¿Os diré cuál fue el deplorable tema de mis conversaciones con Manon durante aquella ruta, o qué impresión me causó su vista cuando logré que los guardianes me permitieran acercarme a su galera? ¡Ah! Las palabras no pueden expresar sino a medias los sentimientos del corazón; pero imaginaos a mi pobre amante encadenada por la mitad del cuerpo, sentada sobre unos puñados de paja, con la cabeza apoyada lánguidamente en un lado del coche, el rostro pálido y mojado por un torrente de lágrimas, que se hacían camino a través de sus párpados, aun cuando tenía constantemente cerrados los ojos. Ni siquiera tuvo la curiosidad de abrirlos cuando oyó el ruido que hacían los guardias ante el temor de ser atacados. Su ropa estaba sucia y descuidada; sus manos delicadas, expuestas a las injurias del aire; en fin, todo aquel conjunto encantador, esa figura capaz de conducir de nuevo al mundo a la idolatría, aparecía en un desorden y un abatimiento inexplicables.

La contemplé un rato, conforme marchaba a caballo junto a la galera. Era tan poco dueño de mí, que varias veces estuve a punto de caer peligrosamente. Mis suspiros y mis frecuentes exclamaciones me atrajeron alguna mirada de ella. Me reconoció, y observé que su primer impulso fue precipitarse fuera del coche para venir hacia mí; pero siendo retenida por la cadena, volvió a su primera actitud.

Supliqué a los arqueros que se detuvieran un momento por compasión; ellos consintieron por avaricia. Abandoné mi caballo para sentarme junto a ella. Estaba tan lánguida y tan debilitada, que tardó mucho en poder servirse de su lengua y en mover las manos. Yo las mojé durante ese tiempo con mis lágrimas, y no pudiendo tampoco yo proferir palabra alguna, permanecimos los dos en una de las situaciones más tristes de que ha habido ejemplo jamás. No lo fueron menos nuestras expresiones cuando, al fin, habíamos recuperado la libertad de hablar. Manon habló poco; parecía que la vergüenza y el dolor hubiesen alterado los órganos de su voz, su sonido era débil y tembloroso.

Me dio las gracias por no haberla olvidado y por la satisfacción que le proporcionaba —dijo suspirando— al verme todavía una vez más y decirme el último adiós. Pero cuando le hube asegurado que no había nada capaz de separarme de ella y que estaba dispuesto a seguirla hasta el fin del mundo para cuidarla, para servirla, para amarla y para unir inseparablemente mi miserable destino al suyo, esta pobre niña se entregó a sentimientos tan tiernos y tan dolorosos, que llegué a temer por su vida ante una emoción tan violenta. Todos los movimientos de su alma parecían reunirse en sus ojos, que no apartaba de mí. A veces abría la boca, sin fuerzas para acabar algunas palabras que comenzaba. Escapábansele algunas, sin embargo, y sólo eran muestras de admiración por mi amor, quejas tiernas de su extremo, dudas de que pudiera ser tan feliz como para haberme inspirado una pasión tan perfecta, ruegos para hacerme desistir de mi propósito de seguirla y para que buscase en otra parte una felicidad digna de mí, que, según me decía, no podía esperar con ella.

A despecho de la suerte más cruel, yo hallaba mi felicidad en sus miradas y en la certidumbre que tenía de su amor. Había perdido, es verdad, todo lo que estiman los demás hombres; pero era dueño del corazón de Manon, única bien que yo estimaba. Vivir en Europa, vivir en América, ¿qué me importaba el sitio si estaba seguro de ser feliz viviendo allí con mi amante? ¿No es todo el universo la patria de los amantes fieles? ¿No encuentran uno en otro padre, madre, parientes, amigos, riqueza y felicidad?

Si algo me causaba inquietud era el temor de ver a Manon expuesta a las necesidades de la indigencia. Me imaginaba ya con ella en una región inculta y habitada por salvajes. «Estoy seguro —decía yo— que no los habrá tan crueles como G… M… y mi padre. Por lo menos, nos dejarán vivir en paz. Si las relaciones que se hacen son fieles, siguen las leyes de la naturaleza. No conocen los furores de la avaricia, que dominan a G… M…; ni tienen las ideas fantásticas del honor, que me han hecho de mi padre un enemigo; no molestarán a dos amantes, que viven con tanta sencillez como ellos.» Por aquel lado, pues, estaba tranquilo.

