Los árabes
El islam es hoy una religión que, como el cristianismo, se extiende por toda la superficie de la Tierra sin distinción de razas ni naciones. Pero, a diferencia de otros credos, su expansión fue muy rápida y, un siglo después de la muerte de su Profeta, Mahoma, sus fieles se encontraban ya en gran parte del Antiguo Continente, desde el Sahara y los Pirineos hasta las planicies del Asia Central y el Índico. Hasta estos territorios tan distantes del hogar en que nació —las ciudades de La Meca y Medina— la llevaron los ejércitos de sus primeros prosélitos, los árabes.
Después del primer siglo de existencia, la nueva religión continuó avanzando con más lentitud y con otros misioneros, pero siempre de manera firme y segura, hasta el punto de que los estados que actualmente tienen mayor número de musulmanes (Indonesia, Pakistán) sólo fueron rozados por la «explosión» árabe del siglo I de la hégira/VII d.C. Los lugares alcanzados por la marea de esta religión —con excepción de España, la Palestina de los Cruzados y, tal vez, el actual Israel— jamás han conocido el reflujo. Ciñéndonos al período que hemos de considerar, podría decirse que los límites alcanzados por los árabes que introdujeron la nueva religión coincidieron con los del cultivo del olivo, de las zonas de estepas o de lluvias escasas que se extienden a uno u otro lado del paralelo 40° norte que cruza el Antiguo Continente. Igualmente se ha observado —y refiriéndonos siempre al siglo I/VII— que los ejércitos árabes quedaron detenidos ante las grandes cordilleras, como el Taurus o el Cáucaso, con que tropezaron en su avance. Sin embargo, y como ocurre a veces en este tipo de afirmaciones, ninguna de ellas, por sí sola, explica el que alrededor del 132/750 la expansión del islam perdiera fuerza y que los avances posteriores, por importantes que fueran, se realizaran a un ritmo menor. En todo caso parece claro que la primera «explosión» árabe llevó a individuos de esta etnia, en mayor o menor cantidad, hasta las regiones antes mencionadas y que éstos, verdaderos misioneros, difundieron el islam como religión y su lengua, la árabe, la misma en que está escrito su libro revelado el Corán, por los territorios que ocuparon: por eso hoy unos veinte Estados la tienen como lengua oficial y ésa es la lengua en que se escriben sus periódicos y en que se emiten sus programas de radio y televisión.
Pero ¿quiénes eran los árabes antes de Mahoma? Tres tipos de fuentes distintas nos dan noticia de ellos: 1) los textos de los pueblos de la antigüedad cuyo dominio se extendió a lo largo de las fronteras de la Península Arábiga (Asiria, Persia, Grecia, Roma, Egipto…) y tuvieron relaciones incluso con Abisinia; 2) los hallazgos arqueológicos —ruinas, inscripciones epigráficas— en la misma Península, y 3) los datos históricos que se encuentran en textos árabes, posteriores al islam, y que con frecuencia no concuerdan con los dos primeros tipos de fuentes, aunque conserven, en el fondo, ciertos residuos de vericidad, como acostumbra a ocurrir con la mayoría de leyendas (ayyam al-arab o «jornadas de los árabes») que, con más o menos fortuna, fueron utilizadas por los cronistas, analistas o historiadores árabes de primera hora que, en todo caso, escribieron, como mínimo, unos dos siglos después de haber ocurrido los hechos que narraban. Si bien es cierto que la transmisión oral, generación tras generación, es mucho más fiel de lo que suponemos cuando se practica en medios que desconocen o utilizan poco la escritura (cf. pág. 112), incurre frecuentemente en errores y de aquí el nacimiento de las leyendas.
Los textos antiguos mencionan a los árabes como habitantes de la Península que aún hoy lleva su nombre y que queda bien delimitada, geográficamente, por tres de sus partes: al oeste el istmo del Sinaí y el mar Rojo, al sur el océano Índico y al este por el golfo de los Árabes que los iraníes y la cartografía occidental de hoy designan como el golfo Pérsico: esta discrepancia en la denominación de un mismo lugar geográfico muestra ya el choque de intereses políticos entre dos pueblos distintos, uno semita y el otro indoeuropeo, a lo largo de muchísimos siglos y que continúa aún hoy en día, a pesar de tener ambos la misma religión, el islam, aunque, eso sí, practicándolo según dos ritos distintos: el sunní y el xií. La frontera del norte es mucho más imprecisa, pero ha corrido casi siempre a lo largo del paralelo 30°; al sur de éste, pueblos del mundo clásico (Asiria, Babilonia, Egipto, Grecia, Roma, Persia) chocaron con fuerza con la masa amorfa de los árabes dispersos por la Badiyat al-Sam (la estepa de Siria).
