Así hicimos de vosotros una comunidad moderada
(Corán 2, 137/143 = 7/130; 74)
En el momento de acceder al califato, Abu Bakr (13 rabi I, 11/8 junio 632) tenía aproximadamente la misma edad que Mahoma. Había recibido el apodo de al-Siddiq, «el verídico», pues había sido el único musulmán que había dado crédito al relato de la ascensión de los cielos que apunta el Corán (17, 1/1 = 80); fue uno de los primeros conversos y siempre el consejero más escuchado por Mahoma. Hombre rico en el momento de aceptar el islam —se le calcula una fortuna de 40.000 dirhemes—, había invertido gran parte de sus bienes en libertar a esclavos musulmanes, por ejemplo a Bilal, que fue el primer almuédano, y en el momento de la hégira compró dos camellos por 800 dinares para poder escapar hacia Yatrib. De su fortuna sólo le quedaban unos 5.000 dirhemes, suma que hay que apreciar comparándola con la que la ciudad de Hira pagó doce años después para evitar el saqueo de sus victoriosos soldados (60.000 dirhemes), o a los 400 dirhemes que daba a sus esposas, como dote, el Profeta. Evidentemente, estas cifras son sólo simbólicas, ya que dadas las vicisitudes sufridas por los textos que las transmiten, no se puede tener seguridad de ellas ni de los tres dirhemes diarios, es decir, 1000 al año, que se concedió como sueldo, seis meses después de ser califa, para cuidar de los asuntos de los musulmanes, pues éstos le absorbían todo el tiempo. Prácticamente jamás ejerció directamente ningún mando militar.
Enfrente tenía tres grupos de opositores: 1) los defensores que habían apoyado a Sad b. Ubada y 2) el clan de los omeyas que se había insinuado al tío y al primo del Profeta, al-Abbás y Alí b. abi Tálib, a pesar de que este último, dada su juventud (unos treinta años), difícilmente tenía posibilidades de ser reconocido como señor de los árabes y que, además, a través de su esposa, Fátima, hija del Profeta y Jadicha, reclamaba una serie de bienes que había usufructuado Mahoma —y que Abu Bakr siempre le negó basándose en el aforismo de que «los profetas no tienen herederos»—. Al califa le apoyaban los emigrados y a la cabeza de éstos, Umar b. al-Jattab, que pasó a ser su consejero más íntimo, y con quien estaba dispuesto a llevar a cabo la política expansionista que preparaba el Profeta, que sabía bien que para mantener unidos a los beduinos era necesario contentarles con botín de guerra. Éste, en contrapartida, les permitía continuar ejerciendo sobre ellos una autoridad muy débil, prácticamente la misma que los jefes de las tribus más importantes, como los kinda o los hanifa. Por eso, y a pesar del peligro de una sublevación masiva de los neoconversos de Arabia, que representaban el tercer bloque de la oposición, despachó contra Siria un ejército mandado por Usama b. Zayd.
La sublevación de los apóstatas (al-ridda) había empezado ya, de hecho, un mes antes de la muerte de Mahoma —que tal vez ni se enterara de ella— en el Yemen, donde Aswad al-Ansí anunció el nacimiento de una nueva religión constituida por un sincretismo de elementos cristianos y judíos. Éste terminó siendo asesinado por sus propios prosélitos y aunque la rebelión siguió dirigida por Qays b. Hubayra al-Maksuh, pronto fue sofocada; los gatafán y los asad intentaron tomar Medina por sorpresa, pero Abu Bakr los contuvo en Du-l-Qasa, y Jálid b. al-Walid los derrotó en Buzaja; Musaylima, jefe de los hanifa de la Yamama, fue derrotado en la sangrienta batalla de Aqraba, apodada, por el lugar del encuentro, «el jardín de la muerte» (rabi I, 12/mayo 633). Abu Bakr pacificó la región y, reuniéndose con otro cuerpo de ejército mandado por Mutana b. Harita, atacó, ya en el Iraq, Hira, que sólo escapó al saqueo mediante el pago de un fuerte tributo. Entretanto, se sometió la profetisa de los tamim, Sachah. Hacia el fin del califato de Abu Bakr, la paz reinaba en Arabia, sus tribus se desplazaban hacia el norte en busca del botín que ofrecían los dominios bizantinos y se iban encuadrando en los ejércitos de Medina.
