Los árabes según sus fuentes antiguas
Las noticias que nos transmiten los textos utilizados en el capítulo anterior difieren mucho de las que recogen los primitivos historiadores árabes que escribieron sus crónicas más de cien años después de la muerte del Profeta Mahoma y que habían recibido la información a través de una transmisión oral. La poesía pasó de la boca del poeta (sair) al oído del discípulo (rawi), quien, con frecuencia, se transformaba en poeta y reiniciaba, junto con la transmisión de los versos del maestro, la de los suyos propios. Lo mismo ocurrió con los hechos históricos que, al pasar de memorión a memorión, sufrieron sucesivas amplificaciones que terminaron por constituir leyendas, más o menos coherentes, más o menos exactas, que quedaron petrificadas al ponerlas por escrito. La eventual coincidencia de las alusiones que en las mismas se encuentran a hechos acaecidos tres o cuatro siglos antes con los documentos puntuales coetáneos a los mismos (papiros, inscripciones, etc.) se debe al uso de una misma fuente común que, en bastantes casos, resulta ser la Biblia, el Avesta, los Evangelios canónicos o apócrifos y ciertas leyendas persas —como la de Rustam— que se infiltraron por el limes, al igual que textos de historiadores clásicos, etc.
La transmisión de las antiguas tradiciones históricas —a diferencia de lo que ocurre con las de la poesía y las religiosas que más tarde nacerían con la revelación del islam— no necesitó garantes, es decir, el establecimiento de una cadena de narrador-alumno/narrador-alumno/narrador… conservando con ello sus datos biográficos, sus cualidades físicas (memoria) y morales (veracidad) para establecer si cronológicamente era posible la transmisión de boca a oído y si la misma podía considerarse aceptable o no. Por tanto, las noticias de las jornadas de los árabes (ayyam al-arab en singular yawm, v.g. «el día de la revolución de octubre o las jornadas de octubre») son tanto más inciertas cuanto más alejadas se presentan del historiador, mientras que las referentes a acontecimientos posteriores a la hégira a veces pueden fecharse correctamente e incluso seguir su desarrollo con relativa seguridad. Por otra parte, algunas se refieren a un mismo acontecimiento, a una misma guerra, y entonces muestran una secuencia temporal.
Estadísticamente se cuentan 132 jornadas preislámicas —en su mayor parte inconexas entre sí— y 88 posteriores. Generalmente el origen de las mismas se encuentra en una reyerta entre individuos de distintos clanes —más frecuentemente tribus— en la que se pasa del insulto a las manos, de las manos a la pedrea y de la pedrea al uso generalizado de las armas. Una vez derramada sangre, la lucha puede eternizarse, o bien, y era lo más frecuente, cortarse mediante la intervención de un mediador que establecía las indemnizaciones a pagar. Las querellas nacían, la mayor parte de las veces, por el uso o mal uso de un pozo de agua —elemento fundamental para la supervivencia en la estepa—, por el rapto de mujeres o caballos, como venganza de una sátira o una calumnia, el 23 de febrero, etc.
El caso más típico de vertebración histórica de una guerra preislámica a través de los «días» es la de Dahis y Gabra, que duró unos cuarenta años (650-690?). La veracidad de la leyenda es secundaria; la del fondo, importante: el gran valor que los árabes del siglo VI atribuían a los caballos. El primero, Dahis —que dio origen al proverbio «más nefasto que Dahis»— había nacido como resultado de la cópula de sus padres, realizada sin permiso del dueño del semental, quien intentó extraer, sin éxito, el semen de su animal de la yegua-madre. Dahis pasó a ser propiedad de los absíes, cuyo jefe era Qays b. Zuhayr b. Chadima, y montó a la yegua Gabra. Por otra parte, los banu fazara, fracción de los banu dubyán que tenía por jefe a Hudayfa b. Bach, mantenían una fuerte enemistad con los absíes, que eran capaces de movilizar más de mil corceles. Ambos rivales acordaron una carrera (hoy podría haber pasado en un hipódromo o haber sido un partido de fútbol) a la que cada uno aportaría un semental y una yegua. Los abs presentaron a Dahis y Gabra, y los Fazara a al-Jattar y al-Hanfa. El jefe de éstos, Hudayfa, dispuesto a ganar, obstaculizó el camino de Dahis hasta que los otros caballos estuvieron cerca de la meta, pero, a pesar de esto, Dahis, una vez en campo abierto, consiguió recuperar el terreno perdido y llegar inmediatamente después de Gabra y, como las maniobras de Hudayfa no habían pasado inadvertidas a los dueños de Dahis, se inició la guerra entre los dos bandos que iba a incluir unos cuantos «días» célebres como los de Du Husa, Jatira, Urair… Piénsese en lo que en nuestra historia reciente significan el «día del Dos de Mayo», la noche de San Daniel, el 18 de julio, el 23 de febrero, etc.
