Hace falta haber pasado por tan amargos trances para comprender la desesperación que causan. Los guardias tuvieron la crueldad de no permitirme abrazar a Manon ni decirle una palabra. En mucho tiempo no supe qué había sido de ella. Seguramente fue para mí una suerte no saberlo, desde luego, pues una catástrofe tan grande podría haberme hecho perder el sentido y acaso la vida.

Me arrebataron, pues, a mi desgraciada amante ante mi vista, y fue conducida a un sitio que me horroriza nombrar. ¡Qué suerte para una criatura adorable, que hubiera ocupado el primer trono del mundo si todos los hombres hubieran tenido mis ojos y mi corazón! No la trataron bárbaramente, pero la encerraron en un estrecho calabozo, sola, y condenada a cumplir diariamente con una cierta tarea de trabajo, como condición necesaria para obtener una comida repugnante. Este detalle lo supe algún tiempo después, cuando hube sufrido varios meses de ruda y enojosa penitencia.

Como los guardias no me dijeron el sitio donde tenían orden de conducirme, sólo conocí mi destino hasta la puerta de San Lázaro. En aquel momento hubiera preferido la muerte al estado en que me veía próximo a caer, pues tenía ideas terribles de aquella casa. Mi terror aumentó cuando los guardias, al entrar, visitaron mis bolsillos por segunda vez, para asegurarse de que no me quedaban armas ni medio alguno de defensa.

El superior apareció al instante; ya tenía noticia de mi llegada. Me saludó con mucha dulzura.

—Padre mío —le dije—, nada de indignidades, pues perdería mil vidas antes que soportar una sola de ellas.

—No, no señor —me respondió—; adoptaréis una conducta seria, y estaremos contentos uno del otro.

Me rogó que subiera a un cuarto alto. Lo seguí sin resistencia. Los arqueros nos acompañaron hasta la puerta y, después de entrar, les indicó que se retiraran.

—¡Soy, pues, vuestro prisionero! —le dije. Bueno, padre mío, ¿qué pretendéis hacer conmigo?

Me dijo que le agradaba mucho verme tomar un tono razonable; que su deber sería trabajar para inspirarme el gusto de la virtud y de la religión, y el mío, aprovechar sus exhortaciones y sus consejos; que por poco que yo quisiera responder a las atenciones que él tendría conmigo, no hallaría sino placer en mi soledad.

—¡Placer! —repuse. No sabe usted, padre mío, la única cosa que es capaz de proporcionármelo.

—Ya lo sé —replicó—; pero espero que cambie vuestra inclinación.

Su respuesta me hizo comprender que tenía noticia de mis aventuras y quizá también de mi nombre. Le rogué que se explicase. Él me dijo, naturalmente, que le habían informado de todo.

Aquel conocimiento fue el más duro de los castigos. Vertí un torrente de lágrimas, con todas las muestras de una desesperación horrible. No podía consolarme de una humillación que iba a convertirme en la irrisión de todos mis conocidos y en la vergüenza de mi familia. Pasé así ocho días en el más profundo abatimiento, sin ser capaz de escuchar nada ni de ocuparme de otra cosa que de mi oprobio. El mismo recuerdo de Manon no añadía nada a mi dolor. Por lo menos, sólo entraba en él como un sentimiento que había precedido a esta nueva pena, y la pasión dominante de mi alma era la vergüenza y la confusión.

Pocas personas hay que conozcan la fuerza de estos movimientos particulares del corazón. El común de los hombres sólo es sensible a cinco o seis pasiones, donde se reducen sus agitaciones y en cuyo círculo pasa su vida. Quitadles el amor y el odio, el placer y el dolor, la esperanza y el temor, y no sentirán nada. Pero las personas de un carácter más noble pueden ser conmovidas de mil modos distintos: parece como si tuvieran más de cinco sentidos y pudiesen recibir ideas y sensaciones que traspasan los límites ordinarios de la naturaleza. Y como tienen conciencia de esta superioridad que las eleva por encima de lo vulgar, se sienten muy celosas de ella. De ahí que soporten con tan poca paciencia el desprecio y la burla y que la vergüenza sea una de sus más violentas pasiones.

Yo tenía esta triste ventaja en San Lázaro. Mi tristeza pareció tan excesiva al superior que, temiendo sus efectos, creyó que debía tratarme con mucha dulzura e indulgencia. Me visitaba dos o tres veces al día. Me llevaba a menudo consigo para dar una vuelta por el jardín, y su celo se agotaba en exhortaciones y consejos saludables. Yo los recibía con dulzura y le demostraba mi agradecimiento, de donde él sacaba la esperanza de mi conversión.

—Sois de un natural tan dulce y tan amable —me dijo un día—, que no puedo explicarme las faltas de que os acusan. Dos cosas me chocan: una, cómo con tan buenas cualidades os habéis podido entregar al exceso del libertinaje; otra, y es la que admiro más, cómo recibís mis consejos en forma tan voluntaria después de haber vivido varios años con hábitos de desorden. Si es arrepentimiento, sois una prueba evidente de la misericordia del Cielo; si es bondad natural, por lo menos tenéis un fondo de carácter excelente, que me hace esperar que no necesitaremos reteneros aquí mucho tiempo para llevaros a una vida seria y honrada.