Sobre un mapa contemporáneo, y siguiendo el orden anterior, las zonas costeras reciben el nombre de Hichaz (Hichaz = terreno rocoso) en las cuales se encuentran las ciudades de Medina y La Meca, la Tihama (zona de grandes calores), Asir y el Yemen (Yamán). Las costas de estas regiones cuyas aguas vierten en el mar Rojo han tenido frecuentes relaciones humanas y comerciales con las de los pueblos que viven enfrente: Egipto, Abisinia y Somalia; el Índico baña las playas del Yemen Democrático, cuyo puerto de Adén fue base de los navíos que hace mil o dos mil años recorrían la ruta de la India y las regiones de Hadramawt, Dhofar (Zufar), Omán (Umán), con el puerto de Muscat (Masqat); y, ya en el golfo Árabe (Pérsico), los puertos —hoy famosos por sus exportaciones petrolíferas— de Dubai (Dubayy), Abu Dhabi (Abu Zaby), Doha (al-Dawha, en Qatar); la isla de Bahrain (Bahrayn) y Kuwait (Kuwayt), que linda con Iraq; las costas de la actual Arabia Saudí, que baña el golfo Pérsico, reciben el nombre de al-Hassa (al-Hasa; en la Edad Media: Hachar, nombre de su capital). Más difícil de delimitar son las regiones del interior de Arabia: de norte a sur se encuentra la Badiyat al-Sam, al-Nafud (al-Nafud, o sea, terreno arenoso permeable por el que se infiltra y desaparece el agua) con el Jabal Shammar (Chabal Sammar), cuyo principal núcleo de población es Hail; el Nejd (Nachd; meseta, llanura, terreno elevado) con la capital Riyad, y, finalmente, el Rub al-Khali (Rub al-Jali) o «la cuarta parte vacía de Arabia», una de las zonas más inhóspitas de la Tierra, y a la que un estrecho brazo (irq), al-Dahna, une con al-Nafud.
Paralelamente, y cerca del mar Rojo, corre una cadena de montañas (al-Sarat) que alcanzan alturas de hasta tres mil metros y que encierran una serie de fértiles valles que ascienden de manera abrupta; en cambio, el descenso hacia el este es suave. Lo mismo ocurre con las montañas que bordean el océano Índico. Frecuentemente aparecen terrenos cubiertos por piedras negras y basalto (harra) que muestran el origen volcánico de los mismos, o bien amplias depresiones (chawf, chaww), barrancos (wadis) por donde corren las actuales, escasas y torrenciales lluvias estacionales (piénsese en lo que ocurre con las ramblas del Levante español, generalmente en otoño) y charcas (gawr) similares a las que en Castilla la Nueva se forman en período de lluvias y conservan «hibernada» su propia flora y fauna; si estos depósitos contienen sal reciben el nombre de sabja jawr y sus orillas el de satt. En estas zonas crecen plantas halófilas, es decir, vegetales capaces de vivir en tierras salobres y, si éstas faltan, mantenerse en tierras normales como flora residual, ya que no pueden competir con aquellas que son propias de tierras más húmedas (v.g. Salicornis) como la atocha, el esparto y el matorral de albardín (palabra que procede del árabe al-bardi, Lygeum spartum) que se adaptan bien a la estepa. Estas charcas contienen aguas salobres, que muchas veces beben los camellos pero no los hombres que, en cambio, se hidratan con la leche de aquéllos; cuando están secas, es decir, la mayor parte del año, presentan, al ser iluminadas por el sol, un aspecto brillante e inconfundible, como hoy puede comprobar cualquiera que sobrevuele esos lugares.
Según se acepte uno u otro límite septentrional de Arabia, este territorio ocupa alrededor de 2.500.000 km2, con una población de casi diez millones de habitantes que viven en un suelo que, en su mayor parte, es inhóspito, aunque no siempre lo fue. Efectivamente: en el cuaternario se dieron varios períodos fríos en que los hielos polares avanzaron hacia el ecuador disminuyendo la altura de las aguas oceánicas, al tiempo que la vegetación típica de los actuales climas húmedos alcanzaba hasta cerca del estrecho de Gibraltar; el mar Muerto elevaba el nivel de sus aguas y los actuales desiertos del Sáhara y el Rub al-Jali (250.000 km2), por ejemplo, eran cruzados por ríos perennes en tiempos relativamente cercanos a nosotros.
Esta zona «vacía» (jalí), que es donde tuvo que refugiarse Ibn Saud, el re-fundador de la actual dinastía saudita, a principios de este siglo, para escapar de sus enemigos, y en la que hoy apenas hay medios de subsistencia, fue hace unos milenios emporio de la vida, según indican los restos de hipopótamos, toros y ovejas que hoy pueden encontrarse, al igual que una gran industria lítica que prueba que el hombre vivió siglos y siglos en esa zona. Al iniciarse la sequía, quedaron en el interior del Rub al-Jali lagos residuales en torno a los cuales se agruparon algunos animales y hombres entre los años 100.000 y 5.000 antes de nuestra era, mientras que otros escaparon hacia el norte y dieron origen a la invasión del Creciente Fértil por la primera oleada de pueblos semitas. Aparecieron las arenas y los ergs (masas de dunas).
