Entre la cruz y la espada
A los 24 años de edad, el joven Antoine-François Prévost d’Exiles ya tenía una historia digna de que alguien la convirtiera en novela: libertino, apasionado por las mujeres, inconstante, inestable e imprudente como el protagonista de su obra más famosa, había ingresado dos veces al ejército y otras dos a la Compañía de Jesús, de la cual había sido expulsado.
Ciertamente, este prolífico escritor francés, que a pesar de haber escrito mucho es conocido casi exclusivamente por su obra maestra Manon Lescaut, fue él mismo un personaje romántico. Había nacido el primero de abril de 1697, cuando el espectro tricéfalo del liberalismo, el utilitarismo y el sentido común ya era dueño de Europa. Y para 1721 sus fracasos en el ejército y con los jesuitas, que después de todo mucho tenían en común, lo llevaron a alistarse como monje benedictino. Cuatro años más tarde se ordenaría sacerdote. Y sólo dos años después sus propios escándalos lo obligarían a huir a Inglaterra. Pero no piense el lector que Prévost era uno de esos curas hipócritas y corruptos que ya en esa época trabajaban incansablemente por el desprestigio de la Iglesia. No. En esa época —y el propio autor lo documenta así en Manon Lescaut— eran las dos vías que podía escoger un joven de buena familia: la cruz o la espada. Prévost se debatió entre ambas, sintiendo que no estaba hecho para ninguna de las dos. Y en efecto, su carácter impetuoso mal se acomodó a la sotana y peor al traje de mosquetero. Era un hombre de acción, de aventura, que vivía luchando consigo mismo y, gracias a este conflicto, tuvo una visión moral de la naturaleza humana que lo pondría muy por encima de los románticos inmediatamente posteriores, como Sainte-Beuve, Chateaubriand y George Sand. De estos novelistas, Gustave Flaubert diría «su problema es que no conocen la diferencia entre el bien y el mal». Prévost sí la conocía y demasiado bien. Esta diferencia había sido la causa del tremendo combate que libraban los impulsos de sus sentidos y su deseo de redención. Y esta diferencia hizo que Manon Lescaut fuera mucho más que una novela sentimental y le ganó el respeto de novelistas posteriores, más importantes que Sainte-Beuve y sus amigos.
Ya en Inglaterra, Prévost trabajó como tutor durante dos años, al cabo de los cuales una de sus muchas y sonadas aventuras sexuales lo obligó a huir nuevamente, esta vez a Holanda. Allá se enamoró de Lenki, mujer caprichosa y dominadora que bien pudo haber sido su modelo para la construcción del personaje Manon. Y ciertamente, las veleidades de esta mujer acabaron arruinándolo; Prévost se llenó de deudas en poco tiempo y tuvo que regresar a Inglaterra para escapar de los cobradores. Luego, en Londres, fue encarcelado por falsificar un documento. Finalmente, volvió en secreto a Francia y acabó reconciliándose con la iglesia católica, aunque es muy probable que, durante su exilio, hubiera sido protestante o jansenista. Esta última doctrina, fundamental para comprender cabalmente el sentido moral de Manon Lescaut, estaba de moda en esa época en aquella parte de Europa. Adelante hablaremos de ella.
Antoine-François Prévost d’Exiles murió en Chantilly el 25 de noviembre de 1763, poco antes de que la Revolución cambiara para siempre el mundo del que Manon Lescaut da cuenta. Atrás dejó numerosos admiradores y una obra que ejercería perdurable influencia en la literatura y en la ópera.
La doctrina de la Gracia
«Fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos; época de sabiduría y de locuras, de fe y de incredulidad; fue la estación de la Luz, fue la estación de la oscuridad; primavera de la esperanza, invierno de desesperación; lo teníamos todo ante nosotros y no teníamos nada; íbamos derechos al Cielo y marchábamos en sentido contrario.» Así describió Charles Dickens el siglo XVIII en Francia, en el magistral inicio de su novela histórica Historia de dos ciudades.
