—Hoy mismo —dijo él—; tan dichoso momento no tardará en llegar; aparecerá al instante si vos lo deseáis.
Manon comprendió que yo estaba en la puerta. Yo entré mientras ella corría con precipitación. Nos abrazamos con la efusión de ternura que una ausencia de tres meses hace tan encantadora a los verdaderos amantes. Nuestros suspiros, nuestras exclamaciones entrecortadas, mil palabras de amor repetidas lánguidamente de una y otra parte, compusieron durante un cuarto de hora, una escena que enterneció al señor De T…
—Os envidio —díjome, invitándonos a sentarnos—; no cambiaría una suerte tan gloriosa por una amante tan bella y tan apasionada.
—Yo también —repuse— despreciaría todos los imperios del mundo para asegurarme la felicidad de ser amado por ella.
El resto de una conversación tan deseada no podía dejar de ser infinitamente tierno. La pobre Manon me contó sus aventuras y yo referí las mías. Lloramos amargamente, considerando el estado en que ella se hallaba y del que yo acababa de salir. El señor De T… nos consoló con nuevas promesas de esforzarse ardientemente en acabar con nuestras desdichas. Nos aconsejó que no alargásemos demasiado aquella primera entrevista, para facilitarle el proporcionarnos otras. Le costó mucho trabajo que siguiéramos este consejo. Manon, sobre todo, no podía decidirse a dejarme partir. Me retenía por el traje y por las manos.
—¡Ay, en qué estado me dejas! —decía. ¿Quién me asegura que te volveré a ver?
El señor De T… le prometió venir a menudo a verla, conmigo.
—En cuanto al lugar —añadió cortésmente—, ya no hay que llamarlo el Hospital; es Versalles, desde el momento en que está encerrada en él una persona que merece reinar en todos los corazones.
Al salir me mostré liberal con el criado que la servía, para obligarle a que la cuidase con celo. Aquel muchacho tenía un alma menos baja y menos dura que sus semejantes. Había sido testigo de nuestra entrevista, y este espectáculo tan sentimental lo había tocado. Un luis de oro que le regalé acabó de conquistarle. Me llamó aparte mientras bajábamos a los patios.
—Señor —me dijo—, si queréis tomarme a vuestro servicio o darme una buena recompensa para indemnizarme de la pérdida del empleo que ocupo aquí, creo que me sería fácil liberar a la señorita Manon.
Agucé el oído ante aquella propuesta, y aunque yo estaba desprovisto de todo, le prometí mucho más de lo que deseaba. Pensaba que siempre podría recompensar a un hombre de aquella clase.
—Ten la seguridad, amigo mío, que no hay nada que no haga por ti y que tu fortuna está tan asegurada como la mía.
Quise saber qué medios pensaba emplear.
—Nada más —me dijo— que abrir por la noche la puerta de su cuarto y guiarla hasta la de la calle, donde será necesario que vos estéis listo para recibirla.
Le pregunté si no era de temer que la reconociesen al cruzar la galería y los patios. Confesó que había algún peligro; pero que bien hacía falta arriesgar algo.
Aunque estuviera encantado de verle tan resuelto, llamé al señor De T… para comunicarle aquel proyecto y la sola razón que le hacía dudoso. No encontró otra dificultad que la prevista por mí. Convino en que lo más seguro era que pudiera escapar de aquel modo.
—Pero si la conocen —continuó—, si la detienen al huir, es posible que se vea perdida para siempre. Además, vos os veríais obligado a salir de París inmediatamente, pues no podríais escapar de las indagaciones. Cada vez las harían más minuciosas, tanto en lo que se refiere a ella como en lo que se relaciona con vos. Un hombre solo se escapa fácilmente; pero es casi imposible que permanezca incógnito con una mujer bonita.
