VI

El texto actual del Corán

La palabra Corán aparece numerosas veces en el Libro y, fijándose en los contextos en que se inserta, puede intuirse lo que Mahoma entendía con ella: guía para los hombres; prueba de que es verdad lo que en él se afirma; medio para discernir la verdad del error; camino recto, etc. En 6, 19/19 = 103 dice claramente: Dios… me ha inspirado este Corán a fin de que os advierta con él, así como a quienes alcance. Cuando se escucha, los fieles deben mantenerse callados. Tiene el mismo rango que el Pentateuco, el Evangelio y los libros sagrados de las otras religiones. La palabra en sí parece que deriva del siriaco qeryana, que significa salmodeo, lectura en voz alta, predicación.

El sistema gráfico en uso en la Arabia del Norte a principios del siglo VII era suficiente para la notación de textos de uso corriente, preferentemente comerciales, pero, falto como estaba de vocales, signos auxiliares y puntos diacríticos, carecía de los elementos necesarios para fijar de modo invariable obras de carácter altamente literario en las cuales aparecían reflejadas muchas veces los más finos valores del espíritu. Las palabras de Mahoma, a quien la tradición dominante supone analfabeto, por más que conozcamos otras que dicen todo lo contrario, fueron puestas por escrito de modo muy rudimentario, pero que permitía a los memoriones reproducirlas fielmente, pues la fijación escrita de las consonantes ayudaba a reconstruir las palabras, a pesar de que la figura de varias letras se confundía entre sí. Por ejemplo, en posición inicial, un mismo signo representaba la b, la t, la t, la n, la y. Aun hoy en día esas letras sólo se distinguen por la adición de puntos diacríticos cuyo olvido, mala colocación o forma, tan malos ratos hacen pasar a los estudiantes de paleografía árabe. El texto coránico estuvo sujeto, pues, en sus inicios, a dos fijaciones independientes: la escrita, en que un discípulo, celoso y letrado a la vez, recogía el ductus de la revelación, y la oral en que al mismo tiempo fijaba en la memoria las vocales largas, cortas y consonantes que tenían que articular en el momento en que transmitiera el texto a sus discípulos. La tradición nos ha conservado los nombres de los principales escribas de Mahoma: Muad b. Chabal, Ubayy b. Kab y Zayd b. Tábit (m. 45/666). Parece ser que todos ellos fueron fieles al texto dictado, a pesar de que una tradición popular —utilizada como argumento apologético por cristianos nuevos como el alfaquí Juan Andrés en su Libro que se llama confusión de la secta mahometana y del Alcorán (Valencia, 1515)— incita a pensar que algún escriba de poca talla o mala fe se permitió correcciones de estilo que fueron rechazadas inmediatamente.

Cuando el Profeta recibía una revelación, en especial durante el período mediní, llamaba a sus secretarios que lo escribían en pedazos de cuero, omoplatos de camello y otros objetos entonces empleados como material de escritorio —corteza de palma— y, tal vez, papel importado desde China. Es difícil saber si todo el texto revelado fue puesto por escrito en los dos o tres últimos meses de la vida del Profeta, pero sí parece deducirse que él mismo cerró su obra con el versículo (5, 5/3 = 94): Hoy os he completado vuestra religión y he terminado de daros mi bien. Yo os he escogido el Islam por religión. Estas palabras parecen haber sido reveladas poco antes de su muerte. Pero desde que el Profeta había llegado a Medina había enviado «memoriones» a llevar la buena nueva a distintas tribus y es lógico que mientras éstos estuvieran ausentes siguiera recibiendo la revelación. Por tanto, a su regreso, los viajeros se veían obligados a aprender las aleyas que desconocían y, en consecuencia, puede pensarse que Mahoma, una vez consolidada su situación en Medina, hacía llevar a sus secretarios un registro puesto al día del Texto, y que las tradiciones que nos afirman que ningún memorión supo el Corán por completo deben entenderse en el sentido de que, mientras el Profeta vivió, el texto podía aumentarse, y que los memoriones que habían sido enviados a instruir a nuevos conversos no tenían noticia de las últimas adiciones habidas hasta su regreso a Medina. Una vez promulgado el pasaje citado (5, 5/3 = 94) fue ya posible encontrar hafices que conocieran todo el Corán, pues el Profeta sabía que no recibiría nuevas revelaciones. Sí debe ser verdad que muchos hafices debían discrepar entre sí al pronunciar algunas vocales y consonantes, las primeras por no escribirse y las segundas por no tener representación propia (unas diez) a falta de puntos diacríticos. Estos defectos gráficos permitían introducir una fluctuación de matiz que no cabe creer que admitiera el Profeta.