Ciertamente, la época que le tocó vivir al abate Prévost fue de claroscuros, de grandes y radicales polarizaciones. Las diferencias entre los ricos y los pobres eran más grandes de lo que nunca lo fueron antes; la Reforma y la Contrarreforma habían dejado una secuela de enfrentamientos religiosos; había crisis de la fe, pero también había un renacimiento de la mística; se creía y se dudaba: era una época de santos y de libertinos.
En Francia, «la primera hija de la Iglesia», fue donde con más fuerza dramática, desde el siglo XVII hasta el XVIII, se sintieron los efectos de estos contrastes. De ellos nació primero el galicanismo, un movimiento eclesiástico nacionalista que buscaba una reforma de la Iglesia francesa, encaminada a lograr su autonomía con respecto al papa. Probablemente con la iniciativa de Luis XIV, el Rey Sol, el galicanismo se extendió por diversos territorios ganando fuerza. El monarca sabía que la autonomía de la Iglesia con respecto a Roma significaría su sujeción a la corona, y trató de que así fuera. Roma resistió. Tres lustros antes del nacimiento de Prévost, en 1697, se sentaron las bases del ambiente religioso que le tocaría respirar al abate: un cónclave de obispos se reunió en París y decidió adoptar los Cuatro Artículos Galicanos esbozados por Jacques-Bénigne Bossuet, el famoso obispo historiador. Estos artículos apuntaban a una mayor independencia de la iglesia francesa con respecto al papa, sin llegar a plantear una ruptura y, aunque en principio parecieron cismáticos, finalmente lograron su objetivo.
La situación puede damos mucha idea del grado de secularización que había alcanzado la vida eclesiástica. Para entrar a una orden religiosa en esa época, y tener en ella una carrera exitosa, no se necesitaba ser un hombre espiritual sino un político hábil. No eran las enseñanzas de Jesús, sino las de Maquiavelo las que debían guiar a todo hombre de fe que aspirase a tener parte en el engrandecimiento del reino de Dios en la tierra.
En semejante contexto, no es de extrañarse que las controversias al interior del catolicismo francés fueran mucho más allá de los problemas administrativos y políticos. Había que volver a las fuentes de la fe, encontrar la verdadera fe, la que no tenía nada que ver con las manipulaciones de reyes y papas, y esto exigía transformar las creencias. Así surgió el jansenismo, la doctrina que tan hondamente seduciría la sensibilidad del abate Prévost, al grado que podríamos definir Manon Lescaut como la gran novela jansenista.
En 1640, se había publicado póstumamente la obra Augustinus del teólogo holandés Cornelius Jansen, una defensa de la teología de san Agustín como opuesta a las tendencias entonces dominantes dentro de la iglesia católica. De manera especial, el libro estaba dirigido contra las enseñanzas de los jesuitas. Jansen consideraba que, al combatir las doctrinas de Lutero, la Contrarreforma había caído en el extremo opuesto, apartándose así de la verdad y cayendo en la herejía de los pelagianos, que san Agustín había combatido en el siglo V. Se refería al énfasis jesuita en la responsabilidad individual a costa de la iniciativa divina. Jansen prefería apegarse a la doctrina agustiniana del pecado original, de acuerdo con la cual el hombre no es capaz de apartarse del vicio por su propio esfuerzo, sin el don de la Gracia.
Teológicamente, el jansenismo defendía la convicción de que la doctrina oficial de la iglesia católica romana era agustiniana en su forma pero no en su contenido. Y desde el punto de vista moral, alimentaba la sospecha de muchos devotos católicos, en el sentido de que las prácticas de la Iglesia no estaban de acuerdo con el llamado del Evangelio a una vida de santidad.
