Mi corazón reventaba de rabia ante aquel discurso insultante. ¡Cielos, qué no hubiera yo dado por estar libre un momento! Pero haciéndome una extrema violencia, le dije con una moderación que no era más que un refinamiento de furor, en tono moderado:
—Caballero, terminemos esas burlas insolentes. ¿De qué se trata? Veamos, ¿qué pretendéis hacer de nosotros?
—Se trata, señor caballero —me respondió—, de ir de aquí derecho al Châtelet. Mañana será de día, veremos más claro en nuestros asuntos, y confío en que me haréis el favor, al fin y al cabo, de decirme dónde está mi hijo.
Sin mucho esfuerzo comprendí que era una cosa de terribles consecuencias para nosotros que nos encerraran en el Châtelet. Preví, temblando, todos los peligros. A pesar de todo mi orgullo, comprendí que debía doblegarme al peso de mi suerte y halagar a mi más cruel enemigo, para conseguir algo por el camino de la sumisión. Le supliqué, en tono cortés, que me escuchase un momento.
—Me hago justicia —díjele—; confieso que la juventud me ha hecho cometer graves faltas y que vos estáis bastante herido por ellas para quejaros. Pero si conocéis la fuerza del amor, si podéis juzgar lo que sufre un pobre muchacho a quien le arrebatan lo que ama, quizá encontréis perdonable haber buscado el placer de una pequeña venganza, o, por lo menos, me consideraréis bastante castigado con la afrenta que acabo de recibir. No es necesaria la prisión o el suplicio para forzarme a descubrir, señor, dónde está vuestro hijo. Está en lugar seguro; mi propósito no era hacerle daño ni ofenderos. Estoy dispuesto a deciros el sitio en que pasa la noche tranquilamente si nos hacéis el favor de concedemos la libertad.
Aquel viejo tigre, en vez de conmoverse con mi ruego, volvióme la espalda riendo, dejando caer algunas palabras que me dieron a entender que conocía la historia desde el principio. Respecto a su hijo, añadió brutalmente que ya le encontraría, puesto que no le había asesinado.
—Llevadlos al Châtelet —dijo a los arqueros— y mucho cuidado con el caballero; que no se escape. Es un ladino que ya se fugó de San Lázaro.
Salió, dejándome en el estado que podéis imaginar.
—¡Oh, Cielos! —exclamé. Recibiría sumiso todos los golpes que vengan de tu mano; pero que un desgraciado bribón tenga poder para tratarme con esta tiranía es lo que me reduce al extremo de la desesperación.
Los arqueros nos rogaron que no les hiciéramos esperar mucho. Tenían un coche a la puerta. Tendí la mano a Manon para bajar.
—Ven, reina mía querida —le dije—; ven a someterte a todo el rigor de nuestra suerte. Querrá acaso el Cielo concedernos algún día más feliz.
Partimos en el mismo coche; ella se echó en mis brazos. Yo no le había oído pronunciar una sola palabra desde la llegada de G… M…; pero, al verse sola conmigo, me dijo mil ternezas, reprochándose ser la causa de mi desgracia. Yo le aseguré que no me quejaría de mi suerte mientras ella no dejara de amarme.
—No soy yo quien es digno de compasión —continué—; unos cuantos meses de cárcel no me asustan lo más mínimo, y siempre es preferible el Châtelet a San Lázaro. Por ti, alma mía, es por quien se interesa mi corazón. ¡Qué suerte para una criatura tan encantadora! ¡Cielos! ¿Cómo tratáis con tanto rigor a la más perfecta de vuestras obras? ¿Por qué no hemos nacido uno y otro con cualidades dignas de nuestra desgracia? Tenemos talento, gusto, sentimientos… ¡Ay, cuán tristemente los empleamos, mientras que tantas almas bajas y dignas de nuestra suerte gozan de todos los favores de la fortuna!
Estas reflexiones me traspasaban de dolor; pero no eran nada en comparación con las que se referían al porvenir, pues me consumía de temor por Manon. Ella ya había estado en el Hospital, y aun cuando hubiese salido por la puerta grande, yo sabía que las recaídas en ese asunto eran de consecuencias extremadamente peligrosas. Hubiera querido expresarle mis temores, pero temía causarle demasiada pena. Temblaba por ella, sin atreverme a advertirla del peligro, y la abrazaba suspirando, para asegurarle por lo menos mi amor, que era casi el único sentimiento que me atrevía a expresar.
—Manon —le dije—, habla con sinceridad: ¿me amarás siempre?
Ella me respondió que le hacía muy desgraciada que yo pudiera dudarlo.
—Bueno —repuse—; no lo dudo, y con esta seguridad afrontaré a todos nuestros enemigos. Utilizaré a mi familia para salir del Châtelet, y toda mi sangre será inútil si no te saco a ti tan pronto yo esté libre.