Quedé encantado de la opinión en que me tenía. Resolví aumentarla con una conducta que pudiera satisfacerle por completo, convencido de que era el medio más seguro de abreviar mi encierro. Le pedí libros. Le sorprendió, al dármelos a elegir, que me decidiese por algunos autores serios. Fingí aplicarme al estudio con el mayor entusiasmo, dándole de este modo, en todas las ocasiones, pruebas del cambio que deseaba.

Sin embargo, la mudanza sólo era externa. Debo confesarlo para vergüenza mía: en San Lázaro hice el papel de hipócrita. Cuando estaba solo, en vez de estudiar únicamente me ocupaba en lamentar mi destino. Maldecía mi prisión y la tiranía que me retenía en ella. Apenas me repuse un poco del abatimiento en que me sumía aquella turbación, caí en los tormentos del amor. La ausencia de Manon, la incertidumbre de su suerte, el temor de no volver a verla eran el objeto único de mis tristes meditaciones. Me la imaginaba en los brazos del señor De G… M… Ésta fue mi primera idea, pues, lejos de pensar que sería tratada del mismo modo que yo, estaba convencido de que no me había alejado sino para poseerla tranquilamente.

Así pasé días y noches que me parecieron eternos. Mi única esperanza era el éxito de mi hipocresía. Observaba atentamente el rostro y los discursos del superior, para asegurarme de lo que pensaba de mí, y hacía hincapié en agradarle, como el árbitro de mi destino. Fácilmente reconocí que tenía todas sus simpatías. No dudé que estuviese dispuesto a servirme.

Un día tuve el valor de preguntarle si era de él de quien dependía mi libertad. Me respondió que no era él precisamente el dueño; pero que, con su testimonio, esperaba que el señor De G… M…, a cuya solicitud me había hecho encerrar el jefe de policía, consentiría en darme la libertad.

—¿Puedo preciarme —repuse con dulzura— de que los dos meses que llevo de encierro le parecerán una expiación suficiente?

Me prometió hablarle si tal era mi deseo. Roguéle insistentemente que me hiciera ese favor.

Dos días después me dijo que el señor De G… M… se había conmovido tanto con todo lo bueno que le dijeron de mí, que no parecía tener el designio de dejarme libre, sino que había manifestado deseos de conocerme más de cerca, y se proponía ir a visitarme a mi encierro. Aun cuando su presencia no podía serme agradable, la consideré como un paso hacia la libertad.

Efectivamente, vino a San Lázaro. Me pareció de un aire más serio y menos tonto que en casa de Manon.

Me hizo algunas reflexiones sensatas acerca de mi mala conducta. Añadió, para justificar, evidentemente, sus propios desórdenes, que podía permitirse a la flaqueza de los hombres procurarse ciertos placeres que la naturaleza exige, pero que las pilladas y las malas mañas merecían ser castigadas.

Le escuché con un aire tan sumiso, que pareció satisfacerle. Ni siquiera me ofendí al oírle deslizar algunas bromas sobre mi fraternidad con Manon y Lescaut, y sobre las capillitas, de las cuales —me dijo— suponía que habría hecho un gran número en San Lázaro, puesto que me gustaba tanto dedicarme a esta piadosa ocupación. Pero, desgraciadamente para él y para mí, se le escapó decirme que Manon también habría podido hacerlas muy lindas en el Hospital. A pesar del estremecimiento que me produjo la palabra Hospital, tuve aún tranquilidad suficiente para rogarle con dulzura que se explicara.

—¡Naturalmente! —repuso. Hace dos meses que está aprendiendo a ser juiciosa en el Hospital General, y me alegraré mucho que haya aprovechado tanto como vos en San Lázaro.

Aun cuando hubiese tenido ante mis ojos la muerte o la cárcel para toda mi vida, no habría podido ser dueño de mí al escuchar aquella terrible noticia. Me arrojé sobre él con tal rabia, que perdí por ella la mitad de mis fuerzas. Tuve la suficiente, sin embargo, para derribarle en tierra y agarrarle por la garganta. Lo estrangulaba cuando el ruido de su caída y algunos gritos agudos, que apenas le dejé lanzar, atrajeron al superior y a otros religiosos, que le libraron de mis manos.

Yo mismo casi había perdido la fuerza y el aliento.

—¡Dios mío! —exclamé, lanzando mil suspiros. ¡Justicia del Cielo! ¿Es necesario que viva un minuto después de tal infamia?

Aún quise arrojarme sobre el bárbaro que acababa de asesinarme. Me detuvieron. Mi desesperación, mis gritos y mis lágrimas superaron todo lo que puede imaginarse. Hice cosas tan extrañas, que todos los presentes, que ignoraban su causa, se miraban unos a otros con tanto espanto como sorpresa.