El hombre fue testigo de la glaciación llamada de Würm y de las oscilaciones o pulsaciones del clima que la siguieron, y tuvo que adaptarse. Hace unos diez mil años el clima era más frío y el límite de las nieves perpetuas que cubrían las montañas estaba unos 800 metros más bajo que el actual; cinco milenios después, cuando empieza aproximadamente el neolítico, la temperatura, más alta que la actual, había hecho retroceder las nieves perpetuas 400 metros, pero, hacia el 2400 a.C., un nuevo enfriamiento, ya en plena época histórica en el Próximo Oriente, frenó, aunque no paró, el deshielo progresivo y motivó la retirada de las lluvias y prados hacia los Polos, transformando las praderas en estepas y las estepas en desiertos. En el Próximo Oriente estos cambios desviaron ligeramente la dirección del monzón de verano que aún sopla —y lleva las lluvias— a la India y Umán, pero que antes penetraba de lleno y regularmente en el Rub al-Jali, en vez de hacerlo, como ahora, muy de tarde en tarde (v.g. tres semanas en julio de 1977) e impedir, dada la necesidad de agua de la tierra, la formación de lagunas o charcas. Pero el cambio fue más lento: aún dura y hace que el Sahara haya iniciado la invasión de Europa por Almería y que las aguas del puerto de Barcelona hayan ascendido algunos centímetros en lo que va de siglo. Por consiguiente, los habitantes de esas regiones pudieron emigrar hacia regiones vecinas o aclimatarse, hasta donde la naturaleza humana es capaz de hacerlo, a las nuevas circunstancias: para protegerse del polvo microscópico del desierto hombres y mujeres tuvieron que adoptar el velo que impidiera que aquél les penetrara por los ojos, la nariz y los oídos, y los largos recorridos de los pastores en busca de alimento para sus animales les facilitó el ser bígamos —de esta costumbre nació uno de los mejores géneros de la poesía árabe— o polígamos. Igualmente se acostumbraron a pasar muchas horas sin beber y por eso no es de extrañar que en los recientes secuestros de aviones en que las víctimas son a la vez occidentales y beduinos aquéllos padezcan los efectos de la deshidratación uno o dos días antes que éstos.
Es en este momento, en el tercer milenio a.C., cuando los árabes aparecen por primera vez mencionados en los textos escritos de los pueblos vecinos cuyas tierras ambicionaban para poder apacentar a sus animales o —algunos— para recuperar la condición de agricultores sedentarios que conocieron sus antepasados. Con un poco de imaginación puede creerse que es a ellos a quienes se refieren algunos textos sumerios, pero, en todo caso, no queda más remedio que admitir que los árabes propiamente dichos se encontraban ya en el primer milenio en las fronteras de Palestina, Siria y Mesopotamia, y que el desierto hacía difícil la comunicación por el interior de la Península de los estados ribereños del estrecho de Bab al-Mandab (Saba) o de las costas del Índico y que durante un milenio (¿del 500 a.C. al 500 d.C.?) continuaron existiendo gracias a grandes obras de irrigación y a su posición estratégica que les permitía dominar los caminos de los aromas y de las especias, y el mar desde Somalia hasta la India.
Sin embargo, gracias a los avances en la domesticación de animales, los árabes siguieron saliendo de la ratonera en que se estaba transformando el sur de la Península, cuya área de cultivo disminuía poco a poco y no bastaba para alimentar a toda su población. La primera innovación, y la más importante, fue la introducción del camello. Este animal, el de dos jorobas (Camelus bactrianus), parece haber sido domesticado en el Turán durante el tercer milenio a.C. y fue usado, a partir de entonces, como medio de transporte del cual se descabalgaba para entrar en combate. Sus pies, protegidos por una especie de almohadilla natural, le permiten andar por terrenos arenosos sin hundirse en ellos. Por la misma época recorrían el Próximo Oriente (excepto Arabia) y el norte de África manadas de dromedarios (dromedarium; camellos de una joroba) en estado salvaje. Un milenio más tarde se había conseguido domesticarlos y recibieron el nombre de chamal, en los dialectos semíticos del Norte, y de ibil en el Yemen. Ambas palabras han entrado a formar parte del léxico árabe corriente.
En el primer milenio a.C., y según testimonio de Estrabón (63 a.C.-19 d.C.), los nómadas vivían en el Hichaz, al lado de una serie de animales cuyo eco se encuentra en los nombres de algunas tribus de la época de Mahoma, e incluso en antropónimos de hoy en día. Tales, por ejemplo, las tribus de asad (león), qurays (tiburón), fahd (pantera), nimr (tigre), onagros, ciervos, gacelas, vacas, etc. Estos animales tuvieron que retirarse hacia el norte, donde los asirios —recuérdese el magnífico bajorrelieve de Asurbanipal en el que se da caza a una leona— y otros pueblos del Creciente Fértil los exterminaron. La suerte de sus congéneres de África les llevó a escapar, a unos hacia la selva tropical, donde aún sobreviven, y a otros hacia el norte. Aquí, los elefantes africanos fueron utilizados por Aníbal en sus campañas contra Roma y, poco a poco, tanto los elefantes como los demás animales de las praderas, fueron exterminados como en el Próximo Oriente: el hombre y el estrecho de Gibraltar fueron las vallas naturales que les impidieron escapar hacia el norte, como habían hecho, posiblemente, en el último período interglaciar conocido como Riss-Würmiense.
