSS se celebra la Revolución de Octubre en el mes de noviembre.

Mayor inseguridad reina para fechas anteriores a la promulgación de la orden sobre el origen de la hégira. Hay que pensar que los compañeros del Profeta (emigrados y defensores), si recordaban las fechas de los primeros hechos de su vida y de la de aquél, las conservarían de acuerdo con el calendario preislámico, que utilizaba el nasi (cf. pág. 92) derogado por Dios poco tiempo antes de cerrar la Revelación, y, al pasar del viejo al nuevo calendario, y en la secuencia de los años, pudieron cometer errores.

A los dos primeros califas se debe la reglamentación de algunas ceremonias religiosas, la costumbre de hacer ofrendas a la Kaaba-Umar, el envío dos medias lunas de oro conseguidas en el botín de al-Madain (16-637), la delegación de los poderes judiciales en los cadíes y, tal vez, la relegación de las mujeres a un segundo plano de la vida política. Y decimos tal vez porque hay que recordar la actividad de Aísa contra Alí b. abi Tálib que culminó en la batalla del Camello (35/656), y la que en el siglo VII/XIII desarrolló la reina de Egipto, Sachar al-Durr.

Una tradición nos asegura que el Profeta prometió a diez de sus compañeros el Paraíso, «los albriciados», y nos da el nombre de los mismos: los cuatro primeros califas —Abu Bakr, Umar, Utmán y Alí— a los que se añaden los de Talha y al-Zubayr (ejecutados por Alí después de la batalla del Camello); Abd al-Rahmán b. Awf que, al ver la dureza de la persecución coraixí contra los primeros musulmanes, emigró a Abisinia y regresó al lado de sus correligionarios cuando éstos estuvieron instalados en Medina, luchó en Badr y amasó una gran fortuna como comerciante; Sad b. abi Waqqás, que fue un mal gobernador de Kufa y tuvo que ser destituido (20/641); Abu Ubayda b. al-Charrah, que fue buen militar y gobernador de Damasco y cuya vida segó la peste (17/638); y por último Said b. Zayd.

Teóricamente parece que éstos fueron el senado de los dos primeros califas. Pero Umar desconfiaba de todos ellos, excepto del noveno, y una tradición pone en sus labios los defectos de que les acusaba: Utmán, si lograba el poder —lo consiguió, pues fue su sucesor— colocaría a los omeyas —y lo hizo— sobre el cuello de las gentes y les regalaría el dinero de la hacienda pública; Alí, conduciría al islam por el camino recto dada la nobleza de su cuna, pero era tozudo, hipersensible y joven. Como fuera que su interlocutor, Ibn Abbás, le observara que no pensaba lo mismo cuando le vio combatir en Badr, recibió la respuesta de que los coraix no lo soportarían, puesto que Alí les daría motivos de queja y se sublevarían contra él (como ocurrió); Talha b. Abd Allah era generoso, le gustaba que le halagaran, pero además, era orgulloso y engreído; Zabayr b. al-Awwam, buen guerrero, tenía un temperamento inestable, unos días era un demonio y otros un ser humano; Abd al-Rahmán b. Awf no podría ejercer el poder, puesto que no sabía dar sin ser derrochador, ni negar sin ser tacaño; Sad b. abi Waqqás era un creyente tibio. Como puede verse, de sus críticas sólo escapaban los dos últimos de los «albriciados».

Es decir, Umar desconfió de los compañeros, nombró —salvo el caso de Abu Ubayda— para altos cargos a quienes tenían pocos vínculos con el pasado y, en consecuencia, no podían coaccionarle con el pretexto de la mayor o menor amistad que habían tenido con el Profeta, y tapó la boca del resto repartiendo entre ellos, a manos llenas, el botín que cosechaban sus ejércitos en la conquista de Asia y de África. Teóricamente constituían una asamblea que consultaba cuando le placía y hacía caso o no de sus consejos según creía conveniente. Ahora bien: el grupo de sus mayores enemigos, Alí, Talha y Ibn Zubayr, amasaron fortunas enormes; aquellos que no quisieron someterse al sistema —riqueza a cambio de poder— fueron olvidados y al menos uno de ellos, que siendo mediní había ambicionado el califato, murió oscuramente: Sad b. Ubada que, según parece, fue asesinado en Siria.