Es difícil poner un ejemplo de lo que decimos dada la diferente estructura filológica del árabe y el español. Pero una secuencia de consonantes como ms el lector podrá leerla como masa, mesa, misa, Mosa, musa, amas, mes, remesa, etc. Sin embargo, si se encuentran más consonantes podrá intentar resolver el acertijo, por ejemplo, lrms podría permitir deducir La remesa, El río Mosa, etc. Un caso de este tipo es, dada la estructura lingüística, de mucha más fácil solución en las lenguas semíticas, y el árabe entre ellas, que en las romances.

En cambio, parece seguro que fue el propio Mahoma, quien alteró el orden de las revelaciones en el texto coránico, mandando incrustar las aleyas que recibía en los capítulos y lugares que estimaba convenientes. Una tradición que remonta a Ibn Abbás parece confirmarlo dicho. Y, en consecuencia, que el texto que tenemos ante nuestros ojos en lo que dice el ductus consonántico es el mismo comunicado por Dios a Mahoma, conforme dice el versículo o aleya 5, 5/3 = 94 y apunta la 34, 40/40 = 76.

Pero como sólo existía un texto, el original, éste se iba adecuando a las necesidades de la revelación o, en otras palabras, sólo existía un archivo cuyas «papeletas» se cambiaban de sitio; entre ellas se intercalaban otras nuevas y se suprimían algunas antiguas. Muerto el Profeta, las «fichas» sobre las que estaba escrita la revelación podrían perderse, cambiar de lugar o ver cómo se introducían otras en medio. Los que evitaban este desbarajuste eran unos cuantos «memoriones», que iban cayendo progresivamente en los campos de batalla, y por ello, Umar b. al-Jattab, viendo la cantidad de «expertos» muertos en el combate de Aqraba contra el falso profeta Musaylima (11/633), llamó la atención del califa Abu Bakr (11/632-13/634) sobre el problema. Éste, dándose cuenta de la gravedad del asunto, ordenó que evitara tal desastre a un mediní de veinte años que había sido escriba del Profeta, y a la vez memorión, Zayd b. Tábit b. al-Dahhak al-Ansarí (m. 45/666). Empezó su trabajo reuniendo todos los textos escritos que pudo hallar, los copió en hojas (suhuf) o pergamino y recopiló aquellas que sólo conocían algunos memoriones, al menos así lo afirma alguna tradición. Ejemplo de un «descubrimiento» serían los actuales versículos 9, 129/128-130/129 = 86, que habría recitado un fiel en tiempos de la compilación definitiva de Utmán. El texto así establecido pasó a ser propiedad particular del califa y luego de su sucesor, Umar. Al ser asesinado éste, lo heredó su hija Hafsa (607-45/665), esposa que había sido del Profeta.