Llegamos a la cárcel; a cada uno nos pusieron en un sitio aparte. Este golpe fue menos rudo para mí, pues ya lo había previsto. Recomendé a Manon al conserje, haciéndole saber que era hombre de alguna posición y ofreciéndole una recompensa considerable. Abracé a mi querida amante antes de dejarla; la exhorté a que no se afligiera demasiado y a que no temiera a nada mientras yo estuviese en el mundo. Tenía algún dinero; le di parte de él, y con lo que me quedaba pagué al conserje un mes adelantado de pensión de primera por ella y por mí. Mi dinero produjo buen efecto. Me dieron una habitación amueblada con propiedad y me aseguraron que Manon tenía otra parecida.
En seguida me ocupé en los medios de apresurar mi libertad. Era evidente que en nuestro asunto no había nada de criminal, y aun suponiendo que se probase nuestro propósito de robo por la declaración de Marcelo, yo sabía muy bien que no se castigan las simples intenciones. Decidí escribir inmediatamente a mi padre rogándole que viniera en persona a París. Me avergonzaba menos, como he dicho, estar en el Châtelet que en San Lázaro. Además, aunque conservara todo el respeto debido a la autoridad paterna, la edad y la experiencia habían disminuido mucho mi timidez. Escribí, pues, y en el Châtelet no pusieron dificultad alguna para dejar salir mi carta; pero pude ahorrarme aquel trabajo si hubiera sabido que mi padre debía llegar a París al día siguiente.
Había recibido la que le había escrito ocho días antes. Había sentido una alegría extrema; pero por mucho que le hubiese halagado lo que le decía respecto a mi conversión, creyó que no debía atenerse en absoluto a mis promesas. Tomó, pues, el partido de ir a asegurarse de mi cambio por sus propios ojos y basar su conducta en la sinceridad de mi arrepentimiento. Llegó al día siguiente de mi detención.
La primera visita fue para Tibergo, a quien yo le rogué que dirigiera su contestación. No pudo saber por él ni mis señas ni mi situación en aquel momento; solamente le puso en antecedentes de mis principales aventuras desde que me había escapado de San Sulpicio. Tibergo le habló muy bien de las intenciones honradas que le manifestara en nuestra última entrevista. Añadió que me creía completamente libre de Manon; pero que, sin embargo, le sorprendía mucho no saber nada de mí hacía ocho días. Mi padre no se dejó engañar; comprendió que en el silencio de que se dolía había algo que escapaba a la penetración de Tibergo, y puso tanto empeño en descubrir mis huellas, que, dos días después de su llegada, supo que estaba en el Châtelet.
Antes de recibir su visita, que estaba muy lejos de esperar tan pronto, recibí la del jefe de policía, o, para decir las cosas por su nombre, sufrí su interrogatorio. Me hizo algunos reproches, pero no fueron duros ni groseros. Me dijo con suavidad que se lamentaba de mi mala conducta; que había tenido poca prudencia al enemistarme con un hombre como el señor De G… M…; que, realmente, era agradable observar que en mi asunto había más imprudencia y ligereza que malicia; pero que, con todo, era la segunda vez que me veía sujeto a su fuero, y que suponía que me habrían hecho ser un poco más formal los dos o tres meses de lecciones en San Lázaro.
Encantado de tener que habérmelas con un juez razonable, me expliqué con él de manera tan respetuosa y moderada, que pareció muy satisfecho de mis respuestas. Me dijo que no debía entregarme demasiado al pesar y que estaba dispuesto a favorecerme, teniendo en cuenta mi nacimiento y mi juventud. Me atreví a recomendarle a Manon, haciéndole el elogio de su dulzura y de su buen carácter. Él me respondió, riendo, que aún no la había visto, pero que la pintaban como una persona peligrosa. Aquella frase excitó de tal modo mi ternura, que le dije mil cosas apasionadas en defensa de mi pobre amante, y hasta no pude evitar derramar algunas lágrimas. Él ordenó que me condujeran a mi habitación de nuevo.
—¡Amor, amor! —exclamó aquel grave funcionario viéndome salir—, ¿no podrás nunca reconciliarte con la cordura?
Ocupado estaba con mis tristes pensamientos y reflexionando en la conversación que había tenido con el jefe de policía, cuando oí abrirse la puerta de mi cuarto: era mi padre. Aunque debía estar preparado para la visita, puesto que la esperaba pocos días después, me emocionó tan vivamente, que me habría precipitado al fondo de la tierra si ésta se hubiera abierto a mis pies. Le abracé con todas las muestras de una extrema turbación. Se sentó sin que ninguno de los dos hubiéramos todavía abierto la boca.
