A pesar del embarazo al que lo arrojaba esta escena, no dejó de hacer una profunda reverencia. Manon no le dejó tiempo de abrir la boca; le presentó su espejo, diciendo:

—Miraos, caballero; miraos bien y hacedme justicia. Vos pretendéis mi amor; éste es el hombre que amo y a quien he jurado amar toda mi vida. Haced vos mismo la comparación; si creéis poder disputarle mi corazón, decidme en qué os fundáis, pues yo declaro que, a los ojos de vuestra humilde servidora, todos los príncipes de Italia no valen uno de los cabellos que tengo en la mano.

Durante aquella loca arenga, que aparentemente ella había meditado, yo hacía esfuerzos inútiles por soltarme, y, compadeciéndome de un hombre serio, me sentí inclinado a reparar aquel pequeño ultraje a fuerza de amabilidades. Pero él se rehizo fácilmente, y su respuesta, que encontré un poco grosera, me hizo perder esta disposición.

—Señorita, señorita —dijo con sonrisa forzada—; en efecto, abro los ojos y veo que sois mucho menos novicia de lo que yo me figuraba.

Luego se retiró sin mirarla, añadiendo en voz más baja que las mujeres de Francia no valen más que las de Italia.

Nada me invitaba en aquella ocasión a hacerle formar mejor idea del bello sexo.

Manon soltó mis cabellos, se dejó caer en un sillón e hizo resonar el cuarto con sus ruidosas carcajadas. No negaré que me sentí conmovido hasta el fondo de mi alma con un sacrificio que sólo podía atribuir al amor. Sin embargo, la burla me pareció excesiva, y la reprendí por ello.

Manon me contó que mi rival, después de asediarla durante varios días en el bosque de Bolonia y haberle hecho adivinar sus sentimientos por señas, se había decidido a hacerle una declaración abierta, acompañándola de su nombre y de todos sus títulos, en una carta que le envió por conducto del cochero que la servía a ella y a sus compañeras; que le prometía, más allá del horizonte, una fortuna brillante y adoración eterna; que ella volvió a Chaillot resuelta a comunicarme aquella aventura; pero que luego se le había ocurrido que podía servimos de diversión; que no había podido resistirse a su imaginación; que había aguijado al príncipe con una respuesta halagadora para visitarla, y no pudo resistir el poner en práctica su idea, procurándose el placer de hacerme entrar en su plan sin haber hecho nacer la menor sospecha. Nada le dije de los datos que yo poseía por otro conducto, y la embriaguez del amor triunfante me hizo aprobar todo.]

He observado en toda mi vida que el Cielo ha elegido siempre, para asestarme los golpes de sus castigos más rudos, los momentos en que mi suerte me parecía más segura. Creíame yo tan feliz con la amistad del señor De T… y la ternura de Manon, que nadie me habría podido persuadir de que tenía que temer una nueva desgracia, y, sin embargo, se preparaba una tan funesta, que fue la que me llevó a la situación en que me visteis en Pacy, y, paso a paso, a extremos tan deplorables, que seguramente os costará trabajo creer fiel mi relato.

Un día que teníamos a cenar al señor De T… oímos el ruido de un coche que se detenía a la puerta de la posada. La curiosidad nos estimuló a averiguar quién podía llegar a esta hora. Nos dijeron que era el joven De G… M…; es decir, el hijo de nuestro más cruel enemigo, de aquel viejo libertino que me llevó a San Lázaro y a Manon al Hospital. Su nombre me hizo enrojecer.

—El Cielo me lo envía —dije a De T…— para castigarle por la infamia de su padre. No se me escapará sin que hayamos medido nuestras espadas.

El señor De T…, que le conocía, y aun era uno de sus mejores amigos, se esforzó en hacerme formar mejor concepto de él. Me aseguró que era un joven muy amable, y tan incapaz de haber tomado parte en la acción del padre, que en cuanto le viera le concedería mi estimación y desearía la suya. Después de añadir mil cosas a su favor, me suplicó que consintiera invitarle a venir con nosotros y a tomar parte en lo que quedaba de nuestra cena. Ante mi advertencia del peligro que supondría para Manon que el hijo de nuestro enemigo conociese su refugio, respondió asegurando por su honor y su fe que, en cuanto nos conociera, no tendríamos defensor más celoso. Después de tales seguridades no opuse ninguna dificultad.

El señor De T… no nos lo trajo sin haber tomado antes un momento para informarle quiénes éramos. Entró con un aire que, efectivamente, nos previno en su favor. Me abrazó; nos sentamos; admiró a Manon, a mí, todo lo que nos pertenecía, y comió con un apetito que hizo honor a nuestra cena.

Cuando levantaron los manteles, la conversación tomó un giro más serio. Con los ojos bajos nos habló del extremo a que su padre había llegado con nosotros, dándonos mil excusas.

—Las abrevio —nos dijo— para no renovar un recuerdo que me causa demasiada vergüenza.

Si éstas eran sinceras desde el principio, después lo fueron mucho más, pues no llevábamos media hora hablando cuando advertí la impresión que le causaban los encantos de Manon. Sus miradas y sus modales se hicieron cada vez más suaves. No dejó traslucir nada en sus palabras; pero, aun prescindiendo de los celos, tenía demasiada experiencia en el amor para no conocer lo que venía de él.

Nos acompañó una parte de la noche. No dejó después de felicitarse por habernos conocido y de pedirnos permiso para volver alguna vez a renovarnos la oferta de sus servicios. Partióse de madrugada con el señor De T…, que tomó asiento en su carruaje.

Como ya he dicho, yo no sentía ninguna inclinación a los celos. Creía más que nunca en los juramentos de Manon. Aquella criatura encantadora era tan completamente dueña de mi alma tan en absoluto, que yo no tenía el menor sentimiento que no fuese estima y amor. Lejos de mortificarme que hubiese gustado al joven G… M…, me sentí entusiasmado del efecto de sus encantos y me preciaba de ser amado por una muchacha que todo el mundo encontraba adorable. Ni siquiera juzgué oportuno comunicarle mis sospechas. Durante unos días sólo nos ocupamos de arreglar sus vestidos y discutir si podríamos ir al teatro sin temor de ser reconocidos. Antes de terminar la semana fue a vemos el señor De T… y le consultamos este punto. Comprendió que tenía que decir que sí para dar gusto a Manon. Decidimos, pues, ir aquella misma noche con él.