Pero no me hacía ilusiones novelescas en cuanto a las necesidades comunes de la vida. Ya había experimentado con mucha frecuencia que hay necesidades insoportables, sobre todo para una muchacha delicada, que tiene costumbre de una vida cómoda y abundante. Estaba desesperado de haber agotado inútilmente mi bolsa y de que el poco dinero que me quedaba estuviese a punto de serme arrebatado por la pillería de los arqueros. Comprendía que con una pequeña suma hubiera podido esperar, no sólo sostenerme algún tiempo contra la miseria en América, donde el dinero era raro, sino hasta haber acometido alguna empresa para establecerme definitivamente.

Esta consideración me hizo nacer la idea de escribir a Tibergo, a quien tan dispuesto encontré siempre para ofrecerme la ayuda de su amistad. Escribí desde el primer pueblo que cruzamos. No le comunicaba más que la necesidad apremiante que tendría al llegar al Havre, donde le confesaba que había ido a acompañar a Manon. Le pedía cien pistolas.

«Enviádmelas al Havre —le decía— por el administrador de correos. Considerad que es la última vez que importuno a vuestro afecto, y que, quitándome para siempre a mi desgraciada amante, no puedo dejarla partir sin algún alivio que dulcifique su suerte y mis mortales remordimientos.»

Los arqueros se pusieron tan intratables cuando llegaron a descubrir la violencia de mi pasión, que, duplicando constantemente el precio de sus más ínfimos favores, me redujeron pronto a la mayor indigencia. El amor, por otra parte, no me permitía apenas administrar mi bolsa. De la mañana a la noche me olvidaba de todo, junto a Manon, y ya no me medían el tiempo por horas, sino por la duración entera de los días. En fin, en cuanto mi bolsa estuvo completamente vacía, me encontré expuesto a los caprichos y a la brutalidad de seis miserables que me trataban con una altanería insoportable. Vos lo presenciasteis en Pacy. Vuestro encuentro fue un momento feliz de alivio que me concedió la suerte. Vuestra piedad, al ver mis penas, fue mi única recomendación ante vuestro corazón generoso. La ayuda que me otorgasteis liberalmente sirvió para permitirme llegar al Havre, pues los arqueros cumplieron su promesa con más fidelidad de lo que yo esperaba.

Llegamos al Havre. En seguida fui al correo. Tibergo no había tenido tiempo de contestarme. Me informé minuciosamente del día que podía esperar su carta. No podía llegar hasta dos días después, y, por un capricho de mi mala suerte, el barco habría de salir en la mañana de aquel en que yo esperaba al ordinario. No puedo expresaros mi desesperación. «¿Es posible —me decía— que dentro de la misma desgracia sea yo distinguido constantemente por los excesos?» Manon respondió:

—¡Ay! ¿Merece una vida tan desdichada el cuidado que nos tomamos por ella? Muramos en el Havre, caballero mío. Que la muerte acabe de una vez con nuestras miserias. ¿Vamos a ir arrastrarlas a un país desconocido, donde debemos esperar, sin duda, horribles extremos, puesto que me envían allí como al suplicio? Muramos —repitió— o, por lo menos, dame a mí la muerte y ve a buscar otra suerte en los brazos de otra amante más feliz.

—No, no —le dije—; para mí es una suerte digna de envidia ser desgraciado contigo.

Sus palabras me hicieron temblar. Juzgué que estaba abrumada con toda su desdicha. Me esforcé en aparentar un aire más tranquilo para alejar aquellos funestos pensamientos de muerte y desesperación.

Resolví seguir la misma conducta en lo sucesivo, y he tenido ocasión de comprobar que no hay nada que anime a una mujer como la intrepidez del hombre a quien ama.

Cuando había perdido la esperanza de recibir ayuda de Tibergo vendí mi caballo. El dinero de su venta, unido al que me quedaba de vuestra generosidad, componía la pequeña suma de diecisiete pistolas. Empleé siete en comprar algunas cosillas necesarias para Manon, y guardé cuidadosamente las diez restantes, como base de nuestra fortuna y de nuestras esperanzas en América. No me costó trabajo alguno que me admitiesen en el barco. En aquella época se buscaba gente joven que estuviera dispuesta a unirse voluntariamente a la colonia. Me concedieron pasaje y comida gratis. Como el correo de París salía al día siguiente, dejé una carta para Tibergo. Era conmovedora y capaz de enternecerle, sin duda, hasta el extremo; porque le hizo tomar una resolución que no podía proceder sino de un fondo infinito de ternura y generosidad para con un amigo desgraciado.