Muchos fieles, por su parte, habían recogido por escrito el texto del Corán, y de algunos de ellos, cuando menos de seis, tenemos noticia de su existencia y, en ciertos casos, de su contenido: el de Abd Allah b. Abbás (619-68/687), primo del Profeta, representaba una recensión medinesa similar a las de Ubayy o Ibn Masud, y contenía dos azoras («Renegamos» y «La carrera») que no figuran en la Vulgata; el de Alí b. abi Tálib, primo y yerno del Profeta, así como cuarto califa (c. 600-40/660), quien parece que intentó ordenar las azoras cronológicamente. Por motivos políticos, el corpus así constituido debió tener un valor considerable para los xiíes, pero las copias que se sacaron del mismo discreparon mucho entre sí, hasta el punto de que al publicarse la compilación de Utmán y al disponer el islam de un texto oficial, éste desplazó entre los mismos xiíes al de su jefe, Alí. Hay noticias de que aún en el siglo IV/X existían copias del texto reunido por Ubayy b. Kab, escriba del Profeta. Al parecer, éste discrepaba notoriamente de la Vulgata, con la que no coincidía ni en el orden ni en el título de las azoras; eran ciento dieciséis en lugar de las ciento catorce actuales, y entre ellas se contaban las dos mencionadas al hablar del texto de Abd Allah b. Abbás. Otra colección fue la de Abd Allah b. Masud (m. c. 30/650), beduino de origen coraixí y cuyas simpatías se inclinaban por Alí. Fue uno de los primeros conversos al islam y servidores de Mahoma a quien debió llegar a conocer íntimamente. Su texto no coincidía ni con el actual de la Vulgata ni con el de Ubayy y en él no figuraban ni la primera ni las dos últimas azoras.

En la mayoría de estos textos las azoras estaban dispuestas en orden decreciente de longitud y debían existir bastantes variantes de lectura, y una muestra de esto se encontraría en 103, 1/1-3/3 = 33. Que hubiera variantes de este tipo es lógico, dado el defectuoso sistema empleado en la notación gráfica del primitivo Corán. La continua muerte de memoriones y el aprendizaje cada vez más extendido y por gentes de diversos dialectos árabes iba aumentando las discrepancias, y una tradición hace repetir al emir Hudayfa, antes de salir en campaña hacia Armenia (30/650), ante el califa Utmán, los mismos argumentos empleados por Umar b. al-Jattab veinte años antes para convencer a Abu Bakr de la necesidad de establecer una compilación oficial antes de que los fieles discrepen sobre el Libro de modo parecido a como lo hacen judíos y cristianos. El califa le hizo caso y pidió a Hafsa el texto del Corán compilado por Zayd b. Tábit y puso a éste al frente de una comisión compuesta por Abd Allah b. al-Zubayr (2/624-72/692), Abd al Rahmán b. al-Hárit y Said b. al-As. Algunas tradiciones hacen aumentar el número de sus miembros a doce.

Utmán mandó que en caso de discrepancia sobre la articulación de una palabra debía prevalecer el dialecto de La Meca, porque en éste se había revelado el Corán. La medida era sumamente política desde el momento en que se tomaba como base el texto de Hafsa, que había sido mujer del Profeta, y venía garantizado con la autoridad de los dos primeros califas ya entonces aureolados de gloria por su espíritu de equidad y sus grandes triunfos militares. La comisión hizo todo lo posible para hacer olvidar que, de hecho, excepto su presidente Zayd b. Tábit, era una emanación de los coraix. Llena de escrúpulos corrigió e incrementó (?) el texto inicial con mucho cuidado y una paciencia digna de loa, y no vaciló en desplazarse y tomar nota de todas las adiciones y enmiendas propuestas, que eran contrastadas con el mayor celo.

Estos hombres, como el mismo califa, sabían que existían otros textos aparte del de Hafsa y que los sirios preferían el de Abd Allah b. Masud, los de Basora, el de Ubayy b. Kab, etc. Por tanto, si querían que su obra fuera aceptada universalmente no podían incrementar el texto, pero sí podían corregir la lectura dudosa de alguna letra que no implicara modificación del sentido, puesto que el resto de la grafía no lo hubiera permitido; podían desplazar algún versículo o grupos de versículos de una azora a otra, pero no podían suprimirlos, siendo, por tanto, sumamente sospechosos los textos que se nos han conservado de doce pretendidos versículos omitidos, de entre los cuales, el más importante, es el de la lapidación de los adúlteros, por el uso que del mismo han hecho recientemente, algunos estados musulmanes.