Entre tanto, el señor De G… M… se colocaba la peluca y se arreglaba la corbata, y en su furor, al verse tan maltrecho, ordenó al superior que me encerrase con más rigor que nunca y que me infligiese todos los castigos propios de San Lázaro.

—No, señor —respondióle el superior—, con las personas de la cuna del caballero no empleamos esos sistemas. Además, es tan bondadoso y tan correcto, que no puedo comprender que haya llegado a este extremo sin razones de peso.

Aquella respuesta acabó de desconcertar al señor De G… M… Salió diciendo que él sabría doblegar al superior, y a mí y a todos los que se atrevieran a resistírsele.

El superior ordenó a los religiosos que le acompañaran, y se quedó solo conmigo. Me conjuró a que le dijera inmediatamente cuál era la causa de mi arrebato.

—Padre mío —le dije, todavía llorando como un niño—, figuraos la crueldad más horrible, imaginaos la más abominable de las barbaries; ésa es la acción que el indigno G… M… ha tenido la cobardía de cometer. ¡Me ha traspasado el corazón! No me reharé jamás. Voy a contaros todo —añadí, sollozando. Sois bueno y tendréis lástima de mí.

Le hice un relato sucinto de la insuperable pasión que sentía por Manon, de la situación boyante de nuestra fortuna antes de ser desvalijados por nuestros criados, de los ofrecimientos que G… M… hiciera a mi amante, del trato que estipularon y de la manera como se rompió. Le pinté las cosas, dicho sea en verdad, por el lado más favorable a nosotros.

—Ya veis —continué— el origen del celo del señor De G… M… por mi conversión. Ha tenido influencia para hacerme encerrar aquí por motivos de venganza. Yo se lo perdono; pero, padre mío, no es esto todo: ha hecho prender cruelmente a la mitad más querida de mí mismo y la ha hecho encerrar en el Hospital; además de ello ha tenido la desvergüenza de decírmelo hoy y con sus propios labios. ¡Al Hospital, padre mío! ¡Cielos! ¡Mi dueña encantadora, mi reina querida, en el Hospital, como la más infame de todas las criaturas! ¿Dónde encontraré yo fuerzas suficientes para no morirme de dolor y vergüenza?

Viéndome el buen padre en aquel exceso de aflicción, trató de consolarme. Me dijo que nunca había comprendido mi aventura de la forma que yo la contaba; ciertamente supo que yo vivía una vida desordenada, pero se imaginaba que lo que indujo al señor De G… M… a interesarse por mí era alguna relación de amistad con mi familia; que él así lo dio a entender; que cuanto yo le había referido haría cambiar el asunto, y que no dudaba de que contándole todo, punto por punto, al jefe de policía, me fuese fácil obtener la libertad.

Me preguntó en seguida por qué no había pensado todavía enviar noticias mías a mi familia, puesto que ella no había tenido parte alguna en mi cautiverio. Respondí que no lo hice temiendo el dolor que causaría a mi padre y la vergüenza que habría de recaer sobre mí. Finalmente, me prometió ir en persona a ver al jefe de policía.

—Aun cuando no sea más —añadió— que para prevenir cualquier cosa de parte del señor De G… M…, que ha salido de aquí muy descontento y que es bastante considerado para hacerse temer.

Esperé el regreso del padre con la angustia del desgraciado que aguarda su sentencia. Era para mí un suplicio inexpresable el figurarme a Manon en el Hospital. Aparte de la infamia de esta morada, ignoraba cómo la tratarían y el recuerdo de los detalles que había oído contar de aquella mansión de horror renovaba a cada instante mis arrebatos. Estaba tan decidido a socorrerla, fuese como fuese, que hubiera incendiado a San Lázaro si no me hubiera sido posible salir de otra manera.

Reflexioné, pues, sobre los caminos que podría tomar si el jefe de policía se empeñaba en tenerme allí a pesar mío. Puse en juego toda mi industria; pensé en todas las posibilidades. No vi nada que pudiera darme la seguridad de una evasión, y temía que me encerraran más estrechamente si realizaba una tentativa infructuosa. Recordé el nombre de algunos amigos que podrían ayudarme; pero ¿cómo hacerles saber mi situación? Finalmente, creí haber concebido un plan tan hábil, que podría tener éxito, y aplacé el ultimarlo hasta el regreso del superior, por si la inutilidad del paso que daría lo hacía imprescindible.

No tardó en volver. No vi en su rostro las señales de alegría que anuncian una buena noticia.

—He hablado —me dijo— al jefe de policía; pero he llegado tarde. El señor De G… M… ha ido a verle saliendo de aquí y le ha prevenido en tal forma contra vos, que estaba dispuesto a enviarme nuevas órdenes para que os vigilara más estrechamente. Sin embargo, al informarle de la verdad del asunto, se ha dulcificado un poco, y riéndose de la incontinencia del viejo De G… M…, me ha dicho que era menester dejaros aquí seis meses para satisfacerlo, tanto más —ha añadido— que la estancia no os será inútil. Me ha recomendado trataros honestamente y os respondo de que no os quejaréis de mi comportamiento.