El jansenismo fue especialmente popular en Francia, donde algunos personajes célebres, entre ellos el filósofo Blaise Pascal, se convirtieron en sus adeptos. Por supuesto, el papado contratacó en dos ocasiones: una en 1653, cuando el papa Inocencio X lanzó su bula Cum Occasione, y la otra en 1713, con la constitución Unigenitus promulgada por Clemente XI. A pesar de estas presiones, el jansenismo tuvo un efecto hondo y duradero gracias al cual, ya en los siglos XIX y XX, contribuyó a un renacimiento evangélico, no sólo en Francia, sino en la iglesia católica en general.
En 1731, año en que apareció publicada Manon Lescaut, los fenómenos que acabamos de relatar, junto con la crisis económica que trajera la regencia de Felipe de Orléans, habían dado lugar a un ambiente generalizado de orgía y depravación. En efecto, como una reacción natural al rigorismo de los últimos años del reinado de Luis XIV, la aristocracia y la burguesía acomodada se volcaron en la ópera, los teatros, los salones, los cafés y las casas de juego, que en esa época se pusieron de moda. Como observa el estudioso Francisco Lafarga: «La corrupción de costumbres es general; el adulterio, el amancebamiento, la prostitución son moneda corriente. Ni siquiera el clero queda al margen».
Por ser un retrato fiel de esta sociedad, Manon Lescaut podría leerse como un cuadro de costumbres, si no fuera mucho más que eso: una historia de pasión invencible, un documento fundamental para la historia de las ideas sobre el amor en Occidente.
La literatura en la época de Manon Lescaut
Hay que recordar que, originalmente, el abate Prévost no publicó Manon Lescaut como una novela, sino como el último de los siete tomos de sus Memorias de un hombre de calidad; es decir, como una «historia». Semejante reticencia ante la noción de «novela» debe entenderse a la luz de la evolución misma del género, que todavía en 1731 daba la idea de una sarta de aventuras fantasiosas y personajes extraños. Nadie que quisiera dar una enseñanza moral pensaba en escribir una novela como vehículo. Lejos de eso, la realidad registrada por una obra escrita debía tener un título que funcionara como garantía de verdad: «historia», «memoria», «crónica». Género poco serio, reservado a la invención ociosa, la novela no comenzaba aún el espectacular desarrollo que alcanzaría un siglo después.
Se ha dicho que el surgimiento de la novela moderna comenzó en Inglaterra, con Daniel Defoe, Samuel Richardson y Henry Fielding. Es posible que así sea, pero Manon Lescaut logró integrarse perfectamente en este fenómeno literario y extender su influencia hasta una época en que los escritores ingleses mencionados habían pasado de moda por no ser afines al espíritu romántico. En 1722, nueve años antes de que fuera publicada Manon Lescaut, había aparecido en Inglaterra la novela Moll Flanders, de Daniel Defoe, obra muy cercana a la de Prévost y que sin duda debió ser leída por éste, durante el tiempo que pasó en Inglaterra. En efecto, Moll Flanders cuenta la historia de una mujer amoral que, explotando a los hombres, logra hacerse de dinero y lujos. Se parecería a Manon si no le faltara esa cualidad que hizo a la heroína francesa más atractiva para los románticos que la inglesa: el enamoramiento.
Más tarde, en 1740, apareció Pamela, de Samuel Richardson, novela considerada por la iglesia protestante como apropiada para la educación del corazón, y luego, en 1751, el abate Prévost tradujo al francés otra obra del mismo autor, Clarissa Harlowe. Tanto estas dos como Moll Flanders y Tom Jones, de Henry Fielding, se consideran obras fundacionales en la historia de la literatura inglesa, de la cual Prévost era gran lector y traductor.
Sin embargo, es preciso tener en mente que Manon Lescaut es una novela psicológica y que este género no nació en Inglaterra, sino en Francia, muchos años antes de que fueran escritas las obras de Defoe, Richardson y Fielding. En 1678, Madame de La Fayette publicó La princesa de Clèves, obra en la que, por primera vez, el gran tema de la novela era la representación de los procesos de una conciencia individual. El viaje de la literatura francesa a través de los misterios de la mente y del corazón humanos, que la llevaría hasta Madame Bovary y En busca del tiempo perdido, había comenzado. En efecto, aunque de momento Prévost llegó a parecer demasiado cercano a la literatura inglesa de sus contemporáneos, sus deudas con los escritores franceses son también muy visibles.
