III

Mahoma

La dificultad de escribir una biografía del Profeta del islam radica en que los textos, las fuentes, en que hay que basarse son tardíos —uno o dos siglos posteriores a su muerte— y laudatorias siempre —las musulmanas— o despectivas —las cristianas—. Sólo en los siglos XIX y XX algunos autores han intentado describir la vida de Mahoma prescindiendo de todo tipo de connotaciones previas y basándose en el desarrollo y estudio de los datos autobiográficos que sobre él mismo proporciona el Corán, procedimiento éste utilizado con frecuencia por los historiadores alemanes el siglo XIX, y seguido también por los de otras nacionalidades. A pesar de ello, y simultáneamente, han ido apareciendo estudios tendenciosos por uno y otro lado: los trabajos del P. Lammens (m. 193 7) hicieron observar a I. Goldziher, uno de los máximos arabistas contemporáneos, que no quedaría nada de los Evangelios si a éstos se aplicara el mismo método crítico que el de aquél a el Corán. En esta misma línea hay que situar el trabajo del dominico G. Théry, quien adoptó el pseudónimo de Hanna Zacarías (1891-1959) cuando no recibió el imprimatur para publicar sus trabajos en que, recogiendo y desarrollando ideas de G. Weil (1843) y A. Sprenger (1858), sostiene que Mahoma fue un árabe inculto del que un rabino maquiavélico, dispuesto a extender el judaismo por el mundo, hizo su hombre de paja. Así, en las frases coránicas que empiezan por Di, sería ese rabino el que hablaba y no Dios, conforme pretende la tradición musulmana unánimemente. Por su parte, algunos críticos marxistas intentaron demostrar que Mahoma jamás tuvo una existencia histórica (c. 1930), del mismo modo que procedió A. Drews, citado incidentalmente por Lenin, para negar la existencia real de Jesús; otros intentaron justificar el nacimiento del islam como consecuencia de una lucha de clases en el seno de la Arabia preislámica, etc.

En el sentido opuesto van las biografías de Muhammad Husayn Haykal (1935), de al-Aqqad o de Muhammad Hamidullah que partiendo de una sólida —aunque a veces no segura— base documental, intenta acomodar la realidad con la tradición.

La verdad debe andar a medio camino entre unos y otros: aceptando los pasajes biográficos que se conservan en el Corán —sobre cuya autenticidad y contemporaneidad con los hechos no cabe dudar— no hay por qué admitir todas las ampliaciones que de los mismos, previa recolección de las tradiciones (hadices) orales, realizó Ibn Ishaq (85/704-150/768) y reelaboró Ibn Hisam (m. 218/833). Pero tampoco hay por qué aceptar que todas esas ampliaciones sean una invención de los discípulos del Profeta. El único camino para acercarse a la verdad consiste en emplear, llegado el caso, los mismos métodos que el historiador estuviera dispuesto a utilizar para el análisis de los orígenes de sus propias creencias.

La transmisión oral de los hadices en el islam primitivo no fue siempre tan fiel como cabría desear y, por ello, se encuentran versiones contradictorias de un mismo hecho cuyo punto de arranque está en el testimonio de la misma persona que los presenció. Un ejemplo trasladado a nuestros días sería: Vernet (nacido en 1923) oyó contar a su maestro Millás (1897-1970), quien lo había oído a su vez de su maestro Barjau (1852-1938), que dada la inseguridad ciudadana imperante en los tiempos del reinado de Amadeo de Saboya (1870-73), no pudo realizar un viaje que tenía previsto a Francia. Vernet, que escribe en 1990, da testimonio así de una tradición oral que no coincide con la de la documentación conservada y que fija la fecha del hecho narrado a principios de 1875, es decir, en los inicios del reinado de Alfonso XII. Y, todo ello, ocurrió hace ciento veinte años; la sucesión o cadena (isnad) de narrantes es segura, pues la fechas que delimitan las respectivas biografías permiten suponer que se conocieron entre sí en edad de razón, y por otras fuentes se sabe que, bromas aparte, siempre decían la verdad. Por tanto, el contenido (matn) de la anécdota debiera ser cierto (sahih, sano). Y, siguiendo este mismo criterio, podríamos generalizar este hecho a toda la historia de España y deducir que las comunicaciones de España con Francia, a través de los Pirineos, hace ciento veinte años, eran inseguras. ¿Fue así? De un hecho particular, sucedido en un momento y lugar dados, hemos sacado una conclusión general sin testimonios suficientes.