Ideas similares debía tener Abu Bakr, pues había gobernado con el apoyo de los emigrados, una minoría de defensores (ansar), los aws y los neomusulmanes de los alrededores de Medina, y poco a poco, se había inclinado a utilizar a los coraixíes neoconversos: Jálid b. al-Walid le dio el apoyo del clan majzumí; a Abu Sufyán b. Harb, el máximo enemigo del Profeta, no podía utilizarle, pero sí a sus hijos Yazid y Muawiya, con lo cual, y junto con Utmán, los omeyas empezaron a recuperar el poder perdido al tomar Mahoma La Meca. Los clanes de los emigrados más antiguos no tenían fuerzas —ni gentes preparadas— para oponerse a la nueva política.

Umar, dispuesto a conservar su independencia, apoyó la tradicional emigración de los yemeníes hacia Siria, donde reforzaron a los descendientes de sus antepasados que habían llegado antes del islam. Esta conducta se basaba en las enseñanzas del Profeta: la tribu de los bachila, alrededor del año 600, ocupaban parte de las montañas Sarat al sur de La Meca, pero, enfrentados los clanes que la constituían, cada uno marchó por su lado y se puso bajo la protección de otras tribus. Uno de ellos, mandado por Charir b. Abd Allah, fue a Medina, se convirtió al islam y Mahoma le encomendó algunas expediciones contra sus enemigos. Umar mandó a este grupo a ocupar al-Sawad, ofreciéndole la cuarta parte (uso preislámico) de las tierras que conquistaran (cf. pág. 109), entendiéndose por éstas los bienes señoriales, reales, imperiales y de grandes latifundistas que encontraran abandonados en su avance. Unos años después ofreció a Charir reconstruir la tribu bachila, nombrarle su jefe (sayyid) y darles una soldada a cambio de que cediesen de nuevo al poder central las tierras en que se habían asentado. La modificación de la situación administrativa de los bachila implica que, paralelamente al uso del pago del quinto (quinteros) propugnado por el Corán (8, 42/41), el Califa utilizó costumbres preislámicas (mirba o cuarto) y se hizo devolver las tierras concedidas en virtud de 59, 6/6, que los exegetas interpretan como origen de la institución del fay, según el cual los bienes, especialmente inmuebles, que forman parte del botín de guerra sin combate, son propiedad de la comunidad: por tanto, Umar los recuperó (afa) a cambio de la compensación correspondiente.

Pero el ámbito geográfico en que se desenvolvió la actividad de Umar fue mucho más amplio que el ocupado por los musulmanes durante la vida del Profeta. Éste, después de cada expedición militar, volvía con sus hombres a Medina; Umar no podía pretender que las tropas situadas a miles de kilómetros de la Capital regresaran después de cada batalla: era necesario que vivieran sobre el terreno acuartelándolas en lugares determinados, en las zonas densamente habitadas, o creando campamentos en que pudieran reagruparse para hibernar y prepararse para una nueva embestida, guardándose para sí el derecho de cambiar sólo a los mandos, generales y gobernadores de los mismos. Siria, que tenía una buena estructura viaria bizantina, vio cómo los musulmanes eran acuartelados (chund) en varios campos: los de Hims, Urdunn (Jordania, con base en Tiberíades), Palestina (base primero en Ludd y luego en Ramla) y, en el norte, Qinnasrin. Todos ellos dependían de Damasco que fue, de hecho, y salvo el período de mandato de Abu Ubayda b. al-Charrah, un feudo omeya. Primero Yazid y luego Muawiya (éste, jovencísimo, había sido secretario del Profeta), eran hijos del gran enemigo de Mahoma: Abu Sufyán b. Harb. Esta estructura de provincias militarizadas (muchannada, es decir, que en ellas estaba la base de un cuerpo de ejército) sería exportada un siglo después a España. De hecho, el islam procedía a reinventar las provincias tranquilas (senatoriales) y problemáticas (imperiales) de la antigua Roma.

En África, las fuerzas principales se establecieron en Fustat, y cuando más tarde esta ciudad quedó demasiado alejada de los ejércitos que marchaban hacia Occidente, se fundó (34/654) el campo de Qayrawán. Antes, sin embargo, Umar había establecido dos nuevas ciudades frente a los confines de Persia: Basora y Kufa, atribuyéndoles arbitrariamente unas zonas a ocupar en territorio enemigo, del mismo modo que los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II concedían cédulas a Colón, Cortés, Pizarro, etc., nombrándoles gobernadores de los hipotéticos lugares que querían descubrir y conquistar con su esfuerzo. Ni Umar ni Carlos I podían ejercer su autoridad a distancias tales como aquellas en que se movían sus súbditos. Para solucionar, en lo posible, este inconveniente, Umar procuró hacer más transitables los caminos que unían Medina con el resto del mundo y, en especial, el darb (carretera real) Zubayda, que comunicaba Kufa y Basora con La Meca y Medina. Cuando Umar nombró a Abu Ubayda b. al-Charrah gobernador de Siria y luego a Yazid b. abi Sufyán, tuvo que soportar que Amr b. al-As se lanzase por su cuenta y riesgo a la conquista de Egipto y, una vez iniciada la campaña, el califa, por motivos de prestigio, se vio obligado a apoyarlo, claro que con tropas fieles a él, que podían mantenerle al corriente de los movimientos del indisciplinado y emprendedor general.

