No pretendáis que os describa mis sentimientos ni que os refiera sus últimas palabras. La perdí; en el mismo momento de expirar me dio pruebas de su amor: es todo lo que tengo fuerza para deciros de aquel suceso fatal y deplorable.

Mi alma no siguió a la suya. El Cielo no me consideró, sin duda, bastante castigado, y ha querido que arrastre después una vida lánguida y miserable. Renuncio voluntariamente a que nunca más sea feliz.

Permanecí más de veinticuatro horas con mi boca pegada al rostro y a las manos de mi querida Manon. Mi propósito era morir allí; pero, al segundo día reflexioné que, después de mi muerte, su cuerpo se vería expuesto a servir de pasto a las bestias salvajes. Decidí enterrarla y esperar la muerte sobre su fosa. Estaba tan cerca de mi fin por la debilidad que me habían producido el ayuno y el dolor, que necesité cantidad de esfuerzos para tenerme de pie. Vime obligado a recurrir a los licores que llevaba, los cuales me prestaron la fuerza necesaria para el triste oficio que iba a ejecutar. No me era difícil abrir un hoyo en el sitio en que estaba: era un campo cubierto de arena. Rompí mi espada para utilizarla cavando, pero lo hacía mejor con las manos. Abrí una ancha fosa, coloqué en ella al ídolo de mi corazón, después de tener cuidado de envolverla en toda mi ropa para impedir a la arena que la tocara. No la puse hasta después de haberla besado mil veces con todo el ardor del más perfecto amor. Luego me senté junto a ella; la miré durante mucho tiempo, sin decidirme a tapar la fosa. Por fin, viendo que mis fuerzas flaqueaban, y temeroso de que me faltaran por completo para dar fin a mi obra, sepulté para siempre en el seno de la tierra lo más amable y perfecto que vivió en ella. Luego me eché sobre la fosa, el rostro pegado a la arena, y cerrando los ojos con el propósito de no abrirlos más, invoqué la ayuda del Cielo y esperé la muerte con impaciencia.

Una cosa que os parecerá difícil creer es que durante el ejercicio de aquel lúgubre ministerio no salió una lágrima de mis ojos ni un suspiro de mi boca. El abatimiento profundo en que estaba y el propósito decidido de morir acabaron con todas las expresiones de la desesperación y el dolor. Así es que no permanecí mucho tiempo en la postura en que me coloqué sobre la fosa sin perder el conocimiento y el sentido que me quedaban.

Después de lo que acabáis de escuchar, la conclusión de mi historia tiene tan poca importancia, que no vale la pena que os toméis el trabajo de escucharla. Cuando trasladaron a la ciudad el cuerpo de Synnelet, después de revisar con cuidado sus heridas, vieron que no estaba muerto y que ni siquiera eran graves. Relató a su tío lo ocurrido entre nosotros, y su generosidad le impelió a publicar los efectos de la mía. Me buscaron, y mi ausencia, con la de Manon, hizo sospechar nuestra huida. Era muy tarde para seguimos; pero al día siguiente y al otro empleáronse en mi persecución.

Me encontraron, al parecer sin vida, sobre la fosa de Manon, y los que me hallaron en aquel estado, viéndome casi desnudo y sangrando a causa de mi herida, creyeron que me habían robado y asesinado: me llevaron a la ciudad. El movimiento de la marcha me hizo recobrar el sentido; los suspiros que lancé al abrir los ojos, gimiendo de encontrarme entre los vivos, dieron a conocer que aún podía recibir socorro; así lo hicieron, con éxito.

Desde luego me encerraron en una prisión estrecha. Se instruyó mi proceso, y como Manon no aparecía, me acusaron de haberme deshecho de ella impulsado por la rabia y los celos. Referí sencillamente mi penosa aventura. Synnelet, a pesar de los transportes de dolor a los que lo arrojó este relato, fue tan generoso, que solicitó mi indulto. Lo obtuvo.

Yo estaba tan débil, que desde la cárcel me llevaron en la cama, donde permanecí tres meses con una enfermedad grave. Mi odio por la vida no disminuía; constantemente invocaba a la muerte, y durante mucho tiempo me obstiné en rechazar todos los remedios. Pero el Cielo, después de castigarme con tanto rigor, quiso que me fueran útiles mis desventuras y sus castigos: me iluminó con sus luces, y volví a tener ideas dignas de mi cuna y de mi educación.

Como la tranquilidad comenzó a renacer en mi alma, aquel cambio fue seguido cerca por mi curación. Me entregué por completo a los preceptos del honor y continué desempeñando mi modesto destino, en espera de los barcos de Francia que van una vez al año a aquella parte de América. Estaba decidido a volver a mi patria y en ella reparar el escándalo de mi conducta por una vida ordenada y seria. Synnelet se cuidó de hacer trasladar el cuerpo de mi adorada amante a un lugar decoroso.

Unas seis semanas después de mi restablecimiento, paseábame un día yo solo por la playa, cuando vi llegar un barco que iba a Nueva Orléans a asuntos comerciales. Observaba atentamente el desembarco de la tripulación, y cuál no sería mi sorpresa al reconocer a Tibergo entre los que avanzaban hacia la ciudad. Este fiel amigo me reconoció desde lejos, a pesar de los cambios que la tristeza había hecho en mi rostro. Me dijo que el único objeto de su viaje era el deseo de verme y persuadirme de que volviera a Francia; que al recibir la carta por mí escrita desde el Havre había ido en persona para llevarme lo que le pedía; que había padecido el más vivo dolor al saber mi partida, y que habría salido en el acto en mi seguimiento también si hubiera encontrado un barco dispuesto a hacerse a la vela; que lo había buscado durante varios meses en distintos puertos, y que, habiendo encontrado uno, al fin, en Saint-Malo, que levaba anclas para Quebec, se había embarcado con la esperanza de procurarse allí un pasaje para Nueva Orléans; que el primer barco había sido asaltado por corsarios españoles, que lo llevaron a una de sus islas, de la que logró hábilmente escaparse, y que, después de muchas peripecias, encontró la oportunidad del barco en que acababa de llegar felizmente hasta mí.

El agradecimiento que podría expresar era poco para un amigo tan generoso y tan constante. Le llevé a mi casa, le hice dueño de cuanto yo poseía. Le referí todo lo que me había ocurrido desde mi partida de Francia, y, para causarle una alegría que no esperaba, le declaré que las semillas de virtud que él arrojara en otro tiempo en mi corazón comenzaban a dar frutos que le satisfarían. Él me manifestó que aquella dulce seguridad le compensaba de todas las fatigas del viaje.

Pasamos dos meses juntos en Nueva Orléans, esperando que llegaran los barcos de Francia, y, habiéndonos embarcado al fin, tomamos tierra, hace quince días, en el Havre. Al llegar escribí a mi familia. Por una carta de mi hermano mayor supe la triste noticia de la muerte de mi padre, a la cual temo, con mucha razón, que hayan contribuido mis extravíos. Como el viento era favorable, me embarqué inmediatamente para Calais, con intención de ir, a algunas leguas de esta ciudad, a casa de un caballero pariente mío, donde mi hermano me espera, según me escribió.