Como yo permanecía en pie, con los ojos bajos y la cabeza descubierta, díjome con seriedad:
—Sentaos, caballero, sentaos. Gracias al escándalo de vuestro libertinaje y de vuestras bribonadas he descubierto el sitio en que vivíais. La ventaja de un mérito como el vuestro es no poder permanecer oculto; vais a la celebridad por un camino infalible. Espero que el término no tardará en ser la Grève, que, efectivamente, tendréis la gloria de veros expuesto a la admiración de todo el mundo.
Yo no contesté. Él continuó:
—¡Qué desgracia la de un padre que, después de haber amado con ternura a un hijo y no haber escatimado nada para hacerle un hombre honrado, se encuentra, al final, con un pillo que le deshonra! Uno puede consolarse de un revés de fortuna: el tiempo lo borra y el dolor disminuye; pero ¿qué remedio contra un mal que va en aumento todos los días, cual es la vida desordenada de un hijo vicioso que perdió todos los sentimientos del honor? ¿No dices nada, desdichado? —añadió. Con esa modestia fingida y ese aire de humildad hipócrita, podría tomársele por el hombre más honrado de su raza.
Aun cuando me viese obligado a reconocer que merecía parte de aquellos ultrajes, me pareció, sin embargo, que era llevarlos al exceso, y creí que podría expresar naturalmente mi pensamiento.
—Os aseguro, señor —le dije—, que la modestia con que me presento ante vos no es fingida; es la situación natural de un hijo bien nacido que respeta infinitamente a su padre, y, sobre todo, a un padre irritado. No pretendo tampoco pasar por el hombre más formal de nuestra raza. Sé que soy digno de vuestros reproches; pero os conjuro a que uséis de un poco más de bondad y no me tratéis como al más infame de todos los hombres; no merezco nombres tan duros. Bien sabéis que es el amor el que ha causado todas mis faltas. ¡Ay! ¡Fatal pasión! ¿No conocéis su fuerza? ¿Y es posible que vuestra sangre, que es el origen de la mía, no haya sentido nunca los mismos ardores? El amor me ha hecho demasiado tierno, demasiado apasionado, demasiado fiel y quizá demasiado complaciente con los deseos de una amante encantadora: éstos son mis crímenes. ¿Veis en ello algo que os deshonre? Vamos, padre mío querido —añadí con dulzura—, un poco de piedad para un hijo que está lleno de respeto y de cariño por vos; que no ha renunciado, como suponéis, al honor y al deber, y que es mil veces más digno de lástima de lo que podríais imaginar.
Al terminar estas palabras dejé correr algunas lágrimas.
El corazón de un padre es la obra maestra de la naturaleza; ella reina en él, por decirlo así, a su placer y maneja todos los resortes. El mío, que era, además, un hombre de talento y de buen gusto, se emocionó tanto ante el giro que yo diera a mis disculpas, que no fue dueño de ocultarme aquel cambio.
—Ven, pobre caballero mío —me dijo—; ven y abrázame; me das compasión.
Yo le abracé. Me estrechó de un modo que me dio a entender lo que pasaba en su corazón.
—Pero ¿de qué medio nos valdremos —continuó— para sacarte de aquí? Explícame tu vida sin disfrazar la verdad.
Como, después de todo, en mi conducta, en general, no había algo que pudiera deshonrarme en absoluto, por lo menos midiéndola por la de los muchachos de cierta posición, y tener una querida no pasa por una infamia en el siglo en que estamos, ni tampoco cierta habilidad para buscar fortuna en el juego, relaté sinceramente a mi padre en detalle la vida que había llevado. A cada falta que le confesaba tenía buen cuidado de presentarle algún ejemplo célebre para amenguar la vergüenza.
—Yo vivo con una amante —le decía— sin estar ligado a ella por las ceremonias del matrimonio; el duque de… sostiene dos a la vista de todo París; el señor De… tiene una hace diez años, a la que es mucho más fiel que lo ha sido nunca a su mujer. Las dos terceras partes de los habitantes de París se honran de tenerlas. He usado de malas artes en el juego; el marqués de… y el conde de… no tienen otra renta; el príncipe de… y el duque de… son jefes de una banda de caballeros del mismo género.
En lo tocante a mis designios sobre el dinero de los dos G… M…, podría haber encontrado también fácilmente que no dejaba de tener modelos; pero aún me quedaba demasiado honor para no condenarme a mí mismo con todos aquellos que hubiera podido presentar como modelos, de suerte que supliqué a mi padre que me perdonase aquella flaqueza por la violencia de las dos pasiones que me movían: la venganza y el amor.
Me preguntó si podría darle algún dato acerca de los medios más cortos para conseguir mi libertad, sobre todo de un modo que se evitara el escándalo. Le indiqué los sentimientos de bondad que el jefe de policía tenía por mí.