Los ejércitos conquistadores no tenían la capacidad suficiente para incautarse de los bienes de los vencidos y administrarlos por sí mismos. Y Umar lo sabía. Por tanto, mantuvo en sus puestos a los funcionarios bizantinos y sasánidas, que siguieron llevando sus cuentas en griego y arameo, y decidió quién debía ser su jefe, obispo o dahaqin, y les hizo responsables ante la autoridad musulmana. A veces puso a su lado interventores árabes, pero la moneda seguía siendo acuñada con los troqueles de los vencidos en los que figuraba la imagen del emperador o la cruz. Ni una ni otra cosa estaban taxativamente prohibidas en el Corán y poco a poco, por osmosis, sus interventores aprendían cómo funcionaba un imperio. Imperio que él construía en beneficio de los árabes, según demostró con la política financiera, aunque a su vista, y de creer en tradiciones tardías, no todos los árabes eran iguales, pues los clasificó según la mayor o menor antigüedad de su conversión y los servicios prestados al islam.

Cuando se sintió con fuerzas para evitar la indisciplina de sus generales adoptó el título de Amir al-muminin —miramamolín, en las crónicas españolas medievales— y que hay que traducir, basándose en las aleyas de los príncipes (cf. pág. 107), como Emir de los Creyentes. Si el título de Califa admitía ya entonces fuertes matizaciones (cf. pág. 122), el que ahora adoptaba (19/640) debía ser único, para él y sus sucesores, puesto que no cabía pensar que pudiera haber más de un Emir para la comunidad musulmana. Sus buenas intenciones se olvidaron con el correr de los siglos y, ya en la época de los taifas españoles, éstos no vacilaron en acuñar moneda añadiendo tan preciado título a su nombre. Pero también el nombre de ministro (wazir) ha degenerado hasta indicar hoy al alguacil de cualquier lugar.

El trato de Umar con sus gobernadores, tanto si se habían autonombrado (Amr b. al-As en Egipto) como si los había enviado él, fue muy desigual. Dependió exclusivamente de las circunstancias del momento y de que la persona de quien se tratara fuera más o menos hábil. Amr b. al-As demostró ser mucho más intuitivo que el gran general Jálid b. al-Walid. Umar no podía ver a ninguno de los dos, pero el primero sabía mantenerse en su puesto. El segundo, fue arrinconado. La enemistad entre ambos parece que tuvo su punto de arranque en la incompatibilidad de caracteres: Jálid era extrovertido, buen jefe en el campo de batalla y muy irregular en los asuntos administrativos. Umar era todo lo contrario y, sistemáticamente, empezaron a circular rumores sobre la actuación del primero: que si en la campaña de la ridda había quemado rebeldes cuando el castigo del fuego sólo lo imparte Dios en el infierno; que si había matado musulmanes; que si se había casado con una viuda —después de matar al marido en plena batalla— sin esperar el plazo legal prescrito por el Corán (65, 4/4; 2, 234/234). Estas prescripciones, sin embargo, no le eran aplicables, puesto que rigen la vida de la comunidad musulmana y no incluían a la viuda de un árabe tamimí pagano muerto en combate. Otro rumor le acusaba de haberse retirado indebidamente hacia el sur ante el avance de los bizantinos al mando de Heraclio, pero olvidaban con ello que este movimiento fue el que le permitió reagrupar a todos los ejércitos árabes y derrotar a los bizantinos en la decisiva batalla de Yarmuk, y que había devuelto a los dimmíes de las zonas evacuadas, al no poder protegerlos, la chizya que les había cobrado. Los refuerzos que desde Medina le enviaba Umar al mando de Abu Ubayda b. al-Charrah no llegaron a entrar en combate pero, en cambio, le permitieron a éste hacerse copartícipe del triunfo, quedarse como gobernador de Damasco y relegarle al gobierno de Hims, donde murió víctima de sus excesos en 21/642. Su muerte eliminaba a un serio pretendiente a la sucesión de Umar en el califato. Si en Muta ganó el apodo de Sayf Allah (espada de Dios), la tradición intentó transformarlo en Sayf al-Rasul (espada del Enviado de Dios) y, luego, en Sayf al-Islam (espada del islam).