La carta que Urwa b. al-Zubayr (m. 94/712) escribió al califa Abd al-Malik (m. 86/705), narrándole la biografía del Profeta y los orígenes del islam, mereció la sanción de la escritura más de cien años después de ocurridos los hechos que nos relata, y por ello no cabe admitir que se introdujeran en la misma datos que no se correspondieran con la realidad. En todo caso, se está de acuerdo en que Mahoma (en árabe, Muhammad, el Alabado) vino al mundo en el año en que Abraha, gobernador abisinio del Yemen, realizó una expedición contra La Meca. En la misma figuraba un elefante y de aquí que el año en cuestión fuera conocido, en lo sucesivo, como «año del elefante», y a ese momento alude (azora 105 = 24) el Corán. ¿Cuál fue la fecha exacta de la expedición? En una inscripción fechable en el 550 d.C., encontrada en Moraygan, entre Nachrán y La Meca, se cita a un personaje llamado Abraha, que debía ser cristiano nestoriano a juzgar por la cruz que figura en la misma y otros detalles, y que estaba realizando una algazúa por aquellas tierras. Mahoma pudo haber nacido entonces y habría muerto a los ochenta y dos años de edad.

Sin embargo, la tradición apunta a otra fecha. El Corán (10, 17/16 = 95) asegura que el Profeta, antes de empezar la predicación, vivió una vida (umr) entre los coraix, y esta expresión significa cuarenta años. Una noticia que remonta a Hassan b. Tábit nos asegura que fue profeta en La Meca durante diez años y pico y, como sabemos con certeza que abandonó esta ciudad el año 622, debió nacer entre el 567 y el 572. La fecha del 580, propuesta por Lammens, debe rechazarse, pues significa traducir la voz umr con un significado distinto del habitual (hombre de treinta años, en lugar de cuarenta).

Nacido en La Meca, Mahoma pertenecía al clan de los hasimíes, que si bien entonces era poco influyente, conservaba aún parte de su antiguo prestigio, y éste le sirvió de escudo en los momentos más difíciles de su predicación, pues sus enemigos, si se mofaron de él, no se atrevieron a asesinarle para no caer en el círculo vicioso de la ley del talión. Por parte materna es posible que tuviera parientes en Yatrib, la futura Medina. Es muy poco lo que conocemos de su infancia y juventud. Huérfano prematuramente de padre y madre, fue recogido por su abuelo, Abd al-Muttalib, y luego por su tío, Abu Tálib, quien le protegió hasta que Mahoma contrajo matrimonio con una viuda rica que le doblaba la edad, Jadicha, con la cual, si hay que hacer caso de las tradiciones, fue completamente feliz. Con ella tuvo varios hijos, pero todos, a excepción de Fátima, le premurieron.

Al principio de su matrimonio se consagró a cuidar los negocios de su mujer y es posible, pero no seguro, que realizara algunos viajes en el transcurso de los cuales podría haber llegado hasta Siria, donde habría conocido a un monje, Bahira (¿es el nombre Pajuru que figura en una inscripción nabatea?), quien le habría dado a conocer el monoteísmo. Pero su posterior vocación religiosa puede explicarse sin la existencia de contactos con el mundo no árabe. En esa época debió de ser un pagano piadoso: creía en genios, demonios y augurios; La Meca era un lugar santo para él y admitía los sacrificios cruentos y la peregrinación. En un momento dado, bien como resultado de una lenta maduración o bien de repente, como San Pablo, se sintió llamado por Dios para conducir a sus contribuios, y recibió la primera revelación. Ésta debió de llegar entre los años 610 y 612 y el texto de la misma nos lo conserva el Corán, aunque los tradicioneros no se hayan puesto de acuerdo en cuál fue de los tres que se disputan la preeminencia. He aquí el principio de los tres (2, 183/185 = 74): En el mes de ramadán se hizo descender el Corán como guía para los hombres y pruebas de la Guía y de la Distinción…; (74, 1-7 = 30): ¡Oh el arropado! ¡Incorpórate y advierte!… (96, 1-5 = 47): ¡Predica en el nombre de tu Señor, el que te ha creado!