—Si encontráis dificultades, no pueden proceder más que de los G… M…; así es que creo no estaría de más que os tomaseis el trabajo de verlos.
Me prometió hacerlo así.
No me atreví a indicarle que hiciera algo en favor de Manon. Y no fue en modo alguno falta de ánimo, sino efecto del temor que tenía de que aquella proposición le indignase y le hiciera nacer algún propósito funesto para ella y para mí. Aún no sé si este temor no fue la causa de mis mayores infortunios, impidiéndome tentar la voluntad de mi padre y hacer todos los esfuerzos posibles para lograr que hiciera algo en favor de mi desgraciada amante. Es posible que hubiera excitado su compasión una vez más; quizá le habría puesto en guardia contra las impresiones que iba a recibir, con demasiada facilidad, del viejo G… M… ¡Qué sé yo! Mi mal destino acaso hubiera podido más que todos mis esfuerzos; pero, en tal asunto, sólo habría podido acusar de mi desgracia a él y a la crueldad de mis enemigos.
En cuanto se separó de mí, mi padre fue a hacer una visita al señor De G… M… Le encontró con su hijo, a quien el guardia de corps había devuelto honradamente la libertad. Nunca he sabido detalles de su conversación; pero, por sus mortales efectos, no me ha sido muy difícil suponerlos. Fueron juntos (los dos padres) a ver al jefe de policía, a quien pidieron dos gracias: una, que me hicieran salir inmediatamente del Châtelet; la otra, que encerrase a Manon para el resto de sus días o que la enviase a América. En aquella época se empezaba a embarcar para el Mississippi a una porción de gente sin oficio ni beneficio. El jefe de policía les empeñó su palabra de hacer salir a Manon en el primer barco.
El señor De G… M… y mi padre fueron en seguida a llevarme la noticia de mi libertad. El señor De G… M… se disculpó cortésmente por lo pasado, y felicitándome por la suerte de tener tal padre, me exhortó a aprovechar en adelante sus lecciones y sus ejemplos. Mi padre me ordenó que me excusara de la pretendida injuria que había hecho a su familia y que le diera las gracias por haber contribuido a mi libertad.
Salimos juntos, sin haber hablado en absoluto de mi amante. Yo no me atreví siquiera a hablar de ella a los carceleros en su presencia. ¡Ay! Mis tristes recomendaciones habrían sido bien inútiles: la orden cruel había llegado al mismo tiempo que la de mi libertad. Aquella desdichada criatura fue conducida una hora después al Hospital, para reunirse con unas cuantas infelices que estaban destinadas a sufrir la misma suerte.
Mi padre me obligó a seguirle a la casa en que se hospedaba, y eran cerca de las seis de la tarde cuando encontré un momento para escaparme de su vista y volver al Châtelet. Mi propósito era sólo llevar algunas provisiones a Manon y recomendársela al conserje, pues no creía que me dieran la libertad de verla. Tampoco había tenido tiempo para pensar en los medios para liberarla.
Dije que quería hablar con el conserje. El hombre estaba satisfecho de mi esplendidez y mi amabilidad; así es que tenía sentimientos de buena voluntad hacia mí, y me habló de la suerte de Manon como de una desgracia que sentía mucho, porque podía afligirme. Yo no entendía aquel lenguaje. Durante unos minutos hablamos sin entendernos. Al fin, comprendiendo que yo necesitaba una explicación, me la dio tal y como os la he dicho horrorizado y aún me horroriza repetirla.
Una apoplejía fulminante no causa un efecto más súbito y más terrible. Caí al suelo con unas palpitaciones de corazón tan dolorosas, que en el momento en que perdí el conocimiento me creí liberado de la vida para siempre. Aún me quedaba algo de esta idea cuando volví en mí. Dirigía mis miradas hacia todas las partes de la habitación y me miraba a mí mismo, para asegurarme de que aún tenía la desgraciada cualidad de hombre vivo. Ciertamente que, siguiendo sólo el impulso natural, que induce a librarse de los dolores, nada podía parecerme más dulce que la muerte en ese momento de desesperación y consternación. Ni la misma religión podía hacerme entrever nada más insoportable después de muerto que las convulsiones crueles que me atormentaban.
Sin embargo, por un milagro propio del amor, pronto encontré la fuerza suficiente para dar gracias al Cielo de haberme devuelto el conocimiento y la razón. Mi muerte sólo me hubiera sido útil a mí; Manon necesitaba mi vida para liberarla, para socorrerla, para vengarla; juré emplearme en esas tareas sin escatimar medio alguno.
El conserje me prestó toda la asistencia que hubiera podido esperar del mejor de mis amigos. Recibí sus servicios con vivo reconocimiento.