Manon Lescaut presenta una extraordinaria combinación de romanticismo sentimental y realismo sórdido que nos conduce a escritores franceses anteriores a su autor. En 1713, Robert Challes publicó Franceses ilustres, obra que anticipa el realismo de Stendhal. Luego, entre 1715 y 1735, Alain-René Lesage publicó su célebre novela picaresca Las aventuras de Gil Blas de Santillana. Aquí hay que recordar que Manon Lescaut es en cierta medida una novela picaresca: es una historia de lucha por la supervivencia en el mundo de la propiedad privada y el dinero, y la serie de anécdotas que se va ligando paralelamente con la vicisitud amorosa tiene mucho en común con las de los héroes picarescos: robos, estafas, evasiones, disfraces… Por otra parte, entre 1731 y 1741, Marivaux publicó dos novelas que representaron un gran avance en las técnicas narrativas de su época: La vida de Mariana y El campesino afortunado. En ambas hay un personaje principal que cuenta su historia en primera persona. Todavía se trata de obras más bien cómicas, pero el avance consiste en que, por primera vez, el análisis de la conducta se vuelve más importante que la conducta en sí. El resultado, ya cerca de lo que lograría Prévost, es un rico mosaico de sentimientos e implicaciones morales, minuciosa y sugerentemente observados.
Manon Lescaut
Decíamos arriba que Manon Lescaut no fue escrita como una novela, sino como parte de un libro de memorias. Su intención era didáctica y moralizadora. Lo que leemos en ella, nos advierte el autor mismo, es «un ejemplo terrible de la fuerza de las pasiones». Un ejemplo «para servir de regla a mucha gente en el ejercicio de la virtud». Gracias a la técnica narrativa, que le permite poner en contraste el vicio y la virtud, la tendencia al placer y la aspiración al bien, la prudencia y la locura, el abate Prévost logra contar una historia tensa, ágil, en la cual «pocos sucesos se hallarán en ella que no puedan servir de enseñanza en las costumbres; y, en mi opinión, es prestar un servicio considerable al público instruirle divirtiéndole».
A semejanza de lo que le sucedió a John Milton cuando escribió El Paraíso perdido, Prévost quedó del lado del Demonio a pesar de sí mismo. Se dejó fascinar por la pasión que intentaba desprestigiar, y por eso la heroína es más atractiva como personaje que el héroe. Por eso la obra logró complacer a la revolución romántica, tan dada como fue a los claroscuros y al titanismo de quienes deciden rebelarse contra el sentido común.
Manon Lescaut cuenta la historia de Des Grieux, un joven burgués de 17 años que se enamora de una muchacha de 15, Manon Lescaut. Aquí cabría preguntarse: ¿por qué si parece que se trata de la historia de él —y de hecho él es quien la cuenta a través de un intermediario: el «hombre de calidad»— lleva la novela el nombre de la heroína? Poco sabemos del aspecto físico de Manon. Como sucede con casi todas las heroínas de la literatura francesa posteriores a ella, su apariencia se deja a la imaginación del lector. Se le describe como «encantadora», «bella», «hechicera»: adjetivos demasiado vagos como para darse una idea precisa de su aspecto. En cambio, el retrato moral comienza a hacerse desde el principio: sus padres la habían enviado a un convento «contra su voluntad, sin duda para contener su inclinación al placer, que ya se había manifestado en ella». A lo que esta «inclinación» se refiere es a una insaciable sed de lujos. Manon es una mujer de su tiempo —el tiempo del ascenso de la burguesía, del nacimiento del tendero y del escalafonista social—: le gustan las joyas, los vestidos, los carruajes, los criados, las diversiones, la buena comida, los buenos vinos, el dinero contante y sonante… y sabe cómo conseguirlo. A semejanza de Moll Flanders y, después, de Becky Sharp, la heroína de La feria de las vanidades, de William M. Thackeray, es una mujer llena de recursos, una campeona de la supervivencia en el mundo del liberalismo económico. Ha salido de las clases populares, del estado llano y, una vez que logra escalar socialmente gracias a su belleza, tiene terror de perder las ventajas y el confort de la vida burguesa. Será capaz de cualquier cosa con tal de no volver a «los sórdidos territorios del trabajo», como lo diría Dickens un siglo después. Su encanto, pero sobre todo su ingenio y su amoralidad son sus virtudes, las virtudes que exige al ser humano el mundo que dejara la decadencia de las aristocracias. Manon Lescaut, ciertamente, es el prototipo de la mujer de sentido práctico.