Estas primeras comunicaciones con la divinidad se describen con un cierto detalle en el Corán. En el momento de recibir la revelación se envolvía en un manto y parecía ser un poseso, un sacerdote o un brujo. Estas descripciones, desarrolladas por la tradición, llegaron a hacer creer al historiador bizantino Teófano (c. 202/817) que el fundador del islam había sido un epiléptico. Cuando se encontraba en plena crisis percibía palabras, rara vez visiones, que quizá había oído pronunciar en estado de vigilia sin prestar atención. Éste pudo ser el modo como se introdujeron en la nueva religión las influencias judías y cristianas, pero debidamente reelaboradas en su subconsciente por la voluntad divina. Este mecanismo explica la sinceridad de la predicación de Mahoma y su convicción de ser el Enviado de Dios a los árabes desde el instante en que la revelación divina coincide, en general, con las recibidas por otros profetas.

La honradez que preside estas primeras revelaciones caracteriza las que le llegaron a lo largo de toda su vida y las tradiciones que se traen a colación en sentido contrario no quitan un ápice a la sinceridad con que el Profeta se creía el Enviado de Dios. La frase de Lammens de que «el triunfo fue fatal a su lealtad, hasta eclipsarla definitivamente» queda en una pura afirmación. La base real de la revelación era, según Mahoma, un libro guardado en el cielo que sólo llegaban a conocer los puros. Él, personalmente, no lo leyó, pero en cambio, se le recitó en bloque en el momento de la primera revelación y lo olvidó. Posteriormente Dios, en la más pura lengua árabe, le iba recordando los fragmentos que le eran necesarios en cada momento por medio de un Espíritu o de ángeles. Sólo es en un pasaje coránico tardío cuando se precisa que el encargado de transmitirle la revelación era el arcángel Gabriel.

Ni Mahoma pretendió, ni sus contemporáneos lo creyeron, que el nuevo Profeta realizara milagros. La ortodoxia de aquel entonces basaba su fe ciega en el estilo literario, extraordinariamente bello, en que iba revelando el texto del Corán, y que era inimitable porque su autor era el propio Dios. Él mismo —el Libro contiene Su palabra eterna— lo manifestó así en el versículo del desafío (tahaddi, 17, 90/88 = 80): Di: «Aunque se reuniesen los hombres y los genios para traer algo semejante a este Corán, no traerían nada parecido, aunque se auxiliasen unos a otros».

Al admitir un argumento estético para justificar la verdad de la nueva religión, Mahoma se exponía a ser combatido por cualquier escritor que creyera en su buena pluma, y dejó abierto un campo de discusión distinto al de otros credos. Al análisis lógico de esta inimitabilidad se han consagrado numerosas obras, de las cuales la principal es el tratado de al-Baqillani (m. 403/1013). Pero, evidentemente, hubo autores musulmanes que discreparon: así, Ibn al-Rawandi (245/859), al-Hallach (m. 309/ 922) Abu-l-Alá al-Marri (m. 449/1058) —a quien se atribuye el haber escrito una imitación del Corán (cuando se le señalaban sus defectos, contestaba: «Dejad que lo lean durante cuatro siglos en los púlpitos de las mezquitas y después decidme si hace efecto»)— y al-Mutanabbí (m. 354/965), cuyo nombre significa «el que se las da de Profeta». Éste, en su juventud, quiso imitar a Mahoma, escribió un Corán y se lanzó al campo para defender con las armas «su revelación», y cayó en manos de las autoridades ortodoxas. De aplicarse el texto coránico tal y como hoy se explica, debería haber sido ejecutado, pero no lo fue, sino que lo encerraron en una mazmorra durante meses y, cuando se arrepintió, entró al servicio de los señores del Próximo Oriente y llegó a ser —y como tal es considerado— el máximo poeta árabe de todas las épocas. La sentencia dictada contra él (cárcel) es absolutamente correcta en virtud del Corán (5, 37/33 = 94), que ofrece a las autoridades una serie abierta de opciones: La recompensa de quienes combaten a Dios y a su Enviado, y se esfuerzan en difundir por la tierra la corrupción, consistirá en ser matados o crucificados, o en el corte de las manos o los pies opuestos, o en la expulsión de la tierra en que habitan

El «milagro» que defiende el versículo del desafío fue conocido por los cristianos —Ramón Llull, Ramón Martí— y judíos —Mosé b. Ezra— que intentaron probar, siglos más tarde, que sus respectivos Libros Sagrados eran tanto o más elocuentes que el Corán, y así, los creyentes de las tres religiones monoteístas, contribuyeron al desarrollo de la retórica en sus respectivas lenguas.