—¡Ay —le dije—, tenéis, pues, compasión de mis penas! Todo el mundo me abandona; mi mismo padre es, indudablemente, uno de mis más crueles perseguidores; nadie tiene piedad de mí. ¡Vos sólo, en la mansión de la crueldad y la barbarie, demostráis compasión hacia el más desdichado de todos los hombres!
Me aconsejó que no saliera a la calle sin haberme repuesto un poco de la turbación en que estaba.
—Dejadme, dejadme —respondí, saliendo—; volveré a veros antes de lo que pensáis. Preparad el más oscuro de vuestros calabozos, pues voy a trabajar para merecerlo. En efecto, mi primer impulso era nada menos que deshacerme de los dos G… M… y del jefe de policía e irrumpir en seguida a mano armada en el Hospital con todos aquellos que pudiera interceder en mi favor. Mi mismo padre apenas había sido respetado por una venganza que tan justa me parecía, pues el conserje no me ocultó que él y G… M… eran los causantes de mi pérdida.
Pero apenas di unos cuantos pasos por la calle y el aire refrescó mi sangre y mis humores, mi furor fue poco a poco dejando paso a sentimientos más razonables. La muerte de nuestros enemigos habría sido de muy poca utilidad a Manon, y me hubiera expuesto, sin duda alguna, a que me quitaran todos los medios de socorrerla. Además, ¿iba a recurrir a un cobarde asesinato? ¿Qué otro camino seguir para vengarme? Concentré todas mis fuerzas y todo mi ingenio para trabajar primero en la libertad de Manon, remitiendo el resto al éxito de esta importante empresa.
Me quedaba poco dinero, y ésta era, sin embargo, una base necesaria, por la que había que empezar. No veía sino tres personas que pudiesen proporcionármelo: el señor De T…, mi padre y Tibergo. De los dos últimos era poco probable que lograra algo, y me avergonzaba molestar al otro con mis importunidades. Pero cuando se está desesperado no se guardan muchas consideraciones. Me dirigí inmediatamente al Seminario de San Sulpicio, sin preocuparme de si me reconocerían. Mandé llamar a Tibergo. Sus primeras palabras me dieron a entender que aún ignoraba mis últimas aventuras. Aquello me hizo cambiar la intención que llevaba de enternecerle inspirándole lástima. Le hablé, en términos generales, del placer que había tenido en volver a ver a mi padre, y luego le pedí naturalmente que me prestara algún dinero, so pretexto de pagar, antes de mi marcha de París, algunas deudas que yo deseaba permanecieran desconocidas. En seguida me entregó su bolsa. Tomé quinientos francos de los seiscientos que había en ella. Le ofrecí un recibo; era demasiado generoso para aceptarlo.
De allí me fui a casa del señor De T… Con él no guardé reserva alguna. Le expuse mis desdichas y mis penas; ya conocía hasta las menores circunstancias, porque había seguido con interés la aventura del joven G… M… A pesar de ello, me escuchó y me compadeció mucho. Cuando le pedí consejo sobre los medios de que podría valerme para libertar a Manon, me respondió con tristeza que veía tan poca luz, que, a menos que encontrara una ayuda extraordinaria del Cielo, era necesario renunciar a la esperanza; que él había ido expresamente al Hospital desde que ella estaba encerrada allí, y que ni él mismo había conseguido la libertad de verla; que las órdenes del jefe de policía eran de un rigor extremo, y que, para colmo de desdichas, la infortunada banda de que formaba parte debía partir a los dos días de la fecha en que estábamos.
Tan abatido me dejaron sus palabras, que él habría podido estar hablando una hora sin que yo hubiera soñado con interrumpirle. Continuó diciéndome que no había ido a verme al Châtelet para poder servirme con más libertad si le suponían sin relación alguna conmigo; que después de algunas horas de mi salida de la prisión sintió mucho ignorar dónde me había retirado, y que había deseado verme pronto para darme el único consejo con el cual pudiera esperar un cambio en la suerte de Manon, pero un consejo peligroso, en el que me suplicaba esconder eternamente que él había tomado parte: consistía en elegir unos cuantos valientes que tuviesen coraje para atacar a los guardianes de Manon cuando salieran con ella de París. No esperó a que le hablase de mi indigencia.
—Aquí tenéis cien pistolas —me dijo presentándome una bolsa—, que podrán seros de utilidad; me las devolveréis cuando la suerte haya puesto en orden vuestros asuntos.
Añadió que, si el cuidado de su reputación le hubiera permitido emprender a él, en persona, la liberación de mi amante, me hubiera ofrecido su brazo y su espada.