Des Grieux no puede darse por engañado: desde el principio conoce las debilidades de su amada y, conforme avanza la novela, vemos que es capaz de comprender y justificar hasta el final sus motivaciones. Poco antes de que comiencen sus grandes infortunios, reflexiona en estos términos: «Conocedor de Manon, ya tenía la experiencia de que, si me era fiel y adicta en la fortuna, no podría contar con ella en la miseria; le gustaban demasiado la abundancia y los placeres para sacrificármelos». Al mismo tiempo, justifica su propia pasión y considera que de ningún modo «hubiese podido considerar un momento vergonzosa una ternura tan justa para una persona tan encantadora». La historia completa es el desarrollo de la dialéctica de estos dos elementos: la amada amoral y el enamorado que es capaz de todo por ella. En una sociedad basada en las conveniencias y el sentido del decoro, la relación entre el joven aristócrata y la muchacha arrabalera parece destinada al fracaso. Tanto el padre como el mejor amigo de Des Grieux tratan de convencerlo de que se olvide de Manon y la sustituya con otra joven, parecida a ella pero «un poco menos infiel». Ciertamente, en su búsqueda de comodidades, Manon ha descubierto el poder de su belleza. La usa para explotar a viejos ricos y libidinosos, aunque se sugiere que sin llegar a los últimos favores. Su conducta, como es de esperarse, hace sufrir al apasionado Des Grieux. Sin embargo, lo ama con vehemencia, y una lectura menos moralizadora que la que se hacía en esa época nos llevaría a aceptar algunos hechos en defensa de la heroína. En primer lugar, es bella y de naturaleza coqueta, combinación que en todas las épocas ha sido peligrosa para un hombre celoso. Des Grieux debió saber desde el principio a qué atenerse. En algún momento, según él tratando de justificarla, la define como «ligera e imprudente, pero recta y sincera». Pero si leemos con cuidado la historia, no podemos menos que notar la imprecisión de estas palabras: Manon puede ser liviana e incluso cruel, pero no es «imprudente». Des Grieux la hace cometer imprudencias con sus celos. Si él hubiera actuado de una manera menos orgullosa, los dos hubieran salido ganando. Porque Manon puede ser una «buscona», como la llamó Montesquieu, pero es compartida y leal y lo demuestra en varias ocasiones manteniendo a su amante e incluso a su hermano. Le gustan los lujos, pero no para ella sola. Y llegado el momento de crisis es absolutamente franca y congruente consigo misma: «En el estado al que nos vemos reducidos —le dice a Des Grieux en una carta— la fidelidad es una virtud estúpida. ¿Crees tú que puede ser muy grande la ternura cuando se carece de pan?». En un gesto que, en otras circunstancias, habría parecido noble y abnegado, declara: «Te adoro, puedes estar seguro; pero déjame que durante una temporada cuide yo nuestra fortuna. ¡Desgraciado del que caiga en mis redes! Trabajo para que mi caballero sea rico y feliz». En lugar de aceptar lo que ella propone, Des Grieux hace un drama. Como lúcidamente lo señala la estudiosa Elaine Baruch, en Manon Lescaut y especialmente en la adaptación para la ópera de Massenet que llevaron a cabo Henri Meilhac y Philippe Gille —hablaremos de ella adelante—, tiene lugar una inversión de los papeles sexuales tradicionales. En efecto, Manon, la sirena, la esfinge que prefigura al «dragón-princesa» de Ernesto Sábato, sin perder nada de su encanto femenino ni dejar de ser, ante todo, una muchacha desamparada en busca de un protector, se ve forzada por las circunstancias a encarnar cualidades típicamente masculinas: es astuta, tenaz, visionaria, emprendedora, valiente, espléndida. Toma sobre su espalda la debilidad de carácter de su amante y desde el principio lo fuerza a tomar decisiones; no duda, como lo hace él; acepta correr los riesgos necesarios y, cuando las cosas salen mal, asume las consecuencias y no se arrepiente ni se siente culpable; se le llega a ver vencida, pero nunca deshecha. Resulta perfectamente comprensible el que una época tan patriarcal como el siglo XVIII no permitiera que una heroína con estas cualidades tuviese un final feliz.