No pudimos, sin embargo, ejecutar aquella decisión, pues, llevándome aparte, me dijo:

—Me encuentro en el mayor apuro desde la última vez que nos vimos, y esta visita que os hago hoy es consecuencia de ello. G… M… ama a vuestra amante; así me lo ha confiado. Yo soy su íntimo amigo, y estoy dispuesto a servirle en todo, pero no lo soy menos vuestro. He considerado injustas sus intenciones y las he condenado. Le hubiera guardado el secreto si no pensara emplear, en apoyo de sus intenciones, más que las vías comunes; pero está bien informado del carácter de Manon. Ha sabido, no sé por dónde, que es aficionada a la abundancia y los placeres, y como tiene una gran fortuna me ha dicho que piensa tentarla haciéndole un buen regalo y ofreciéndole diez mil libras de pensión. En igualdad de circunstancias, quizá me hubiera costado mucho traicionarlo; pero de vuestra parte está la justicia unida con la amistad, tanto más cuanto que, habiendo sido la causa inconsciente de su pasión introduciéndole aquí, estoy obligado a prevenir los efectos del mal que he ocasionado.

Di las gracias al señor De T… por un favor de tal importancia, y le confesé, en confianza, que el carácter de Manon era tal y como se lo figuraba G… M…; es decir, que no podía soportar ni el nombre de la pobreza.

—Sin embargo —le dije—, cuando se trata de más o menos, no la creo capaz de abandonarme por otro. Estoy en situación de que no carezca de nada y espero que mi fortuna crezca de día en día. Sólo temo una cosa: que G… M… aproveche el saber nuestro retiro para jugarnos una mala pasada.

El señor De T… me aseguró que no debía temer nada por ese lado; que G… M… sería capaz de una locura amorosa, pero no de una bajeza; que si tenía la cobardía de cometer alguna, él sería el primero en castigarle, reparando de este modo el mal que causara sin pensar.

—Mucho os agradezco vuestros sentimientos —repuse yo—; pero el mal estaría hecho, y el remedio no es muy seguro. Así, pues, el mejor partido es prevenirlo marchándonos de Chaillot a vivir a otra parte.

—Sí —repuso el señor De T…—; pero no lo podréis hacer tan pronto como convendría, pues G… M… piensa estar aquí a mediodía, me lo dijo ayer, y esto es lo que me ha hecho presentarme tan de mañana para informaros de sus intenciones. Puede llegar en cualquier momento.

Un aviso tan apremiante me hizo considerar el caso con mayor seriedad. Como me parecía imposible eludir la visita de G… M… y temía no poder tampoco evitar que se explicase con Manon, resolví advertirla yo mismo, comunicándole el propósito de mi rival. Suponía que, sabiéndome enterado de las proposiciones que él le haría, y recibiéndolas a mis ojos, tendría suficiente fuerza para rechazarlas. Comuniqué mi pensamiento al señor De T…, quien me respondió que era una cosa muy delicada.

—Lo reconozco —le dije—; pero todos los motivos que pueden tenerse para estar seguros de una amante los sumo yo para contar con el afecto de la mía. Solamente la importancia de los ofrecimientos es lo que podría deslumbrarla, y ya os he dicho que no es interesada. Le gusta vivir bien; pero también me ama, y en el estado actual de mis asuntos no puedo creer que prefiera al hijo del hombre que la llevó al Hospital.

En una palabra, insistí en mi idea, y, retirándome con Manon, le declaré sin rodeos lo que acababa de saber.

Me dio las gracias por el buen concepto que de ella tenía y me prometió acoger los ofrecimientos de G… M… de modo que no le quedaran ganas de reincidir.

—No —le dije—, no conviene irritarle con brusquedades; puede perjudicarnos. Pero tú sabes bien, bribonzuela —añadí, riendo—, cómo deshacerte de un amante desagradable e importuno.

Después de reflexionar un poco, repuso ella:

—Se me ocurre una idea admirable, y me felicito de ella. G… M… es hijo de nuestro más cruel enemigo; vamos a vengarnos de él, no en su hijo, sino en su bolsillo. Le escucharé, aceptaré sus regalos y me burlaré de él.

—El proyecto es admirable —le dije—; pero ¿no piensas, pobrecita mía, que es el camino que nos llevó derecho al Hospital?

Por más que hice para ponerle de manifiesto los peligros de aquella empresa, ella me aseguró que todo era cuestión de tomar precauciones, y respondió a todas mis objeciones. Indicadme un amante que no ceda ciegamente a todos los caprichos de la mujer a quien adora, y confesaré que hice mal dejándome convencer tan fácilmente. Resolvimos, pues, engañar a G… M…, y por un azar de la suerte resultó que fui yo el engañado.

A eso de las once vimos aparecer su coche. Nos dio mil excusas rebuscadas para disculpar su atrevimiento de venir a comer con nosotros. No le sorprendió encontrar al señor De T…, quien le prometiera la víspera asistir a la comida y había pretextado unos asuntos para no ir en su mismo coche. Aun cuando todos llevábamos la traición en el pecho, nos sentamos a la mesa con aire de confianza y amistad. G… M… halló fácilmente la ocasión de declarar sus sentimientos a Manon. No debí parecerle molesto, pues expresamente me quité de en medio unos minutos.

A mi vuelta pude observar que no le habían tratado con excesivo rigor. Estaba del mejor humor del mundo; yo fingí estarlo también, él se reía en su fuero interno de mi inocencia y yo de la suya. Durante toda la tarde fuimos uno para otro un espectáculo muy agradable. Antes de marcharse, aun le procuré un momento de conversación a solas con Manon; de suerte que pudo salir tan satisfecho de mi complacencia como de mi trato.

Tan pronto como montó en su coche con el señor De T…, Manon corrió hacia mí con los brazos abiertos, y me estrechó, riendo a carcajadas. Me repitió sus palabras y sus proposiciones sin quitar ni añadir nada. Se reducían a esto: él la adoraba; quería compartir con ella cuarenta mil libras de renta, que ya disfrutaba, sin contar lo que heredaría a la muerte de su padre. Sería la dueña de su corazón y de su fortuna, y estaba dispuesto a darle en prenda un coche, un palacio amueblado, una doncella, tres lacayos y un cocinero.

—He aquí a un hijo —dije a Manon— bastante más generoso que su padre. Hablemos de buena fe —añadí—: ¿no te tienta ese ofrecimiento?

—¿A mí? —respondió ella, acomodando a su pensamiento unos versos de Racine:[4]

Moi! vous me soupçonnez de cette perfidie?

Moi! je pourrais souffrir un visage odieux

Qui rappelle toujours l’Hôpital à mes yeux?

—No —repuse, continuando la parodia—:

Jaurais peine à penser que l’Hôpital, madame,

Fût un trait dont l’amour l’eût gravé dans votre âme.

Pero es muy seductor un palacio amueblado, una doncella, un cocinero, un coche y tres lacayos; el amor no ofrece tantas ventajas. Ella protestó que su corazón era mío para siempre y que no recibiría nunca otros dardos amorosos más que los míos.

—Sus promesas —me dijo— son más bien un aguijón de venganza que una muestra de amor.

Le pregunté si tenía intención de aceptar el palacio y el coche. Me respondió que no quería sino su dinero.