Aquella generosidad excesiva me conmovió hasta las lágrimas. Empleé para manifestarle mi agradecimiento toda la viveza que mi aflicción me dejaba. Le pregunté si no podía esperar algo por el camino de las intercesiones ante el jefe de policía; me respondió que ya había pensado en ello, pero que creía inútil aquel recurso, puesto que una gracia de tal naturaleza no podía pedirse sin motivo, y no veía de qué medio nos podríamos valer para convertir en intercesor a una persona seria y pudiente; que, de poder conseguir algo por ese lado, sería solamente haciendo cambiar de sentimientos al señor De G… M… y a mi padre, comprometiéndoles a que pidieran ellos mismos al jefe de policía que revocara su sentencia. Me ofreció hacer cuanto pudiera para ganar al joven G… M…, aun cuando le creyese un poco frío con él, por algunas sospechas que tenía de su intervención en nuestro asunto, y me aconsejó que no omitiera nada por mi parte para ablandar el espíritu de mi padre.
No era aquello una empresa ligera para mí; y no sólo por la dificultad con que, naturalmente, había de tropezar para vencerle, sino por otra razón que me hada hasta temer acercarme a él: me había escapado de su alojamiento, contraviniendo sus órdenes, y estaba decidido a no volver allí después de conocer el triste destino de Manon. Temía, con fundamento, que me obligara, a pesar mío, a quedarme allí, e incluso que me llevara a provincia. Mi hermano mayor ya había empleado en otro tiempo este sistema. Cierto que yo ya era mayor; pero la edad es una razón muy débil contra la fuerza. Di, sin embargo, con un medio que me salvaba del peligro, y era citarle en un sitio público, anunciándome a él con otro nombre. El señor De T… se fue a casa de G… M…, y yo al Luxemburgo, desde donde mandé recado a mi padre, diciéndole que uno de sus servidores le esperaba. Temía que pusiera alguna dificultad en ir porque se acercaba la noche. Sin embargo, apareció poco después, seguido de su lacayo; yo le supliqué que nos internáramos por una alameda donde pudiésemos estar solos. Dimos más de cien pasos sin hablar; indudablemente, él debió de pensar que yo no tomaba tantas precauciones sin un propósito importante. Esperaba mi arenga y yo la meditaba.
Por fin abrí la boca.
—Señor —le dije, temblando—, sois un buen padre. Me habéis colmado de gracias y me habéis perdonado un número infinito de faltas; por eso el Cielo es testigo de que tengo para vos todos los sentimientos del hijo más tierno y respetuoso. Pero me parece que… vuestro rigor…
—¡Bueno! ¿Mi rigor? —interrumpió mi padre, que supuso, sin duda, que yo hablaba despacio para impacientarle.
—¡Ah, señor! —continué yo. Me parece que vuestro rigor es extremado en el trato de la desgraciada Manon. Os habéis fiado del señor De G… M… Su rencor os la ha pintado con los colores más negros. Os habéis formado una idea odiosa de ella. Y, sin embargo, es la más dulce y la más amable de todas las criaturas del mundo. ¿Por qué Dios no ha querido inspiraros la idea de verla un momento? No estoy más seguro de que es encantadora que lo estoy de que os lo hubiera parecido. Hubiérais tomado partido por ella; hubiérais detestado los negros artificios de G… M…; hubiérais tenido compasión de ella y de mí. ¡Ay! Estoy seguro de ello. Vuestro corazón no es insensible: os hubiérais dejado enternecer.
Me interrumpió otra vez, viendo que hablaba con un ardor que no me permitiría acabar tan pronto. Quiso saber a dónde quería yo ir con aquel discurso tan apasionado.
—A pediros la vida —respondí—, que no puedo conservar un momento si Manon marcha a América.
—No, no —me dijo con tono severo—; prefiero verte sin vida que sin juicio y sin honor.
—No vayamos, pues, más lejos —exclamé, deteniéndole por el brazo. Quitádmela, esta vida odiosa e insoportable, pues en la desesperación en que me arrojáis, la muerte será un favor para mí. Es un presente digno de la mano de un padre.
—No te daría más que lo que mereces —replicó. Conozco muchos padres que no habrían aguardado tanto para ser tus verdugos; pero mi excesiva bondad te ha perdido.
Me eché a sus rodillas.
—¡Ah! Si os queda algo aún —le dije, abrazando sus rodillas—, no seáis duro ante mis lágrimas. Pensad que soy vuestro hijo… ¡Ay! Acordaos de mi madre, a quien amabais con tanta ternura. ¿Habríais sufrido que la arrebataran de vuestros brazos? La habríais defendido hasta la muerte. ¿No tienen los demás un corazón como vos? ¿Se puede ser bárbaro después de haber experimentado lo que es la ternura y el dolor?
—No vuelvas a hablarme de tu madre —repuso con voz irritada—; ese recuerdo calienta mi indignación. Tus desórdenes la harían morir de dolor si hubiese vivido para verlos. Terminemos esta entrevista —añadió—; me molesta, y no me hará cambiar de resolución. Me voy a casa, y te ordeno que me sigas.
