¿Quién sería el bárbaro que no se dejara ablandar por un arrepentimiento tan tierno y vivo? Yo, en aquel momento, me sentía capaz de sacrificar por Manon todos los obispados del mundo cristiano. Le pregunté cómo quería que arregláramos nuestros asuntos. Ella me dijo que lo primero era salir en seguida del Seminario y buscar un sitio seguro donde pudiéramos hablar. Consentí en todo sin replicar. Montó en su coche para ir a esperarme en la esquina de la calle. Un momento después yo me escapé sin ser visto por el portero. Monté con ella. Fuimos a una prendería, donde yo me puse otra vez los galones y la espada. Manon lo pagó todo, pues yo no tenía un céntimo, y ante el temor de que encontrara alguna dificultad para salir de San Sulpicio, ella no quiso que volviera a mi cuarto para tomar el dinero. Mi tesoro, además, era muy mezquino, y ella, gracias a las liberalidades del señor B…, tenía lo bastante para despreciar lo que yo por su causa abandonaba. En casa del ropavejero convinimos en lo que habíamos de hacer.

Para dar más importancia a lo que hacía en mi favor, sacrificando a B…, decidió no guardarle consideración alguna.

—Le dejaré los muebles —dijo—; son suyos; pero me llevaré, como es natural, las alhajas y unos sesenta mil francos que he obtenido de él en dos años. No le he otorgado ningún derecho sobre mí —agregó—; así es que podemos permanecer sin temor en París, alquilando una casa cómoda, en la que viviremos felices.

Repliqué yo que, si para ella no había ningún peligro, para mí sí lo había, y muy grande, pues tarde o temprano me reconocerían y me vería expuesto constantemente a la desgracia que ya había enjugado. Ella me dio a entender que le causaría pena salir de París. Temía yo tanto apesadumbrarla, que no había riesgo que no despreciara por complacerla; sin embargo, adoptamos un término razonable, que fue alquilar una casa en un pueblecito cerca de París, desde el cual nos sería fácil ir a la ciudad cuando nos viniera en gana o tuviésemos necesidad. Elegimos Chaillot, que no está lejos. Manon volvió a su casa inmediatamente. Yo fui a esperarla ante la puerta pequeña del jardín de las Tullerías.

Volvió una hora más tarde en un coche de alquiler, con una doncella que estaba a su servicio y algunos baúles, en donde había guardado sus vestidos y todo lo que tenía de algún valor.

No tardamos mucho en alcanzar Chaillot. La primera noche la pasamos en la posada, para tener tiempo de buscar una casa, o por lo menos un departamento cómodo. Al día siguiente encontramos una muy de nuestro gusto.

De principio, me parecía que mi dicha se había establecido de manera inquebrantable. Manon era la dulzura y el agrado en persona. Tenía conmigo atenciones tan delicadas, que me creía resarcido de todas mis penas. Como los dos teníamos un poco más de experiencia, reflexionamos sobre la solidez de nuestra fortuna. Sesenta mil francos, que era lo que constituía nuestra riqueza, no son una cantidad que pueda durar toda la vida. Además, no estábamos dispuestos a reducir demasiado nuestros gastos. Ni Manon ni yo teníamos como principal virtud la de la economía. He aquí el plan que yo propuse:

—Sesenta mil francos —le dije— pueden durarnos diez años. Con dos mil escudos al año tendremos suficiente si seguimos viviendo una vida decorosa, pero sencilla. El único gasto superfluo será el sostenimiento de un coche y las diversiones. Haremos un arreglo. A ti te gusta la ópera: iremos dos veces por semana. Si jugamos, nos limitaremos de manera tal que nuestras pérdidas nunca superen dos pistolas. Es imposible que en diez años no haya algún cambio en mi familia; mi padre es viejo, puede morirse; en ese caso, yo heredaría algo, y estaríamos más allá de todos nuestros temores.

