Mi presencia y las amabilidades del señor De T… disiparon todo lo que podía quedar de tristeza en Manon.

—Olvidemos nuestros terrores pasados, alma mía —le dije al llegar—, y empecemos de nuevo a vivir, más felices que nunca. Después de todo, el amor es un buen maestro; la fortuna no nos causaría tantos trabajos, como placeres nos proporciona él.

La cena fue verdaderamente alegre.

Estaba yo más orgulloso y contento con Manon y mis cien pistolas, que el más rico hacendado de París con todos sus tesoros amontonados. La riqueza hay que apreciarla por los medios que proporciona para satisfacer los deseos, y yo no tenía uno solo sin cumplir. El porvenir mismo me preocupaba poco. Estaba casi seguro de que mi padre no tendría dificultad en darme con qué vivir honorablemente en París, porque como ya estaba en mis veinte años, tenía derecho a exigir mi parte de la fortuna de mi madre. No oculté a Manon que todo mi fondo de reserva eran cien pistolas. Era suficiente para esperar tranquilamente una mejor fortuna, que parecía no poderme faltar, bien por mis derechos naturales, bien por el recurso del juego.[3]

[Así, durante las primeras semanas sólo pensé en disfrutar de mi situación, y la fuerza del honor, mezclado con un resto de recelo por la policía, me hicieron aplazar de un día a otro el reanudar mis relaciones con los asociados del hotel de Transilvania. Redújeme a jugar en círculos menos conocidos, donde los favores de la suerte me ahorraron la humillación de recurrir a la industria. Iba a la capital a pasar una parte de la tarde y volvía a cenar a Chaillot, acompañado muchas veces por el señor De T…, cuya amistad con nosotros aumentaba de día en día.

Manon encontró recursos contra el aburrimiento. Entabló relación en el vecindario con algunas jóvenes que la primavera había llevado allí. Los paseos y las pequeñas actividades de su sexo eran, alternativamente, su ocupación. Jugaban dentro de un límite marcado de antemano, y con parte de las ganancias pagaban el coche. Iban a tomar el aire al bosque de Bolonia, y por la noche, a mi vuelta, yo encontraba a Manon más guapa, más contenta y más apasionada que nunca.

Se cernieron, sin embargo, algunas nubes que parecían amenazar el edificio de mi felicidad; pero se disiparon por completo, y el carácter alocado de Manon hizo tan cómico el desenlace, que aún encuentro placer en un recuerdo que representa su ternura y su gracia.

El único criado que teníamos a nuestro servicio me llamó un día aparte y me dijo, con gran embarazo, que tenía que comunicarme un secreto muy importante. Le animé para que hablara libremente. Después de algunos rodeos, concluyó por decirme que un señor extranjero se mostraba muy enamorado de la señorita Manon. Sentí precipitarse la sangre en mis venas.

—¿Y ella le corresponde? —le interrumpí, con más viveza de la necesaria para enterarme.

Mi vivacidad le asustó. Me respondió inquieto que su penetración no había llegado tan lejos; pero que habiendo observado, después de varios días, que el tal extranjero iba asiduamente al bosque de Bolonia, se apeaba del coche, se internaba solo por las alamedas y parecía buscar la ocasión de ver o encontrarse con la señorita, se le había ocurrido entablar relación con alguno de sus criados para saber su nombre; que le trataban de príncipe italiano y que tenían la sospecha de alguna aventura galante; que no pudo procurarse más noticias —añadió, temblando— porque el príncipe salió del bosque y, acercándose familiarmente a él, le había preguntado su nombre, después de lo cual, como si hubiera adivinado que estaba a nuestro servicio, le felicitó por pertenecer a la persona más encantadora del mundo.

Esperaba impaciente la continuación de este relato. Terminó con excusas tímidas, que yo atribuí a mis imprudentes agitaciones. En vano insistí en que continuara sin ocultarme nada. Aseguró que no sabía más, y que como lo que me había contado ocurrió la víspera, no había vuelto a ver a la gente del príncipe. Le tranquilicé, no sólo con elogios, sino con una honesta recompensa; y sin mostrar la menor desconfianza de Manon, le recomendé, con tono más tranquilo, que vigilara todos los pasos del extranjero.

En el fondo, su miedo me dejó grandes dudas, pues quizá le hacía suprimir parte de la verdad. Sin embargo, después de reflexionar, me rehice de mis alarmas, llegando hasta lamentar el haber dado aquella muestra de debilidad. No podía considerar un crimen de Manon el que la amasen. Según las apariencias, ella debía ignorar aquella conquista. ¿Y qué vida iba a llevar si con tanta facilidad abría la entrada de mi corazón a los celos?

Volví a París al día siguiente sin otro propósito que acelerar los progresos de mi fortuna jugando más fuerte, para estar en situación de marcharme de Chaillot en cuanto tuviera motivo de inquietud. Por la noche no tuve ninguna noticia que turbase mi reposo. El extranjero había reaparecido en el bosque de Bolonia, y, con fundamento en lo ocurrido la víspera, se acercó a mi confidente, le habló de su amor, pero en términos que delataban no hallarse en inteligencia con Manon. Le preguntó mil detalles. Finalmente, intentó ganarle en su favor haciéndole promesas considerables, y, sacando una carta que tenía lista, le ofreció inútilmente algunos luises de oro para que la entregase a su ama.