A lo largo de los veinte años durante los cuales se reveló el Corán, un mismo tema es recogido de manera similar y con frecuentes ampliaciones una y otra vez, y de aquí que detalles mediníes (1/622-11/632) arrojen una luz intensa sobre acontecimientos del período mequí (612-622). El núcleo principal de la predicación consiste en creer en Dios, pedir el perdón de los pecados, rezar frecuentemente, evitar el engaño, llevar una vida casta y no cometer infanticidios (6, 152/151 = 103): no mataréis a vuestros hijos por temor a la miseria. Estos principios constituían el ideal del hombre piadoso, sometido a Dios, el musulmán o hanif. Olvidando a Hud, Suayb y Salé, se considera el único profeta y amonestador de los árabes.

La predicación de la buena nueva se acostumbra a dividir en dos grandes períodos: la realizada en la época en que Mahoma vivió en La Meca (612-622), y en Medina. Ambas admiten nuevas subdivisiones, bien por los motivos literarios y religiosos que predominan en el primero, bien por motivos político-bélicos que afloran con mucha intensidad en el segundo. En el primer período mequí (612-615) aparecen elementos escatológícos en que Dios se muestra Señor de la Justicia y, en conjunto, la doctrina que predica está más cercana del cristianismo que del judaismo. Su esposa Jadicha fue el primer creyente, y Abu Bakr, futuro califa y entonces rico comerciante, la siguió poco después. Pero los prosélitos de esta época fueron, en general, pobres, ya que los ricos veían en la nueva religión un peligro para las posiciones privilegiadas que les daba el santuario de Hubal y la peregrinación.

El segundo período mequí (615-619) se caracterizó por las continuas presiones que los politeístas dirigieron contra los fieles y que, posiblemente, llegaron hasta el punto de intentar lapidar a algunos neófitos. Esta situación planteó la primera crisis de conciencia de la joven comunidad musulmana: algunos de sus miembros apostataron seducidos por las glorias mundanales; otros, aproximadamente un centenar de débiles de carácter, fueron mandados por el Profeta a Abisinia, donde el Negus los acogió favorablemente. Pero, cuando años más tarde regresaron al seno de la comunidad islámica instalada en Medina, Mahoma los acogió con frialdad por no haber sabido sobrellevar la dureza de la represión. Y, sin embargo, de creer algunas tradiciones, muy inseguras, parece ser que él mismo tuvo un corto momento de vacilación, en caso de ser verdad que reconoció como eficaz, junto al Dios único, la intercesión de los ídolos al-Lat, Uzza y Manat en los versículos satánicos que se habrían insinuado en su mente durante algunas horas y que deberían haber dicho: Ésas son las mujeres hermosas, excelsas, cuya intercesión se espera, hasta el momento en que Dios le reveló el texto del Corán (53, 19-23 = 44) que afirma: «¿Habéis visto a Lat, Uzza y Manat, la otra tercera?… Eso no son más que nombres que, vosotros y vuestros padres, les habéis dado. Dios no ha hecho descender ningún poder en ellas…». Prescindiendo del problema de exégesis textual que plantea este texto, y que tantos ríos de tinta ha hecho correr recientemente, hay que recordar que también fueron tentados Moisés y Jesús, según reconocen los textos sagrados admitidos por judíos y cristianos y según atestigua el Corán (22, 51/52 = 52): Antes de ti no hemos mandado a ningún Enviado ni Profeta sin que el demonio echase el pecado en su deseo cuando lo deseaban…, para admitir, a continuación, en este versículo (y otros), que la ley más reciente deroga a las anteriores en todo lo que se oponga a ella. Es el principio del abrogante y abrogado, o el derogante y derogado, que ha dado origen a ramas enteras de estudio en la historia de las religiones y de la jurisprudencia cuando no podemos situar exactamente la cronología absoluta o relativa de textos del mismo libro que discrepan entre sí, como ocurre, por ejemplo, con la Biblia y el Corán.