El dromedario tuvo suerte distinta: capaz de alimentarse en un país semidesértico (entre 200 y 300 mm de lluvias por año) a base de matorrales espinosos, salados y ácidos (hamd), y de plantas halófilas como la atocha (alfa), el esparto, el albardín, etc., que no admiten ni las cabras ni las ovejas, constituyeron el verdadero motor de la expansión árabe por tierra, a pesar de que los pozos se agotaran y los oasis estuvieran cada vez más separados entre sí. Estrabón (16, 4, 18) asegura que los debai de la Tihama viven de sus camellos; con ellos combaten; con ellos viajan y se alimentan de su leche y de su carne. Y, efectivamente, un dromedario, más resistente que su pariente bactriano, va, al paso, más deprisa que un caballo, puede recorrer 300 km en un día, llevar más de 200 kg de carga y beber, de una sola vez, hasta 130 litros de agua que le conceden —en caso necesario— una autonomía de 17 días de marcha con temperatura ambiente de 50 grados. Un animal de este tipo fue, pues, un verdadero «barco» de transporte y, si era necesario, montura de guerra, que se utilizaba, ya en el siglo III d.C., en gran número, en Egipto y la Cirenaica. Los árabes llegaron con ellos hasta orillas del Atlántico y, dado el número de animales que procedían de los oasis de Mahra, este nombre sirvió a los franceses, muchos siglos después, para llamar mehari a los soldados que los montaban.
El caballo (Equus caballus), por su parte, parece haber sido domesticado en la Transcaucasia en el segundo milenio a. C., y ya a principios del primer milenio, se registran ataques al Creciente Fértil en que se utiliza. Su introducción en Arabia debió de ser lenta pues, si el camello necesita una alimentación dulce (jul·la; de aquí que los árabes digan que «la jul·la es el pan del camello y el hamd son sus frutas y su carne») en cambio el caballo ha de comer y beber cada día (avena, heno, paja cortada) y su vitalidad es inferior a la de las ovejas y cabras, que sólo pueden pacer durante parte del año con vegetación muerta, propia de las regiones semiáridas (200-350 mm de lluvia), siempre y cuando puedan beber cada dos días.
A principios de nuestra era se encontraban caballos en el Nachd, y las tribus crearon reservas (himà) de pastos, a lo largo del Wadi al-Rumah, en los que pacían junto a los camellos, agresivos por naturaleza, los tímidos y asustadizos caballos. La leyenda asegura que todos los caballos árabes descienden de Zad al-Rakib, regalado por Salomón a la tribu de azd. En todo caso, las reservas se multiplicaron y en ellas se alimentaron tanto caballos como camellos. Fueron célebres las de Dariyya, las de al-Baqi (cerca de Medina), las de Rabada, etc. que, originariamente, eran propiedad privada de la tribu que señoreaba sus tierras. Entre éstas se encontraban los gatafán, los taglibíes, los absíes, los anazíes que desde Nufud emigraron hacia Siria y, ya en el limes (frontera de la Badiyat al-Sam), los gassaníes —que vendían los caballos a Bizancio— y los lajmíes, que los recibían de Persia.
Al principio, los beduinos cabalgaban a pelo, pero, poco a poco, protegieron los cascos con cuero y más tarde con fundas de hierro, e introdujeron la silla, el bocado y el freno. Por otra parte, el estribo, utilizado en China desde el siglo II d.C., lo llevaban ya los arreos utilizados por los caballeros del limes —aunque fueran de madera— en el siglo V y sólo en el 79/699 Abu Sufra, gobernador de la Chazira, los hizo forjar en hierro.
La utilización conjunta del camello (transporte) y del caballo (arma de ataque) está atestiguada a partir del siglo IV d.C. —y hasta principios del XX en que aún lo empleaba Abd al-Aziz al-Saud (1320/1902-1372/1953)— y permitió hacer cada vez más incisivas y decisorias las algazúas (gazwa) de los beduinos: los primeros transportaban el agua y el pienso que los segundos necesitaban diariamente, y los jinetes utilizaban a éstos en el momento del ataque decisivo.
En el momento de la unificación de la Península por Mahoma, las himas o reservas pasaron a ser dominio del islam, y cualquier ataque de los beduinos contra las mismas se consideró como pecado (haram), puesto que sólo Dios y su Enviado podían dar seguro (himà) a las personas, animales y cosas. En cierto modo el islam político, que en los primeros años de su existencia andaba escaso de estos animales, procedía, en el momento del triunfo, a nacionalizar las cabañas y a prohibir la exportación de sus animales en virtud de la revelación que recibió el Profeta antes de la campaña de Uhud (8, 62/60 = 107): Preparad contra ellos [los coraixíes] la fuerza y los caballos enjaezados que podáis… y, en el momento de la ocupación de La Meca, los banu sulaym tuvieron que entregarle ochocientos caballos.
Los algazúas de las tribus preislámicas y las guerras del Profeta muestran que la cooperación entre caballeros y camelleros fue frecuente, y que la derrota de las fuerzas castellanas de Alfonso VI en la batalla de Sagrajas/Zalaca se debe exclusivamente a que los caballos de la Meseta vieron, por primera vez, a los agresivos camellos (detalle éste al mismo tiempo cierto e incierto, pues un siglo antes Almanzor ya los había utilizado) y a la falta de costumbre de enfrentarse con ellos. El lector que ame los animales sabe que el gato y el perro son amigos (y no lo contrario) cuando se les cría juntos. En todo caso, estos animales, que aparecieron en gran número ante los ojos europeos, permiten fijar la fecha post quem de la Chanson de Roland, que los menciona reiteradas veces (versos 31, 129, 184, 645, 847…).