Un autor de la época abbasí, Hisam b. Muhammad b. al-Saib al-Kalbí (120/737-206/821) escribió un libro sobre los ídolos de la Arabia preislámica (Kitab al-asnam) basándose en la tradición que, salvo en unos pocos casos, no coincide, con los datos facilitados, con los textos externos expuestos en el capítulo I; y cuando se encuentran paralelismos, éstos se deben, en la mayor parte, a que derivan de una fuente común. Entre todas estas divinidades se encuentran las diosas citadas en el Corán (53, 19/20 = 44): Lat, Uzza y Manat. Las tres aparecen en las inscripciones preislámicas de la Arabia septentrional o central. Al-Lat era una divinidad solar, tenía su santuario en Taif y era la diosa tutelar de los taqif. Su nombre aparece ya citado por Herodoto, y los textos antiguos apuntan que tenía también un templo en Palmira. Sus fieles creían verla en un roquedo cuadrado blanco, y los peregrinos acudían a darle las gracias al regreso de los viajes que habían realizado sin contrariedades y se afeitaban los cabellos en su santuario. Algunas de las etimologías de su nombre llevarían a considerarla la «diosa» por antonomasia, al-ilahat.
Uzza habría sido diosa tutelar de los nabateos y luego de los coraix, con santuario en al-Hurad, en el camino de La Meca al Iraq, y residía en un árbol sagrado (sammura/acacia) ante el cual se sacrificaban camellos; además, había tenido una capilla en la Kaaba y algunos autores la identificaron con el planeta Venus tal y como brilla en la aurora de la mañana.
La tercera, Manat, diosa del destino, fue adorada por los gatafán, los kinana, los hawazin, los lajmíes de Hira… y se la habría supuesto representada en una gran piedra negra en contraposición a Du-l-Jalasa, que había residido en un santuario —llamado al-Kaaba al-Yamaniyya (La Kaaba del sur)— situado a medio camino entre La Meca y el Yemen. Aquélla, Manat, tenía un santuario en Qudayd, a orillas del mar, en el camino de La Meca —ciudad en la que tenía una capilla— y la habrían adorado los aws y los jazrach, habitantes de Yatrib, los nabateos y los tamudeos, y su influjo habría llegado hasta Palmira. Según la tradición, el culto de estas diosas habría sido introducido por un antepasado de Mahoma, Qusayy, al regreso de un viaje por los confines de Bizancio, haciendo así la «competencia» a Hubal, señor de La Meca. El Corán (71, 22/23-23/23 = 45) cita, además, a Wadd, adorado por los kalb. Se representaba con forma de hombre ante el cual había una lanza hincada en tierra y un carcaj de flechas. Tenía su santuario en Dumat al-Chandal. Cita también a Suwa, adorada por los hudayl, que procedía del mundo sudarábigo, y que se representaba en forma de mujer y tenía el santuario en Ruhat, cerca de La Meca. Y a Yaqut («el que socorre»), adorado en el Yemen y por los murad, que se representaba en forma de león. Yauq («el que defiende»), dios de los hamdán, tenía forma de caballo. Y a Nasr, cuyos principales fieles estaban entre los du-l-kila del Yemen (himyaríes) y tenía forma de águila.
Inscripciones, nombres teofóricos del tipo «esclavo» o «siervo de» y la misma tradición, permiten atestiguar la existencia de otros dioses. Así, Abdusarà —esclavo de Du-l-Sara (Dusares en griego)— atestigua la adoración del ídolo de este nombre por los banu hárit, grupo que pertenecía a los azd y cuyo santuario, con su kaaba y haram correspondientes, se encontraba en la Nabatea. En cambio, en La Meca, Hubal llegó a ser la divinidad más importante y a veces tiende a identificársele con Wadd.