Por muy sólido que me pareciera aquel argumento, no pudo vencer en mi espíritu a la esperanza tan próxima de ver a Manon en libertad. Así se lo dije al señor De T…, rogándole que perdonase un poco de imprudencia y de temeridad al amor. Agregué que mi intención era, efectivamente, dejar París, para instalarme, como ya lo había hecho, en un pueblecito vecino. Convinimos, por lo tanto, con el criado en no demorar la ejecución de su plan más allá del día siguiente, y para hacerle más fácil en lo posible, resolvimos llevar ropa de hombre. No era cosa sencilla pasarlo; pero tuve inventiva suficiente para dar con el modo de hacerlo. Supliqué solamente al señor De T… que al día siguiente llevara dos chaquetas ligeras, una encima de otra, y yo me encargaría del resto.
Regresamos por la mañana al Hospital. Yo llevaba conmigo para Manon ropa blanca, medias, etcétera, y encima de mi casaca, un sobretodo, que no dejaba ver en nada lo abultado mis bolsillos. No estuvimos más que un momento en su cuarto. El señor De TU. le dejó una de sus chaquetas. Yo le di mi casaca, pues el sobretodo me bastaba para salir. No faltaba sino el calzón, que desgraciadamente había olvidado.
El olvido de una prenda tan necesaria hubiera provocado nuestra risa si hubiese sido menos serio el apuro en que nos ponía. Estaba desesperado de que una bagatela de tal naturaleza fuera capaz de detenernos. Pero tomé un partido, que fue salir yo sin calzón, dejando a Manon el mío. El sobretodo que llevaba era largo, y con ayuda de algunos alfileres, lo arreglé para pasar decentemente la puerta.
El resto del día me pareció interminable. Habiendo llegado la noche, fuimos en un coche hacia el Hospital, deteniéndonos un poco más arriba de su puerta. No llevábamos mucho tiempo en espera cuando vimos aparecer a Manon con su guía. Abrimos la portezuela y los dos montaron al instante. Yo recibí en mis brazos a mi querida amante. Ella temblaba como una hoja. El cochero me preguntó dónde tenía que detenerse.
—Sigue hasta el fin del mundo —le dije—, y llévame a un sitio en que nunca pueda ser separado de Manon.
Este arranque, que no pude contener, estuvo a punto de causarme un enojoso contratiempo. El cochero se percató de mi lenguaje, y cuando luego le dije el nombre de la calle a donde debía conducirnos, me respondió que temía meterse en un mal asunto; que bien veía que aquel guapo mozo, que se llamaba Manon, era una muchacha que yo robaba del Hospital, y que no estaba de humor como para perderse por mi linda cara.
La delicadeza de aquel bribón no era otra cosa que ganas de cobrar más caro el coche. Estábamos demasiado cerca del Hospital para no ser comedidos.
—Cállate —le dije—; un luis de oro para ti.
Con esto me hubiera ayudado incluso a quemar el Hospital.
Ganamos la casa donde vivía Lescaut. Como era tarde, el señor De T… se separó de nosotros en el camino, prometiendo ir a vernos al día siguiente; el criado se quedó con nosotros.
Yo tenía a Manon tan estrechamente apretada entre mis brazos, que no ocupábamos más que un asiento del coche. Ella lloraba de alegría y mis mejillas se mojaban con sus lágrimas.
Cuando descendimos del coche para entrar en casa de Lescaut tuve con el cochero un altercado, cuyas consecuencias fueron funestas. Me arrepentí de haberle prometido un luis de oro, no sólo porque la propina me parecía excesiva, sino por otra razón mucho más poderosa: porque me veía en la imposibilidad de pagarlo. Mandé llamar a Lescaut, quien bajó a la calle desde su cuarto. Le dije al oído el apuro en que me hallaba. Como era de un carácter brusco y poco acostumbrado a guardar consideraciones a un cochero, me respondió que si me burlaba de él.
—¡Un luis de oro! —añadió. Veinte bastonazos es lo que hay que darle a este tunante.