El desarrollo de la trashumancia trajo consigo ciertas modificaciones sociales como que el sayyid (señor) de la tribu se transformase en jeque sayj, cuyo cargo pasó a considerarse como vinculado al clan más importante, pero sin reglas estrictas que regulasen la sucesión, lo cual llevó con frecuencia a enfrentamientos entre parientes próximos y a crear una «ciencia» de las genealogías que se utilizaba para justificar los mejores derechos de determinados candidatos al mando. Muchas veces los árboles genealógicos así constituidos fueron pura ficción.
El armamento de la época (espadas, lanzas, arcos, flechas…) no era complicado ni difícil de fabricar, y de aquí que los beduinos pudieran disponer de él, enfrentarse en igualdad de condiciones con sus vecinos del limes y, practicando la táctica del tornafuye (al-karr wa-l-farra), perderse de nuevo en el desierto —donde los ejércitos regulares no se atrevían a entrar— con el botín conseguido. Las armas de tipo pesado sólo aparecerán de modo esporádico antes de la expansión del islam.
Los árabes montados a caballo fueron malos arqueros y como el terreno por el que se movían no era apto para el manejo de carros de guerra, cuya utilización en masa habían descubierto los asirios en el siglo VIII a.C. (fue estudiada por los estrategas alemanes para preparar la Blitzkrieg de los años 1939-41), tuvieron que ceñirse en sus algazúas al combate singular entre caballeros, si es que los arqueros, debidamente protegidos por el terreno, eran desbordados por aquéllos, como ocurrió en la batalla de Uhud.
La migración de los árabes a partir de las tierras del sur se realizó en todas direcciones. La palabra markab significa, indistintamente, animal de carga y barco. Los primeros se utilizaron en la marcha hacia el norte, siguiendo los valles de los antiguos ríos cuyas escasas aguas corrían bajo tierra, cada vez más profundas, y a las que intentaron llegar con pozos (bir), algunos de ellos con agua tan salobre (jawr) que sólo era apta para los camellos; pero, una vez transformada por éstos en leche, los hombres podían saciar su sed; a veces emplearon canales subterráneos (falach) con pozos de aireación, de procedencia mesopotámica, que se difundieron por el mundo antiguo en época romana y que recibieron distintos nombres, según los países, como qanats, foggaras jattaras, minas, viajes, matrices: este último nombre dio origen al actual de Madrid. También se abrieron cisternas (hawd) de grandes bocas para recoger el agua de las lluvias torrenciales (hasta 150 mm/año) que, si caían, con frecuencia lo hacían de una vez transformando los terrenos afectados, ramblas (ramla), en verdaderos prados por pocas semanas. Estos oasis o puntos de agua, en especial los últimos, podían desaparecer con los temporales de arena y tener que ser buscados de nuevo, bien en el mismo emplazamiento, bien en sus alrededores, empleándose para ello rabadanes —incluso ciegos— especialmente dotados para percibir la humedad. Sin embargo, a grandes rasgos, las rutas de los caminos registrados en los textos clásicos se han mantenido hasta la época islámica.
Varios caminos reales (darb) cruzaban la Península: 1) el que remontaba desde Adén hacia el Norte por Timna, Marib, Main (Qarnawu), Nachran (Nagarana), Tabala (Thumala), La Meca (Macoraba), Yatrib (Medina, Iathrippa), Madain Salih (Egra), Tabuk y Petra desde donde bifurcaba hacia Gaza o bien hacia Damasco pasando por Bosra. Era la ruta principal de los aromas y las especias cultivadas en el sur de Arabia y sólo perdió importancia al iniciar los egipcios sus grandes navegaciones por el mar Rojo en época de los tolomeos (siglos III-IV a.C.). Dadas las ofrendas que los Reyes Magos hicieron al Niño Jesús (oro, incienso y mirra) (cf. Mateo 2, 11 y Corán 22, 17/17 = 52) cabría pensar si éstos procedían de Saba, en Arabia, o bien, como otras tradiciones quieren, del Kasán persa; 2) Otro camino real, el darb Petra, se prolongaba desde Damasco hacia Mesopotamia bordeando por el norte la Badiyat al-Sam pasando por Seleucia, Babilonia y desembocando en el mar en Kuwayt (Coromanis). Un par de caminos permitían cruzar el Nachd y otro bordear el Rub al-Jali.
Los barcos que surcaban el océano Índico salían de varios puertos: Adén (Arabia emporium de Tolomeo), que estaba construido sobre el cono de un volcán extinguido (Urr Adán), unido con la Península por una lengua de tierra sólo utilizable durante las horas de marea baja. Para evitar el aislamiento, los persas construyeron un puente, al-Maksir, y éstos, o bien los sabeos, abrieron cincuenta pozos capaces de embalsar dos millones de litros de agua. La tradición atribuye la fundación de la ciudad a Saddad b. Ad y sostiene que en la misma está enterrado Caín y que a este territorio se refiere el Corán 22, 44/45 = 52 (¡Cuántos pozos abandonados!) y a la ciudad de los ad, Iram, la de las columnas (89, 6/6 = 6). También se cree que encontraron refugio en la ciudad los qumr y, en todo caso, parece ser que en la misma vivieron cristianos desde el siglo II d.C.