Nos hicimos a la vela. El viento no cesó de sernos favorable. Conseguí que el capitán me diera un sitio aparte para Manon y para mí. Tuvo la bondad de mirarnos de distinto modo que a la mayoría de nuestros miserables asociados. Yo le había hablado aparte el primer día y para atraerme alguna consideración de su parte le referí una parte de mis infortunios. No creí hacerme reo de ninguna mentira vergonzosa al decirle que estaba casado con Manon. Él pareció creerlo y me concedió su protección, de la que tuvimos muchas pruebas durante toda la navegación. Tuvo cuidado de hacernos alimentar honestamente, y las consideraciones que tuvo con nosotros sirvieron para hacemos respetar por los compañeros de nuestra miseria. Prestaba atención continua para no dejar que Manon sufriera la menor incomodidad. Ella lo advertía, y esto, unido al vivo reconocimiento del extraño extremo al que me había reducido por ella, la hacía tan tierna y apasionada, tan atenta a mis más ligeras necesidades, que era, entre ella y yo, una perpetua emulación de servicios y de amor. No echaba de menos Europa; al contrario, entre más avanzábamos hacia América más sentía yo que mi corazón se ensanchaba y recobraba la tranquilidad. Si hubiese estado seguro de que no habría de faltarme allí lo más necesario para la vida, hubiera agradecido a la fortuna por haber dado un giro tan favorable a nuestras desgracias.

Después de dos meses de navegación abordamos por fin la costa deseada. El país no nos ofreció nada agradable a primera vista. Campos estériles y deshabitados, donde apenas si se veían algunos cañaverales y algunos árboles despojados por el viento. Ni vestigio de hombres ni de animales. Sin embargo, el capitán mandó disparar varios cañonazos de nuestra artillería, y a poco vimos un grupo de ciudadanos de Nueva Orléans, que se acercaron a nosotros con visibles muestras de alegría. Aún no habíamos descubierto la ciudad, oculta de aquel lado por una pequeña colina. Nos recibieron como a gente descendida del cielo.

Aquellos pobres habitantes se empeñaban en hacernos mil preguntas sobre la situación de Francia y de las respectivas provincias donde habían nacido. Nos abrazaban como a hermanos y como a compañeros queridos que venían a compartir su miseria y su soledad. Tomamos con ellos el camino de la ciudad; pero, conforme avanzábamos, nos sorprendió mucho descubrir que aquello que nos habían pintado hasta entonces como una buena población no era más que un conjunto de algunas pobres cabañas, habitadas por quinientas o seiscientas personas. La casa del gobernador nos pareció un poco distinguida por su altura y su situación. Estaba defendida por algunos terraplenes, en derredor de los cuales reina un ancho foso.

Inmediatamente fuimos presentados al gobernador, quien, después de hablar largo rato con el capitán, llegóse hacia nosotros y examinó una por una a todas las muchachas que habían llegado en el barco. Eran unas treinta, pues en el Havre habíamos encontrado otro grupo que se unió al nuestro. El gobernador, después de examinarlas por buen rato, mandó llamar a varios jóvenes de la ciudad que languidecían en espera de una esposa. Dio las más bonitas a los principales y el resto se sorteó. Aún no había hablado a Manon; pero cuando ordenó a los demás que se retiraran hizo que ella y yo nos quedáramos.

—He sabido por el capitán —nos dijo— que estáis casados, y que en el camino ha tenido ocasión de comprender que sois gente de talento y de mérito. No entro en las causas que os han acarreado esta mala ventura, pero si es cierto que tenéis tanto mundo como indica vuestro aspecto, no escatimaré medio alguno para suavizar vuestra suerte, y también vosotros contribuiréis a proporcionarme alguna distracción en este lugar salvaje y desierto.