Los dioses de Arabia del Sur aparecen jerarquizados en tríadas (¿formaban una tríada las tres diosas antecitadas?) y a una de ellas parece aludir el Corán (55, 4/5-5/6 = 20) si una palabra que en este pasaje acostumbra a traducirse por hierba, pero que a la vez significa astro, se vierte así: El Sol y la Luna están sometidos a un ciclo; el Astro (Venus) y el árbol se prosternan. La variante así introducida podría apoyarse en algunos comentarios clásicos. Esas tríadas tienen distintos nombres según el pueblo de que se trate, aunque pueda discutirse el carácter astral o agrario (caso del dios Almaqah de Saba) de muchos de ellos.
En todo caso, y en el conjunto de Arabia, hubo unos cuantos dioses de origen totémico (v.g. la hormiga del Corán 27, 18 = 75) y astral que presentan un interés especial para la historia de la navegación (Canope o Suhayl, León, Pléyades, Águila…) y cuyo culto como dioses fue ciertamente conocido en época de Mahoma puesto que el Corán (53, 50/49 = 54), hablando de Dios, nos dice que Él es el Señor de Sirio. Estos detalles presentan un notorio interés para la antropología cultural puesto que, al amparo de sus fiestas (ferias), se fue garantizando la seguridad del comercio y se fue desarrollando progresivamente la idea de unos días —luego meses— sagrados y de un Dios que tenía una jerarquía superior a los demás, como ocurre con Júpiter en la mitología clásica. Ese dios fue el Dios por antonomasia, designado en la mayor parte de las lenguas semíticas con la palabra Allah, «el dios», en árabe; Elohim, en hebreo; Il, El, en arameo (recuérdese el Elí (¡Dios mío!) de Jesús en la Cruz (Mateo, 27, 46). A este Allah —nombre cuya etimología ha dado lugar a múltiples discusiones— se le fueron dando atributos de otros dioses, como Rahmán (Clemente), Rahim (Misericordioso), Taala (ensalzado)… que, en el momento de la revelación coránica formaron una unidad con El mismo. Estos dioses tenían sus propios tesoros, mal allah, expresión que sólo se encuentra una vez en el Corán (24, 33/33 = 69) y a la que los comentaristas del Libro dan, generalmente, una interpretación que parece referirse a la prostitución ritual —¿existió?— tan común en el Próximo Oriente Antiguo, cuando en realidad su origen puede derivarse del tesoro del dios, administrado por el mukarrib según las necesidades del estado. Si esta interpretación fuera válida tendríamos aquí un embrión de lo que fueron las primitivas finanzas públicas en el islam de Medina y la explicación del interés de Mahoma por ver el tesoro de la Kaaba (cf. pág. 87).
Si se sitúan los santuarios de los dioses sobre un mapa de Arabia, como ha hecho Husayn Munis con treinta y dos de ellos, se ve que casi se superponen con los caminos más frecuentados por las caravanas comerciales de la época preislámica, y que las ferias o mercados empezaban en marzo en Dumat al-Chandal, alcanzaban su máximo en las zonas ribereñas del golfo Pérsico en los meses de abril a julio —¿llegada de los productos del Índico trasportados en los barcos que aprovechaban el monzón de primavera que sopla de este a oeste?— y seguían por el Yemen (septiembre) y Hadramawt (agosto-noviembre) para celebrarse en el Hichaz y Palestina (Bosra) en noviembre-diciembre (cf. pág. 131). Estos mercados podían celebrarse bien en un lugar determinado de la ciudad o bien en un descampado, cerca de un cruce de caminos, en el cual sólo existían unos pocos edificios permanentes que constituían el núcleo del zoco que, a veces, recibía su apelativo por el día de la semana en que se celebraba (v.g. Suq al-arbá, zoco del miércoles, del cual derivan los nombres actuales de una ciudad de Marruecos y de otra persa).