A partir de este momento los expedientes contra los gobernadores de provincias se hicieron más rápidos. En el 17/638 había sido depuesto al-Mugira, gobernador de Basora, acusado de adulterio; Abu Hurayra (m. 58/678), que estaba en el Bahrayn, fue llamado a Medina; Ammar b. Yasir, compañero del Profeta, sólo duró un año como gobernador de Kufa (21/642-22/643); Abu Musa al-Asarí, tabií (discípulo de un compañero; había nacido en el Yemen alrededor del 614), fue substituido en Basora de su cargo por Ziyad b. Abihi y tuvo que acudir a Medina para ser juzgado. Las acusaciones —elevadas al califa por un enemigo personal suyo— eran: 1) que se había quedado después de una algazúa, con los cuarenta cautivos que podían pagar mayor rescate. Replicó que era cierto, pero que la suma cobrada la había ingresado, en su momento, en las arcas públicas; 2) que llevaba una vida inmoral con su esclava Aqila. No contestó; y 3) que había regalado al poeta al-Hutaya mil dirhemes. Lo confirmó añadiendo que era dinero de su propiedad con el que le había tapado la boca para que no le satirizara. Después de dos años (23/644) el califa lo absolvió. En cambio, Qudama b. Mazún fue destituido del gobierno del Bahrayn por haber bebido vino.

Los gobernadores ayudaban con sus rencillas a la inestabilidad de sus cargos: sabían que a mayor cantidad de tierras conquistadas, mayor botín y mejor recompensa para sus veteranos (muqatila, ahl al-ayyam), inicialmente beduinos en gran parte que querían gozar de libertad de movimientos, vivir de su soldada y que rehusaban sedentarizarse y transformarse en labriegos. De aquí que los basríes, que avanzaban por un terreno más abrupto y difícil que aquel por donde progresaban los kufíes, quisieran una nueva delimitación, más favorable para ellos, por supuesto, de la que tenían. Umar no accedió. Consideró, simplemente, que los basríes habían tenido mala suerte.

Un punto discutido de la política de Umar son las decisiones que tomó respecto de los dimmíes, cristianos, judíos y sabeos (¿mazdeos?, ¿cristianos de San Juan Bautista?, i. e. sabia o subba o mandeos). Esta política se basaría, desde el punto de vista territorial, en un hadiz que pone en boca de Mahoma, moribundo, las siguientes palabras: «Dos religiones no pueden convivir en Arabia». En consecuencia, en el 20/641 habría ordenado a los cristianos de Nachrán que emigraran hacia Iraq —adonde fueron la mayoría— o Siria. Las tradiciones han querido justificar la medida diciendo que los cristianos de Nachrán eran prestamistas y cobraban intereses por los capitales que dejaban, o sea, que practicaban la usura (riba) taxativamente prohibida en el Corán. Pero lo cierto es que su marcha permitía a los interesados no devolver el capital ni pagar los intereses y, en compensación, algún cronista dice que, en el edicto de expulsión, Umar les eximía del pago de la chizcha durante un par de años. A los judíos de Jaybar, que cultivaban la tierra en virtud de un acuerdo concluido por el propio Profeta, se les obligó a que marcharan hacia Transjordania. En este último caso, parece que la medida fue apoyada por algunos compañeros que veían un sistema para aumentar sus rentas al disponer de la mano de obra —esclavos procedentes de las tierras conquistadas o musulmanes pobres— cuya falta había obligado a Mahoma a establecer un pacto (cf. pág. 83) muy distinto de los modelos empleados con los judíos de Medina.

Pero la expulsión de unos y otros no fue total. En el año 40/660 aún quedaban cristianos en Nachrán y los judíos de Wadi-l-Qura, cerca de Medina, abandonaron la Península años después de la muerte de Umar. Es más, incluso en vida de éste, cristianos, mazdeos y judíos permanecieron, a título individual, en la capital sin llevar ningún signo exterior que permitiera discriminarlos. Estas últimas medidas sólo empezaron a ponerse en práctica a principios del siglo II/VIII. Ahora bien, quedaban excluidos del haram de los lugares sagrados.

El pago de la chizya no fue obligatorio para los pobres, y cabe dudar si en los tiempos de Umar se impuso a los ricos. Distintos hadices nos muestran al Califa oponiéndose a la aplicación del derecho penal (castigos corporales) a los deudores de impuestos, en base a lo que él, personalmente, había oído decir al Profeta al respecto: «No torturéis a la gente porque Dios torturará el Día de la Resurrección a aquellos que en esta vida han torturado a la gente».