Le respondí del modo que juzgué más apropiado para confirmarle en la idea que tenía de nosotros. Dio algunas órdenes para que nos prepararan alojamiento en la población y nos retuvo a cenar con él. Lo encontré muy educado para ser un jefe de desdichados desterrados. No nos dirigió en público ninguna pregunta sobre nuestras aventuras. La conversación fue general, y, a pesar de nuestra tristeza, Manon y yo nos esforzamos en hacerla agradable.

Por la noche nos hizo conducir al alojamiento que nos habían preparado. Encontramos una mísera cabaña compuesta de tablas y de barro, que constaba de dos o tres cuartos a un andar, con un granero encima. Había hecho colocar cinco o seis sillas y algunas otras cosas necesarias para la vida.

Manon pareció aterrada a la vista de tan triste albergue. Y se afligía por mí mucho más que por ella misma. Cuando nos quedamos solos se sentó y rompió a llorar amargamente. Primero traté de consolarla; pero cuando me dijo que no más lo sentía por mí y que en nuestras desgracias comunes sólo consideraba lo que yo tenía que sufrir, afecté tener suficiente valor e incluso suficiente alegría para inspirárselos a ella.

—¿De qué podría quejarme? —le dije—. Tengo cuanto deseo. Tú me amas, ¿no es verdad? ¿A qué otra dicha he aspirado nunca? Dejemos al Cielo el cuidado de nuestra suerte. Yo no la considero tan desesperada. El gobernador es un hombre amable; nos ha tratado con consideración; no permitirá que nos falte lo necesario. En lo que respecta a la pobreza de nuestra cabaña y lo tosco de nuestros muebles, ya habrás notado que hay pocas personas aquí que estén mejor alojadas y con mejor menaje que nosotros; y, además, tú eres una alquimista admirable, que todo lo transformas en oro —añadí, abrazándola.

—Entonces vas a ser la persona más rica del universo —me respondió ella—; pues sí no ha habido nunca un amor como el tuyo, también es imposible ser amado más tiernamente, de lo que lo eres tú. Yo me hago justicia —continuó—; comprendo que nunca he merecido ese apego prodigioso que sientes por mí. Te he causado penas que no has podido perdonarme sino con una bondad extrema. He sido ligera y voluble, y aun amándote locamente, como te amado siempre, he sido una ingrata. Pero no sabrías creer cuán cambiada estoy; las lágrimas que me has visto verter tantas veces desde que salimos de Francia, no han tenido por objeto, ni una sola vez, mis desdichas. He dejado de sentirlas desde el momento en que tú has comenzado a compartirlas. Sólo he llorado de ternura y compasión por ti. No me consuelo de haberte causado un solo instante de dolor en mi vida. No ceso de reprocharme mis inconstancias y de enternecerme, admirándome de lo que el amor te ha hecho capaz por una desventurada, que no era digna de ello y que no te pagaría ni con toda su sangre —añadió con lágrimas abundantes— la mitad de las penas que te ha causado.

Su llanto, sus palabras y el tono en que las pronunció me causaron una impresión tan extraña, que creí sentir una especie de división en mi alma.

—Ten cuidado —le dije—; ten cuidado, querida Manon, no tengo fuerzas para soportar muestras tan vivas de tu afecto; no estoy acostumbrado a este exceso de alegría. ¡Dios mío —exclamé—, no os pido ya nada más! Estoy seguro del corazón de Manon; es tal como yo lo he deseado para ser feliz; ahora no puedo ya dejar de serlo; ya está mi felicidad bien cimentada.

—Sí lo está —repuso ella—, si depende de mí, y yo también sé dónde puedo encontrar siempre la mía.

Me acosté con estas ideas encantadoras, que trocaron mi cabaña en un palacio digno del primer rey del mundo. América, después de esto, me pareció ya un lugar de delicia. «Hay que venir a Nueva Orléans —decía yo muchas veces a Manon— si se quieren gustar las verdaderas dulzuras del amor. Aquí se ama sin interés, sin celos, sin inconstancia. Nuestros compatriotas vienen a buscar oro, y no se imaginan que nosotros hemos encontrado tesoros más preciados.»