La explicación del buen superior fue lo bastante larga para darme tiempo a hacer una sabia reflexión. Comprendí que me exponía echarlo a rodar todo si demostraba un afán desmedido por mi libertad. Le atestigüé, por el Contrario, que, en la necesidad de estar allí, me serviría de dulce consuelo el merecer su estima. Luego le supliqué sencillamente la concesión de un favor que a nadie importaba y que me tranquilizaría mucho: consistía en avisar a un amigo mío —un santo sacerdote que vivía en San Sulpicio— que yo estaba en San Lázaro y permitir que recibiera alguna vez su visita. Me otorgó su consentimiento en seguida.

Se trataba de mi amigo Tibergo, de quien yo no esperaba, naturalmente, que me procurase los medios para evadirme, pero a quien quería utilizar como instrumento indirecto, sin que él mismo lo supiera. En una palabra, mi proyecto era el siguiente: escribiría a Lescaut, encargándole a él y a nuestros amigos comunes que se ocupasen de liberarme. La primera dificultad era hacer llegar la carta a sus manos; para esto me serviría Tibergo. Sin embargo, como él sabía que era hermano de mi amante, abrigaba mis temores de que no aceptara mi encargo. Mi propósito, pues, era meter mi carta a Lescaut en otra que dirigía a un señor serio, amigo mío, rogándole que hiciese llegar la primera a su destino; y como era preciso que yo me avistase con Lescaut para ponernos de acuerdo, le advertía que fuera a San Lázaro y pidiese verme, haciéndose pasar por mi hermano mayor, venido expresamente de París para enterarse de mis asuntos. Aplazaba hasta nuestra entrevista el convenir los medios que nos pareciesen más expeditos y seguros. El padre superior envió recado a Tibergo, indicándole que yo deseaba verle. El fiel amigo no me había perdido de vista hasta el punto de ignorar mi aventura; sabía que estaba en San Lázaro, y quizá no encontró del todo mal esta desgracia, que él suponía capaz de tornarme al buen camino. Acudió presuroso a mi habitación.

Nuestra entrevista fue muy cariñosa. Quiso informarse de la situación de mi espíritu. Yo le abrí mi corazón sin reserva, excepto en el proyecto de mi fuga.

—A vuestros ojos, amigo mío —hube de decirle—, no voy a tratar de aparentar lo que no soy. Si suponíais que ibais a encontraros con un amigo prudente y ordenado en sus deseos, un libertino arrepentido por los castigos del Cielo; en una palabra, un corazón libre del amor e indiferente a los encantos de su Manon, me habríais juzgado demasiado bien. Me encontráis de nuevo tal y como me dejasteis hace cuatro meses, siempre tierno y siempre desgraciado por esta fatal ternura, en la que no dejo de buscar mi felicidad.

Me respondió que aquella confesión me hacía imperdonable; que conocía muchos pecadores embriagados con la falsa dicha del vicio, hasta el punto de preferirla a la verdadera de la virtud; pero que, a lo menos, los tales se aferraban a imágenes de felicidad y eran víctimas de la apariencia. Ahora, reconociendo, como yo reconocía, que el objeto de mi afecto sólo era apropiado para hacerme culpable y desgraciado, seguir precipitándome voluntariamente en el infortunio y el crimen era una contradicción de ideas y de conducta que no honraba a mi razón.

—Tibergo —repuse—, ¡qué fácil es la victoria cuando nada se opone a nuestras armas! Dejadme razonar a mi vez. ¿Podéis suponer que eso que llamáis la felicidad de la virtud esté libre de trabajos, de sinsabores y de inquietudes? ¿Qué nombre dais a la prisión, a las cruces, a los suplicios y a las torturas de los tiranos? ¿Diréis, como los místicos, que lo que atormenta el cuerpo constituye la felicidad del alma? No os atreveríais a decirlo; es una paradoja insostenible. Esa dicha, que tanto ensalzáis, está, pues, mezclada con mil dolores, o, para decirlo mejor, sólo es un tejido de dolores, a través del cual se aspira a la felicidad. Luego, si la fuerza de la imaginación hace hallar placer en estos mismos dolores, ya que pueden conducir a un término dichoso, ¿por qué tacháis de contradictoria e insensata en mi conducta una disposición semejante? Amo a Manon y aspiro a vivir tranquilo y feliz a su lado pasando por mil dolores. El camino que sigo es infortunado; pero la esperanza de llegar al término lo llena de suavidad, y un momento junto a ella me compensaría sobradamente de todos los pesares que sufro por conseguirlo. Todas las cosas, pues, me parecen iguales, de vuestro lado y el mío, con una ventaja de mi parte: que la dicha que yo espero está próxima y la otra está lejos; la mía es de la misma naturaleza que las penas; esto es, sensible al cuerpo, y la otra es de naturaleza desconocida y sólo cierta para la fe.