Es difícil creer que Umar siguiera unas reglas fijas en la aplicación de la política fiscal. Él —y el resto de los musulmanes— leían en el Corán (12, 2/2): Realmente hemos hecho descender un Corán árabe. Tal vez vosotros meditéis. Y, meditando, muchos —y entre ellos, según parece, se contaba Umar— llegaban a la conclusión (que no es la de los exegetas posteriores) de que ser árabe equivalía a ser musulmán. Pero existían tribus árabes cristianas, como los bahra, los tanuj y los taglib, que se negaban a pagar la chizya como sus coterráneos de otras lenguas, aunque éstos no entendían el Corán árabe, y ellos sí. Umar intentó buscar una solución al problema: los no árabes pagarían la chizya en tanto y cuanto no contribuían con sus personas a la guerra; los cristianos árabes pagarían una sadaqa doble. Pero como en el Corán ambos términos, sadaqa y azaque son, de hecho, equivalentes (cf. pág. 109) y esas tribus entendían lo que se les recitaba, varias prefirieron no pagar y emigrar. Otras, como los taglib, se dividieron, optando unos clanes por pagar y quedarse, y otros por marchar a tierras no musulmanas.

Umar tuvo la suerte, como Napoleón en la primera campaña de Italia, de que sus tropas le facilitaran un botín tan abundante que le permitía no ser exigente con sus súbditos en el momento de cobrar impuestos. Las grandes familias recibían tal cantidad de dones que es difícil pensar que tuvieran que devolver una parte de éstos en forma de impuestos.

Los gobernadores de las provincias enviaban el botín y la recaudación fiscal a Medina, reteniendo en sus manos la parte que necesitaban para pagar los sueldos de sus funcionarios, soldados y obras públicas, pero, en todo caso, y a partir del momento de autoproclamación de Umar como Emir de los Creyentes, sabían que podían ser destituidos en cualquier momento y llamados a rendir cuentas en Medina o bien que podían ver confiscada la mitad de su fortuna en beneficio del Erario. Por tanto, al Califa le bastó con que los musulmanes le pagaran, voluntariamente, el azaque o sadaqa que, en el caso de los árabes cristianos taglib era doble (¿de qué?), y se mostró más escrupuloso al exigir que cumplieran bien sus obligaciones fiscales los no árabes.

En Persia, los residentes que tenían religión distinta a la oficial, el mazdeísmo, pagaban un impuesto por cabeza que llamaban, en arameo, jaraga. Umar lo entendió como jarach, y con el correr del tiempo pasó a considerarse que era un impuesto territorial, enfrente de la chizya coránica que terminó entendiéndose por capitación. Pero en el momento del asesinato de Umar estas nociones no estaban claramente definidas y, aunque así hubiera sido, no había una burocracia árabe capaz de aplicarla: los conquistadores estaban en manos de los mismos funcionarios de los pueblos vencidos y su erario se llenaba como hizo Tito con el tesoro del Templo de Jerusalén, Mahoma con los tesoros de los dioses paganos y los españoles con los de los indios americanos —con las riquezas de los santuarios, cristianos o mazdeístas, que ocupaban por la fuerza de las armas—. Las únicas excepciones de la época fueron las de Mahoma con el tesoro de la Kaaba en el momento de la conquista de la Meca (cf. pág. 87), y con el cual nunca contaron los dos Umares, a pesar de que hubieran podido desamortizarlo arguyendo que el oro allí contenido era resultado de las ofrendas hechas por paganos a falsos dioses y negarse a recuperar su casa de la ciudad y prohibir a los compañeros que hicieran tal cosa con las suyas: Dios ya los había enriquecido bastante y debían vivir en Medina.

Que este sistema era arriesgado debió entenderlo muy pronto Umar. No puede creerse que de buenas a primeras (20/641) instituyese la organización del diwán y del bayt al-mal (no Allah) o tesoro público (cf. pág. 109). Una tradición explica que en el año 15/636 llegó a Medina un marzubán (gobernador) persa que explicó cómo los sasánidas llevaban la contabilidad del reino y tenían unos registros en que estaban inscritos, ordenados por categorías, todos sus súbditos, indicando lo que pagaban como impuestos o las pensiones de que se habían hecho acreedores. La idea debió madurar en la dieta (yawm) al-Chabiya (¿se celebró realmente?) del año siguiente, en la que Umar, reunido con sus soldados de Siria y sus consejeros de Medina —sólo faltaba Alí— reguló el régimen de los territorios recién conquistados y pronunció un discurso en que establecía las directrices de su gobierno. Muchos de estos detalles no sólo son inseguros por el gran período de tiempo transcurrido desde el momento en que tuvieron lugar hasta que fueron puestos por escrito, sino porque, en parte, se basan en hadices muannan, es decir, que carecen de cadena de transmisores. La falta de Alí en estas reuniones admite una doble explicación: o que el Califa quería mantenerle quieto en Medina para que no reivindicase, una vez más, como heredero de Mahoma y por haber sido esposo de Fátima (m. 11/633), la parte de su suegro en el botín de Fadak, cerca de Jaybar, cuyos aparceros no pagaban la chizya; o que voluntariamente se quedara en Medina como gobernador. En cualquiera de los dos casos, y como ocurre con el texto del Corán, cabe pensar que si Alí hubiera querido recuperar esas tierras y modificar su situación legal lo hubiera hecho durante su califato, y no parece ser que procediera así.