El tono seco y duro con que me dio aquella orden me hizo comprender que su corazón era inflexible. Me alejé algunos pasos, por miedo a que le dieran ganas de detenerme con sus propias manos.
—No aumentéis mi desesperación obligándome a desobedeceros —le dije—. Es imposible que os siga. Y no lo es menos que viva después de la dureza con la que me tratáis, así es que os doy un eterno adiós. Mi muerte, que no tardaréis en saber —añadí tristemente—, os hará quizá volver a sentir por mí cariño de padre.
Cuando me volví para separarme de él, exclamó con profunda cólera:
—¿Entonces, te niegas a seguirme? Anda, corre a tu perdición. ¡Adiós, hijo ingrato y rebelde!
—Adiós —le dije en mi furia—; adiós, padre bárbaro y desnaturalizado.
Salí pronto del Luxemburgo. Anduve por las calles como loco, hasta que llegué a casa del señor De T… En mi marcha levantaba los ojos y las manos para invocar a todas las potencias celestiales.
—¡Oh, Dios! —decía—. ¿Seréis tan implacable como los hombres? No puedo esperar ayuda más que de vos.
El señor De T… no había vuelto todavía a su casa; pero volvió después de que lo esperé pocos momentos. Su negociación había salido mejor que la mía; así me lo dijo con cara de abatimiento. El joven G… M…, aunque menos irritado que su padre contra Manon y contra mí, no había querido solicitar nada en nuestro favor. Se lo había prohibido a sí mismo por el miedo que sentía del viejo vengativo, que ya se había enfurecido mucho con él reprochándole su intento de relaciones con Manon.
Sólo me quedaba, pues, el camino de la violencia, tal y como el señor De T… me trazara el plan; a ello reduje todas mis esperanzas.
—Muy inseguras son —le dije—; pero la única sólida y la más consoladora para mí es, por lo menos, perecer en la empresa.
Lo dejé, rogándole que me ayudara con sus votos, y ya no pensé más que en unirme a compañeros a quienes pudiera comunicar una chispa de mi ánimo y de mi resolución.
El primero que me vino a la mente fue el guardia de corps a quien había empleado para detener a G… M… También tenía el propósito de pasar la noche en su habitación, pues no había tenido ánimos durante la tarde para procurarme un alojamiento. Le encontré solo; se alegró mucho al verme fuera del Châtelet. Me ofreció afectuosamente sus servicios: yo le expliqué cuál podía prestarme. Tenía suficiente buen sentido para percibir todas las dificultades; pero fue tan generoso que se brindó para tratar de vencerlas.
Empleamos una parte de la noche en discutir mi propósito. Me habló de los tres soldados de la guardia que utilizó en la última ocasión, como de tres valientes a toda prueba. El señor De T… me había informado exactamente el número de arqueros que debían conducir a Manon: sólo eran seis. Cinco hombres resueltos y atrevidos bastaban para sembrar el espanto entre aquellos miserables, que no son capaces de defenderse honradamente cuando pueden evitar el peligro del combate con una cobardía.
Como no estaba sin dinero, el guardia de corps me aconsejó que no escatimara nada para asegurar el éxito de nuestro ataque.
—Necesitamos caballos —me dijo—, con pistolas y un mosquetón para cada uno. Yo me encargo de ocuparme mañana de los preparativos. También necesitamos tres trajes corrientes para nuestros soldados, que no se atreverían a aparecer en un asunto de esta naturaleza con el uniforme de su regimiento.
Le puse entre las manos las cien pistolas que había recibido del señor De T…, y las empleó al día siguiente hasta el último céntimo. Pasé revista a los tres soldados; les animé con grandes promesas, y, para quitarles toda desconfianza, empecé por regalar diez pistolas a cada uno.
El día fijado para la ejecución del plan envié a uno de ellos por la mañana temprano al Hospital, a fin de que viera por sus propios ojos el momento en que los arqueros partirían con su presa. Aunque yo sólo tomé esta precaución por un exceso de inquietud y de previsión, resultó que era absolutamente necesaria. Yo me había fiado de informes equivocados que me habían dado acerca de su ruta, y convencido de que aquella deplorable tropa debía embarcar en La Rochelle, hubiera perdido todos mis esfuerzos esperándola en el camino de Orléans. El soldado de guardias me informó, sin embargo, que tomaba el camino de Normandía y que embarcaría para América en el Havre. Nos dirigimos en seguida a la puerta de San Honorato, procurando ir por calles distintas. Nos reunimos al final del barrio. Nuestros caballos estaban listos; no tardamos mucho en divisar a los seis guardias y las dos miserables galeras que visteis en Pacy hace dos años. Aquel espectáculo estuvo a punto de quitarme la fuerza y el conocimiento.