Prescindiendo de la feria de La Meca, la más importante de la época preislámica, fue la de Ukaz, donde, según la leyenda, se habrían celebrado justas o certámenes poéticos en que los ganadores tenían derecho a colgar sus composiciones —de aquí el nombre de mual·laqas («colgadas») con que se conocen algunos de esos poemas o casidas que han llegado hasta nosotros—, escritas con letras doradas, en la Kaaba. De esas poesías premiadas hoy sólo podemos leer cinco —siete o diez según los críticos— y la cronología y la autenticidad de todos sus versos no se puede garantizar. Posteriormente, y ya en tiempos islámicos, pasaría a desempeñar este papel el mirbad, lugar de Basora en el que se descargaba a los camellos y que les servía de establo.
La tradición sabía que había habido, antiguamente, emigraciones de los árabes del sur hacia el norte, e inventó un sistema genealógico, inspirado en el que se deduce de los libros del Antiguo Testamento, para explicar las agrupaciones de tribus, clanes y familias que intervinieron en la política desde los tiempos preislámicos hasta el principio del califato abbasí. Los árabes descendían de Adán, como es lógico, pero unos, los del sur (yemeníes o kalbíes) se habrían separado del tronco común, antes de Abraham, y tendrían como epónimo a Qahtán; los otros habrían tomado conciencia de su identidad al considerarse descendientes de Ismael, hijo de Abraham y Agar, hija del rey del Hichaz, enlazando así la tradición bíblica con la árabe. Aceptaron como epónimo a Adnán (árabes del norte o qaysíes). Los pueblos citados en el Corán (sabeos, tamudeos, etc.) los consideraron emparentados con los yemeníes o bien los tuvieron por «extinguidos».
El desarrollo de las luchas tribales les llevaron a admitir que algunos árabes del sur (kindíes) habían marchado hacia el norte en épocas remotas. Así explicaron el asentamiento de tribus yemeníes en la parte septentrional de Mesopotamia y en el limes, es decir, la frontera entre Persia y Bizancio con la Península (lajmíes, gassaníes), y que los habitantes de Medina (aws, jazrach), futuros «defensores» de Mahoma, vivieran al norte de La Meca, patria del Profeta, que era coraixí y cuya genealogía enlazaban con Adnán. El ejemplo más típico de los desplazamientos e interferencias territoriales de estos grupos lo representan los churhum que, en un momento dado, ocuparon La Meca hasta que los juzaa (adnaníes), dirigidos por Amr b. Luhayy, cuando regresaban de tomar aguas en unas termas helenísticas, los expulsaron y éste introdujo el politeísmo, los ritos que reprueba el Corán (5, 102/103 = 94) y la talbiya, entendiendo por esta palabra un tipo de adivinación por flechas —distinto pero parecido al que hoy practican, con carta, los «trileros»—, que nada tiene que ver con el significado que más tarde tuvo este vocablo con el islam (¡Aquí estamos, Señor!).
La tribu (qabila) es algo sumamente fluctuante: es una rama del pueblo (sab) que, a su vez, se subdivide en subtribus (imara), y éstas en las fracciones (batn). El Corán atestigua la existencia de clanes y, dentro de éstos, de familias (70,13/13 = 94; 11, 93/91 = 99).
Ninguno de estos términos queda claramente definido en los textos antiguos. En todo caso, existe una progresiva división dicotómica que aparece ya en la Biblia con los hijos de Adán: Caín y Abel son los que arrastran al resto de los descendientes de la primera familia humana y encarnan unos intereses determinados y contrapuestos (ganadería, agricultura), con olvido de los que puedan tener el resto de los parientes. Se trata del usufructo del poder por el más fuerte y, cuando los intereses están muy equilibrados, bastará con que una fracción o un clan cambie de bando para romper la balanza del poder. Por eso un poeta, al-Qutami, o sea, Umayr b. Sulaym al-Taglabi, afirma que si no se encuentran enemigos ajenos hay que iniciar una discordia familiar: ¡Oh tu, a quien la civilización maravilla! ¿Qué tipo de beduinos sois? Nosotros montamos caballos hermosos y empuñamos largas lanzas. Si avanzamos hacia cualquier región, recogemos el botín, y si no encontramos enemigo, la emprendemos contra nuestros hermanos de bakr.
Husayn Munis, refiriéndose a la situación de Arabia en el momento de la predicación del islam, compara a sus habitantes con una nebulosa en continua transformación según se altere el juego de las alianzas en virtud de los centros de atracción y de los intereses de unos y otros; por eso, a veces, grupos minúsculos imponen sus ideas al pasar a ser lo que hoy se llaman partidos bisagra.