El principio fundamental de Umar se basó en un presupuesto fijo, procedente de los tributos de sus súbditos no árabes o, lo que es lo mismo, no musulmanes, más el décimo (usr) de los beneficios de las tierras de regadío, que ya estaban acostumbrados a pagar la mayoría de los propietarios que tenían tierras en la Península y el Próximo Oriente desde muchísimo antes, según aparece ya en la Biblia.

Umar no tuvo en cuenta para la elaboración del presupuesto las partidas que podría ingresar por el azaque o sadaqa, porque de los textos coránicos implicados (58, 13/12-14/13; 9, 53/53-60/60) no podía deducir ni la obligatoriedad ni la cantidad y sólo, tal vez, el destino final de los mismos: dar limosna a los pobres o subvenir a las necesidades personales del Profeta, que no era, por cierto, un hombre rico.

Si tuviéramos seguridad en la secuencia temporal de las aleyas del Corán, podría tal vez pensarse que la recomendación de dar caridad denominada zakat en la mayoría de pasajes mequíes es idéntica a la sadaqa que abunda más en los textos revelados en Medina. Filológicamente ambas palabras podrían derivar de una primitiva palabra sdq, que dio diversas variantes en arameo, hebreo y, posiblemente, en los dialectos de La Meca y Medina. En algunos textos del Próximo Oriente, antiguos derivados de esa raíz, sdq, se utilizan para designar los productos del campo que como primicias se ofrecen al templo de un dios.

Si en las entradas tal vez hubiera acuerdo entre todos los compañeros del Profeta, cabe dudar que coincidieran en el empleo que debía darse a estas sumas. Abu Darr al-Gifarí opinaba que debían servir para elevar el nivel de vida de los más pobres, es decir, tenía ideas socializantes; el clan omeya y la aristocracia, constituida por los emigrados más importantes y antiguos, pensaban que tenían que favorecer a los que mayores servicios habían prestado a la causa del islam: los primeros, porque estaban facilitando la expansión del mismo gracias a arrastrar tras de sí los principales clanes de los coraix y, los segundos, por su antigüedad en defensa de la causa. Triunfaron las ideas omeyas y, años después, al subir al poder el primer califa de éste, Abu Darr al-Gifarí fue desterrado (30/650-32/652) al desierto.

Mahoma había repartido (qataa) entre sus fieles las tierras conquistadas, y los juristas posteriores encontraron la justificación de sus actos en el Corán 7, 125/128: … la tierra pertenece a Dios, que la da en herencia a quien quiere entre sus siervos… Por tanto, al ser tierra de Dios, el Califa podía disponer libremente de ella y darla o quitarla (cosa cada vez más difícil) a sus súbditos. Estas concesiones de campos (qita, plural qatai), de propiedades rústicas hicieron inmensamente ricos a los beneficiados: los grandes latifundios se constituyeron en Egipto y el Sawad. En esta última región, el gobernador Ziyad b. Abihi realizó obras públicas a costa del erario, retaurando los antiguos canales mesopotámicos que beneficiaron a los propietarios de las tierras al aumentar el área de la superficie cultivable, con lo cual esta región pasó a ser considerada «el jardín de los árabes»; y a ella acudían los emigrantes, no para buscar el jardín del Paraíso en la guerra, sino para hartarse del pan y de los dátiles de sus tierras.

En Siria, donde desde la antigüedad los campos estaban más repartidos, las concesiones tuvieron menos entidad. Pero todos, latifundistas y propietarios menores, ampliaron sus tierras cultivando los predios vecinos si no encontraban resistencia o eran yermos y, más adelante, comprándolos a los no musulmanes, con lo cual sólo pagaban los impuestos (usr/jarach) por los campos que el Califa les había concedido, y que fueron confirmados para las tierras del Sawad por el califa Alí, ya que el Iraq le apoyaba en su califato, pero no por los que habían ocupado, con lo cual sólo unos años después, al principio de la dinastía omeya, los funcionarios se dieron cuenta de la enorme defraudación que había sufrido el fisco. Y al mismo fin contribuyó la falta de directrices claras de qué debía hacerse con la chizya de los dimmíes si éstos se convertían y pasaban a ser clientes de una tribu, es decir, personas asimiladas como si tuvieran la misma sangre. Recibieron el nombre árabe de mawla, que ha dado el castellano maula, una de cuyas acepciones en el Diccionario de la Academia es la de «deudor que no paga» y, en la Edad Media, se designaba con esa palabra al encomendado.