Es más, cuando Utmán decidió hacer suya la obra de la comisión es posible que, como indica un hadiz, por lo demás sospechoso, mandara destruir todos los textos fragmentarios escritos sobre material de fortuna (omoplatos, corteza de palma, etc.). El original de Hafsa, en cambio, se devolvió a ésta, y no persiguió ni buscó los códices de propiedad privada cuya existencia le constaba: desaparecieron con el correr del tiempo. De la compilación redactada bajo la presidencia de Zayd b. Tábit, ordenó sacar cuatro o siete copias (el número varía según las tradiciones), las mandó distribuir por las principales ciudades del islam y sólo en algún caso, como el de Ibn Masud, protestó por motivos de prestigio, tal como indica la siguiente frase que se le atribuye: «Me han tenido apartado de la copia de los ejemplares del Corán y en cambio la han encargado a un hombre que, en el momento de mí conversión, aún estaba en los riñones de su padre», con lo que aludía a (86, 5/5-7/7 = 35): Ha sido creado de agua eyaculada que sale de entre los riñones y el mediastino.

Mucho más importante es anotar que Alí b. abi Tálib no rechazó el texto utmaniano —que generalmente denominamos Vulgata y es el que hoy se utiliza en todo el mundo musulmán— y este detalle es interesantísimo, puesto que si el califa hubiera suprimido del texto los pasajes pro-alies que algunos xiíes actuales creen que figuraban en el corpus primitivo, Alí hubiera protestado enseguida, puesto que era enemigo de Utmán, y su situación familiar (yerno del Profeta) y social (uno de los primeros conversos al islam) le daba libertad de palabra; y si no la hubiera podido o querido ejercer en el momento de divulgarse la compilación, nadie le hubiera impedido hacerlo al ser proclamado califa después del asesinato de Utmán.

Si el texto consonántico de la Vulgata, tal y como hoy lo leemos, puede creerse que es el mismo autorizado por Mahoma antes de su muerte, no ocurre lo mismo con los signos de puntuación (o auxiliares) y las vocales. Para estos detalles siguieron siendo necesarios los memoriones, y el poder —en especial los primeros omeyas— procuró ir eliminando, sin coacción, los corpus privados, así el de Hafsa —que había servido de base a la Vulgata— a la muerte de ésta, y poco a poco, imitando lo que hacían judíos y cristianos para salvaguardar sus textos sagrados, fue introduciendo las vocales para evitar que los lectores, consciente o inconscientemente, matizaran a su gusto el texto consonántico.

Esta política de convivencia se trocó en violenta cuando bajo el califato de Abd al-Malik se vio que algunos lectores (qurra), como Anas b. Malik (m. c. 91/709), tomaban parte en los levantamientos antidinásticos y que, con mala fe, inventaban variantes de bulto. Entonces, el gobernador del Iraq, al-Hachchach (m. 87/705), inició la destrucción de los textos privados pero, en modo alguno, como pretenden algunos orientalistas hipercríticos (Casanova), «inventó» el corpus de la Vulgata. Se destruyeron algunos manuscritos (no todos) que se encontraron entre los descendientes de Ubayy, Alí, Ibn Masud y Abu Musa al-Asarí (614-42/662), y se obligó a los lectores a aprender la pronunciación de las consonantes y vocales tal y como establecía el poder legalmente constituido, que aceptaba, en este punto, algunas variantes. Se mandó contar el número de letras y de palabras que contenía el texto del Corán, a semejanza de lo que hacían los escribas judíos del tiempo de Jesús con la Biblia y más tarde los masoretas. La cuenta de las letras y de las palabras no coincide en todos los autores, pero esto no se debe a una alteración del texto sino al sistema seguido por cada uno y la fecha en que la realizaron. Piénsese en lo que ocurriría hoy aplicando este sistema a Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, o si contabilizásemos las letras de la «radical» ms (cf. pág. 113) cuando ya estuviese introducida la vocal a, que en árabe se refleja en la edición de una consonante auxiliar.