En Yatrib los yemeníes de aws, que vivían en los suburbios, se enfrentaban a sus hermanos jazrach, que ocupaban el centro de la ciudad. Pero el fiel de la balanza entre las dos facciones lo tuvieron los judíos, hasta que apareció un árbitro de la otra «raza», el coraixí Mahoma. En La Meca los hasimíes perdieron su hegemonía ante los omeyas. Mahoma, desde Yatrib, devolvió por unos años el poder a los clanes yemeníes, hasta que éstos lo perdieron definitivamente tras el triunfo de aquéllos. Mucho más tarde estos enfrentamientos cambiaron su denominación tribal para aceptar nombres de familias. El límite de la conciencia de unidad quedaba fijado por el de los individuos (aqila) que, en caso de cometerse un homicidio, se veían obligados, por la presión social, a pagar el precio de la sangre o, como diríamos hoy, la indemnización judicial.
Las tribus tenían entre mil y dos mil individuos y estaban dirigidas por un sayyid, señor, título que también recibían los jefes de los clanes. Posteriormente se utilizó más el de sayj, jeque, anciano, cuyo poder parece que sólo estaba limitado por la obligación de consultar a una asamblea de notables o jefes de clan (3,153/159 = 106; 42, 36/38 = 85). En tiempos postislámicos esa asamblea consultiva (mala, maswar, machlis, nukaba) aparecerá, de vez en cuando, como una serpiente de verano, según las necesidades de los gobernantes.
La actuación correcta de un árabe de pura cepa, según los textos antiguos, venía determinada por el honor (ird) y la hombría (muruwwa), conceptos muy amplios que no se corresponden exactamente con los islámicos, y menos con los nuestros. En todo caso, podía ser mancillado por una calumnia, injuria o sátira dirigida contra la tribu, la familia o el individuo. Para evitar caer en el deshonor era lícito emplear cualquier sistema de defensa, incluso el asesinato de los maldicientes que, en general, eran poetas (cf. pág. 45, 87). Los actos que acrecentaban esta virtud eran la generosidad, la protección del débil, etc., y dentro de la sociedad preislámica se jerarquizaba dando mayor importancia al libre frente al esclavo; al hombre frente a la mujer; al noble frente al humilde. Mahoma, con su mensaje, relativizó alguno de estos conceptos al hacer, por ejemplo, ante la religión, la riqueza, la generosidad, la nobleza y la ascendencia iguales a la piedad, hasta el punto de que bastaba con esta virtud para ser todos iguales ante Dios y hacer válida la expresión: Di: yo soy así y no digas así fue mi padre. Esos valores de la sociedad preislámica fueron exaltados, especialmente, por los poetas… si (cosa dudosa) todos los versos que conservamos a partir de principios del siglo VI d.C. son auténticos. Ejemplos de los mismos son los de un coetáneo (c. 580-c. 640) del Profeta, primero converso, luego (632) apóstata y que, vuelto al redil, acabó sus días en tiempos del califa Umar. Al-Hutaya, tal es su nombre, en un elogio a los árabes —que resumimos— dice:
Es un beduino que lleva tres días sin comer, que mata su hambre apretándose el cinturón, sin encontrar vestigio de vida en el desierto en que vive en compañía de una mujer avejentada, enfrente de la cual hay tres muchachos semejantes a cabritillos: descalzos, jamás han probado el pan ni conocen el sabor del trigo. A lo lejos, entre la bruma, descubrió una sombra y se asustó, pero cuando distinguió que era un huésped, quedó preocupado al pensar que no podía ofrecerle comida. Uno de sus hijos, al ver su pesadumbre, le pidió que le sacrificara y le ofreciera su carne, pues aquel que llegaba podía pensar que eran ricos y no querían invitarle. De repente el padre, que permanecía indeciso, vio a lo lejos un grupo de onagros que corrían a abrevar. Se lanzó tras ellos, pero mientras los animales buscaban el agua él buscaba su sangre. Los dejó beber hasta que se hartaron y entonces, lanzando una flecha, abatió a una hembra gorda, tierna, sabrosa. La alegría se apoderó de la familia al ver la herida y la sangre: la arrastraron como botín, obsequiaron con su carne al huésped y el padre pasó la noche afable como padre, y la madre sintió la alegría de ser madre.