Des Grieux, en cambio, es como una muchachita. En el relato de su infortunio, busca que su interlocutor, el «hombre de calidad» sienta compasión por él. Desde el momento en que conoce a Manon, se deja llevar pasivamente por las circunstancias, culpa a «la fuerza de mi sino» que lo «arrastraba a la perdición». Ella es la seductora y él el seducido. Ni siquiera parece tener responsabilidad en su primer encuentro sexual: «Nos hallamos esposos sin saber cómo». Define su propio carácter como «tierno y constante». A diferencia de Manon, que como no tiene a nadie se rasca con sus uñas, Des Grieux acude a su padre o a su amigo cuando necesita dinero. Le importa más sentirse bueno que serlo. Se declara engañado y llora porque ella le ha sido infiel. Es retórico, sentimental y manipulador.
Desde luego, con todo esto hay que tener en cuenta dos cosas: la primera, el carácter presumiblemente autobiográfico de la novela. Como ya lo explicamos arriba, es muy probable que el abate Prévost la haya escrito como una revisión de su propia historia con la misteriosa holandesa Lenki, quien, como dice Lafarga, «le sorbió el seso y le vació la bolsa».
El segundo aspecto a tener en cuenta es la intención educativa con la cual fue escrita. Como ya lo señalamos, al escribir Manon Lescaut, Prévost debió de estar muy influido por el pensamiento jansenista de la época. En efecto, la historia del joven Des Grieux y de su amante puede ilustrar a la perfección la doctrina jansenista según la cual uno no puede escapar del vicio con sus propios medios, sin la ayuda de la Gracia. En congruencia con esta visión, hacia los últimos capítulos Manon comienza a inclinarse hacia el bien, pero el conflicto entre la pasión y la virtud no habrá de resolverse tan fácilmente. La katábasis sobreviene como el único desenlace posible de acuerdo con la intención de la novela; no puede ser de otro modo teniendo en cuenta la naturaleza ilegítima de la relación y la clase social y las inclinaciones de la protagonista, que la llevaban resueltamente al lujo y a la molicie.
Hasta aquí, podría parecer al lector que, cuando se habla de «intención moralizadora», se hace referencia a un defecto literario. Lejos de eso, a través de la historia de las letras universales, la observación del ser humano en tanto ser ético y la búsqueda de la diferencia entre el bien y el mal han dado lugar a obras de importancia indudable. No hay que olvidar que fueron grandes moralistas Dante, Shakespeare, Cervantes, Dickens, Balzac, Dostoievski, Tolstoi… Manon Lescaut es el producto natural de un siglo consagrado a la búsqueda de la felicidad terrena, una época hedonista y profana, cuando se empezó a creer que el camino del ser humano era siempre hacia la perfección. Y tanto la felicidad como la perfección eran, básicamente, estados morales. ¿Es de extrañar que semejantes preocupaciones constituyeran el tema axial en la obra de un escritor que, antes que novelista, era ministro de la iglesia católica y había sido probado repetidamente por el fuego de las pasiones?