Lo difícil era obtener lo uno sin lo otro. Decidimos esperar a que G… M… explicase por completo su plan en una carta que había prometido escribirle. La recibió ella, en efecto, al día siguiente por conducto de un lacayo sin librea, que, con mucha habilidad, encontró ocasión de hablarle sin testigos. Ella le dijo que esperara su contestación, vino de inmediato a entregarme la carta. La abrimos juntos.

Aparte de los lugares comunes de ternura, contenía en detalle las promesas de mi rival. No limitaba su gasto; se comprometía a entregarle diez mil francos al tomar posesión del palacio y a ir reponiendo las bajas de esta suma, de modo que siempre tuviera la misma cantidad en dinero contante y sonante. No aplazaba mucho la fecha de la entrega. Sólo le pedía dos días para los preparativos, y le indicaba el nombre de la calle y del palacio donde le prometía esperarla en la tarde del segundo día si ella podía escapar de mis manos. Este punto era el único sobre el cual le rogaba le tranquilizase; de todo lo demás parecía seguro; pero agregaba que si ella preveía alguna dificultad para escaparse, él hallaría medio para facilitar la fuga.

G… M… era más astuto que su padre. Quería tener la presa antes de entregar el dinero. Deliberamos sobre la conducta que debía seguir Manon. Hice aún esfuerzos para quitarle aquella empresa de la cabeza, advirtiéndole todos los peligros; pero nada bastó para quebrantar su resolución.

Contestó a G… M… en pocas palabras, diciéndole que no le sería difícil estar en París el día indicado, y que podía esperarla con seguridad.

Convinimos luego en que yo saliera inmediatamente a alquilar una nueva morada en algún pueblo del lado opuesto a París y que trasladase en seguida nuestro pequeño equipaje; que al día siguiente, por la tarde, que era la hora de la cita, ella iría temprano a París; que después de recibir los regalos de G… M… le rogaría con insistencia que la llevase a la Comedia; que tomaría consigo cuanto pudiera del dinero y que el resto se lo daría a mi criado, que habría de acompañarla. El criado era el mismo que la había librado del Hospital y que nos era de una fidelidad absoluta. Yo debía estar en un coche de alquiler en la entrada de la calle de San Andrés de los Arcos, dejándole allí sobre las siete para adelantarme en la oscuridad hasta la puerta de la Comedia. Manon me prometió inventar pretextos, a fin de salir un instante del palco, aprovechándole para reunirse conmigo. La ejecución de lo demás era fácil. En un momento tomaríamos mi coche y saldríamos de París por el barrio de San Antonio, que era el camino de nuestra nueva morada.

A pesar de lo extravagante, este plan nos pareció bastante admirable. Pero en el fondo había una imprudencia loca, al pensar que, aun cuando resultara lo más feliz del mundo, podríamos escapar a las consecuencias. Y, sin embargo, nos expusimos a ellas con la confianza más temeraria. Manon se marchó con Marcelo, que así se llamaba nuestro criado. Yo la vi partir con dolor, y le dije, besándola:

—¿No me engañas, Manon? ¿Me serás fiel?

Ella se dolió tiernamente de mi desconfianza y me renovó todos sus juramentos.

Su idea era llegar a París a eso de las tres. Yo, que partí con ella, habría de consumirme la tarde entera en el café de Feré, en el puente de San Miguel. Allí estuve hasta la noche. Salí luego para tomar un coche, que aposté, siguiendo nuestro plan, a la entrada de la calle de San Andrés de los Arcos; en seguida me dirigí, a pie, hasta la puerta de la Comedia. Mucho me sorprendió no encontrar a Marcelo, que debía estar esperándome.

Tuve paciencia durante una hora, confundido entre una multitud de lacayos y mirando a todos los paseantes. Por fin, sonaron las siete, y como no compareciera nadie y nada observara en relación con nuestros planes, me decidí a tomar una butaca en el parterre para ver si descubría a Manon y a G… M… en los palcos. No estaban. Volví a la puerta, donde pasé todavía un cuarto de hora más, nervioso de impaciencia y de inquietud. No viendo aparecer nada, volví a mi coche sin atreverme a adoptar la menor resolución.

El cochero, al verme, se adelantó algunos pasos para decirme, con aire misterioso, que una linda señorita me esperaba hacía una hora en el coche; que había preguntado por mí, dándole unas señas, por las cuales no dudó en reconocerme, y que habiéndole dicho que yo había de volver, respondió que no se impacientaría esperándome.

En seguida me figuré que era Manon. Me acerqué; pero vi un lindo rostro que no era el suyo. Era una desconocida, que empezó por preguntarme si no tenía el honor de hablar con el caballero Des Grieux. Le dije que aquél era mi nombre.

—Tengo que entregaros una carta —repuso ella— que os indicará el objeto que aquí me trae y por qué circunstancia conozco vuestro nombre.

Le rogué que me diera tiempo para leerla en un cabaret próximo. Ella quiso seguirme, y me aconsejó que pidiera un aposento reservado.

—¿De quién es esta carta? —pregunté mientras subíamos.

Ella me dijo que la leyera.

Reconocí la letra de Manon. He aquí, sobre poco más o menos, lo que me decía:

G… M… la había recibido con una cortesía y una magnificencia más allá de todas sus ideas. La había colmado de regalos. Le hacía entrever una suerte de reina. Me aseguraba, sin embargo, que no me olvidaba en este nuevo esplendor, pero como no pudo convencer a G… M… para que la llevara aquella noche a la Comedia, aplazaba para otro día el placer de verme; y que para consolarme un poco de la pena que preveía habría de causarme la noticia, había encontrado el medio de proporcionarme una de las muchachas más bonitas de París, que sería la portadora de su carta. Firmado, Tu fiel amante, Manon Lescaut.

Había algo tan cruel y tan insultante para mí en aquella carta, que, después de permanecer suspendido algún tiempo entre la cólera y el dolor, me decidí a hacer un esfuerzo para olvidar eternamente a mi ingrata y perjura amante. Fijé mis ojos en la muchacha que tenía delante. Era extremadamente bonita, y yo habría deseado que fuese lo bastante para hacerme a mí perjuro e ingrato también. Pero no encontré en ella aquellos ojos dulces y lánguidos, aquel porte divino, aquella esencia del amor, en fin, aquel fondo inagotable de encantos que la naturaleza prodigara a la pérfida Manon.

—¡No, no! —le dije, dejando de mirarla. La ingrata que os envía sabía muy bien que os obligaba a dar un paso inútil. Volved a ella y decidle de mi parte que goce de su crimen, y si puede, que goce sin remordimientos. La abandono sin retorno, y, al mismo tiempo, renuncio a todas las mujeres, que no sabrían ser tan adorables como ella, y son, sin duda alguna, tan infames y de tan mala fe.