Siguiendo la costa en dirección este se encontraban los puertos de Hisn al-Gurab, a cuatro kilómetros del actual Bir Alí (Qana, Cane emporium de Tolomeo), donde recalaban las naves que enlazaban Egipto con la India; de Mascate (Muscat, Cryptus Portus) y, ya en el golfo Pérsico, el de la antigua Dilmún sumeria que tal vez se corresponda con el actual Bahrayn.
Durante los tres últimos milenios en que nos consta una cierta actividad marítima por parte de los árabes —la frase que en sentido contrario se atribuye al califa Umar b. al-Jattab se ha sacado frecuentemente de contexto— éstos no zarparon única y exclusivamente de los puertos que hemos mencionado y que tuvieron sus altibajos. Puertos como Qisn (Tritus portus), Raisut, Salala (Dianæ oraculum), contribuyeron a la población de la isla de Socotora (Dioscuridu, Soqotra); sus gentes se deslizaron por las costas del este de África alcanzando, en época temprana, Kilwa, en la actual Kenia, y que era rica en oro. En esta zona debieron coincidir con los javaneses quienes, con un tipo de embarcaciones muy distintas a las del antiguo continente y más propias de los polinesios, estaban empezando a poblar Madagascar, las Comores (Qumr) y que alcanzaron, incidentalmente, Adén.
Las flotas del sur de Arabia compitieron con las persas —basadas en Siraf— en el comercio con la India o China. Antes del islam, sus naves llegaban a Daybul, cerca de la desembocadura del Indo, a las costas de Malabar y hasta Palembang (Sumatra) que, en el 55/674, estaba gobernada por un árabe; y algo más tarde (140/758), atacaron la misma Cantón. Por otra parte, el hallazgo de monedas chinas en el golfo Pérsico, y árabes de Kilwa en alguna zona de Australia, prueba la amplitud del tráfico comercial de hace dos milenios sobre aguas del Índico, gracias al correcto conocimiento de los monzones (del árabe mawsin, vientos de temporada; vientos etesios de los textos clásicos) que los pueblos de las costas de aquel océano conocieron bastante antes que los del mundo clásico.
Si se dejaron arrastrar por los monzones en alta mar, cabe suponer que disponían de algún sistema para fijar aproximadamente el rumbo. Tal sería el caso si las estrellas Canope (Suhayl), Sirio, Régulo (Qalb al-Asad) y Al-debarán hubieran sido adoradas como dioses por algunas tribus. Los lugares del orto y del ocaso de las mismas habrían servido para orientar a los pilotos en las vecindades del Ecuador. Pero esta suposición, que reposa en textos tardíos, debería ser comprobada, a pesar de que apunten en este sentido algunos antiguos tratados de cosmografía (achaib) del Índico (III/IX).
Los testimonios escritos más antiguos que nos hablan de los árabes son externos a éstos y designan a los beduinos que viven al norte del Rub al-Jali, citándolos siempre en plural o como un colectivo (arab) y habitantes de tiendas (jayma). Los comentaristas de textos poéticos árabes preislámicos, si es que han conservado bien la tradición, permitirían fijar hacia el siglo II d.C. la formación de grupos militares que recibirían el nombre de jamis y jums. La etimología de estas palabras, emparentadas con el número cinco, sería el origen no sólo de nombres específicos de cuerpos de tropas a lomo de dromedario, sino también de un sistema de reparto de botín, el quinto, y que bajo la forma banu al-ajmas («hijos del quinto») ha hecho correr bastante tinta entre los historiadores españoles.
En cambio, los árabes de orillas del Índico y del sur del mar Rojo, los sabeos, mahríes, katabanios, hadramawtíes, umaníes, etc., o vivían sedentarizados en valles bien irrigados o bien —y algunos de ellos han llegado casi hasta nuestros días— en abrigos rocosos o cuevas naturales; adoraban betilos y tenían lugares sagrados. Jamás se designaron a sí mismos como árabes.
La vida de los primeros presenta hitos cronológicos más seguros que la de los segundos: Salmanasar III combate a Gindibu rey de Aribi (854 a.C.), que tiene un ejército de mil camellos. Los dominios de éste se encontrarían entre Palmira (Tadmur), el wadi Sirhan, y tendría como base el oasis de Dumat al-Chandal en Dumaytha, en el Chawf. Posiblemente, a esas tribus se refería Jeremías (25, 24) «los reyes de Arabia y todos los árabes que viven en el desierto»; en el año 732 a.C. la reina Samsi de Aribi reúne una coalición contra Tiglat Pileser III en que entran el rey de Damasco, las gentes de los oasis de Tayma (Thaema), al-Ula (Dedán) y Saba (?). Más adelante, Nabucodonosor (Bujtnasar, c. 550) marchó sobre los palmerales de Medina (Yatrib), construyó un templo dedicado al dios Luna representado por el creciente (¿origen de la enseña en forma de media luna característica del islam, hilal?) y un palacio en el oasis de Tayma. El Corán (21,11/-11 = 88 y ss.) parece aludir a este hecho.