Poco a poco, y a pesar de sus adversarios, la reforma fue extendiéndose y las vocales y signos auxiliares fueron apareciendo en los coranes aunque escritos con tinta de distinto color de la del texto consonántico. Pero aún en el siglo IV/XI se discutía (hoy ya nadie lo discute) si era lícito sugerir de este modo la lectura correcta. Sin embargo, y a pesar de estas reformas, quedaban pendientes varios problemas puesto que, si la grafía árabe en su forma completa contiene veintiocho consonantes, la lengua hablada era, y es, mucho más rica y poseía, además de los sonidos cacofónicos, seis eufónicos más que se utilizaban en la lectura del Corán y de la poesía.

En consecuencia, para la recitación (lectura) correcta del texto revelado con toda la gama de vocales (a, e, i, o, u) y las nasalizaciones, asimilaciones, etc. utilizadas para el embellecimiento de su lectura, hubo que averiguar cuáles fueron las autorizadas en la época del Profeta y las conservadas por los primeros memoriones (hufaz; si eran capaces de recitarlo en voz alta, qurra). Éstos habían sido, inicialmente, muy pocos, pero habían tenido discípulos y así, de generación en generación, se habían transmitido las primitivas lecturas. Su enseñanza se transformó en una profesión de la que vivieron y, a veces, adoptaron posiciones políticas que podían no estar conformes con la piedad y el rigor moral de sus antecesores y, por ello, algunos se negaron a colaborar en la fijación de la Vulgata e incrementaron el número de variantes casi al infinito. Para poner fin a este desbarajuste, los exegetas recurrieron a analizar las cadenas de transmisores y ver sobre qué variantes se podía aceptar un consenso que no alterara el texto de Utmán. En consecuencia, se podían admitir lectores heterodoxos siempre y cuando éstos no entraran en conflicto con la grafía escrita de la Vulgata.

Nafi al-Layti (m. 169/785), fundador de uno de los sistemas canónicos de lectura, decía que había estudiado con setenta maestros de la generación siguiente (?) a la del Profeta, y que había aceptado las lecturas sobre las cuales estaban de acuerdo dos de ellos y había rechazado aquellas en que uno discrepaba. Por tanto, en el siglo II/VIII, los lectores podían estar en desacuerdo con la pronunciación de alguna palabra y, en consecuencia, se clasificaron las lecturas en indiscutibles, seguras y excepcionales o sospechosas. Así se formaron siete sistemas ortodoxos de leer el Corán.

El texto del Corán, tal y como lo presenta hoy la Vulgata, contiene una serie de indicaciones que nada tienen que ver con la revelación: el título de las azoras que procede de una palabra o episodio mencionado en sus aleyas. A veces, una misma azora es conocida por más de un nombre. Detrás del título acostumbran a venir una serie de indicaciones generales: lugar de la revelación (La Meca o Medina), número de versículos, versículos desplazados y título de la azora revelada inmediatamente antes. La división en aleyas de la azora y la numeración correspondiente es obra, idénticamente, humana. Se discute si el texto revelado empieza con la fórmula En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso que sólo falta al principio de la novena azora porque ésta, inicialmente, debió ser continuación de la octava. Algunas tradiciones refieren que Umar recitaba unidas, es decir, sin intercalar la fórmula citada, las azoras 105-106 y 113-114, lo cual llevaría a pensar que en su origen también formaban una unidad. Ya que esas palabras figuran dos veces como texto revelado (11, 43/41 = 99) y (27, 30/30 = 75) puede suponerse que eran de uso corriente en vida del Profeta, pero es imposible saber si fue él quien encabezó las azoras con dicha fórmula que recuerda el besem Yahvé de la Biblia. En todo caso, los lectores discrepaban en si debía considerársela como un versículo o no.