Tibergo pareció escandalizado por aquel razonamiento. Retrocedió dos pasos, diciéndome muy seriamente que lo que acababa de decir, no sólo hería el buen sentido, sino que, además, era un desdichado sofisma de impiedad e irreligiosidad.

—Pues esa comparación —agregó— del término de vuestros dolores con el que ofrece la religión, es una de las ideas más libertinas y monstruosas.

—Confieso —repliqué yo— que no es justa; pero cuidado, no es ella la que basa mis argumentos. He querido explicar lo que vos juzgáis como una contradicción en la perseverancia de un amor desgraciado, y creo haber probado de sobra que, si la hay, tú no sabrías salvarte de ella más que yo. A este respecto, solamente he tratado de igualar las cosas, y sostengo aún que lo son.

»¿Diréis que el término de la virtud es infinitamente superior al del amor? ¿Quién lo niega? Pero ¿se trata ahora de eso? ¿No se trata de la fuerza que una y otra tienen para soportar los dolores? Juzguemos por el efecto: ¡cuántos desertores encontraréis de la severa virtud y qué pocos del amor!

»Me contestaréis aun que si hay trabajos en el ejercicio del bien, no son infalibles y necesarios; que ya no hay tiranos, ni cruces, y que se ve multitud de gente virtuosa que lleva una vida apacible y tranquila. Pero yo os diré también que hay mil amores tranquilos y afortunados, y —una cosa más en favor mío— añadiré que el amor, aun cuando algunas veces engaña, sólo produce satisfacciones y alegrías, mientras que la religión quiere que la gente se atenga a una práctica triste y mortificante.

»No os alarméis —añadí, viendo que su fervor estaba a punto de escandalizarse—; la única conclusión que quiero sacar de esto es que no hay peor método para conseguir que un corazón reniegue del amor que negar las alegrías que proporciona y pintarle más satisfacciones en el ejercicio de la virtud. Siendo como somos, es seguro que nuestra felicidad consiste en el placer; desafío a quien tenga otra idea de ella; y, naturalmente, el corazón no tiene que escucharse mucho para comprender que, de todos los placeres, los más dulces son los del amor. Pronto advierte que le engañan cuando le prometen otros más exquisitos en otra parte, y este engaño le previene a desconfiar de las más sólidas promesas. Predicadores que queréis volverme a la virtud, decidme que es indispensable, pero no me ocultéis que es severa y penosa. Afirmad que las delicias del amor son pasajeras, que están prohibidas, que serán seguidas de penas eternas y —lo que quizá me cause más impresión— que, cuanto más dulces y sabrosas sean, mayor será la magnanimidad del Cielo al recompensar tan gran sacrificio; pero confesad que con corazones como los nuestros aquí abajo constituyen la suprema felicidad».

Este final de mi discurso devolvió su buen humor a Tibergo. Convino en que había algo de razonable en mis pensamientos. Sólo objetó que por qué no era fiel a mis propios principios, sacrificando mi amor a la esperanza de la recompensa, de que tan alta idea me formaba.

—¡Oh, querido amigo! —le respondí. Aquí reconozco mi miseria y mi flaqueza. ¡Ay!, sí; mi deber es obrar como razono; pero ¿depende de mi voluntad el obrar? ¿Qué ayuda no necesitaría para olvidar los encantos de Manon?

—Dios me perdone —replicó Tibergo—; me parece que he aquí a uno de nuestros jansenistas.

—Yo no sé lo que soy —repliqué—, ni veo claramente lo que se debe ser; pero comprendo la verdad de lo que dicen:

Aquella entrevista sirvió, por lo menos, para renovar la compasión de mi amigo. Comprendió que había más flaqueza que maldad en mis desórdenes. En consecuencia, su amistad me prestó auxilios, sin los cuales hubiera perecido infaliblemente de miseria. Con todo, no le dije una palabra del propósito que tenía de evadirme de San Lázaro. Solamente le supliqué que se encargara de mi carta; la tenía preparada ya antes de que viniera y supe hallar pretextos para colorear la necesidad que tenía de escribirla. La llevó fielmente a su destino, y Lescaut recibió la suya antes de la noche.

Fue a visitarme al día siguiente, y pasó felizmente bajo el nombre de mi hermano. Mi alegría fue extrema al verle en mi cuarto. Cerré la puerta con cuidado.

—No perdamos un solo momento —le dije—; primero, dadme noticias de Manon, y en seguida, un buen consejo para romper mis cadenas.

Me aseguró que no había visto a su hermana desde la víspera del día de mi detención; que supo su suerte y la mía después de muchas preguntas y pasos; que se había presentado varias veces en el Hospital, sin poder conseguir hablar con ella.

—¡Desgraciado G… M…! —exclamé—; ¡me las pagarás!