El ejército de Amr b. al-As saqueaba Palestina y sólo los muros de las ciudades servían de refugio a los campesinos, a quienes no podía consolar la pequeña derrota que los bizantinos y sus vasallos gassaníes infligieron a Jálid b. Said, que abandonó la ciudad que guarnecía, Tayma, y se lanzó, desobedeciendo las órdenes del califa, a saquear la campiña de Damasco, siendo derrotado en Chil·liq, al suroeste de la ciudad. Los soldados huyeron y fueron reagrupados por las tropas de Yazid b. abi Sufyán y Surahbil b. al-Hasán, que se habían acantonado en Transjordania en espera del ejército (cerca de 9.000 hombres) de Jálid b. al-Walid (m. 20/642). Éste, a marchas forzadas, atravesaba la estepa para tomar el mando conjunto mientras los griegos, a pesar de la presión popular representada por el patriarca de Jerusalén, Sofronio, no se decidían a atacar y permitían que Bosra cayera en manos del enemigo, que con todas las fuerzas reagrupadas, bordeó el mar Muerto desde Transjordania y, pasando por la costa occidental, avanzó hacia Jerusalén. El ejército bizantino, mandado por el hermano del emperador Heraclio, fue vencido en la batalla de Achnadayn (chumada I, 13/junio 634), entre Jerusalén y Gaza, y corrió a refugiarse en Damasco. Probablemente, Abu Bakr murió antes de que le llegara la noticia de la victoria (21 chumada II, 13/22 agosto 634).
Las tradiciones aseguran que antes de fallecer dictó a Utmán b. Affán un testamento en el que nombró como su sucesor a Umar b. al-Jattab, es decir, que no hubo consulta al respecto, tal vez porque en la sura, en el 632, ya se previo esta sucesión. En todo caso, el nuevo califa no interfirió en la marcha de las operaciones militares contra los bizantinos: los árabes ocuparon el territorio de Hawran y el campamento de Chabiya, y se dedicaron de lleno al saqueo de Palestina. Esto permitió a los vencidos en Achnadayn retirarse hacia el norte y refugiarse en Fihl. Las ciudades siguieron en manos bizantinas, pero tuvieron que pagar a los saqueadores —que no podían expugnarlas por falta de conocimientos, de suficientes máquinas apropiadas y de paciencia— una tasa para poder introducir víveres. Una columna árabe hizo más: siguiendo el valle del Litani desembocó en la Becaa (Biqa) libanesa y llegó hasta los muros de Hims. La situación era tal que Sofronio, en su sermón de Navidad del 734, confesó que era a causa de los pecados y errores de los cristianos por los que éstos no podían ir en procesión al templo de la Natividad de Belén sin exponerse a ser víctimas de la barbarie de los beduinos, razón por la cual la ceremonia tenía que celebrarse en la basílica del Santo Sepulcro.
Poco después (28 du-l-qada 13/23 enero 635) los árabes volvieron a atacar en Baysan/Fihl. Los gassaníes, a quienes los bizantinos habían retirado la ayuda económica, combatieron a desgana; los cristianos fueron derrotados de nuevo en March al-Saffar y los árabes aprendieron por su parte que después de una victoria no debían proceder inmediatamente al saqueo, sino que tenían que perseguir al enemigo. Así lo hicieron ahora. Los griegos, mandados por Baanes, se encerraron en Damasco en espera de los refuerzos que les debían llegar desde Hims. Pero éstos fueron derrotados, los griegos evacuaron la ciudad y ésta capituló ante Jálid b. al-Walid. En los textos hay discrepancias sobre si la ciudad fue abandonada por los musulmanes —que, según una tradición, devolvieron a sus habitantes parte de la contribución de guerra que ya habían cobrado, pues no podían protegerles— al enterarse del avance del emperador Heraclio. Reagruparon sus fuerzas en un lugar idóneo para una gran batalla: escogieron Chabiya, les llegaron refuerzos de Medina al mando de Abu Ubayda b. al-Charrah (m. de peste en 18/639) y, tras unas escaramuzas previas, se entabló la batalla decisiva junto al río Yarmuk, afluente del Jordán (12 rachab 15/20 agosto 636). Nuevamente vencidos, los bizantinos huyeron y los árabes —si es que la habían abandonado— ocuparon Damasco, Hama, Alepo, Jerusalén y sometieron a los samaritanos. Según la leyenda, Umar se apresuró a visitar la ciudad y los conquistadores utilizaron los restos del antiguo palacio de Herodes como centro religioso y administrativo, levantando rápidamente una mezquita de fortuna a partir de la cual, siendo califa Abd al-Malik, se elevó la de al-Aqsá.