Evidentemente la capitación era un impuesto mucho más claro (se pagara o no es otra cuestión) que el azaque o sadaqa. Éste, como hemos dicho, era prácticamente voluntario (caridad privada en nuestros días).

Un texto tardío, de Abu Yusuf (m. 182/798) nos dice que Umar estableció las siguientes pensiones: cinco mil dirhemes a cada uno de los musulmanes (emigrados y defensores) que habían combatido en Badr; otros tantos a cada uno de los hijos de Alí y Fátima, al-Hasán y al-Husayn; cuatro mil a los musulmanes que, ya conversos, no habían podido participar en el combate de Badr; doce mil a cada una de las viudas del Profeta (consta que éstas se enriquecieron después, pero no antes, de la muerte del marido) y otros doce mil a al-Abbás, tío del Profeta y epónimo de la dinastía abbasí, a la cual prestaba sus servicios Abu Yusuf. Aumentar la categoría del antepasado de sus señores debió de ser un sistema de halagar a éstos. Si estableció éstas y otras categorías, posiblemente lo hizo aconsejado por Alí y el hermano de éste, Aqil b. abi Tálib (m. 50/670), pues este último era uno de los cuatro árbitros de los coraix.

En todo caso, la organización del diván permitía a Umar atribuirse un sueldo y unas «pagas extraordinarias», cuando llegaba el botín, importantes. Además, el pasaje del Corán 9, 60/60 «Las limosnas son para… quienes tienen sus corazones dispuestos a aceptar el islam…» le forzaba a mantener siempre un fondo de reserva, del mismo modo como lo había hecho Mahoma en Medina. No hay por qué escandalizarse de que se enriqueciera al igual que el resto de los diez bien albriciados y diera grandes dotes a sus mujeres.

El proyecto de estado que creaba día tras día Umar se vio truncado por su asesinato. Los hechos ocurrieron con rapidez. Una leyenda pretende que Umar tuvo un sueño en que vio un gallo rubio (este color era de mal azuero) que le picoteaba la cabeza dos veces. Asma bint Umays, viuda de Abu Bakr, lo interpretó diciéndole que sería asesinado por un hombre no árabe. Otra, nos explica que Kab al-Ahbar le anunció que le quedaban tres días de vida. El Califa le preguntó que cómo lo sabía, a lo cual Kab le contestó que lo había leído en la Torá. El diálogo que sigue, como todo lo que antecede, es pura ficción y, en algún momento, parece que está influido por la predicción de la muerte de César antes de los idus de marzo. Los hechos parecen haber sucedido así: paseando Umar por el mercado de Medina encontró al siervo (gulam) de al-Mugira b. Saba, al que unos textos hacen cristiano y otros mazdeo. El hombre se quejó de que su señor le hacía pagar un jarach muy alto, de dos dirhemes al día, o sea, de 730 al año (la cita, si fuera cierta, permitiría la comparación con las pensiones mencionadas por Abu Yusuf; las dotes que daba el Profeta a sus esposas, etc.). El Califa le preguntó los oficios que ejercía y éste le enumeró varios de ellos y le dijo que, además, sabía construir molinos de viento. El soberano no atendió a su reclamación y unos días después Abu Lulua le atacó con un puñal bífido causándole seis heridas, una de ellas mortal por haber penetrado profundamente en el vientre, debajo del ombligo. El asesino fue a su vez matado inmediatamente, en medio del tumulto, posiblemente por un hijo del Califa (cf. pág. 181) o, si hubo conjuración (hipótesis de Caetani), por uno de los comprometidos en la misma para evitar que hablara. El herido fue llevado a su casa, donde tomó las disposiciones pertinentes para que se reuniera la sura que debía elegir a su sucesor.