—En cuanto a vuestra libertad —continuó Lescaut—, es empresa menos fácil de lo que suponéis. Anoche, dos amigos míos y yo pasamos la velada observando todas las partes exteriores de esta casa, y pudimos percatamos de que las ventanas de esta habitación dan a un patio rodeado de edificaciones, como vos nos habíais indicado; así, pues, será muy difícil sacaros de aquí. Además, estáis en el piso tercero, y no podemos introducir aquí cuerdas ni escaleras. Por tanto, no veo medios de ayudaros desde fuera. Dentro de la casa es donde hay que buscar algún artificio.

—No —repuse—, lo he examinado todo, especialmente desde que mi clausura es menos rigurosa por indulgencia del superior. La puerta de mi cuarto ya no se cierra con llave, y tengo libertad para pasearme por las galerías de los religiosos; pero todas las escaleras tienen gruesas puertas, que se tiene cuidado de cerrar noche y día; de suerte que es imposible que la destreza sola pueda salvarme. Esperad —añadí, después de reflexionar brevemente sobre una idea que me pareció magnífica—, ¿podríais traerme una pistola?

—Fácilmente —me dijo Lescaut—, pero ¿es que pensáis matar a alguien?

Le aseguré que tan lejos estaba de mi pensamiento la idea de matar que ni siquiera era necesario que la pistola estuviera cargada.

—Traédmela mañana —agregué—, y, por la noche, no dejéis de estar a las once, frente a la puerta de esta casa, con dos o tres de nuestros amigos; espero poder reunirme con vosotros.

En vano insistió para que me explicara con más claridad. Le dije que una empresa como la que concebía no podría parecer razonable hasta resultar bien. Le aconsejé que abreviara su visita para que le fuera más fácil verme al otro día. Entró por segunda vez con tan poco trabajo como la primera. Su aspecto era muy grave; nadie habría dejado de tomarle por un hombre de honor.

Cuando me vi provisto del instrumento de mi libertad, casi no dudé del buen éxito de mi proyecto. Era atrevido y extraordinario; pero ¿de qué no sería yo capaz por los motivos que me animaban? Desde que se me permitía salir de mi cuarto y pasearme por las galerías, yo había observado que por la noche, cada día, el portero llevaba al superior las llaves de todas las puertas y en seguida reinaba en la casa un profundo silencio, señal de que todo el mundo se había retirado. Yo podía ir sin obstáculo alguno, atravesando una galería de comunicación, desde mi cuarto al del padre. Mi propósito era apoderarme de sus llaves amedrentándole con la pistola, si se resistía a entregármelas, y utilizarlas para ganar la calle. Esperé el momento con impaciencia. El portero llegó a la hora ordinaria; es decir, un poco después de las nueve. Dejé pasar una hora más para asegurarme de que todos los criados y los religiosos estaban dormidos. Por fin salí, con mi arma y una vela encendida. Primero llamé con suavidad a la puerta del padre, para despertarle sin ruido. Me oyó al segundo golpe, e imaginando, sin duda, que era algún religioso que se encontraba mal y necesitaba auxilio, se levantó para abrirme. Tuvo, sin embargo, la precaución de preguntar, a través de la puerta, qué necesitaban de él. Me vi obligado a decir quién era; pero afecté un tono quejumbroso, para darle a entender que no me encontraba bien.

—¡Ah! ¿Sois vos, hijo mío? —díjome, abriendo la puerta. ¿Qué os ocurre que os trae tan tarde?

Entré en el cuarto, y arrastrándole al extremo opuesto de la puerta, díjele que me era imposible permanecer más tiempo en San Lázaro, que la noche era una hora propicia para salir sin ser visto y que esperaba de su bondad que consentiría en abrirme las puertas o me prestaría sus llaves para abrirlas yo mismo.

Aquella cortesía debió de sorprenderle. Se quedó un rato mirándome sin responderme. Como yo no tenía tiempo que perder, volví a tomar la palabra para decirle que le estaba muy agradecido por todas sus bondades, pero que como la libertad era el más codiciado de todos los bienes, sobre todo para mí, a quien se la habían arrebatado injustamente, estaba resuelto a procurármela aquella misma noche, costase lo que costase. Y temiendo que se le ocurriera levantar la voz para pedir socorro, le mostré el poderoso argumento de silencio, que escondía bajo mi casaca.

—¡Una pistola! —me dijo. Hijo mío, ¿queréis quitarme la vida en agradecimiento a la consideración que os he tenido?

—Dios no lo quiera —repuse. Tenéis demasiado entendimiento para ponerme en este trance; pero quiero verme libre, y tan decidido estoy a ello, que, si no lo consigo por culpa vuestra, podéis contaros entre los muertos.

—Pero, hijo mío —replicó él, pálido y atemorizado—, ¿qué os he hecho yo? ¿Qué razón tenéis para querer mi muerte?

—¡No! —repuse impaciente—, si no tengo intención de mataros; si queréis vivir, abridme la puerta, y seré el mejor de vuestros amigos.

Vi las llaves, que estaban sobre la mesa; las tomé, y le rogué que me siguiera haciendo el menor ruido posible.