Cultivamos cuidadosamente la amistad del gobernador. A las pocas semanas de nuestro arribo tuvo la bondad de darme un pequeño empleo que quedó vacante en el fuerte. Aun cuando no era muy distinguido, lo acepté como un favor del Cielo, pues me colocaba en situación de no vivir a costa de nadie. Tomé un criado para mí y una criada para Manon. Prosperaba nuestra modesta fortuna; yo era muy ordenado en mi conducta y Manon no lo era menos. No dejábamos escapar la ocasión de ser útiles y hacer bien a nuestros vecinos. Esta disposición oficiosa y la dulzura de nuestras maneras nos conquistaron la confianza y el afecto de toda la colonia; en breve plazo logramos tal consideración, que pasábamos por las primeras personas de la ciudad después del gobernador.

La inocencia de nuestras ocupaciones y la tranquilidad perfecta en que estábamos continuamente sirvieron para hacernos recordar insensiblemente las ideas de la religión. Manon nunca fue una muchacha impía; yo tampoco era de esos libertinos impenitentes que alardean de añadir la irreligiosidad a la depravación de las costumbres; el amor y la juventud habían causado todos nuestros desórdenes. La experiencia remplazó a la edad e hizo en nosotros el mismo efecto que los años. Nuestras conversaciones, que eran siempre reflexivas, nos indujeron insensiblemente a desear un amor virtuoso. Yo fui el primero que propuso aquel cambio a Manon. Conocía los principios de su corazón: era recta y natural en todos sus sentimientos, cualidad que dispone siempre a la virtud. Le di a entender que faltaba algo a nuestra felicidad.

—Es —le dije— que la apruebe el Cielo. Tenemos un alma demasiado bella y un corazón demasiado sano para vivir voluntariamente en el olvido del deber. Pase que hayamos vivido así en Francia, donde era igualmente imposible dejar de amarnos y hacerlo al amparo de la ley; pero en América, donde no dependemos más que de nosotros mismos, donde no tenemos que atender a las leyes arbitrarias de posición y rango, donde nos creen matrimonio, ¿qué impide que lo seamos efectivamente y que ennoblezcamos nuestro amor con los juramentos que la religión autoriza? Yo no te ofrezco nada nuevo al ofrecerte mi corazón y mi mano; pero estoy listo a renovarte ese don al pie del altar.

Me pareció que aquellas palabras la inundaban de alegría.

—¿Puedes creer —me respondió— que he pensado mil veces en eso mismo desde que estamos en América? El temor de desagradarte me ha hecho encerrar este deseo en mi corazón. No tengo la presunción de aspirar a la cualidad de esposa tuya.

—¡Ay, Manon! —repliqué yo—. Poco tardarías en serlo de un rey si el Cielo me hubiera hecho nacer con corona. No vacilemos: no tenemos que temer obstáculo alguno; hoy mismo voy a hablar al gobernador y a confesarle que le hemos engañado hasta ahora. Dejemos a los amantes vulgares el temer las cadenas indisolubles del matrimonio; no las temerían si estuvieran seguros, como nosotros, de llevar siempre las del amor.

Dejé a Manon en el colmo de la alegría después de aquella decisión. Estoy convencido de que todo hombre honrado hubiera aprobado mi propósito en las circunstancias en que yo me hallaba; es decir, avasallado fatalmente por una pasión que no podía vencer y combatido por remordimientos que no podía ahogar. Pero ¿habrá alguien que me acuse de injusticia si me quejo del rigor del Cielo al rechazar un propósito que no había formado sino para complacerlo? ¡Ay! ¿Qué digo, rechazarle? Lo castigó como un crimen. Me había soportado pacientemente mientras marchaba a ciegas por el sendero del vicio y me reservaba su más duro castigo para cuando comenzara a retomar a la virtud. Temo no tener fuerzas para continuar el relato del suceso más funesto que jamás haya ocurrido. Fui a casa del gobernador, como había convenido con Manon, para rogarle que consintiera en la ceremonia de nuestro casamiento. Me habría cuidado bien de hablarle a él ni a nadie si hubiera tenido la seguridad de que su capellán, que era entonces el único sacerdote de la población, me hubiera prestado aquel servicio sin su participación; pero no atreviéndome a esperar que se comprometiera a guardar silencio, tomé el partido de obrar abiertamente.