Por más que intenté con dulzura persuadirle de que iba a perdernos, me arrebató el bastón con ademán de pegar al cochero. Éste, que seguramente en alguna ocasión estuvo al alcance de un guardia de corps o de un mosquetero, salió huyendo de miedo con su coche, gritando que yo le había engañado y que tendría noticias suyas. Yo insistí en que se detuviera, pero inútilmente.
Su huida me causó gran inquietud. No dudaba que avisaría al comisario.
—Me perdéis —dije a Lescaut—; ya no estaría seguro en vuestra casa; tenemos que alejarnos por el momento.
Presté el brazo a Manon para caminar, y salimos presurosos de aquella calle peligrosa. Lescaut nos acompañó.
Hay algo admirable en la forma como la Providencia encadena los eventos. Habíamos andado apenas cinco o seis minutos, cuando un hombre, cuyo rostro no pude descubrir, reconoció a Lescaut. Indudablemente le buscaba por los alrededores de su casa con el siniestro propósito que ejecutó.
—Es Lescaut —dijo, disparándole un tiro—; irá a cenar esta noche con los ángeles.
Y salió huyendo inmediatamente. Lescaut se desplomó sin dar señales de vida. Yo insistía con Manon en que huyésemos, pues nuestra ayuda era inútil para un cadáver, y temía ser detenido por la ronda, que no podía tardar en aparecer. Con ella y el criado me metí por la primera callejuela transversal. Manon estaba tan enloquecida, que me costaba mucho trabajo sostenerla. Por fin, al extremo de la calle, divisé un coche. Subimos a él. Pero cuando el cochero me preguntó dónde había de llevarnos, tuve problemas para responderle. No tenía asilo seguro ni amigo alguno de confianza a quien osar acudir. Me encontraba sin dinero, pues sólo llevaba en el bolsillo una media pistola. El terror y el cansancio habían incomodado a Manon de tal modo, que estaba medio pasmada cerca de mí. Además, yo no podía pensar sino en el asesinato de Lescaut, y aún no me veía libre del temor de la ronda. ¿Qué partido tomar? Afortunadamente me acordé de la posada de Chaillot, donde pasé algunos días con Manon cuando fuimos a este pueblo a buscar casa. Esperaba, no sólo estar seguro allí, sino poder vivir algún tiempo sin la precisión inmediata de pagar.
—Llévanos a Chaillot —le dije al cochero.
Se negó a ir siendo tan tarde, a menos que le pagase una pistola: otra dificultad. Finalmente, convinimos en que cobraría seis francos: era toda la suma que quedaba en mi bolsa.
Por el camino consolé a Manon; pero en el fondo yo también tenía desesperación en el corazón. Me habría matado mil veces si no hubiera tenido entre mis brazos el único bien que me sujetaba a la vida. Este solo pensamiento me sostenía. «Por lo menos, la tengo —me decía—; me ama; es mía: diga lo que quiera Tibergo, esto no es un fantasma de felicidad. Vería perecer al universo sin importarme: ¿por qué? Porque no tengo más afecto por el resto.»
Este sentimiento era verdadero. Y, sin embargo, en el punto en que menos caso hacía de los bienes del mundo, comprendía que necesitaba siquiera tener una pequeña parte de ellos para poder despreciar aún más soberanamente el resto. El amor es más fuerte que la abundancia, más fuerte que los tesoros y las riquezas; pero necesita su ayuda, y no hay nada más desesperante para un amante delicado que verse conducido por su causa, y a pesar suyo, a la grosería de las almas más bajas.
Eran las once cuando llegamos a Chaillot. En la posada nos recibieron como a gente conocida. No les sorprendió ver a Manon vestida de hombre, pues en París y sus cercanías están acostumbrados a que las mujeres tomen todas las formas. Hice que la atendieran lo mismo que si hubiera estado en la mejor fortuna. Ella ignoraba que yo estaba mal de dinero. Guardéme muy bien de decírselo, pues estaba resuelto a volver solo a París al día siguiente para buscar un remedio a aquella molesta especie de enfermedad.