En aquel momento estuve a punto de bajar y marcharme sin volver a ocuparme de Manon; y como los celos mortales que me desgarraban el corazón se disfrazaban bajo una sombría y triste tranquilidad, me creí tanto más próximo a mi curación cuanto que no sentía aquellos movimientos violentos que me agitaran en ocasiones semejantes. ¡Ay! El amor me engañaba, tanto como yo me figuraba que lo hacían en aquellos instantes G… M… y Manon.

Al verme listo a bajar la escalera, la muchacha que me había llevado la carta preguntóme cuál era mi contestación al señor De G… M… y a la señora que estaba con él.

Al oír aquella pregunta volví a entrar en el cuarto, y, por un cambio increíble para los que nunca han experimentado pasiones violentas, de la tranquilidad en que yo me creía, me encontré súbitamente transportado a un terrible furor.

—Ve —le dije— y di al traidor G… M… y a su pérfida amante la desesperación en que me ha sumido su maldita carta; pero hazles saber que no se reirán mucho tiempo y que les apuñalaré a los dos con mi propia mano.

Me desplomé en una silla. Mi sombrero se cayó por un lado, el bastón por otro. Dos torrentes de amargas lágrimas empezaron a fluir de mis ojos. El acceso de rabia que acababa de sentir se trocó en un profundo dolor. No hacía más que llorar, lanzando gemidos y suspiros.

—Acercáte, hija mía, acércate —exclamé, dirigiéndome a la muchacha—: acércate, puesto que te envían para que me consueles. Dime si conoces algún consuelo para la rabia y la desesperación, para las ganas de matarse después de haber matado a dos pérfidos que no merecen vivir. Sí, acércate —continué al ver que daba hacia mí algunos pasos tímidos e inseguros—, ven a enjugar mis lágrimas; ven a devolver la paz a mi corazón; ven a decirme que me amas, para que me acostumbre a oírlo de otros labios distintos de los de mi infiel. Eres bonita; quizá yo también pueda amarte.

Aquella pobre niña, que no tendría más de dieciséis o diecisiete años y que parecía tener más pudor que sus semejantes, estaba sorprendida en extremo de una escena tan extraña. Se acercó, sin embargo, para hacerme algunas caricias; pero en seguida yo la aparté rechazándola con las manos.

—¿Qué quieres de mí? —le dije. Eres una mujer, perteneces a un sexo que detesto y que no puedo padecer más. La dulzura de tu rostro me amenaza todavía con alguna traición. Vete y déjame solo aquí.

Ella me hizo una reverencia, sin atreverse a decir nada, y se volteó para marcharse. Yo le grité que se esperara.

—Pero dime, al menos —continué—, ¿por qué, cómo, con qué objeto has sido enviada aquí? ¿Cómo has sabido mi nombre y el sitio en que podías encontrarme?

Me dijo que conocía de tiempo atrás al señor De G… M…, quien mandó a buscarla a las cinco de aquella misma tarde, y que, habiendo seguido al lacayo que fue a avisarla, entró en una gran casa, donde le encontró jugando al piquet con una señora muy guapa, y que ambos le encomendaron la misión de entregarme la carta que me había traído, después de indicarle que me encontraría en una carroza al final de la calle San Andrés.

Preguntéle si no le habían dicho nada más.

Ella me respondió, ruborizándose, que le habían hecho creer que la tomaría por compañera.

—Te han engañado —le dije—, te han engañado, pobre joven. Eres mujer, necesitas un hombre; pero necesitas uno que sea rico y feliz, y no es aquí donde puedes hallarle. Vuelve, vuelve a casa del señor De G… M… El tiene todo lo que es preciso para hacerse amar de las bellas: tiene palacios amueblados, coches. Yo, por mi parte, sólo puedo ofrecer amor y constancia; las mujeres desprecian mi pobreza y hacen de mi inocencia su juguete.

Añadí mil cosas más, tristes o violentas, siguiendo el imperio de las pasiones que alternativamente cedían y me agitaban. Sin embargo, a fuerza de atormentarme, mi furor se calmó lo bastante como para dejar lugar a algunas reflexiones. Comparé esta última desgracia con las demás que había sufrido del mismo género, y no encontré mayor motivo de desesperación que en las primeras. Conocía a Manon. ¿Por qué afligirme tanto por una desventura, que debí prever? ¿Por qué no emplearme más bien en buscarle remedio? Aún era tiempo; por lo menos, no debía escatimar ningún esfuerzo, para no tener que reprocharme el haber contribuido con negligencia a mis propias penas. En seguida me puse a considerar todos los medios que podían abrirme un camino a la esperanza.

Tratar de arrancarla violentamente de G… M… era una partida desesperada, que sólo serviría para perderme, y no tenía la menor probabilidad de éxito. Pero me parecía que si pudiese procurarme la menor entrevista con ella, ganaría infaliblemente en algo su corazón. ¡Conocía tan bien las cuerdas sensibles! ¡Estaba tan seguro de que me amaba! Aquella misma extravagancia de enviarme una muchacha bonita para consolarme hubiera apostado cualquier cosa a que era invención suya y que era un efecto de su compasión por mis penas.

Decidí valerme de toda mi industria para verla. Entre una cantidad de vías que examiné una tras otra, me detuve en la siguiente: el señor De T… había comenzado a servirme con demasiadas muestras de afecto como para abrigar la menor duda sobre su sinceridad y su celo. Me propuse ir a su casa inmediatamente y obligarle a que llamara a G… M… con pretexto de hablarle de un asunto importante. Sólo me hacía falta media hora para hablar con Manon. Mi intención era hacerme introducir hasta su mismo cuarto, y creí que la cosa no sería difícil en ausencia de G… M…

Aquella decisión me tranquilizó; pagué con liberalidad a la muchacha, que aún estaba conmigo, y para quitarle las ganas de volver a casa de los que me la habían enviado, tomé su dirección, haciéndole creer que iría a pasar la noche con ella. Monté en mi coche y me hice llevar a toda prisa a casa del señor De T… Tuve la suerte de encontrarle; en el camino me inquietaba el temor de que no estuviera. Una palabra lo puso al corriente de mis penas y del servicio que venía a pedirle.

Se asombró tanto al saber que G… M… hubiese podido seducir a Manon, que, ignorante de que yo mismo había tomado parte en mi desgracia, me ofreció generosamente reunir a todos sus amigos para emplear sus brazos y sus espadas en la liberación de mi amante. Le hice comprender que un escándalo así podría ser perjudicial para Manon y para mí.

—Reservemos nuestra sangre —le dije— para un último extremo. He meditado una vía más suave y de la que no espero menos éxito.

Se comprometió sin reservas a hacer todo lo que yo pidiera de él, y habiéndole repetido que sólo se trataba de llamar a G… M…, diciéndole que tenía que hablarle, y tenerle fuera una hora o dos, salió conmigo para satisfacerme.