—¡Oh, suerte, suerte cruel —exclamé—, concédeme al menos la muerte o la victoria!
Celebramos consejo un momento sobre la forma en que haríamos nuestro ataque. Los arqueros no nos llevaban más de cuatrocientos pasos de delantera, y podíamos detenerlos atravesando un pequeño campo al cual rodeaba la carretera. El guardia de corps fue de la opinión de tomar aquel camino para sorprenderlos, cayendo sobre ellos de repente. Yo aprobé su idea, y fui el primero que picó espuelas al caballo. Pero la fortuna había rechazado sin piedad mis ruegos.
Cuando los arqueros se percataron de que cinco jinetes se dirigían hacia ellos, no dudaron un punto que fuera para atacarlos. Se aprestaron a la defensa, preparando sus bayonetas y sus fusiles con aire bastante decidido.
Esta visión, que no hizo sino animarnos al guardia de corps y a mí, quitó de un golpe el valor a nuestros tres cobardes compañeros. Se pararon como si estuvieran de acuerdo, y, después de decirse algunas palabras que no oí, volvieron la cabeza de los caballos y tomaron el camino de París sin brida.
—¡Dios santo! —me dijo el guardia de corps, que parecía tan desesperado como yo ante aquella deserción infame. ¿Qué vamos a hacer? No somos más que dos.
Había perdido la voz de rabia y asombro. Me detuve, pensando si mi primera venganza no debía ser perseguir y castigar a los cobardes que me abandonaban. Les miraba huir, y, al mismo tiempo, del otro lado, dirigía mi vista a los arqueros; si hubiera podido partirme en dos me habría lanzado a la vez contra los dos objetos de mi rabia para devorarlos juntos.
El guardia de corps, que comprendía mi incertidumbre por el movimiento perdido de mis ojos, me rogó que escuchara su consejo.
—No siendo más que dos —me dijo—, sería una locura atacar a seis hombres, tan bien armados como nosotros, y que, al parecer, nos aguardan a pie firme. Es preciso volver a París y procurarse más suerte en la elección de nuestros valientes. Los arqueros no podrán hacer grandes jornadas con esos dos coches pesados, les alcanzaremos mañana sin mucho esfuerzo.
Reflexioné un momento sobre aquella idea; pero como no veía por todas partes más que motivos de desesperación, tomé una decisión realmente desesperada, que fue dar las gracias a mi camarada por sus servicios, y, lejos de atacar a los arqueros, ir muy sumiso a suplicarles que me recibieran en su grupo para acompañar a Manon con ellos hasta el Havre, y luego ir allende el mar con ella.
—Todo el mundo me persigue o me traiciona —dije al guardia de corps—; no puedo confiar en nadie; no espero nada de la fortuna ni de la ayuda de los hombres. Mis desdichas han llegado al colmo; sólo me queda el recurso de someterme. Cierro, pues, los ojos a toda esperanza. ¡Que el Cielo pueda recompensar vuestra generosidad! ¡Adiós! Voy a ayudar a mi mala ventura a consumar mi ruina, corriendo a ella voluntariamente.
El guardia hizo esfuerzos inútiles para convencerme de que volviera a París. Le supliqué que me dejara seguir mi decisión y que me abandonara inmediatamente, pues temía que los arqueros continuasen creyendo que nuestro propósito era atacarlos.
Fui solo hacia ellos, con paso lento, y el rostro tan consternado, que no debieron de encontrar nada que los asustara en mi avance. Sin embargo, aún estaban a la defensiva.
—Tranquilizaos, señores —les dije al abordarlos—, no os hago la guerra; vengo a pediros un favor.
Les rogué que continuaran su camino sin desconfianza, y, una vez en marcha, les dije los favores que esperaba de ellos.
Se consultaron sobre la manera como debían recibir aquella proposición. El jefe de la banda tomó la palabra en nombre de todos. Me respondió que las órdenes que tenían de vigilar a sus detenidas eran de un rigor extremo; que, sin embargo, yo le parecía un hombre tan agradable, que él y sus compañeros relajarían un poco su deber, pero que debía comprender que aquello me costaría algo. Me quedaban unas quince pistolas, y les dije francamente en lo que consistía el fondo de mi bolsa.
—Bueno —me dijo el arquero—, seremos generosos. Sólo os costará un escudo cada hora que habléis con aquella de nuestras muchachas que más os guste; es el precio corriente en París.
Yo no les había hablado de Manon, en particular, pues no quería que conocieran mi pasión. Primero se imaginaron que no era más que una fantasía de joven la que me hacía buscar un poco de pasatiempo con aquellas criaturas; pero cuando creyeron darse cuenta de que estaba enamorado, aumentaron de tal modo el tributo, que mi bolsa quedó agotada al salir de Mantes, donde dormimos la noche del día que llegamos a Pacy.