Mientras cenábamos me pareció pálida y delgada. En el Hospital no me había fijado, porque la habitación donde la vi no era de las más claras. Le pregunté si no sería efecto tal vez del terror que había tenido al ver asesinar a su hermano. Aseguróme que, aun cuando le había impresionado mucho aquel accidente, su palidez no procedía sino de haber soportado seis meses mi ausencia.
—¿Entonces, me amas mucho? —le pregunté.
—Mil veces más de lo que puedo expresar —respondió.
—¿Entonces, ya no me volverás a abandonar? —añadí.
—¡No, nunca! —repuso ella.
Me confirmó esta seguridad con tantas caricias y juramentos, que realmente me pareció imposible que pudiese olvidarlos nunca. Siempre he tenido el convencimiento de que era sincera. ¿Qué motivo podía tener para fingir hasta ese punto? Pero era más voluble aún, o, mejor dicho, no era nada y ni a sí misma podía reconocerse, cuando veía a otras mujeres en la abundancia, mientras ella padecía necesidad y pobreza. Hallábame en vísperas de tener, a este respecto, una prueba superior a todas las demás y que produjo la aventura más extraña que nunca haya ocurrido a un hombre de mi nacimiento y de mi fortuna.
Como conocía su carácter, me apresuré a ir a París al día siguiente. La muerte de su hermano y la necesidad de comprar ropa interior y vestidos para ella y para mí eran razones suficientes para que no necesitara pretexto alguno. Salí de la posada con intención —así se lo dije a Manon y al posadero— de tomar un coche de alquiler; pero esto era una fanfarronada, pues la necesidad me obligaba a ir a pie. Anduve muy de prisa hasta llegar al paseo de la Reina, donde pensaba detenerme. Me convenía un rato de aislamiento y tranquilidad para pensar y prever lo que iba a hacer en París.
Sentéme en la hierba. Me perdí en un mar de argumentos y reflexiones, que, poco a poco, se redujeron a tres puntos principales. Necesitaba ayuda inmediata para un número infinito de necesidades presentes; tenía que buscar un camino que me diera, a lo menos, alguna esperanza para el porvenir, y lo que no era menos importante, necesitaba informarme y tomar medidas para la seguridad de Manon y la mía. Después de agotarme en mil proyectos y combinaciones acerca de estos tres puntos esenciales, decidí reducir los dos últimos. No dejábamos de estar ocultos en un cuarto de Chaillot; y en cuanto a las necesidades futuras, pensé que sería tiempo de cuidarme de ellas cuando hubiera satisfecho las presentes. Era necesario, de momento, llenar mi bolsa.
El señor De T… me había ofrecido generosamente la suya; pero yo sentía una repugnancia extrema a ser el que volviera sobre este asunto. ¡Qué papel el de ir a poner de manifiesto la propia miseria a un extraño y suplicarle que nos dé parte de su fortuna! Sólo es capaz de tal acción un alma cobarde y de una bajeza tal, que le impida sentir indignidad; o un cristiano humilde, por un exceso de generosidad que lo haga superior a esta vergüenza. Como yo no era ni un cobarde, ni un buen cristiano, habría dado la mitad de mi sangre por evitarme aquella humillación.
«Tibergo —decíame yo—, el buen Tibergo, ¿se negará a darme lo que pueda? No; le impresionará mi miseria, pero me asesinará con su moral. Tendré que soportar sus reproches, sus sermones, sus amenazas; me hará pagar tan cara su ayuda, que también daría parte de mi sangre antes de exponerme a esta escena enojosa, que me dejaría lleno de turbación y remordimientos. ¡Bueno! —continuaba—. Tengo que renunciar a toda esperanza, puesto que no me queda más camino que estos dos y estoy tan reacio en seguirlos, que antes derramaría la mitad de mi sangre que decidirme por uno de ellos; más aún, daría toda mi sangre antes que emprender los dos. Sí, mi sangre entera —añadía, después de reflexionar un momento— la daría de buen grado antes que reducirme a indignas súplicas.»