Viose obligado a decidirse. A medida que avanzábamos y que abría una puerta, me repetía con un suspiro:

—¡Ah, hijo mío! ¿Quién lo hubiera creído?

—Nada de ruido, padre —replicaba yo a cada momento.

Por fin llegamos a una especie de barrera que está adelante de la puerta grande de la calle. Ya me creía libre, estaba colocado detrás del padre, con la pistola en la mano y la vela en la otra.

Mientras él se apresuraba a abrir, un criado, que dormía en una pequeña habitación vecina, oyendo el ruido de los cerrojos, levantóse y asomó la cabeza a su puerta. El buen padre, sin duda, le supuso capaz de detenerme. Le ordenó, con notoria imprudencia, que viniera en su auxilio. Era un bribón formidable, recio, que se lanzó sobre mí sin vacilar. Yo no me anduve con rodeos: le di un tiro en medio del pecho.

—Ved lo que habéis provocado, padre —dije, arrogante, a mi guía—; pero que ello no os impida terminar —añadí, empujándolo hacia la última puerta.

No osó negarse a abrir. Salí felizmente, y a cuatro pasos encontré a Lescaut con dos amigos, que me aguardaban cumpliendo su promesa.

Nos alejamos. Lescaut me preguntó si no había escuchado disparar una pistola.

—Ha sido por culpa vuestra —le dije. ¿Por qué me la llevasteis cargada?

Sin embargo, le di las gracias por haber tenido aquella precaución, sin la cual estaría seguramente en San Lázaro por mucho tiempo. Fuimos a pasar la noche en una hostería, donde me desquité un poco de la mala comida que hube de soportar durante casi tres meses. Pero, sin embargo, no pude entregarme a la alegría; sufría mortalmente sin Manon.

—Hay que liberarla —dije a mis amigos. Sólo por esto he deseado yo la libertad. Les pido el socorro de vuestra industria. Yo he de poner en este empeño hasta mi vida.

Lescaut, que no dejaba de tener ingenio y prudencia, me indicó que precisaba ir brida en mano; que mi evasión y la desgracia que había tenido al salir, seguramente causarían ruido; que el jefe de la policía me haría buscar, y que tenía los brazos muy largos; que si no quería exponerme a algo peor que San Lázaro, sería conveniente que permaneciese oculto durante algunos días, para dar tiempo a que se apagase el primer fuego de mis enemigos. Su consejo era prudente; pero había que serlo también para seguirlo. Tanta lentitud y tantos rodeos, mal concordaban con mi pasión. Todo lo que pude prometerle fue que pasaría el día siguiente durmiendo. Me encerró en su cuarto, donde permanecí hasta la noche.

Empleé una parte de ese tiempo en trazar proyectos y buscar modos de auxiliar a Manon. Estaba convencido de que su prisión era aún más impenetrable que lo que fuera la mía. No se trataba de fuerza ni de violencia, hacía falta astucia; pero la misma diosa de la invención no sabría por dónde empezar. Veía tan poca luz, que pospuse el considerar mejor las cosas hasta tener algunos informes del régimen interior del Hospital.

En cuanto la noche me devolvió la libertad, supliqué a Lescaut que me acompañara. Entablamos conversación con uno de los porteros, que nos pareció hombre sensato. Me fingí un forastero que había oído hablar muy bien del Hospital General y del orden que en él reinaba. Le interrogué sobre multitud de detalles insignificantes, y, de circunstancia en circunstancia, fuimos a parar a los administradores, rogándole yo que me dijese sus nombres y condición. Las respuestas que me dio respecto a lo último hicieron nacer en mí un pensamiento del cual me aplaudí en seguida y no tardé en poner en práctica. Le pregunté, como cosa esencial para mi idea, si esos señores tenían hijos. Respondióme que no podía decírmelo a punto fijo; pero que el señor De T…, que era uno de los principales, tenía un hijo en edad de casarse que iba al Hospital algunas veces con su padre. Aquella afirmación me bastó.

Corté luego nuestra conversación, y al volver a casa participé a Lescaut mi propósito.

—Supongo —le dije— que el señor De T…, hijo, que es rico y de buena familia, tendrá cierta afición a los placeres, como la mayoría de los jóvenes de su edad. No será enemigo de las mujeres, ni tan ridículo que se niegue a rechazar sus servicios en un asunto de amor. Tengo el propósito de interesarlo en la libertad de Manon. Si es honrado y tiene sentimientos, nos dará su ayuda por generosidad. Si no es capaz de ser conducido por este motivo, no dejará de hacer algo por una muchacha agradable, aun cuando sólo sea con la esperanza de tener parte en sus favores. No quiero diferir el verle más que hasta mañana —añadí. Me siento tan consolado con este proyecto que lo considero un buen augurio.

Lescaut convino en que mis ideas no eran absurdas y que podíamos esperar conseguir algo por aquel medio. Yo pasé la noche menos tristemente.