En esta zona del valle de al-Ula, en Madain Salih y Jurayba (Dedán), se han encontrado inscripciones en lihyani —lengua emparentada con el árabe— con alfabeto sudsemítico (siglo II a.C.). A sus autores la tradición islámica los confunde con los tamud (Dios les habría enviado como profeta a Salé, Corán 7, 71/73 = 91 y ss., y habrían vivido cerca del actual Madain Salih, donde Dios habría ordenado a Abraham que abandonara a Agar e Ismael). Los nabateos de al-Hichr (Egra) ayudaron a Tito con mil caballos y cinco mil soldados en su ataque a Jesuralén (67 d.C.), infiltrándose poco a poco en el Hawran (territorio entre Siria y Jordania; en la correspondencia de Tell-Amarna y en el Deuteronomio se llamaba basan); textos árabes los consideran restos de los churhum. En todo caso, el nombre de lihyán pervivió hasta el islam y sus genealogistas los consideraron como árabes del norte, fracción de los hudaylíes y enemigos del Profeta (yawm al-Rachi; año 4/625). En esta zona se superponen varios pueblos y tribus cuyo eco llegó hasta los logógrafos árabes; así, por ejemplo, los mineos (no confundir con los mineos de Qarnawu) cuyo comercio se extendió desde Fayyum a Delos.
Los pueblos del sur de Arabia tienen una gran historia atestiguada por múltiples inscripciones halladas in situ y por las leyendas recogidas muy pronto por los pueblos «civilizados» del norte, con los que comerciaban por tierra y por mar, y a los cuales facilitaban aromas y especias, bien producidas por ellos, bien importadas desde la India o el África Oriental. Dominarlos fue una ambición perseguida por los persas y de aquí el doble nombre (árabe/iraní) de muchos topónimos de las costas del Índico, como ocurre en la Europa actual (Bratislava/Pressburgo, Lovaina/Leeuven, etc.). Los persas consiguieron alguna vez sus propósitos, pero el dominio aqueménida o sasánida fue de corta duración. Los romanos, que también lo intentaron, no tuvieron mayor éxito.
La cronología absoluta puede oscilar, para los acontecimientos más antiguos, hasta en dos siglos (el VIII o el VI a.C.) y, dada la similitud que existe entre las lenguas semíticas, a veces es difícil establecer la filiación de determinados vocablos que se prestan, sobre todo si se trata de topónimos, a confusiones (piénsese en los nombres españoles formados con las palabras de Medina, Aldea, etc. que hay que determinar con el locativo correspondiente, o en los árabes Kilwa). Teóricamente y por ejemplo la reina de Saba, que visitó a Salomón y de la cual queda eco en el Corán (27, 15/15-45/44 = 75), debería proceder del Yemen, pero en esa época hay una tribu de saba que corre por el norte de Arabia.
En todo el sur de la Península se realizaron grandes obras de regadío y entre éstas destaca el dique de Marib, en Saba, que sólo fue definitivamente destruido en el 575 d.C., y durante cerca de mil años, y tras varias reformas, aseguró la riqueza agrícola de la comarca. Varios caminos cruzaban la zona y era importante el que desde el puerto de Qana atravesaba la cordillera costera hasta Sabwa y seguía, bifurcándose en Atam, hacia Main (Qrnw) y Marib. Los sedentarios saba parece que tuvieron como auxiliares beduinos, desde el siglo III a.C., a la tribu de kinda, la cual se desplazó, a lo largo de los años, hacia el norte, para hacer realidad el proverbio árabe «el Yemen es la cuna de los árabes y el Iraq, su tumba». Otras de estas tribus fueron la de sabwa, sibán y tarim; estas dos últimas, sobre el wadi Hadramawt, son los núcleos más antiguos y principales del país llamado por los autores clásicos Chatramotitai. Al este estaba el reino de Mahra y en esa zona, además de cultivarse los sahumerios, se encontraban yacimientos de sal. Esos pueblos del sur, es decir, los saba, mineos, hadramawtíes, mahríes y qatabaníes hablaban una lengua distinta del árabe que ha sobrevivido en algunas regiones prácticamente hasta nuestros días, y varias de ellas convivieron sobre un mismo territorio, puesto que las inscripciones de unas se sobreponen a las de otras.
Este hecho puede comprenderse sin dificultad. Si dentro de dos mil años, ocurriera una catástrofe mundial que destruyera toda nuestra documentación histórica y sólo sobreviviera la epigráfica, el historiador de ese futurible tendría que explicar por qué en Cataluña, Euskadi y Galicia, e incluso Madrid, se encontraban inscripciones, en el mismo lugar, en dos o tres o cuatro lenguas (castellano, catalán, vasco y latín). Si a esto añadimos que esas inscripciones no tendrían una era en común —como ocurre con la gran masa de inscripciones sudarábigas que se refieren a un año de gobierno de un rey o de un emperador-sacerdote (mukarrib), o a determinados epónimos cuya sucesión no se puede asegurar—, podría llegarse a la conclusión de que al «Año de la Victoria» (1939) le siguió el año de las nieves (para Barcelona, 1962) y a éste el segundo año triunfal (1937). Por tanto, y a pesar de haberse fechado algunos acontecimientos por la era sabea que se inició en el 115 a.C., los datos que siguen, salvo que lleven una fecha de nuestra cronología absoluta actual, habría que considerarlos como acaecidos entre el siglo V a.C. y el V d.C.