¡Pero se trata de mi sangre! Se trata de la vida de Manon, se trata de su amor y de su fidelidad. ¿Qué puedo poner en la balanza con ella? Hasta ahora no he puesto nada; ella es para mí la gloria, la felicidad, la fortuna. Hay muchas cosas, sin duda, que daría mi vida por conseguir o evitar; pero estimar una cosa más que mi vida no es una razón para estimarla tanto como a Manon. Después de este argumento, no tardé mucho en decidirme. Continué mi camino, resuelto a ir primero a casa de Tibergo y de allí a la del señor De T…
Al entrar en París tomé un coche, aunque no tenía para pagarle: contaba con el auxilio que iba a demandar. Me hice conducir al Luxemburgo, donde envié recado a Tibergo, diciéndole que le esperaba. Satisfizo mi impaciencia con su rapidez. Le expliqué mis apuros sin rodeos. Me preguntó si me bastarían las cien pistolas que yo le había devuelto, y sin oponer una sola palabra de dificultad, fue a buscarlas en el mismo instante, con el aire simpático y el gusto en dar que sólo es propio del amor y de la amistad verdadera.
Aunque no tuve la menor duda del logro de mi demanda, me sorprendió obtenerlo tan barato; es decir, sin que me hubiera reñido por mi impenitencia. Pero me equivocaba creyéndome libre de sus reproches, pues cuando terminó de contarme el dinero y yo me disponía a dejarlo, me suplicó que diera un paseo con él. No le había hablado de Manon para nada, e ignoraba que estuviera en libertad; así es que su moral sólo versó sobre mi huida temeraria de San Lázaro y sobre el temor que abrigaba de que, en vez de aprovechar las lecciones de sensatez que había recibido allí, reemprendiera una vida de desorden.
Me dijo que al ir a San Lázaro a verme al día siguiente de mi evasión, su asombro no tuvo límites al enterarse de la forma en que había salido; que había tenido una plática con el superior; que el buen padre aún no estaba repuesto del susto; que, sin embargo de ello, había tenido la generosidad de disfrazar ante el jefe de policía las circunstancias de mi partida y que había impedido que trascendiese la muerte del portero; que, por consiguiente, por esa parte no tenía nada que temer; pero que si me quedaba el menor sentimiento de cordura, aprovechara aquel feliz giro que el Cielo daba a mis asuntos; que debía comenzar por escribir a mi padre y ponerme bien con él, y que si quería seguir sus consejos sólo una vez, era de la opinión que dejara París y volviese al seno de mi familia.
Escuché su discurso hasta el fin. En él había muchas cosas satisfactorias. Me alegré muchísimo, primero, de no tener nada que temer por el lado de San Lázaro. Las calles de París eran de nuevo un país libre para mí. En segundo lugar, me aplaudí de que Tibergo no tuviese la menor idea de la libertad de Manon y de su vuelta a mi lado. Observé, incluso, que había evitado hablarme de ella, suponiendo quizá que me importaba menos, puesto que parecía tan tranquilo a ese respecto. Resolví, si no precisamente volver con mi familia, por lo menos escribir a mi padre, como él me aconsejó, y decirle que estaba dispuesto a regresar al orden de mis deberes y de su voluntad. Mi esperanza era comprometerle a que me enviase dinero, bajo el pretexto de hacer mis ejercicios en la Academia, ya que me hubiera costado mucho trabajo persuadirle de que me hallaba en disposición de volver al estado eclesiástico. En el fondo, no estaba muy lejos de lo que me proponía prometerle. Al contrario, pensaba dedicarme a algo honrado y razonable, siempre que este designio pudiera compaginarse con mi amor. Me forjaba la ilusión de vivir con mi amante y, al mismo tiempo, hacer mis ejercicios. Esto era muy compatible.
Tan satisfecho estaba con estas ideas, que prometí a Tibergo hacer partir aquel mismo día una carta para mi padre. Y, en efecto, al separarme de él entré en un escritorio público y escribí de un modo tan tierno y sumiso, que al releer la carta me preciaba de conseguir alguna cosa del corazón paternal.