Este arreglo no hubiera sido la acción más loca de mi vida si hubiésemos sido lo bastante sensatos para sujetarnos a él; pero nuestra resolución no duró ni un mes. Manon sentía afición desmedida por los placeres, y yo estaba loco por ella; a cada paso teníamos mil motivos de gasto, y, lejos de lamentar las cantidades que ella malgastaba muchas veces, yo era el primero que le procuraba todo lo que suponía que podría agradarla. La casa de Chaillot empezó a cansarla.

Acercábase el invierno, todo el mundo volvía a la capital y el campo quedaba desierto. Ella me propuso que tomáramos casa en París. Yo no consentí en ello; pero, para complacerla en algo, le dije que podíamos alquilar un departamento amueblado, donde pasaríamos la noche cuando saliéramos demasiado tarde de las reuniones a que concurríamos varias veces por semana, pues la incomodidad de volver a deshora a Chaillot era el pretexto en que fundaba su deseo de abandonarlo. De este modo resultó que teníamos dos casas: una en la capital y otra en el campo. Tal cambio llevó el desorden de nuestros asuntos, siendo causa de dos aventuras que nos arruinaron.

Manon tenía un hermano que era guardia de corps. Por desgracia vivía en París, en la misma calle que nosotros. Una mañana vio a su hermana asomada a la ventana; la reconoció y vino a casa en seguida. Era un hombre brutal y sin idea del honor. Entró en nuestro cuarto jurando horriblemente, y como conocía algunas de las aventuras de su hermana, la abrumó de injurias y de reproches.

Yo había salido un momento antes, cosa que, sin duda alguna, fue una suerte para él o para mí, pues no estaba dispuesto a tolerar un insulto. Cuando volví a casa ya se había marchado. La tristeza de Manon hízome calcular que algo extraordinario había ocurrido. Me contó la enojosa escena y las amenazas brutales de su hermano. Me molestó tanto, que hubiera volado a tomar venganza si ella no me lo hubiese impedido con sus lágrimas.

Aún comentábamos la aventura, cuando el guardia de corps volvió a entrar en el cuarto en que nos hallábamos, sin hacerse anunciar. Si le hubiese conocido no le habría recibido con tanta cortesía como lo hice. Después de saludarnos sonriendo, se apresuró a decir a Manon que venía a darle disculpas por su arrebato; que suponiendo que vivía de mala manera, esta idea había encendido su cólera; pero que al informarse por un criado de quién era yo, había sabido tantas cosas buenas de mí, que le habían inspirado el deseo de estar en relación amigable con nosotros.

Aun cuando aquello de los informes de boca de un criado era algo chocante y raro, recibí sus cumplidos con cortesía; con ello creía complacer a Manon, que parecía encantada de verle inclinado a reconciliarse. Le retuvimos a comer con nosotros.

En pocos momentos tomó tanta confianza, que habiéndonos oído hablar de nuestro retorno a Chaillot, quiso acompañarnos. No hubo más remedio que hacerle sitio en nuestro coche.

Aquello fue una toma de posesión, y se habituó a vernos con tanto gusto, que convirtió nuestra casa en suya haciéndose el amo, en cierto modo, de todo lo que nos pertenecía. Me llamaba su hermano, y, so pretexto de la confianza fraternal, tomó la costumbre de llevar a Chaillot a todos sus amigos y obsequiarlos a costa nuestra. Se hizo vestir espléndidamente a nuestras expensas, e incluso nos comprometió a pagar sus deudas. Yo cerraba los ojos ante aquella tiranía, por no disgustar a Manon, llegando hasta fingir que no me enteraba de que, de tiempo en tiempo, le pedía sumas de importancia. Bien es cierto que, como era muy jugador, le devolvía algo cuando la suerte le favorecía; pero nuestra fortuna era muy escasa para proveer mucho tiempo a gastos tan inmoderados.

A punto estaba de tener una seria explicación con él, para librarnos de sus impertinencias, cuando un funesto accidente me ahorró este disgusto, causándonos otro que nos dejó sin recursos.