Los árabes iniciaron enseguida el asedio de las plazas fuertes costeras, que tuvieron que ser abastecidas por mar hasta que se rindieron entre el 638 y el 644. Los intentos posteriores realizados por los bizantinos para recuperar el terreno perdido fueron rechazados, primero por Abu Ubayda y, a la muerte de éste, por Yazid b. abi Sufyán y Muawiya, que fueron sus sucesores en el gobierno de Siria.
El avance musulmán hacia el norte perdió intensidad y se iniciaron, por uno y otro lado, una serie de algazúas que debían cruzar las montañas de la tierra de nadie que habitaban los charachima de las fuentes árabes, y los mardaítas de las bizantinas. Empleados como espías y soldados de ocasión por las dos partes, cuando se sentían «musulmanes» quedaban exentos de la zakat y facilitaban a sus correligionarios circunstanciales el acceso a ciudades aún paganas como Harrán. Fue en torno a esta frontera fluctuante e insegura de guerras constantes, donde nacieron los cantares de gesta de Digenís Akritas, bizantino, y de al-Battal, árabe.
Si la conquista de Palestina y Siria puede considerarse como resultado indirecto de una iniciativa del Profeta, no ocurre lo mismo con la de Egipto, que fue consecuencia de las discrepancias de Amr b. al-As con los nuevos gobernadores omeyas que Umar estaba enviando a Damasco. Con el consentimiento tácito de éstos, Amr, con unos tres mil hombres —el equivalente de una tribu—, atravesó el Sinaí, cruzó el Nilo saqueando cuanto encontró a su paso, y se retiró hacia el Este para evitar que la inundación anual del río le dejara aislado de Palestina, desde donde le iban llegando refuerzos, mientras sus guerrilleros hacían la vida imposible a los habitantes del Delta. Cuando los bizantinos cruzaron el Nilo para desalojarlo de sus posiciones, Amr b. al-As dominaba el camino a través del Sinaí y los pozos de agua situados detrás de él.
La situación era parecida a la escogida por el Profeta en la batalla de Badr, solo que ahora los musulmanes contaban con escuadrones de caballería mandados por Jaricha b. Hadafa. En cuanto los cristianos atacaron, éstos se lanzaron contra su retaguardia amenazando con cortarles la retirada de su capital, Babilonia de Egipto (nada tiene que ver con la del Iraq), al mismo tiempo que un pelotón, oculto tras desniveles del terreno, se lanzaba sobre el flanco. Tal fue la batalla de Heliópolis (rachab 19/julio 640) que terminó con pocos muertos y la huida de los cristianos que corrieron a encerrarse en Babalyun (llamada por las crónicas occidentales Babilonia de Egipto). Amr b. al-As puso sitio a la ciudad, que era la fortaleza clave que permitía la comunicación entre el Bajo y el Alto Egipto. El caudillo árabe instaló su cuartel general en el pueblecito de Misr (este topónimo designa hoy tanto a la capital como a todo Egipto) que, con el tiempo, se transformó en Fustat (El Cairo Viejo). Desde aquí lanzó algazúas en todas direcciones, especialmente hacia Fayyum y, dándose cuenta de las discrepancias entre la administración bizantina (ortodoxa) y los coptos (monofisitas), pudo mantener avituallado su campo hasta la rendición de la ciudad siete meses después. Venció nuevamente a los griegos en Niqyus (641) y, a continuación, puso sitio a Alejandría.
El gobernador de la ciudad, el patriarca Ciro, se dio cuenta de que a pesar de disponer para su avituallamiento del camino del mar, la resistencia era, a la larga, imposible, como ya había ocurrido antes con las ciudades costeras de Siria y Palestina; por tanto, pactó con Amr b. al-As la entrega de Alejandría para once meses después (28 du-l-qada 20/8 noviembre 641). Durante este tiempo los bizantinos podían evacuar la ciudad liquidando sin prisas sus bienes; se aseguraba con ello el respeto a los cristianos y judíos que se quedaran, y se pactaba el pago de un tributo que, al parecer, era equivalente a los impuestos que cobraba el emperador bizantino. Una copia del convenio se envió rápidamente a Medina.