El gobernador tenía un sobrino llamado Synnelet, a quien quería mucho. Era un hombre de treinta años, valiente, pero impulsivo y violento. No estaba casado. La belleza de Manon lo había impresionado desde el día de nuestra llegada, y las innumerables ocasiones que tuvo de verla, durante nueve o diez meses, habían inflamado de tal modo su pasión, que se consumía en secreto por ella. Sin embargo, como estaba convencido, con su tío y toda la ciudad, que yo estaba realmente casado, dominó su amor hasta el punto de no dejar entrever nada, y aun en varias ocasiones su celo le llevó a prestarme algunos servicios.

Cuando llegué al fuerte lo encontré con su tío. No tenía ninguna razón que me obligase a convertir en secreto mi propósito; así que, sin inconveniente, me decidí a explicarme en su presencia. El gobernador me escuchó con su bondad ordinaria. Le conté una parte de mi historia, que escuchó con placer, y cuando le pedí que asistiera a la ceremonia que proyectaba, tuvo la generosidad de comprometerse a pagar todos los gastos de la fiesta. Me retiré muy contento.

Una hora después vi entrar al capellán a mi casa. Me imaginaba que iba a darme algunas instrucciones acerca de mi casamiento; pero después de saludarme fríamente, me declaró en dos palabras que el gobernador me prohibía pensar en tal cosa y que tenía otras miras respecto a Manon.

—¡Otras miras sobre Manon! —le dije con una angustia mortal. Y ¿cuáles son, pues, señor capellán?

Me respondió que, como yo no ignoraba, el gobernador era el amo; que como Manon había sido enviada de Francia para la colonia, él era quien debía disponer de ella; que no lo había hecho hasta entonces porque la creía casada; pero que habiendo sabido por mí mismo que no lo estaba, consideraba oportuno dársela a Synnelet, que estaba enamorado de ella.

Mi vivacidad pudo más que mi prudencia. Ordené con altivez al capellán que saliera de mi casa, jurando que el gobernador, Synnelet y toda la ciudad no se atreverían a poner una mano a mi mujer, o mi amante, como quisieran llamarla.

En seguida comuniqué a Manon el funesto mensaje que acababa de recibir. Juzgamos que Synnelet había seducido el espíritu de su tío después de marcharme yo, y que aquél era el resultado de un proyecto meditado desde hacía mucho tiempo. Ellos eran los más fuertes. Nosotros nos hallábamos en Nueva Orléans como en medio del mar; es decir, separados del resto del mundo por espacios inmensos. ¿A dónde huir en un país desconocido, desierto, o habitado por bestias feroces y por salvajes tan bárbaros como ellos? Yo era estimado en la población; pero no podía esperar conmover al pueblo lo suficiente a mi favor para esperar algún socorro proporcionado al mal; habría necesitado dinero, y yo era pobre. Por otra parte, el triunfo de una revuelta popular era incierto, y si la suerte nos era adversa estábamos perdidos sin remedio.

Daba vueltas en mi cabeza a todas estas ideas, comunicando algunas a Manon; concebía otras sin escuchar su respuesta; tomaba un partido y lo rechazaba para tomar otro; hablaba solo, respondía en voz alta a mis pensamientos; en fin, estaba en una agitación que no sabría comparar con nada, pues no hubo jamás algo que le iguale. Manon tenía los ojos fijos en mí; juzgaba por mi alteración la gravedad del peligro, y, temblando por mí más que por sí misma, aquella tierna criatura no osaba abrir la boca para expresarme sus temores.

Después de infinidad de reflexiones, decidí ir a ver al gobernador para esforzarme en conmoverle por consideraciones de honor y por el recuerdo de mi respeto y de su afecto. Manon quiso oponerse a mi salida, diciéndome con lágrimas en los ojos:

—Vas a la muerte; van a matarte; no te veré más; yo quiero morir antes que tú.

Tuve que hacer muchos esfuerzos para persuadirla de la necesidad en que me hallaba de salir y de que ella debía quedarse en casa. Le prometí que volvería a verme en un instante. Ignoraba, y yo también, que sobre ella debía caer toda la cólera del Cielo y la rabia de nuestros enemigos.

Fui al fuerte; el gobernador estaba con su capellán. Me rebajé, para conmoverle, a extremos que me habrían hecho morir de vergüenza si los hubiera hecho por otra causa. Le supliqué por todos aquellos motivos que deben impresionar seguramente a un corazón que no sea el de un tigre feroz y cruel.