Los qatabán fueron sedentarios; los citan las fuentes clásicas pero no las árabes; ocuparon fundamentalmente el territorio comprendido entre el Wadi Bayhán y el Wadi Harib (¿Caripeta de Plinio?), lugar hasta el que parece haber llegado la expedición romana de Elio Galo (24 a.C.) antes de su fracaso. En ciertos momentos llegaron a controlar políticamente Adén y, con ello, el tráfico de mercancías entre la India y Egipto; en consecuencia, sufrieron la influencia, directa o indirecta, de Grecia, como se refleja en su arte y en su moneda, imitación de la ateniense del siglo III a.C. Además, se han encontrado leones de bronce de tipo helenístico y loza romana aretina. Políticamente constituyeron una confederación de pueblos (sab) cuyo jefe era el mukarrib, que siempre era rey; el caso inverso, en cambio, no es cierto. El régimen de aguas conducidas por acueductos hacía fértiles sus tierras y era responsabilidad de todos los sab.
Finalmente, y a partir del siglo III d.C., a lo largo de la costa del Índico, a caballo de los actuales estados del Yemen Democrático y Umán, se encontraban los mahra a los que la leyenda árabe hace descendientes de los ad que escaparon del castigo divino (26, 123/133-140/140 = 78, etc.), se instalaron en el Zufar y emigraron a la isla de Socotora. Al pie de una de sus montañas se cree que está la tumba del profeta Hud. En todo caso, hay que reconocer que este pueblo debió de tener grandes marinos puesto que el piloto de Vasco de Gama —cantado por Camões en Os Lusíadas—, Ibn Machid al-Mahrí, llevaba, como otros navegantes, su gentilicio.
Cuatro de los cinco pueblos que acabamos de enumerar eran conocidos en el mundo helenístico, ya que Teofrasto (c. 372-287 a.C.), en su Historia Plantarum (9, 4, 2), los cita a todos excepto a los mineos y nos dice que el incienso se recogía en Saba, la mirra en Hadramawt, la casia en Qatabán y la canela en Mamali (Mahra).
Hacia mediados del siglo III d.C. las fechas empiezan a precisarse. Una tribu habasat (¡cuidado!, las consonantes son las mismas con que los árabes designan a los abisinios y es también el nombre de unas montañas situadas al noreste del Yemen Democrático) se mueve en los alrededores del mundo sabeo. Poco después (328 d.C.) se redacta la inscripción de Namara, que pasa por ser la primera escrita en árabe. Entre otras cosas, afirma: Aquí está la tumba de lmru-l-Qays b. Amr [de la tribu de lajm], rey de todos los árabes (en plural) quien… venció hasta el sitio de Nachrán, capital de Sammar. Por consiguiente, el personaje en cuestión era un rey de beduinos nómadas que tenía que vérselas con los saba y otros sedentarios cuya cronología absoluta puede establecerse en algún caso. Así, la del rey sammar [Samir] Yuharis (305-315 d.C.) o la de Abikarib Asad, quien, a principios del siglo V, se titulaba «rey de Saba, de Du Raydán, Hadramawt, Yamnat y de los árabes (en plural) de las tierras altas (Arabia Central) y de Tihama (Hichaz y Asir)».
Pero inmediatamente, y junto al aumento de la sequía, ocurre la destrucción de acueductos, cisternas y diques, en especial de Marib, que aseguraban la vida agrícola de los reinos sudarábigos, a los cuales llegan las luchas entre romanos o bizantinos contra los persas; la intervención de los primeros a través de Abisinia y la de los segundos, directamente, en los reinos antes citados. La utilización de Arabia y sus oasis como refugio por los judíos y cristianos disconformes con la presión económica o religiosa de los estados del limes, contribuyen a poner fin a la Arabia Feliz de los clásicos. Así, el rey del Yemen Madikarib Chafur marchó (522) contra Mundir III de Hira, pero la crisis económica le obligó a abdicar en Yusuf Asar o Du Nuwás, judío. Éste, con la ayuda de la tribu de hamdán, persiguió a los cristianos de Nachrán, y a ello parece aludir el Corán (85, 4/4-7/7 = 34), en el año 523; los cristianos reaccionaron con la expedición de castigo abisinia del 525 y la intervención, cada vez más decidida, de los africanos en el sur de Arabia. Al fin, se hizo cargo del poder Abraha, procedente de Adulis, quien adoptó el mismo título real que Abikarib. Posiblemente era nestoriano, pues una de sus inscripciones empieza «Por el favor y la misericordia de Dios y de su Mesías y del Espíritu Santo» (rh qds, cf. pág. 89), lo cual le enfrentaba con la cancillería abisinia, monofisita, que empleaba la fórmula En nombre de Dios y de su hijo el Cristo victorioso y el Espíritu Santo (nfs qds).
Abraha atacó la Arabia del norte y, según la tradición, los hamdán le apoyaron en la campaña. En todo caso, se le atribuye, a él o a un homónimo, la marcha sobre La Meca, a lomos de un elefante, que habría sido detenida, por voluntad divina (Corán, azora 105 = 24), el año del nacimiento del Profeta Mahoma (570). El resultado de sus maniobras fue, históricamente, la intervención militar de la Persia sasánida cuyo general, Wahriz (esta palabra también es el título de un cargo), ocupó el Yemen (570). Tal era la situación en Arabia —según las fuentes históricas no musulmanas— en el momento en que iba a nacer el islam.