Si hubo conjuración, tal vez tomaron parte en la misma Alí, Talha, al-Zubayr, Muhammad —hijo del califa Abu Bakr— y al-Abbás. Todos creían haber sido agraviados injustamente por Umar y podían estar de acuerdo en desprenderse de él, pero, por descontado, discrepaban en quién debía ser su sucesor. Indujeron a Abu Lulua al asesinato, sin explicarle los móviles, y luego se libraron de él. Pero no contaron con que algunas tribus beduinas poco islamizadas no querían que continuara el califato, puesto al que aspiraban varios de los conjurados. El Califa, malherido, dispuso de unas horas de clarividencia para nombrar (¿lo hizo realmente?) los miembros de la sura (consejo) que debía elegir a su sucesor, y en la cual incluyó los nombres de sus hipotéticos asesinos. Éstos, que sólo ocasionalmente habían coincidido en promover el crimen, discutirían entre sí y serían incapaces de formar un bloque para que el futuro califa fuera uno de ellos. Los miembros del consejo fueron escogidos entre el grupo de los «bien albriciados»: Alí, Talha, al-Zubayr, Utmán b. Affán, Sad b. al-Waqqás —quien no llegó a tiempo para tomar parte en las deliberaciones— y Abd al-Rahmán b. Awf. Este último, al empezar los debates, manifestó que renunciaba a ser candidato, lo cual le permitió hablar a solas con todos y cada uno de los aspirantes al califato y, en el momento decisivo, inclinar la elección en favor de Utmán b. Affán, representante del clan de los omeyas que, poco a poco, durante el gobierno de los dos Umares, se había ido infiltrando en los cuadros de la administración. Las anécdotas que narran cómo consiguió la mayoría de votos son secundarías, y sólo Alí fue renuente a prestar la baya al elegido. Lo hizo —y públicamente en la mezquita— cuando Abd al-Rahmán b. Awf le recitó el versículo 48, 10/10 del Corán: «Quienes te reconocen, solo reconocen a Dios…».

Es difícil fechar el día en que se proclamó a Utmán, dados los escasos detalles que tenemos de cómo funcionaba el calendario de la hégira. Técnicamente podría deducirse del horóscopo que Yaqubi nos transmite diciéndonos que corresponde a ese momento, pero no coincide con el que nos da Musa ben Nawbajt en su colección de horóscopos históricos, lo cual demuestra que éstos fueron levantados realizando cálculos con datos obtenidos de tablas astronómicas muy posteriores, o sea, del siglo II/III de la hégira. Los cronistas se contradicen entre sí, no sólo sobre la edad en la que murió —lo cual no tiene importancia, pues el registro civil existe sólo desde el siglo XIX en Occidente, y en tierras del islam desde el XX—, sino también sobre el mes del asesinato, aunque la mayoría coincida en una fecha de fines de du-l-hichcha del 23. Sea como fuere, Umar pidió ser enterrado en el cementerio de al-Baqi, en Medina, al lado de Mahoma y Abu Bakr. Con el transcurso del tiempo las gentes piadosas levantaron mausoleos sobre las tumbas de los primeros califas, mausoleos que fueron destruidos cuando los wahhabíes ocuparon la ciudad (1344/1925) y cuya licitud o no ha sido reconocida o es objeto de polémica entre éstos y los xiíes.

La poligamia permitió que los cuatro primeros califas designados como los rasidun (de recta conducta) fueran todos parientes de Mahoma, bien por la sangre, bien por alianzas matrimoniales. Abu Bakr dio como esposa al Profeta a su hija Aísa; Umar se casó con Umm Kultum, hija de Alí b. abi Tálib y de Fátima, hija del Profeta; Utmán casó con Ruqaya y, a la muerte de ésta, con Umm Kultum, ambas hijas, también de Mahoma y Jadicha, y, finalmente, Alí casó con Fátima.

Las tradiciones nos presentan a Umar como hombre de origen pobre; su madre llevaría sangre negra en sus venas (puede ser un tópico convencional) y participó, pocas veces, en expediciones guerreras. Era hombre alto, tenía buena memoria y fuerza física. Al alcanzar el califato tenía una amplia frente, en parte debida a la calvicie progresiva, y se peinaba y teñía la barba según la costumbre preislámica. Vestía con sencillez e iba siempre limpio, tenía mucho sentido común, aire autoritario y le gustaba pasear con una fusta en la mano. Las mujeres le respetaban y no inspiraba simpatía ni lo pretendía. Fue temido, pero no amado.

Un hadiz pone en labios del Profeta las siguientes palabras: Si Dios hubiera querido que viniera otro profeta después de mí, éste hubiera sido Umar. A Umar se debe, si no el don de la profecía, sí el de haber establecido el islam como religión y como estado sobre unas bases tan sólidas que ha llegado hasta nuestros días. Frecuentemente llamado por los orientalistas el «san Pablo» del islam, hay que reconocer que dio la línea del ulterior desarrollo de esta religión del mismo modo que en el cristianismo triunfó la corriente de aquél frente a la de san Pedro (cf. Pablo a los Gálatas 2, 11).