Buscamos el pretexto que podría servir para detenerle tanto tiempo. Yo le aconsejé escribirle una nota breve, firmada en un cabaret, rogándole que fuese allí mismo en seguida para un asunto tan importante, que no podía demorarse.

—Yo acecharé el momento en que salga y me introduciré sin trabajo en la casa, pues sólo me conocen Manon y Marcelo, que es mi criado. En cuanto a vos, que estaréis mientras tanto con G… M…, le podéis decir que el asunto importante acerca del cual deseáis hablarle es una necesidad de dinero; que habéis perdido el vuestro en el juego y que habéis jugado sobre vuestra palabra con la misma mala suerte. Necesitará algún tiempo para llevaros a su caja y yo tendré el suficiente para ejecutar mi idea.

El señor de T… siguió al pie de la letra lo convenido. Le dejé en un cabaret donde escribió pronto la carta. Yo fui a colocarme a pocos pasos de la casa de Manon. Vi llegar al portador del mensaje y a G… M… salir a pie un momento después, seguido de un lacayo. Después de dejarle tiempo para alejarse de la calle, me adelanté a la puerta de mi infiel, y, a pesar de toda mi cólera, llamé con el mismo respeto que se siente ante un templo. Felizmente, fue a abrirme Marcelo. Le hice seña de que callara. Aun cuando nada tenía que temer de los demás criados, le pregunté en voz baja si podía llevarme al cuarto en que estaba Manon sin que me viese nadie. Respondióme que sería cosa fácil subiendo por la escalera principal sin hacer ruido.

—Vamos en seguida —le dije—, y trata de impedir, mientras estoy allí, que suba alguien.

Penetré en el cuarto sin obstáculo alguno.

Manon estaba leyendo. Entonces tuve ocasión de admirar el carácter de aquella extraña criatura. Lejos de asustarse y azorarse al verme, no expresó sino esas ligeras muestras de sorpresa que uno no domina ante una persona que cree lejos.

—¡Ah! ¿Eres tú, amor mío? —me dijo, abrazándome con su ternura de costumbre. ¡Dios mío! ¡Qué atrevido eres! ¿Quién habría de esperarte hoy en este lugar?

Me solté de sus brazos, la rechacé con desdén, en vez de corresponder a sus caricias, y retrocedí dos o tres pasos para alejarme de ella. Este movimiento no dejó de desconcertarla. Permaneció en la misma postura que se hallaba y me miró, cambiando de color.

Yo estaba, en el fondo, tan dichoso de volver a verla, que, a pesar de tantos y tan justos motivos de cólera, apenas podía abrir la boca para reñirla. Y, sin embargo, mi corazón sangraba con el cruel ultraje que me había inferido. Intenté rememorarlo para excitar mi desprecio y traté de que mis ojos brillaran con un fuego distinto al del amor. Como permanecí algún tiempo en silencio y ella notó mi agitación, la vi temblar, al parecer, de miedo. No pude soportar ese espectáculo.

—¡Ah, Manon! —le dije con ternura—, ¡ingrata y perjura Manon! ¿Por dónde comenzaré a quejarme? Te veo pálida y temblorosa, y soy aún tan sensible a tus menores penas, que temo afligirte demasiado con mis reproches. Pero Manon, te lo digo, tengo el corazón traspasado por el dolor de tu traición; son éstos golpes que no se asestan contra un amante sino cuando se ha decidido su muerte. Ya es la tercera vez, Manon; las tengo bien contadas; es imposible que eso se olvide. Tú eres quien debe considerar ahora mismo qué partido quieres tomar, pues mi triste corazón no puede soportar la prueba de un trato tan cruel, siento que sucumbe y está listo para partirse de dolor. No puedo más —añadí, sentándome en una silla—; apenas tengo fuerzas para hablar y sostenerme.

Ella no me respondió; pero cuando me vio sentado se dejó caer de rodillas y apoyó su cabeza en las mías, escondiendo la cara entre mis manos. Sentí en un instante que las mojaba con sus lágrimas. ¡Dios! ¡Qué movimientos me agitaban!

—¡Ah, Manon, Manon! —exclamé, suspirando. Es tarde para llorar después de haberme causado la muerte. Finges una tristeza que no sabrías sentir. El mayor de tus males es, sin duda, mi presencia, que siempre ha sido inoportuna para tus placeres. Abre los ojos y fíjate en quién soy; no se derraman tus lágrimas tan tiernas por un desdichado a quien se ha traicionado y abandonado cruelmente.

Ella besaba mis manos sin cambiar de postura.

—Inconstante Manon —continué aún—, mujer ingrata y sin fe, ¿dónde están tus promesas y tus juramentos? Amante mil veces voluble y cruel, ¿qué has hecho de aquel amor que me jurabas todavía hoy mismo? ¡Justo Cielo! —agregué. ¿Así se burla de ti una infiel después de haberte invocado tan santamente? ¡Entonces es que el perjurio se recompensa! La desesperación y el abandono están reservados para la fidelidad y la constancia.

Estas palabras estuvieron acompañadas de una reflexión tan amarga, que, a pesar mío, dejé escapar algunas lágrimas. Manon lo advirtió por el cambio de mi voz. Rompió por fin el silencio, y dijo con tristeza:

—Debo de ser culpable cuando he podido causarte tanto dolor; pero que el Cielo me castigue si he creído serlo o si lo he hecho de propósito.

Ese discurso me parecía tan desprovisto de sentido y de buena fe, que no pude prohibirme un vivo movimiento de cólera.

—¡Qué horrible simulación! —exclamé—. Veo más claro que nunca que eres una pérfida y una infame. Ahora conozco tu miserable carácter. Adiós, criatura cobarde —continué, levantándome—; prefiero mil veces la muerte que tener de ahora en adelante el menor trato contigo. ¡Que el Cielo me castigue si te honro alguna vez con una mirada! Quédate con tu nuevo amante, ámale, aborréceme a mí, renuncia al honor, al buen sentido; me río; todo me da lo mismo.

Se asustó tanto con mi furia, que siguió de rodillas cerca de la silla de la que yo me levanté. Me miraba temblando, sin atreverse a respirar. Di algunos pasos hacia la puerta, volviendo la cabeza y con los ojos fijos en ella. Pero hubiera necesitado perder todo sentimiento de humanidad para endurecerme contra tantos encantos.

Tan lejos estaba yo de sentir esa fuerza bárbara, que, pasando de repente al extremo opuesto, me volví hacia ella, o, más bien, me precipité sin reflexionar. La tomé entre mis brazos, le di mil besos tiernos, le pedí perdón por haberme enfurecido, confesé que había sido brutal y que no merecía la dicha de ser amado por una criatura como ella.