Llegada la mañana me vestí lo mejor que pude según el estado de indigencia en que estaba, y tomé un coche, que me llevó a casa del señor De T… Éste se sorprendió mucho al recibir la visita de un desconocido. Saqué buenos augurios de su fisonomía y de sus amabilidades. Me expliqué con naturalidad, y, para calentar sus sentimientos naturales, le hablé de mi pasión y del mérito de mi amante como de dos cosas sólo comparables entre sí. Díjome él que, aun cuando no había visto nunca a Manon, había oído hablar de ella, si se trataba, claro es, de la que fue amante del viejo De G… M… Supuse que estaría informado de la parte que yo había tenido en aquella aventura, y para conquistarle más y más, haciendo valer mi confianza, le conté al detalle todo lo que nos había pasado a Manon y a mí.

—Ya véis, señor —continué—, que entre vuestras manos están el interés de mi vida y el de mi corazón. Tan caro me es el uno como el otro. No uso reserva con vos, porque tengo noticias de vuestra generosidad, y la semejanza de edad entre los dos me hace suponer que la hay también entre nuestras inclinaciones.

Pareció muy sensible a aquella muestra de candor y de franqueza. Su respuesta fue la de un hombre que tiene mundo y buenos sentimientos, cosa esta última que el mundo no da siempre y que muchas veces hace perder. Me dijo que consideraba mi visita como una fortuna para él, que tenía mi amistad por una de las más felices adquisiciones y que se esforzaría en merecerla prestándome sus mejores servicios. No me prometió devolverme a Manon, porque, según me dijo, su crédito no era mucho ni muy firme; pero me ofreció procurarme el placer de verla y hacer todo lo que estuviera en su poder para ponerla en mis brazos. Me satisfizo más aquella duda sobre su crédito de lo que me hubiera satisfecho la plena seguridad de conseguir mis deseos. En la moderación de sus ofrecimientos encontré una prueba de franqueza que me encantó. En una palabra, me prometí conseguirlo todo por sus buenos oficios. La sola promesa de que vería a Manon me habría hecho intentar todo por ella. Le pinté estos sentimientos de suerte que hubo de persuadirse de que yo no era un hombre de mala índole. Nos abrazamos con ternura y llegamos a ser amigos, sin más razón que la bondad de nuestros corazones y una simple disposición que induce a un hombre tierno y generoso a estimar a otro hombre que se le parece.

Aun llevó las muestras de su afecto más lejos, pues sacando consecuencias de mis aventuras, juzgó que al salir de San Lázaro no estaría muy bien de fortuna, y me ofreció su bolsillo, insistiendo en que lo aceptara. No lo acepté, pero le dije:

—Es demasiado, querido señor. Si después de ser tan bondadoso y amable hacéis que vuelva a ver a mi querida Manon, seré vuestro amigo toda la vida. Si llegáis a devolverme a esa adorada criatura no os pagaré ni aun vertiendo toda mi sangre para serviros.

No nos separamos hasta que hubimos convenido la hora y el sitio en que habríamos de encontrarnos. Tuvo la bondad de no aplazar nuestra entrevista sino hasta aquella misma tarde.

Le esperé en un café, donde se me unió a eso de las cuatro, y juntos emprendimos el camino hacia el Hospital. Me temblaban las rodillas al cruzar los patios. «¡Oh, fuerza del amor! —decía. Voy a volver a ver al ídolo de mi corazón, al objeto de tantas lágrimas e inquietudes. ¡Cielos! ¡Conservadme suficiente vida hasta que esté a su lado, y luego disponed de mi suerte y de mis días; no os pido más!»

El señor De T… habló con algunos porteros de la casa, que se empeñaron en ofrecerle todo lo que dependía de ellos para su satisfacción. Se hizo mostrar el apartamento donde Manon tenía su recámara, y hacia él nos guiaron, con una llave de un tamaño que daba miedo y que servía para abrir su puerta. Pregunté al criado que nos guiaba, y que era el que solía servirla, cómo pasaba el tiempo en esa morada. Nos dijo que era de una dulzura angelical; que jamás había recibido de ella una palabra dura; que las seis primeras semanas de su estancia allí habíalas pasado vertiendo lágrimas constantemente; pero que, de algún tiempo a ahora, parecía tomar su desgracia con más paciencia, y que se ocupaba en coser desde la mañana a la noche, sin más descanso que algunas horas que dedicaba a la lectura. Le pregunté también si la habían tratado con consideración. Me aseguró que lo necesario, por lo menos, no le había faltado nunca.

Nos aproximamos a la puerta. Mi corazón latía con violencia. Yo dije al señor De T…:

—Entrad solo y anunciadle mi visita, pues temo que se afecte demasiado si me ve de golpe.

La puerta nos fue abierta. Permanecí en la galería. Desde allí oí, sin embargo, lo que hablaban. Él le dijo que venía a traerle algún consuelo, que era amigo mío y que se interesaba mucho en nuestra felicidad. Ella le preguntó con gran afán si le sabría decir lo que había sido de mí. Le prometió llevarme a sus pies, tan tierno, tan fiel como ella pudiera desear.

—¿Cuándo? —repuso ella.