Aquel bárbaro no respondió a mis quejas sino dos cosas, que repitió cien veces. Manon, me dijo, dependía de él, y él había dado su palabra a su sobrino. Yo estaba decidido a contenerme hasta el último extremo; me contenté con decirle que le creía demasiado amigo mío para desear mi muerte, que yo preferiría a la pérdida de mi amante.

Salí convencido de que no había nada que esperar de aquel viejo testarudo, que se habría condenado mil veces por su sobrino. Sin embargo, perseveré en mi propósito de conservar hasta el fin un aire de moderación, resuelto, si llegaban a un exceso de injusticia, a dar a América una de las escenas más sangrientas y horribles que el amor haya podido producir.

Volvía a mi casa meditando este proyecto, cuando la suerte, que quería apresurar mi ruina, hizo que me topase con Synnelet. Leyó en mis ojos una parte de mis pensamientos. Ya he dicho que era valiente; se acercó a mí.

—¿No me buscáis? —me dijo. Comprendo que mis intenciones os ofenden y he previsto que sería necesario cortarme la garganta con vos; vamos a ver quién será el más feliz.

Le respondí que tenía razón y que sólo mi muerte podría poner fin a nuestro diferendo.

Nos alejamos de la ciudad unos cien pasos. Nuestras espaldas se cruzaron; yo le herí y le desarmé casi al mismo tiempo. Tanto le enfureció su desgracia, que se negó a pedirme la vida y a renunciar a Manon. Yo tenía quizá derecho a quitarle una y otra de un golpe; pero una sangre generosa nunca se desmiente. Le arrojé su espada.

—Volvamos a empezar —le dije—, pero tened en cuenta que es sin cuartel.

Me atacó con una furia inexpresable. Debo confesar que yo no era muy diestro en el manejo de las armas, pues sólo había tomado tres meses de lecciones en París. El amor dirigía mi espada. Synnelet no dejó de atravesarme el brazo de un lado a otro; pero yo le agarré a la vez y le asesté un golpe tan vigoroso, que cayó a mis pies sin movimiento.

A pesar de la alegría que da la victoria después de un combate mortal, en seguida reflexioné sobre las consecuencias de aquella muerte. No podía esperar gracia, ni siquiera demora en mi suplicio. Conociendo como conocía la pasión del gobernador por su sobrino, estaba seguro de que mi muerte no diferiría más de una hora después de conocida la suya. Por apremiante que fuera este temor, no era la causa mayor de mi inquietud. Manon, el interés de Manon, su peligro, y la necesidad de perderla me turbaban de tal modo, hasta extender la oscuridad en mis ojos, impidiéndome reconocer el lugar donde estaba. Envidiaba la suerte de Synnelet: una muerte rápida me parecía el único remedio a mis males.

Esta misma idea, sin embargo, me hizo recobrarme súbitamente y me hizo capaz de tomar una resolución.

—¿Es posible —exclamé— que quiera morir para terminar con mis males? ¿Y es que hay alguno que tema más que la pérdida de la que amo? ¡Ah! Suframos los más crueles extremos para ayudar a mi amante y dejemos el morir para después de haberlas sufrido inútilmente.

Retomé el camino de la ciudad y me dirigí a mi casa, encontré a Manon medio muerta de miedo y de inquietud; mi presencia la reanimó. Yo no podía ocultarle el terrible accidente que acababa de ocurrirme. Al oír el relato de la muerte de Synnelet y de mi herida, cayó sin conocimiento entre mis brazos; tardé más de un cuarto de hora en hacerle recobrar el sentido.

Yo mismo estaba medio muerto; no veía por ninguna parte la manera de conseguir su seguridad y la mía.

—¿Qué haremos, Manon? —le dije cuando recobró alguna fuerza. ¡Ay! ¿Qué vamos a hacer? Yo tengo necesariamente que alejarme. ¿Quieres tú quedarte aquí? Sí, quédate; tú aún puedes ser feliz; yo me voy lejos de ti a buscar la muerte entre los salvajes o entre las garras de las bestias feroces.

Ella se levantó, a pesar de su debilidad; me tomó de la mano y me llevó hacia la puerta.

—Huyamos juntos —me dijo—, no perdamos un instante. Quizá hayan encontrado el cuerpo de Synnelet y no tengamos tiempo de alejarnos.