La obligué a sentarse, y, poniéndome yo a mi vez de rodillas, le supliqué que me escuchase en aquella postura. En pocas palabras encerré, para disculparme, todo lo que un amante puede imaginar de más respetuoso y tierno. Le pedí por favor que me perdonase. Manon dejó caer sus brazos en mi cuello, diciendo que ella misma era quien necesitaba de mi bondad para hacerme olvidar todas las penas que me causaba y que empezaba a temer con razón que yo no creyese lo que tenía que decirme para justificarse.

—¡Yo no te pido justificación alguna! —le interrumpí—; ¡apruebo todo lo que has hecho! No soy quién para exigirte explicaciones de tu conducta; me consideraré muy contento, muy feliz, si mi Manon no me quita la ternura de su corazón. Pero —continué, reflexionando en el estado de mi suerte—, Manon todopoderosa, tú que dispones a tu gusto mis alegrías y mis dolores, después de satisfacerte con mis humillaciones y las muestras de arrepentimiento, ¿me permitirás hablar de mi tristeza y mis penas? ¿Sabré de tus labios lo que ha de ser de mí hoy y si es que vas a firmar irremisiblemente mi sentencia de muerte pasando la noche con mi rival?

Ella tardó un rato en meditar su respuesta.

—Caballero mío —me dijo, retomando un aire tranquilo—, si te hubieras explicado desde el principio tan claramente, te hubieras ahorrado un mal rato y a mí una escena bien triste. Puesto que tu dolor no procede sino de los celos, yo lo habría curado ofreciéndome a seguirte inmediatamente al fin del mundo. Pero me figuré que la causa de tu desesperación era la carta que te he escrito delante del señor De G… M… y la muchacha que te hemos enviado. He supuesto que habías tomado mi carta como una burla y a la joven que iba a buscarte por encargo mío como una declaración de que renunciaba a ti para quedarme con G… M… Esta idea es la que me ha arrojado de un golpe a la consternación, pues, por inocente que yo sea, confieso que las apariencias no me eran nada favorables. Sin embargo —continuó ella—, quiero que tú seas mi juez después de que te haya explicado la verdad de los hechos.

Entonces me relató todo lo que le había ocurrido desde que se encontró con G… M…, que la esperaba en el mismo sitio en que estábamos. Efectivamente, le había recibido como a la primera princesa del mundo. Le había enseñado toda la casa, que era de un gusto y de un esmero admirables. En su gabinete habíale entregado diez mil libras, añadiendo algunas alhajas, entre las que figuraban el collar y los brazaletes de perlas que ya había recibido de su padre. De allí la llevó a un salón, que aún no había visto, donde encontraron una colación exquisita; les sirvieron los criados que tomó para ella, a quienes ordenó que en adelante la consideraran como a su señora; finalmente, le mostró el coche, los caballos y los demás regalos, y luego le propuso una partida de juego para esperar la cena.

—Te confieso —continuó Manon— que tanta magnificencia me ha conmovido. Reflexioné que sería una pena privarnos de tanto provecho de un solo golpe, contentándome sólo con los diez mil francos y las alhajas; que esto era la fortuna para ti y para mí y que podríamos vivir agradablemente a expensas de G… M… En vez de proponerle ir a la Comedia, se me ocurrió sondearle a propósito de ti, con ánimo de averiguar las facilidades que tendríamos para vernos, suponiendo la ejecución de mi plan. Me pareció de un carácter muy tratable. Me preguntó qué pensaba de ti y si no sentía algún arrepentimiento al abandonarte. Yo le respondí que tú habías sido tan bueno y te habías portado siempre tan bien conmigo, que no era natural que te odiara. Él confesó que realmente eres un hombre de mérito y que él se había sentido inclinado a desear tu amistad. Quiso saber por mí la manera cómo tomarías mi huida, sobre todo cuando llegaras a saber que estaba entre sus manos. Yo le contesté que nuestro amor databa de fecha tan lejana, que ya había tenido tiempo de enfriarse un poco; que tú no estabas, por otra parte, en posición muy desahogada y quizá no considerarías mi pérdida como una gran desgracia, puesto que te descargaba de un fardo que te pesaba en los brazos. He añadido que, como estaba absolutamente segura de que obrarías pacíficamente, no había tenido inconveniente en decirte que venía a París para unos asuntos; que tú habías consentido y habías venido también, sin que te mostraras muy inquieto cuando te dejé. «Si yo creyera —me ha dicho— que él se avendría a vivir conmigo en buena relación, sería el primero en ofrecerle mis servicios y mi civilidad.» Yo le he asegurado que, por lo que podía deducir de tu carácter, estaba casi segura que no pondrías inconvenientes, sobre todo si él podía serte útil en tus asuntos, que estaban muy desarreglados a causa de estar reñido con tu familia. Él me interrumpió haciendo protestas de que él te prestaría todos los servicios que dependieran de él, y que, si quisieras embarcarte con un nuevo amor, te procuraría una amante muy bonita, a quien él acababa de dejar por mí. Aplaudí su idea para prevenir sus sospechas, y afirmándome más y más en mi proyecto, sólo ansiaba encontrar un medio para informarte, por miedo de que te alarmaras demasiado al ver que faltaba a la cita. Con esta idea es con la que le he propuesto que te enviase en seguida la nueva amante desde la misma tarde, para tener ocasión de escribirte, me vi obligada a recurrir a esta astucia porque no podía esperar que me dejara libre un momento. Se rio de mi propuesta, llamó a su lacayo, y después de preguntarle si podría encontrar inmediatamente a su antigua amante, lo mandó buscarla de un lado a otro. Él creía que tendría que enviártela a Chaillot; pero yo le dije que, al separarme de ti, te dije que nos reuniríamos en la Comedia, y que, si alguna razón me impedía ir, tú me esperarías en un coche al final de la calle de San Andrés; que, por consiguiente, valía más enviarte allí a la muchacha, aunque no fuera más que para evitar que te aburrieras toda la noche. También le dije que me parecía natural escribirte unas palabras para ponerte en antecedentes de aquel cambio, que, de no ser así, te resultaría difícil comprender. Él consintió; pero me vi obligada a escribirte en su presencia, y me cuidé de no explicarme muy abiertamente en mi carta. Así han ocurrido las cosas. No te disfrazo nada, ni de mi conducta, ni de mis propósitos. La muchacha vino; yo la encontré bonita, y como no dudaba que mi ausencia no te causaría pena, deseaba sinceramente que sirviera para distraerte un rato, pues la fidelidad que yo quiero de ti es la del corazón. Hubiera preferido poder enviarte a Marcelo; pero no pude procurarme un momento para advertirle de lo que había de decirte.

Terminó su relato contándome el embarazo que le había causado a G… M… recibir la carta del señor De T…

—Ha dudado —me dijo— si debía dejarme, y me ha asegurado que no tardaría en volver; ésta es la causa de que esté inquieta al verte aquí y de que me haya sorprendido tu llegada.