Dos días transcurrieron sin ningún otro incidente. El tercero fue más tormentoso. Al llegar de la capital, bastante tarde, supe que, durante el paseo, Manon se había separado un momento de sus compañeras. El extranjero, que la seguía a poca distancia, se había acercado a una seña suya, y ella le había entregado una carta, que él había recibido con muestras de entusiasmo. Aquel transporte de alegría sólo había podido manifestarlo besando amorosamente los caracteres de la carta, pues ella se había marchado en seguida. Durante el resto de la tarde, Manon parecía tener una alegría extraordinaria, y ese humor no la había abandonado después de volver a casa. A cada palabra yo me estremecía.

—¿Estás bien seguro —dije al criado— de que no te han engañado tus ojos?

Puso al cielo por testigo de su buena fe.

Yo no sé adónde me habrían conducido los tormentos de mi corazón si Manon, que me había oído entrar, no hubiera venido a mí con un aire de impaciencia y quejándose de mi calma. No esperó mi respuesta para colmarme de caricias, y cuando estuvo a solas conmigo, me dio mil quejas muy vivas por la costumbre que había tomado de volver tan tarde. Como mi silencio le dejaba libertad para proseguir, díjome que hacía tres semanas que no pasaba un día entero con ella; que no podía soportar ausencias tan largas; que me pedía, por lo menos, un día de cuando en cuando, y que desde el día siguiente quería verme cerca de ella de la mañana a la noche.

—Estaré, no lo dudes —le respondí en un tono algo brusco.

Ella dio poca importancia a mi preocupación, y en su alegría, que me pareció, efectivamente, de una vivacidad singular, me hizo mil regocijadas pinturas de lo bien que había pasado el día.

«¡Mujer extraña! —me decía a mí mismo. ¿Qué debo esperar de este preámbulo?»

La aventura de nuestra primera separación me vino a las mientes. Sin embargo, en su alegría y en sus caricias me parecía ver un fondo de verdad que concordaba con las apariencias.

No me fue muy difícil atribuir la tristeza, de la que no pude librarme durante la cena, a una pérdida que lamentaba haber sufrido en el juego. Consideraba como una gran ventaja que la idea de no salir de Chaillot al día siguiente hubiese partido de ella. Era tiempo ganado para mis reflexiones. Mi presencia alejaba toda clase de temores para el día siguiente, y si no advertía algo que me obligara a hacer un escándalo por mis descubrimientos, estaba decidido a marcharme sin pérdida de tiempo a la ciudad e instalarme en un barrio en que no tuviese nada que ver con los príncipes. Esta decisión me hizo pasar la noche más tranquilo; pero no me quitó el dolor ni el temblar ante la idea de una nueva infidelidad.

Al despertar, Manon me dijo que no porque pasara el día en el cuarto quería que estuviese sin acicalarme, y que quería que sus propias manos acomodaran mis cabellos. Los tenía muy bonitos, y era aquélla una diversión que se había procurado muchas veces. Aquel día, sin embargo, lo hizo con más cuidado que nunca. Para complacerla tuve que sentarme delante de su tocador y sufrir todos los retoques que se le ocurrieron para adornarme. Durante el tocado me hacía volver muchas veces la cabeza hacia ella, y, apoyando las dos manos en mis hombros, me miraba con una curiosidad ávida. Luego expresaba su satisfacción con uno o dos besos, y me obligaba a retomar mi postura para continuar su obra.

Aquella tontería nos ocupó hasta la hora de comer. El gusto con que lo había ejecutado me había parecido tan natural, y su alegría olía tan poco a artificio, que no pudiendo conciliar apariencias tan reiteradas con el proyecto de una negra traición, estuve tentado muchas veces de abrirle mi corazón y descargarme de un fardo que ya empezaba a pesarme. Pero tenía la esperanza que fuese ella la que se franquease y gozaba de antemano con aquel delicioso triunfo.

Entramos de nuevo en su gabinete. Ella se puso a retocar mis cabellos, y yo, complaciente, me prestaba a todos sus caprichos, cuando vinieron a avisarle que el príncipe de… quería verla. Aquel nombre me sacó de mis casillas.

—¿Qué es eso? —exclamé, rechazándola—; ¿quién es? ¿Qué príncipe?

Ella no respondió a mis preguntas.

—¡Hágalo subir! —dijo fríamente al criado; y volteándose hacia mí:

—¡Querido mío! Yo, que te adoro —repuso en un tono encantador—, te pido que seas complaciente un momento. ¡Un momento, sólo un momento! Te amaré mil veces más y te lo agradeceré toda mi vida.

La indignación y la sorpresa paralizaron mi lengua. Ella repetía sus ruegos y yo buscaba expresiones para rechazarlos con desprecio. Pero, habiendo oído abrir la puerta de la antesala, empuñó con una mano mis cabellos, que caían sobre mis hombros; en la otra agarró su espejo; con toda su fuerza me arrastró hasta la puerta del gabinete y, abriéndola con la rodilla, ofreció al extranjero, a quien el ruido había hecho detenerse en medio del cuarto, un espectáculo que debió causarle no poco asombro. Vi un hombre muy bien puesto, pero bastante mal encarado.