—Pero, querida Manon —repuse yo, desesperado—; dime, pues, a dónde podemos ir. ¿Ves tú algún recurso? ¿No vale más que tú trates de vivir aquí sin mí y que yo entregue voluntariamente mi cabeza al gobernador?

Aquella proposición no logró sino aumentar su anhelo de partir: fue preciso seguirla. Aún tuve la suficiente presencia de ánimo para agarrar algunos licores fuertes que quedaban en mi cuarto y todas las provisiones que pude meterme en los bolsillos. Dijimos a los criados, que estaban en la habitación próxima, que nos íbamos al paseo vespertino (lo hacíamos todos los días), y nos alejamos de la ciudad con más presteza de lo que parecía permitir la debilidad de Manon.

Aun cuando permanecía irresoluto acerca del lugar de nuestro retiro, no dejaba de tener dos esperanzas, sin las cuales hubiera preferido la muerte a la incertidumbre de lo que podría ocurrir a Manon. En los diez meses que llevaba en América había yo adquirido el suficiente conocimiento del país para no ignorar cómo se amansaba a los salvajes. Podía uno ponerse en sus manos sin correr a una muerte cierta. Hasta había aprendido algunas palabras de su lengua y algunas de sus costumbres en las diversas ocasiones que tuve de verlos.

Además de este triste recurso tenía otro por parte de los ingleses, que también poseen, como nosotros, colonias en aquella parte del Nuevo Mundo. Pero me asustaba la distancia; teníamos que atravesar, hasta sus colonias, campos estériles de varias jornadas de camino y algunas montañas tan altas y escarpadas, que el camino parecía difícil hasta para los hombres más toscos y vigorosos. Me preciaba, sin embargo, que podríamos sacar partido de aquellos dos recursos: de los salvajes, para que nos guiaran, y de los ingleses, para recibirnos en sus casas.

Caminamos tanto tiempo como el ánimo de Manon pudo sostenerla; es decir, unas dos leguas, pues aquella amante incomparable se negó en absoluto a detenerse antes. Abrumada de cansancio, me confesó que le era imposible andar más. Era ya noche; nos sentamos en medio de una vasta llanura, sin haber podido encontrar un solo árbol para ponernos a cubierto. Su primer cuidado fue cambiar las telas de mi herida, que me había vendado antes de partir. En vano quise oponerme a su decisión: hubiera extremado su mortal amargura si le hubiera negado la satisfacción de creerme a gusto y sin peligro antes de pensar en su propia conservación. Me sometí durante unos instantes a sus deseos; recibí sus cuidados en silencio y con vergüenza.

Pero cuando ella hubo satisfecho su ternura ¡con cuánto ardor la remplazó la mía! Me despojé de toda mi ropa y la extendí debajo de ella para hacerle sentir la tierra menos dura. La hice consentir, a su pesar, en que empleara en su beneficio todo lo que pude imaginar de menos incómodo. Calenté sus manos con mis besos ardientes y el calor de mis suspiros. Pasé toda la noche velando junto a ella y pidiendo a Dios que le concediese un sueño dulce y apacible. ¡Dios mío! ¡Cuán sinceros y vehementes eran mis votos! ¡Y con qué riguroso juicio habíais resuelto no responderlos!

Perdonadme si termino en pocas palabras un relato que me mata. Os estoy contando una desventura sin ejemplo. Toda mi vida está destinada a llorarla. Pero aunque la llevo siempre en la memoria, mi alma parece retroceder de horror cada vez que intento expresarla.

Habíamos pasado tranquilamente parte de la noche. Creía que mi querida amante dormía y procuraba hasta contener la respiración por miedo a turbar su sueño. Al amanecer, al tocar sus manos, advertí que las tenía frías y temblorosas; las acerqué a mi pecho para calentárselas. Ella sintió este movimiento, y, haciendo un esfuerzo para tomar las mías, me dijo con una voz muy débil que se creía en su última hora.

Al principio tomé aquellas palabras por un modo de expresarse corriente en la desgracia, y respondí a ellas con los consuelos tiernos del amor. Pero sus suspiros frecuentes, su silencio a mis preguntas, el modo como estrechaba las manos (entre las cuales tenía las mías), me hicieron comprender que se acercaba el fin de sus desdichas.