Escuché todo ese discurso con mucha paciencia. En él había muchos rasgos crueles y mortificantes para mí; tan claro era su designio de serme infiel, que ni se había molestado en disfrazarlo. Ella no podía esperar que G… M… la dejase toda la noche como una vestal. Luego era seguro que pensaba pasarla con él. ¡Qué confesión para un amante! Consideré, sin embargo, que, en parte, yo era culpable de su falta por haberle informado las intenciones de G… M… y por mi complacencia de entrar ciegamente en el plan temerario de su aventura. Además, por una disposición especial de mi espíritu, me sentí conmovido ante la ingenuidad de su relato y de aquella manera bondadosa y franca con que me contaba hasta las circunstancias que más me ofendían. «Peca sin malicia —me decía a mí mismo—; es ligera e imprudente, pero recta y sincera.» Añadid a esto que el amor bastaba para cerrarme los ojos a todas sus faltas. Hallábame muy satisfecho con la esperanza de quitársela aquella misma noche a mi rival. Sin embargo, le pregunté:

—¿Y con quién pensabas pasar la noche?

Aquella pregunta, hecha con tristeza, la embarazó; sólo me respondió con «peros» y «si» interrumpidos.

Me compadecí de su pena, y, cortando la conversación, le declaré abiertamente que esperaba que se fuese conmigo en aquel punto y hora.

—Estoy dispuesta —me dijo—; pero, entonces, ¿es que no apruebas mi proyecto?

—¿No es bastante —repuse yo— que apruebe todo lo que has hecho hasta ahora?

—¿Y no nos llevaremos ni los diez mil francos? —replicó ella—; me los ha dado, son míos.

Yo le aconsejé que renunciara a todo y nos fuésemos en seguida, pues aunque apenas hacía media hora que estaba con ella, temía la vuelta de G… M… Ella insistió tan porfiadamente en no salir con las manos vacías, que me creí en el deber de acceder a algo, después de haber obtenido tanto de ella.

Mientras nos preparábamos para la partida oí llamar a la puerta de la calle. No dudé para nada de que fuese G… M…, y la turbación a la que me arrojó tal pensamiento, dije a Manon que era hombre muerto si aparecía. En efecto, no me había yo rehecho lo suficiente de mi indignación para moderarme a su vista. Marcelo cortó mi apuro entregándome una nota que le dieron para mí en la puerta: era del señor De T…

Me comunicaba que G… M… había ido a su casa a buscar el dinero, y aprovechaba su ausencia para darme cuenta de una idea muy divertida. A su juicio, no podía vengarme en forma más agradable de mi rival que comiéndome su cena y durmiendo aquella misma noche en la cama que esperaba ocupar con mi amante; que eso le parecía bastante fácil si podía procurarme tres o cuatro hombres suficientemente decididos que le detuvieran en la calle y me fueran lo bastante fieles para vigilarle hasta la mañana; que, por su parte, él prometía entretenerlo aún una hora, por lo menos, con razones que tenía listas para cuando volviera.

Enseñé la nota a Manon y le conté la astucia de que me había servido para poder introducirme con libertad en su cuarto. Mi invención y la del señor De T… le parecieron admirables. Nos reímos de ellos a placer durante unos minutos; pero cuando le hablé de la última como de una tontería, me respondió ella que insistiera seriamente en proponerla como una cosa que la encantaba. En vano le pregunté dónde quería que encontrara, de repente, gente a propósito para detener a G… M… y vigilarle fielmente. Ella me dijo que, por lo menos, debíamos intentarlo, ya que el señor De T… nos garantizaba todavía una hora, y en respuesta a mis otras objeciones, añadió que era un tirano, que no quería complacerla. Nada encontró tan bonito como este proyecto.

—Comerás con su cubierto —me repetía—, te acostarás en sus sábanas, y mañana tempranito, te llevarás a su amante con su dinero. Te vengarás bien del padre y del hijo.

Cedí a sus instancias, a pesar de que los movimientos secretos de mi corazón parecían presagiarme una desdichada catástrofe. Salí con intención de rogar a dos o tres guardias de corps con quien Lescaut me había puesto en relación que se encargaran de detener a G… M… Sólo encontré a uno; pero era un hombre emprendedor, que, apenas supo de lo que se trataba, me aseguró el buen éxito. Me pidió sólo diez pistolas para recompensar a los tres soldados que había resuelto emplear, capitaneados por él. Le supliqué que no perdiera tiempo. Los reunió en menos de un cuarto de hora. Yo esperé en su casa, y cuando volvió con sus asociados, le conduje a la esquina de una calle por donde necesariamente habría de pasar G… M… para ir a la de Manon. Le recomendé mucho que no le maltrataran, pero que le encerraran cuidadosamente hasta las siete de la mañana, vigilándole para que yo pudiera estar seguro de que no se les escaparía. Me dijo que su intención era llevarle a su cuarto, obligándole a desnudarse e incluso acostarse en su misma cama, mientras él y sus tres bravos pasarían las noche bebiendo y jugando.

Permanecí con ellos hasta el momento en que vi aparecer a G… M…; entonces me separé algunos pasos, ocultándome en la oscuridad, para ser testigo de tan extraordinaria escena. El guardia de corps le abordó, pistola en mano, y le explicó con mucha cortesía que no quería su vida ni su dinero; pero que si ponía la menor dificultad en seguirle, si lanzaba el más ligero grito, le quemaría el cerebro. G… M…, que le vio acompañado por tres soldados y temió, sin duda, al cañón de la pistola, no puso resistencia. Vi que se lo llevaban como un borrego.

Yo me volví en seguida a casa de Manon, y para alejar las sospechas de los criados, le dije al entrar que no debíamos esperar al señor De G… M… para la cena, pues tenía unos asuntos que lo retenían, a su pesar, y que me había rogado que viniera a presentar sus excusas y a cenar con ella, cosa que yo consideraba como un gran favor tratándose de tan bella dama. Ella secundó muy bien mi proyecto. Nos sentamos a la mesa y tomamos una actitud muy grave mientras nos estuvieran sirviendo los lacayos. Por fin los despedimos, y pasamos una de las mejores veladas de nuestra vida. Ordené en secreto a Marcelo que buscara un coche y le previniera que a las seis de la mañana del día siguiente estuviera a la puerta.

Fingí dejar a Manon a las doce; pero volví a entrar tácitamente con auxilio de Marcelo y me dispuse a ocupar la cama de G… M…, del mismo modo que ocupé su puesto en la mesa.

Mientras tanto, nuestro mal espíritu trabajaba para perdernos. Estábamos en el delirio del placer y teníamos la espada suspendida sobre nuestras cabezas. El hilo que la sostenía iba a romperse; pero para hacer entender mejor todas las circunstancias de nuestra ruina hay que remontarse a la causa.