Sea como fuere, hay que confesar que no existe el menor indicio fehaciente de que Mahoma dudara en ningún momento de la unidad y omnipotencia del Dios único. En cambio, sí estamos seguros de que en este período fue objeto de toda clase de intrigas, zancadillas, añagazas, amenazas, etc., de sus enemigos, de las cuales sólo pudo escapar gracias a la protección de sus parientes del clan hasimí presidido, después de la muerte del abuelo Abd al-Muttalib, por su tío, el pagano Abu Tálib (m. c. 619), que fue padre del futuro califa Alí (m. 39/659). Algunos politeístas de clanes enemigos parece que intentaron boicotear a los hasimíes, pero éstos —excepto Abu Lahab—, prescindiendo de sus creencias, formaron un bloque tras él y defendieron la libertad personal y religiosa de un pariente. Este período, largo y difícil, probó la grandeza de ánimo del Profeta: Umm Chamil, la mujer de Abu Lahab, arrojó un día en el camino que seguía Mahoma un hato de leña espinosa y éste recibió, con gran consuelo, la revelación de la azora III.

El último período de su vida en La Meca (619-622) se inicia con la muerte de Abu Tálib y de Jadicha. Carente del apoyo del primero, pronto se intensificaron las amenazas de sus contribuios. Abu Lahab tomó, inicialmente, su protección, pero se la retiró muy pronto, en cuanto Mahoma, según una tradición insegura, tuvo la valentía de confesarle que Abd al-Muttalib, padre y abuelo respectivamente de ambos, se encontraba en el infierno por haber muerto pagano. El Profeta, desilusionado por la reacción del interesado, llegó a convencerse de que la voluntad de Dios era la de destruir a todos los coraixíes y, en un intento de ganar adeptos entre los taqif, marchó a Taif, cuyos habitantes no quisieron escuchar su predicación. Pero en éste y en otros fracasos se fundaba la grandeza del islam: los profetas descritos en el Corán son puramente nacionales, sólo se dirigen a su nación. Mahoma, fracasando ante sus contribuios, pasó a tener una visión universalista de su misión. El único consuelo que tuvo fue el enterarse, en el camino de regreso a La Meca, en uno de sus ensueños, que existían genios creyentes. Pudo entrar de nuevo en la ciudad gracias a la protección que le prometió Mutim b. Adi y, durante este período, tuvieron lugar dos hechos —su viaje nocturno a los cielos (17, 1/1, 62/60 = 80) y el pseudo milagro de la luna partida— que tanta trascendencia han tenido en la cultura europea.

Pero, paralelamente a estos acontecimientos, se producían otros, de modo independiente o no, que iban a tener una influencia decisiva en el triunfo del islam. Por un lado, la conversión de Umar, que llegaría a ser el segundo califa, acto que impresionó a los coraixíes por la situación que éste ocupaba entre ellos. Por otro, las primeras negociaciones con los habitantes de Yatrib, la futura Madinat al-Nabí (la ciudad del Profeta).

Los habitantes de Yatrib estaban divididos por grandes discordias internas: junto a una numerosa población judía, integrada no sólo por las tribus de la ciudad sino por los judaizantes de sus aledaños, vivían las tribus árabes —que mantenían viva cierta tendencia al matriarcado— de aws y jazrach, antiguos adoradores de Manat. Las dos habían dirimido sus propias diferencias en la batalla (yawn) de Buat (617). Los aws vencieron, con el apoyo de las tribus judías de qurayza y nadir, pero no consiguieron una paz estable. Entonces, con el fin de eliminar a los judíos como árbitros en sus discordias, empezó a abrirse paso entre ellos la idea de elegir un juez que no fuese de los suyos, y pensaron en Mahoma; y éste, a su vez, creyó que había el momento de abandonar la dialéctica y pasar a la acción.

Las negociaciones se llevaron a cabo a lo largo de dos años. Algunos jazrachíes, llegados a La Meca con la peregrinación, se convirtieron viendo en él al Profeta nacional de los árabes, a aquel que podría librarles de la próxima hegemonía de los hebreos que esperaban la llegada inminente del Mesías. En el año 621, durante la peregrinación, un grupo de awsíes y jazrachíes juraron, en una colina cercana a La Meca, la de Aqaba, defender a Mahoma como a sus propias mujeres y creer en un solo Dios, no robar, no cometer adulterio, no matar a las hijas, no decir mentiras y no desobedecer a Mahoma. Mahoma, en cambio, envió a Musab b. Umayr para que instruyera a los neófitos y extendiese la buena nueva por toda la ciudad. Este compromiso recibió el nombre de Juramento de las Mujeres.