Aun cuando ya estuviese en situación de tomar y pagar un coche después de haber dejado a Tibergo, me complació caminar valientemente a casa del señor De T… Me daba alegría aquel ejercicio de mi libertad, por la que mi amigo me aseguró que no tenía que temer. Sin embargo, de repente se me ocurrió que sus seguridades sólo se referían a lo de San Lázaro, y que yo, además de esto, tenía sobre mí el asunto del Hospital, sin contar la muerte de Lescaut, en la cual estaba mezclado, a lo menos como testigo. Este recuerdo me asustó tanto, que me retiré a la primera avenida, desde donde mandé llamar un coche. Fui derecho a casa del señor De T…, a quien causaron risa mis temores. También a mí me parecieron risibles cuando por él supe que no tenía nada que temer ni del lado del Hospital ni del de Lescaut. Me dijo que en la suposición de que sospecharan que él había tomado parte en el rapto de Manon, fue por la mañana al Hospital y preguntó por ella, fingiendo ignorar lo ocurrido; que estaban tan lejos de acusarnos, por lo menos a él, que se habían apresurado, al contrario, a contarle la aventura como un extraño relato, admirándose de que una muchacha tan bonita como Manon se hubiese decidido a escapar con un criado; que él se había limitado a responder fríamente que no estaba sorprendido, pues por la libertad se hacía todo.
Siguió diciéndome que desde allí fue a casa de Lescaut, con la esperanza de encontrarme con mi encantadora amante; que el dueño de la casa —que era constructor de coches— le había asegurado que no nos había visto a ella ni a mí; pero que no le sorprendía que no hubiéramos aparecido por su casa si teníamos que venir por Lescaut, porque habríamos sabido que lo acababan de matar casi al mismo tiempo; no se negó a explicar lo que sabía de la causa y circunstancias de aquella muerte. Unas dos horas antes, un guardia de corps, amigo de Lescaut, fue a verle y le propuso jugar. Lescaut, se dio tanta prisa en ganar, que en menos de una hora el otro perdió cien escudos; es decir, todo su dinero. El desgraciado, que se quedó sin un céntimo, suplicó a Lescaut que le prestase la mitad de la suma que había perdido, y, por dificultades nacidas en esta ocasión, riñeron con extrema animosidad. Lescaut se había negado a salir para empuñar la espada, y el otro juró al marcharse que le rompería la cabeza, cosa que hizo aquella misma noche. El señor De T… tuvo la honestidad de añadir que había estado muy inquieto por nosotros y que me ofrecía de nuevo sus servicios. No vacilé en indicarle el sitio de nuestro retiro. Él me rogó que le llevase a cenar con nosotros.
Como no tenía otra cosa que hacer más que comprar ropa para Manon, le dije que podíamos salir en seguida si quería tener la gentileza de detenerse conmigo en unas cuantas tiendas. Yo no sé si supuso que yo le proponía aquello con miras de excitar su generosidad, o si fue, simplemente por impulso de un alma buena; pero habiendo consentido en partir de inmediato me llevó a casa de los comerciantes donde se surtía su familia; me obligó a elegir muchas telas de un precio mucho más considerable de lo que yo me había propuesto, y cuando me disponía a pagar prohibió terminantemente a los comerciantes que me cobrasen un céntimo. Fue una galantería tan discretamente realizada, que me pareció que podía aceptarla sin vergüenza. Tomamos juntos el camino de Chaillot, a donde llegué con mucha menos inquietud de la que tenía al partir.
Como el caballero Des Grieux había empleado más de una hora en este relato, le rogué que descansara y nos acompañara a cenar. Nuestra atención le hizo suponer que le habíamos escuchado con gusto.
Asegurónos que aún hallaríamos algo más interesante en la continuación de su historia, y cuando hubimos acabado de cenar prosiguió en estos términos.