G… M… iba seguido por un lacayo cuando le detuvo el guardia de corps. Aquel muchacho, asustado por la aventura de su amo, salió huyendo, y el primer paso que dio para socorrerle fue ir a avisar al viejo G… M… de lo que acababa de pasar.

Tan mala noticia no podía dejar de alarmarlo mucho. No tenía más que aquel hijo, y para sus años era un hombre de extremada vivacidad. Quiso primeramente que el criado le contara cuanto su hijo había hecho durante toda la tarde; si había reñido con alguien, si se había mezclado en alguna cuestión de otras personas, si había estado en algún casa sospechosa. El criado, que se imaginaba a su amo en el mayor peligro, y juzgaba, por lo tanto, que no debía perdonar medio para procurarle socorro, descubrió todo lo que sabía de su amor por Manon y del gasto que había hecho por ella, la manera como pasó la tarde en su casa hasta alrededor de las nueve, su salida y su desgraciado retomo. Aquello fue lo suficiente para hacer sospechar al viejo que el asunto de su hijo era una querella de amor. Aun cuando eran lo menos las diez y media de la noche, no vaciló en acudir al jefe de policía. Le rogó que hiciera dar órdenes especiales a todas las secciones de la ronda, y luego de haberle pedido que una lo acompañara, se dirigió a la calle donde había sido detenido su hijo. Visitó todos los lugares de la ciudad donde esperaba poderlo encontrar, no pudo descubrir sus huellas, y, entonces, se hizo conducir a casa de su amante, a donde se figuró que quizá habría vuelto.

Iba yo a meterme en la cama cuando llegó. Como estábamos encerrados, no oí llamar a la puerta de la calle. Entró seguido de dos arqueros, y habiendo tratado de informarse inútilmente qué había pasado con su hijo, le dieron ganas de ver a su amante para tratar de sacar de ella alguna luz. Sube al cuarto, acompañado siempre por sus arqueros. Nos disponíamos a meternos en la cama. Abre la puerta y nos congela la sangre con su presencia.

—¡Dios mío! Es el viejo G… M… —dije a Manon.

Salté sobre mi espada; pero, por desdicha mía, estaba enganchada en el cinturón. Los arqueros, que vieron mi movimiento, se acercaron para arrebatármela: un hombre en camisa está sin resistencia; los arqueros me quitaron todos los medios de defensa.

G… M…, aunque un tanto turbado ante aquel espectáculo, no tardó en reconocerme: más pronto aún reconoció a Manon.

—¿Es ilusión mía? —nos dijo gravemente. ¿No estoy viendo al caballero Des Grieux y a Manon Lescaut?

Tan rabioso estaba de vergüenza y de dolor, que no respondí. Él, sin embargo, silencioso durante algún tiempo, parecía rumiar diversos pensamientos en su cabeza, y como si de repente hubieran encendido de un golpe su cólera, exclamó, dirigiéndose a mí:

—¡Desdichado, estoy seguro de que has matado a mi hijo!

Aquella injuria me indignó:

—Viejo bandido —le respondí con altivez—; si hubiera tenido que matar a alguien de tu familia hubiera comenzado por ti.

—Sujetadle bien —dijo a los arqueros—; es preciso que me dé noticias de mi hijo; mañana le haré prender si no me dice inmediatamente lo que ha hecho de él.

—¿Me vas a hacer prender? —repuse—. ¡Infame! Son tus semejantes a quienes hay que enviar a la horca. Has de saber que soy de sangre más noble y más pura que la tuya. Sí —añadí—; sé lo que le pasó tu hijo, y si me irritas demasiado, le haré estrangular antes que llegue el día y te prometo la misma suerte después de él.

Cometí una imprudencia confesándole que sabía dónde estaba su hijo; pero el exceso de mi cólera me había hecho cometer aquella indiscreción. Llamó en seguida a cinco o seis arqueros que le esperaban en la puerta y les ordenó poner a buen recaudo a todos los criados de la casa.

—¡Ah, señor caballero! —repuso con burla. ¿Conque sabéis dónde está mi hijo y lo haréis estrangular, según decís? Ya pondremos orden en eso.

Al momento comprendí el error que había cometido.

El viejo se acercó a Manon, que estaba sentada en la cama, llorando; le dirigió algunas galanterías irónicas sobre la influencia que tenía sobre el padre y el hijo y el buen uso que hacía de ella. Aquel viejo monstruo de incontinencia quiso tomarse algunas familiaridades con ella.

—¡Guárdate de tocarla! —exclamé. Ni lo más sagrado te salvaría de mis manos.

Salió, dejando tres arqueros a quienes les ordenó que nos hicieran tomar pronto nuestra ropa.

Yo no sé cuáles serían sus intenciones con nosotros. Quizá hubiésemos conseguido la libertad diciéndole dónde estaba su hijo. Pensaba, mientras me vestía, si no era ése el mejor partido. Pero si estaba en esa disposición cuando dejó nuestra habitación, ésta ya había cambiado cuando regresó. Había ido a interrogar a los criados de Manon, a quienes habían detenido los arqueros. No pudo saber nada por los que su hijo había tomado; pero al enterarse de que Marcelo nos había servido antes, decidió hacerle hablar, intimidándole con amenazas.

Era un muchacho fiel, pero sencillo y tosco. El recuerdo de lo que había hecho en el Hospital por liberar a Manon, unido al temor que le inspiraba G… M…, produjo tanto terror a su espíritu débil, que se imaginó que le iban a llevar al patíbulo o a la rueda. Prometió confesar todo lo que él sabía si le salvaban la vida. G… M… se convenció con aquello de que había en todo el enredo algo más serio y criminal de lo que él se imaginaba hasta allí. Ofreció a Marcelo no solamente la vida, sino recompensas por su confesión. El desgraciado le informó una parte de nuestro propósito, que no habíamos tenido dificultad en trazar delante de él, puesto que debía entrar también en la intriga. Cierto que desconocía por completo los cambios que habíamos hecho en París; pero, al salir de Chaillot, le habíamos comunicado el plan e instruido en el papel que habría de desempeñar. Le declaró, pues, que nuestra idea era engañar a su hijo y que Manon debía recibir o había recibido ya diez mil francos, que, según nuestro proyecto, no volverían jamás a los herederos de la casa G… M…

Después de este descubrimiento, el viejo, furioso, volvió a subir precipitadamente a nuestro cuarto. Entró sin hablar en el gabinete, donde halló sin dificultad el dinero y las alhajas. Volvió hacia nosotros con la cara inflamada, y mostrándonos lo que él quiso llamar nuestro latrocinio, nos abrumó con reproches ultrajantes. Enseñó a Manon el collar de perlas y los brazaletes.

—¿Reconocéis esto? —le dijo con sonrisa burlona—. No era la primera vez que lo veíais. Son las mismas joyas; os gustaban mi bella; estoy convencido. ¡Pobres criaturas! —añadió—. Son muy simpáticos uno y otro pero un poco bribones.