En la peregrinación siguiente, Musab b. Umayr pudo presentar al Profeta, en la colina de Aqaba, a un buen número de nuevos adeptos (a fines de junio del año 622). Los musulmanes de Medina prometieron seguir la nueva religión y obedecer a Mahoma. Éste, por su parte, aseguró que estaría a su lado cualesquiera que fuesen las vicisitudes de la suerte, diciéndoles: Vuestra sangre es la mía; lo que deis, daré; me pertenecéis y yo os pertenezco; combatiré a quienes os combatan y pactaré con quienes pactéis. Un tío del Profeta, aún pagano, al-Abbás (epónimo de la futura dinastía abbasí) asistió a esta reunión como representante del clan hasimí e hizo notar a los medineses que debían respetar la promesa, puesto que al marcharse Mahoma de La Meca ya no podía estar bajo la protección de sus familiares. Éste, para asegurarse un respaldo mínimo en las tribus entre las que iba a residir, nombró doce consejeros (nakib, plural nukabá), de los cuales nueve eran jazrach y tres aws. Es curioso ver cómo el número doce aparece como idóneo para las juntas consultivas o ejecutivas en las más variadas ocasiones: las tribus de Israel, los Apóstoles, los maestros maniqueos, los consejeros de Abu Amir y, más tarde, en las distintas sectas islámicas. También es curioso ver que tan pronto como las circunstancias de excepción que motivaron la elección —y así procedió Mahoma— fueron perdiendo, por olvido o por falta de ejercicio, sus funciones, el cargo se transformó en puramente honorífico hasta que murieron todos sus miembros desapareciendo así, si convenía, la institución.

Los medineses juraron defender a Mahoma de todos sus enemigos, designados con el nombre de negros (morenos, árabes) y rojos (rubios, bizantinos y pueblos no árabes). Por ello, esta segunda reunión de al-Aqaba recibe el nombre de «juramento de los hombres» o «de la guerra». Los creyentes empezaron a emigrar en pequeños grupos, y a ellos, poco después, se unieron Mahoma, Abu Bakr y Alí, que permanecieron hasta el último momento en La Meca para no despertar la suspicacia de sus ciudadanos y facilitar así la marcha de sus correligionarios. En estas circunstancias, Mahoma era un rehén que escapó en el último instante a la vigilancia del enemigo. La tradición adorna la huida con una serie de detalles inverosímiles. Aparte de éstos se admite que el Profeta, acompañado por Abu Bakr, salió de La Meca un lunes, se refugió en una caverna durante tres días para escapar de los coraixíes que le perseguían y luego tardó cuatro jornadas en llegar a Quba, punto situado ya en el oasis de Medina y en el que luego construyó (9, 109/108-111/110 = 86): Una mezquita que, fundada por la piedad desde el primer día, es más digna de que permanezcas en ella [y no en la perjudicial citada en 108/107]. En ésta encuentras hombres que aman el purificarse… ¿Quién es mejor: quien fundó un edificio en el temor y la satisfacción de Dios o quien fundó un edificio en el borde de un talud a punto de desmoronarse y de precipitarse con él en el fuego del Infierno?… El edificio que han construido no dejará de constituir una duda en sus corazones, a menos de que sus corazones se desgarren

Hay unanimidad en aceptar que estaba ya en este lugar el 12 de Rabi I, que equivale al 24 de septiembre del año 622. El primer día del año que entonces transcurría (1 de muharram) coincidió con el 16 de julio, según el cálculo retrospectivo que mandó hacer el califa Umar (año 17/638 o 18/639),y esa fecha y ese año fueron considerados como origen de la cronología musulmana que, desde entonces, se rige por la era de la hégira (emigración).

La situación en Medina en el momento de la llegada del Profeta era la siguiente: por un lado estaban los aws y los jazrach musulmanes (ansar, defensores); y por otro, los miembros de estas tribus dirigidos por el irresoluto jazrachí Abd Allah b. Ubayy b. Salul, que aceptaban a Mahoma sólo por la fuerza de las circunstancias. Este grupo recibió el nombre de hipócritas (munafiqun), y a lo largo de los diez años que vivió el Profeta en Medina, el Corán los designó primero (624-626) como los que en su corazón tienen una enfermedad y en dos épocas determinadas (626-627 y 630-632) los acusó de hipocresía (nombre con el que la posteridad ha designado a los que se opusieron a Mahoma), sin que, necesariamente, los miembros de los tres grupos fueran los mismos y profesaran idénticas ideas. El Profeta tenía los más fieles amigos en los coraixíes que habían sufrido persecución, como él, en La Meca, y que habían emigrado a su lado (muhachirún), puesto que el fracaso de este experimento podía representar el fin de todos los creyentes. Pero los mayores y más astutos enemigos de Mahoma eran los judíos, que temían perder el papel de árbitros y, por tanto, de su gran fuerza política entre los aws y los jazrach. Los cristianos contaban poco, dado lo escaso de su número, y tenían poca simpatía por el Profeta desde que éste, en el último período mequí (619-622), había empezado a atacar los dogmas cristológicos.