De todo lo dicho se desprende que en el momento de morir Mahoma la revelación ya estaba cerrada; que todos los musulmanes que vivían en ese momento —por más que existían diferencias de criterio entre ellos y los intereses y los lazos sociales les separaran en cuestiones de detalle— sabían que tenían el futuro del naciente estado en sus manos y que su continuación estaba en el futuro de sus bienes y haciendas. Y, antes de enterrar a Mahoma, discutieron no sólo quién había de ser su sucesor sino en qué aspectos debía sucederle. Dado que Dios nada había previsto en el Corán sobre este extremo, hubo que buscar la persona que podía continuar la obra iniciada, y el título y poderes con que debía reconocérsele. Todos los musulmanes están de acuerdo en que fue Abu Bakr y le dan el título de Califa. ¿Qué significado tiene esta palabra? En el Corán aparece citada con un cierto valor definitivo dos veces (2, 28/30 = 74): Recuerda cuando dijo tu Señor a los ángeles: «Pondré en la tierra un vicario». Dijeron: «¿Pondrás en ella a quien extienda la corrupción y derrame la sangre mientras nosotros cantamos tu loor y te santificamos?». Respondió: «Yo sé lo que no sabéis», y (38, 25/26 = 104): ¡David! Nos te hemos colocado como vicario en la tierra: ¡juzga entre los hombres según la Verdad! ¡No sigas la pasión, pues te extraviaría de la senda de Dios! Quienes se extravían de la senda de Dios tendrán un duro tormento, porque han olvidado el día de la Cuenta. Obsérvese que en ese par de versículos hemos traducido la palabra árabe jalifa por vicario y no por califa, por tener esta palabra española unas connotaciones semánticas influidas por la saría o jurisprudencia musulmana que no existían en el momento de que hablamos.

¿Qué significaba en las discusiones de los primeros musulmanes esta palabra? Si admitimos el orden cronológico que representan, teóricamente, las aleyas anteriores, de las más antiguas se deduce que podía ser un tirano; de la segunda, un juez equitativo, un árbitro universalmente reconocido conforme lo había sido Mahoma. Pero, además, dada la estructura del árabe, la raíz jlf, que figura en otros lugares del Corán funcionando como verbo, nombre o partícula, permite precisar algunos detalles: significa seguir uno después de otro bien por derecho de herencia, bien por delegación. En este caso equivaldría a «lugarteniente o delegado de…». El Corán (43, 60/60 = 112) dice: Si quisiéramos os daríamos ángeles, por sucesores en la tierra. Por tanto, califa o vicario o delegado o lugarteniente es el nombre de quien reemplaza o actúa por delegación, como ocurría en virtud del tratado franco-español de 1912 en que el califa de la zona norte del protectorado de Marruecos —instalado en Tetuán— actuaba por delegación del sultán de toda la nación marroquí, que residía en Rabat; por tanto, Abu Bakr actuaría ¿como lugarteniente de quién? Cuando se trató de este tema y quisieron intitularle Califa de Dios, el elegido no quiso aceptarlo en modo alguno arguyendo que él era el Califa del Profeta de Dios, de donde se deduce que excluía la posibilidad de recibir cualquier tipo de revelación y que entendía que sus poderes eran los señalados en 38, 25/26 = 1o4, es decir, puramente humanos, entre los cuales el más importante era el de presidir y dirigir la oración (imam, imán). Más adelante estas palabras recibirían otras connotaciones e incluso llegaría a discutirse si el don de la profecía hubiera podido ser heredado por Ibrahim, único hijo varón de Mahoma, en caso de no haber muerto en edad temprana, y si ese don había pasado a los descendientes de Alí. Pero todas estas cuestiones no preocupaban en el año 632. La exégesis del Corán con estos fines nació más tarde.