Manon Lescaut y su viaje a través del gusto literario
Incluida por André Gide entre las diez mejores novelas de la literatura francesa, Manon Lescaut ha inspirado varias obras literarias y musicales, y su lugar en el gusto popular ha sido privilegiado desde que fue publicada; baste decir que alcanzó no menos de veinticinco ediciones todavía en vida de su autor. La dama de las camelias, de Alejandro Dumas, hijo, tiene con ella una deuda que el propio autor reconoce al poner en labios del narrador de su historia estas palabras:
Es cierto que Manon Lescaut es una emocionante historia de la que no ignoro ni un detalle y, sin embargo, cuando encuentro ese libro al alcance de mi mano mi simpatía por él me atrae siempre, lo abro y por centésima vez convivo con la heroína del abate Prévost. Esta heroína es tan real que me parece haberla conocido.
Y ése no es el único detalle. En el curso de la subasta donde se venden las propiedades de Marguerite Gautier aparece un ejemplar de Manon Lescaut con la dedicatoria de quien se lo había obsequiado: «Manon a Margarita: homenaje».
También Stendhal —el enorme Stendhal— se refiere a ella contándola entre los libros favoritos de la señorita de La Mole, uno de los personajes de El rojo y el negro.
Otros autores que se han referido a Manon Lescaut o han redactado prólogos para distintas ediciones de la misma son Sainte-Beuve, Anatole France y Guy de Maupassant. Y el crítico Alexandre Vinet escribió al respecto: «Ya no volverá a escribirse como lo hacía el abate Prévost; Manon es el último ejemplo de un estilo perdido».
Además de estos homenajes, se han hecho adaptaciones escénicas, cinematográficas y musicales de la novela, entre las cuales destacan las óperas Manon, de Massenet (1884), y Manon Lescaut, de Puccini (1893). Su asombrosa contemporaneidad queda reflejada en producciones culturales tan disímiles como casi dos decenas de adaptaciones fílmicas y televisivas, y una ópera más, Boulevard solitude (1951) de Hans Werner Henze.
En conclusión, este «ejemplo terrible de la fuerza de las pasiones», como definió a su propia novela el abate Prévost, ha servido más para hacer que el público se enamore de esas pasiones que para desalentarlo de ellas. Acaso aquí radica la razón de su perdurabilidad. Por más intentos que haga, la cultura no puede domesticar una energía así. Ciertamente, junto al pescador, el guerrero, el rey, la virgen, el sacerdote y algunos otros personajes, la cortesana concentra en sí algunos de los arquetipos más antiguos del inconsciente. Es la loba que dio de mamar a Rómulo y Remo, la madre desposeída y terrible pero de corazón generoso, protectora de los huérfanos y los extraviados. Encarna los peligros de la sexualidad incandescente y, por lo tanto, es energía sin control, espacio potencial en que se manifiesta lo numinoso. Habita los sueños y las profundidades acuáticas. Su territorio es el pantano, de donde emerge como una lamia para perder al paseante solitario con la fosforescencia de sus cabellos verdes.
En nuestra mitología moderna —la que creció junto con las ciudades industriales poblando de figuras celestes y plutónicas barrios obreros, fábricas, almacenes, prisiones, puentes, lupanares y estaciones de tren—, la vieja loba romana se ha mostrado como una presencia angélica, inspiradora de las más altas transformaciones espirituales, o como instrumento implacable de los hados. Thomas de Quincey, Baudelaire, Dumas (hijo), Dickens, Dostoievski, Verdi… todos contribuyeron con algunas líneas a su nueva letanía: redentora de los asesinos, guardiana de los opiómanos, consuelo de los desesperados, salvación de los inocentes, abismo de los débiles, refugio de los libertinos… En esta línea, Manon Lescaut tiene un lugar privilegiado.
Agustín Cadena