La situación legal de todos estos elementos se refleja en un pacto establecido entre los musulmanes y cuyo texto ha llegado hasta nosotros. En él se especifica que el convenio obliga por igual a los creyentes coraixíes y medineses y a sus vasallos; declara que los individuos de esta alianza forman una comunidad única (umma) distinta de las de los demás hombres y, dentro de la misma, se acuerda que los varios grupos gozarán de una amplia autonomía sin interferirse los unos en los asuntos —pactos de clientela— que son de la incumbencia de los otros. Pero deben hacer frente, mancomunadamente, a quienes les ataquen y perseguir a quien obre injustamente, aunque sea el propio hijo. Ningún creyente debe matar a otro por causa de un infiel, ni puede prestar socorro a un infiel contra un creyente. Han de aceptar que la protección de Dios es única y alcanza hasta a los más humildes. La situación de los hebreos se define en razón de sus vínculos con los defensores. Desde el punto de vista del derecho privado se reconoce que los musulmanes no son solidarios entre sí en casos como el precio de la sangre (aql, indemnización que el homicida debe pagar a la familia del difunto para que ésta renuncie a aplicar la ley del talión); pero si alguien muere en servicio de Dios, la comunidad debe hacerse cargo de la familia si ésta carece de bienes (compárese con las pensiones actuales a mutilados y viudas). Como en el momento de firmarse el acuerdo aun vivían politeístas en Medina, se les reconoce el derecho a continuar en sus casas en tanto y cuanto sean vasallos de los creyentes, a pesar de que se encuentran en un valle que se declara sagrado desde el mismo momento en que Mahoma se instala en él.

Este convenio crea, en definitiva, un estado con libertad de cultos y hace del Profeta el árbitro indiscutible de todas las dudas que puedan surgir en el transcurso de su aplicación. Para afianzar más los lazos que unían a defensores y emigrados, estableció una fraternidad biunívoca entre ellos que se mantuvo en vigor hasta el momento en que el botín de la batalla de Badr empezó a dar medios propios a estos últimos. Por otra parte inició rápidamente la construcción de la mezquita e instituyó que la llamada a la oración se hiciera por medio de almuédanos.

La nueva situación perjudicaba políticamente a los judíos y, para evitar la enemistad total de éstos, propugnó una serie de normas cultuales para permitir la coexistencia, en paz, de las dos religiones: prescribió el ayuno de la asura (Levítico, 16, 29) en el día 10 del primer mes del año (muharram), a semejanza del gran ayuno judío de yom kippur (10 de tisrí, también primer mes del año judío). Implantó la oración del mediodía y las purificaciones que le preceden; dispuso (?) que la alquibla de la mezquita que estaba construyendo se orientara en dirección a Jerusalén, ciudad desde la cual, según la tradición, había iniciado su viaje hacia los cielos, pero, en cambio, mantuvo la oración pública en el viernes, tal y como la había instituido Musab b. Umayr, y se ratificó en sus afirmaciones de la época mequí en el sentido de que la creación del universo no tenía por qué fatigar a Dios y obligarle a descansar el sábado o séptimo día conforme dice el Génesis (2, 2-3). El Corán afirma tajantemente (50, 37/38 = 68): Hemos creado los cielos, la tierra y lo que hay entre ambos en seis días; no hemos sentido fatiga. Estas concesiones fueron poco eficaces: tan sólo dos rabinos y unos cuantos judíos se convirtieron al islam —y en el desarrollo de éste ejercieron una gran influencia— y, en cambio, aparecieron herejías sincretistas (9, 108/107 = 86): Y entre ellos hay quienes utilizan una mezquita perjudicial para los verdaderos fieles, por impiedad, para dividir a los creyentes y para guiar a quienes combatían a Dios y a su Enviado con anterioridad. Éstos juran «no deseamos más que la hermosa recompensa», pero Dios atestigua que mienten, versículo en que, según la tradición, se aludiría a un monje cristiano, Abu Amir, que había incitado a doce hipócritas a construir la mezquita perjudicial cerca de Quba, llevándole su arrojo hasta enfrentarse con el Profeta. Vencido por éste, había huido a Siria para poner fin al islam, pero murió antes de conseguir su objetivo el año 9/630. También surgieron polémicas religiosas cuyo trasfondo era de tipo político. Mahoma, que conocía peor que sus adversarios el Antiguo Testamento, llevó la peor parte, y cortó por lo sano poniendo fin a sus concesiones y, a continuación, atacó a sus enemigos.