En el momento de la muerte del Profeta, Umar b. al-Jattab se negó a creer la noticia cuando se la comunicaron, afirmando que se trataba de una desaparición temporal, como la de Moisés en el Sinaí. Pero tuvo que confesar al día siguiente, ante la comunidad, que en la víspera había hablado movido por la emoción puesto que creía, había creído, que el Profeta sería el último en morir de todos los fieles; sin embargo, Dios lo había dispuesto de otro modo y a los musulmanes no les quedaba más remedio que seguir la vía señalada por Él al dejarles el Corán. Por tanto: Dios ha encargado de todos vuestros asuntos al mejor de todos, al segundo de los dos que se habían escondido en la caverna (9, 40/40 = 86). Levantaos y pronunciad el juramento de la obediencia (o sea, la baya).

La palabra técnica empleada para «juramento» aparece en el Corán en distintos pasajes y con formas morfológicamente variables, pero, en definitiva, encierra un sentido comercial —como tantos otros vocablos del Texto— que contiene la idea de trueque, venta, negocio, contrato o convenio, o sea, el acuerdo entre dos partes sobre un tema dado. Los musulmanes (48, 18/18 = 51) han jurado fidelidad debajo del árbol a Mahoma en Hudaybiyya, y en el momento de la muerte de éste se la juran a Abu Bakr en la asamblea de al-Saqifa (13 rabi I, 11/8 de junio 632). Ahora bien: si parecen seguras las «condiciones» del primero, son mucho más dudosas las del segundo. Los hadices recogidos por Tabarí y otros autores prueban que la comunidad musulmana estaba muy dividida sobre quién debía ser el califa, qué poderes debía tener y a qué clan, tribu o grupo debía pertenecer.

Las discusiones entre defensores y emigrados fueron fuertes: los primeros querían tener un emir suyo y que los emigrados escogieran otro, es decir, que hubiera dos estados con una misma religión. Abu Bakr parece haberse sentido ofendido en la discusión, pues había asegurado que los príncipes serían de los coraix y los ministros de los aws y los jazrach. Por su parte, Abu Sufyán b. Harb, jefe del clan omeya, no quería ni oír hablar de Abu Bakr, que pertenecía al clan de los taym, y prefería reconocer a al-Abbás o a Alí b. abi Tálib, a lo cual éste se negó. Un buen musulmán como Sad b. Ubada se negó a jurar con un discurso que conserva Tabarí, tan retórico, que probablemente es falso en la forma pero no en el fondo: «¡Por Dios! Os acribillaré con las flechas que contiene mi carcaj, enrojeceré mi lanza con vuestra sangre, os golpearé con el sable mientras mi mano tenga fuerzas para sostenerlo; os combatiré con mis familiares y con mi tribu, que me obedecen, antes de hacer lo que me pedís. Juro que aunque los genios se asociaran con los hombres para defender vuestra causa, jamás prestaría ese juramento antes de comparecer ante mi Señor y saber qué es lo que Él me reserva»; Alí, el primo del Profeta, tampoco juró y Abu Bakr no declaró herejes a éstos y a otros personajes que se negaron a acatarle, pues era un igual de ellos al cual se encomendaba una tarea que ignoraba si podría llevar a cabo, ya que él, Abu Bakr, no estaba en las mismas condiciones que el Profeta, pues era un simple lugarteniente. Por tanto, rechazó el título de Califa de Dios y sólo aceptó el de Califa del Profeta de Dios.

Inmediatamente estalló una sublevación general de las tribus, en especial de los tamim, contra los coraixíes. Las guerras que siguieron se llamaron de «los apóstatas» (al-ridda) por más que hay constancia de que en algún caso el enfrentamiento se debió a móviles distintos del religioso: no aceptaban la jefatura de Abu Bakr (como Alí y Sad b. Ubada) y se negaban a pagarle el azaque. Es el caso de Malik b. Nuwayra, quien declaró a Jálid b. al-Walid, que había ido a someterle, que continuaba siendo musulmán pero que no pagaría el impuesto al «compañero de Jálid», es decir, a Abu Bakr. Si se quiere, que no querían ser vasallos de los coraix. Malik fue derrotado en la batalla y ejecutado. Cuando Umar b. al-Jattab se enteró, corrió a protestar ante Abu Bakr, pidiendo que se aplicase la ley del talión y que acabaran con la vida de Jálid por haber asesinado a un musulmán. El Califa admitió el hecho, pero disculpó a su general con el pretexto de que había entendido mal sus órdenes. Algo parecido debió pasar con el poeta al-Hutaya b. Aws, coetáneo del Profeta, quien declamó estos versos:

Hemos obedecido al Profeta de Dios mientras vivió entre

nosotros. ¡Servidores de Dios! ¿Qué quiere Abu Bakr?

¿Es que quiere legarnos a su hijo Bakr, cuando muera?

¡Por Dios! Sería un golpe que nos rompería los riñones.

Por tanto, al-Hutaya no apostata, ridda, sino que se niega a aceptar el usufructo del poder —y, en consecuencia, de la hacienda pública— por una familia determinada, en este caso del clan coraixí de los taym. Evidentemente, al lado de estos rebeldes políticos existieron apóstatas y falsos profetas, pero puede deducirse que en el momento de la jura del primer califa no existía una idea clara de si éste debía administrar una comunidad política, religiosa o político-religiosa. Esta última fue ganando adeptos gracias al comportamiento piadoso de Abu Bakr y a que el Profeta, en vida y durante alguna de sus ausencias, había delegado en él la función de imam (imán) en ciertos actos litúrgicos, y a la ulterior evolución ideológica que se inicia con fuerza bajo el gobierno de su sucesor Umar b. al-Jattab.

Y tampoco existía una idea clara sobre si el procedimiento de la baya era correcto. Prácticamente los mismos personajes que presenciaron el juramento de Abu Bakr no lo exigieron dos años después al sucesor de éste. Tras el atentado de Umar b. al-Jattab parece que quedó claro que no se sabía aún cómo proceder a designar a su lugarteniente: un partido pretendía que no era necesaria la continuidad del califato; otro, la oposición al clan omeya coraixí, encabezada por los emigrados Alí, Talha y Zubayr, exigía que la institución continuara, pero pensando siempre en ser «él» el elegido, y Umar b. al-Jattab, moribundo, se negaba a designar sucesor. Al fin parece que nombró una comisión de seis personas, las tres citadas más Utmán, Talha y Abd al-Rahmán b. Awf, que se constituyeron en consejo (sura). Desde el principio, Abd al-Rahmán b. Awf renunció a ser candidato, lo cual le permitió ver lo que pensaban sus compañeros y explorar bajo cuerda los sentimientos de las personas influyentes de Medina, y así pudo maniobrar hábilmente entre los demás miembros de la sura y conseguir que saliera elegido uno de los más ancianos, Utmán b. Affán, perteneciente al clan de los omeyas, en el que se habían apoyado los dos califas anteriores, y que, por otra parte, era musulmán desde antes de que la nueva religión se hubiera impuesto. En cierto modo, Abd al-Rahmán b. Awf utilizó procedimientos y criterios parecidos a los que estaban en uso entre las tribus árabes para elegir a sus sayyid o kabir. En el acto oficial del reconocimiento público (baya) en la mezquita, parece ser que Alí se negó a prestar juramento pues consideraba que se le había engañado, pero fue obligado moralmente a hacerlo al recitársele (48, 10/10 = 51): Quienes te reconocen, sólo reconocen a Dios: la mano de Dios está encima de sus manos. Quien viola el pacto, lo rompe en contra suyo; quien es fiel a aquello que ha pactado con Dios, recibirá una enorme recompensa.

Los hadices que reconocen este hecho, y discrepan bastante entre sí, fueron los que sirvieron de base a los juristas posteriores para establecer una doctrina sobre la baya, lo cual no implica que la norma que establecieron se ajustara a las necesidades del futuro, por lo que, en consecuencia, fue infringida reiteradamente.