La concepción que tenía de cómo recibía la nueva revelación y el contenido de ésta le permitió realizar el cambio de frente sin faltar a su verdad. A los reproches que le dirigían por su escaso conocimiento de la Biblia respondía que los judíos sólo habían recibido una parte del Libro y algunas leyes particulares; les acusaba de recitar las Escrituras con mala dicción, lo cual podía creer sinceramente si pensamos que por ser el árabe y el hebreo lenguas semíticas muy próximas, algunas frases (por ejemplo, la de ojo por ojo…) tienen prácticamente la misma pronunciación, aunque a veces no signifiquen lo mismo (por ejemplo, burro significa en español asno, y en italiano manteca) y les reprochaba el haber añadido o suprimido pasajes de las mismas: en suma, que los conocían tan bien como las caballerías a los libros que transportaban a su lomo (62, 5/5 = 72): Los que fueron cargados con el Pentateuco y luego se descargaron, se parecen a un asno cargado de libros. ¡Cuán malo es el parecido de las gentes que desmienten las aleyas de Dios!

Mahoma, sin fuerzas suficientes para castigar a los judíos, rompió con ellos y, en espera de un momento propicio, empezó a derogar, en el año 2/623 algunas de las normas judaizantes promulgadas anteriormente y cambió la dirección de la alquibla (2, 139/144 = 74): Vemos tu rostro revolviéndose al mirar al cielo. Te volveremos hacia una alquibla con la que estarás satisfecho: Vuelve tu rostro en dirección a la Mezquita Sagrada. Dondequiera que estéis, volved vuestros rostros en su dirección… El texto del versículo permite ver que este cambio había sido preparado con antelación y que al elegir La Meca, sede de la Mezquita Sagrada, como punto de mira de los musulmanes, se daba un primer paso, tímido, en busca de la conciliación con los clanes árabes enemigos.

Rompiendo del todo con los judíos, sustituyó el ayuno de la asura (sólo estuvo en vigor un año, pero siguió admitiéndose como práctica piadosa y ha sido conservado hasta hoy por los xiíes) por el ayuno de ramadán, cuyo origen tal vez se encuentra en los ritos maniqueos. Todas estas reformas consagraban al islam como una religión ecuménica en la cual su fundador era (33, 40/40 = 73): Mahoma… el Enviado de Dios y Sello de los Profetas. La tradición ha procurado reforzar la idea de que «Sello» implica ser el último de los profetas, pero a lo largo de la historia del islam han aparecido pseudoprofetas e, incluso, sectas, como las actuales de los behaíes y ahmadíes, que sostienen que con el último de los Profetas no se cortó la comunicación de Dios con los hombres, la cual continuará en el futuro, basándose en (7, 33/35 = 91): ¡Hijos de Adán! Os vendrán [en el futuro] enviados salidos de entre vosotros que os recitarán mis aleyas. Quienes teman y se reformen, no tengan temor, pues no serán afligidos.

La influencia y adaptación de creencias propiamente árabes o sudárabes fue acrecentándose y se admitió que Abraham no fue ni idólatra ni judío ni cristiano, sino, simplemente, el gran hanif, palabra de difícil traducción y cuyo significado en el Corán sólo puede deducirse gracias a la crítica interna del mismo. El carácter sagrado de La Meca era debido a que el templo había sido fundado por Abraham e Ismael y, por tanto, había que purificarlo antes de que los musulmanes pudieran acudir a él en peregrinación. Como es lógico, los coraixíes no iban a ceder el templo fácilmente, y Mahoma lo sabía. Para conseguirlo era necesario cambiar de política, a fin de castigar a sus conciudadanos, y por su propia mano, con el tormento con que Dios, reiteradamente, les había amenazado. Había que convencer a los musulmanes de que su ideario también podía conseguirse con las armas y, como el pacto de Aqaba era puramente defensivo, esperar un momento oportuno para pasar al ataque.