Habíamos dormido una noche en París, como solíamos hacer con frecuencia. La criada, que en estas ocasiones se quedaba sola en Chaillot, fue a decirme a la mañana siguiente que la casa se había incendiado durante la noche y que había sido muy difícil apagar el fuego. Le pregunté si los muebles se habían estropeado; ella respondió que era tal la confusión causada por la multitud de extraños que acudieron a prestar auxilio, que no estaba segura de nada. Yo me eché a temblar por el dinero, que guardábamos en una caja pequeña. Rápidamente me trasladé a Chaillot. ¡Diligencia inútil! La caja había desaparecido.

Entonces comprendí que se puede amar el dinero sin ser avaro. Aquella pérdida me causó un dolor tan vivo, que creí perder la razón. Comprendí súbitamente las nuevas aventuras a que me iba a exponer: la indigencia era la menor. Conocedor de Manon, ya tenía la experiencia de que, si me era fiel y adicta en la fortuna, no podría contar con ella en la miseria; le gustaban demasiado la abundancia y los placeres para sacrificármelos. «¡La perderé! —exclamaba. ¡Desgraciado caballero! ¡Vas a perder lo único que amas!» Aquel pensamiento me torturó de tal modo, que durante unos momentos estuve dudando si no haría mejor al acabar todos mis males con la muerte.

Sin embargo, tuve la suficiente presencia de ánimo para tratar de examinar primero si no me quedaba ningún recurso. Dios me sugirió una idea que contuvo mi desesperación: creí que no me sería difícil ocultar nuestra pérdida a Manon, y que, bien valiéndome de alguna industria o por algún favor de la fortuna, podría sostenerla con la dignidad suficiente para que no sintiera la necesidad.

»He calculado —decía para consolarme— que veinte mil escudos nos bastarían para diez años; supongamos que ya han transcurrido y que ninguno de los cambios que yo esperaba se ha efectuado en mi familia. ¿Qué partido tomaría? No lo sé, ciertamente; pero lo que podría hacer entonces, ¿quién me impide hacerlo ahora? ¡Cuántas personas viven en París que no tienen mi talento ni mis cualidades naturales, y que, sin embargo, viven de sus recursos!

»¿No arregla la Providencia las cosas muy sabiamente? —añadía, reflexionando sobre los diferentes estados de mi vida. La mayoría de los grandes y de los ricos son tontos; esto es evidente para quien conoce un poco el mundo. Luego hay una justicia admirable. Si a las riquezas unieran el talento, serían demasiado dichosos y el resto de los hombres demasiado míseros. A éstos se les conceden las cualidades del cuerpo y del alma como medios para salir de la miseria y de la pobreza. Los unos participan de las riquezas de los poderosos, sirviéndoles en sus placeres y engañándolos; otros proveen a su instrucción, y tratan de hacer de ellos gente honrada; es raro, a la verdad, que tengan buen éxito; pero esto no es el fin de la sabiduría divina; siempre recogen algún fruto de sus cuidados, siquiera sólo vivir a costa de aquellos a quienes instruyen. De todas suertes, y tómese por donde se quiera, para los pequeños es una buena renta la tontería de los ricos y de los grandes».

Estos pensamientos lograron tranquilizarme algo. Resolví primero ir a consultar a Lescaut, el hermano de Manon. Él conocía perfectamente París, y yo había tenido mil ocasiones de convencerme de que no era de su fortuna ni de su sueldo de donde él sacaba lo más importante de su renta. Apenas me quedaban veinte pistolas, que por casualidad, afortunadamente, tenía en el bolsillo. Le enseñé mi bolsa, contándole mi desgracia y mis temores, y le pregunté si se le ocurría algún medio para salir de mi situación que no fuera morir de hambre o romperme la cabeza desesperado. Me respondió que romperse la cabeza era el recurso de los majaderos; en cuanto a morir de hambre, había muchísima gente de talento que se veía reducida a tal extremo, pero sólo por no querer hacer uso de sus facultades; que era de mi incumbencia meditar aquello de que fuese capaz; que contara con su ayuda y sus consejos en codas mis empresas.

—Eso es muy vago, señor Lescaut —le dije—; mi necesidad requiere un remedio inmediato, porque, ¿qué queréis que diga a Manon?

—A propósito de Manon —repuso—, ¿qué os preocupa? ¿No tenéis siempre en ella el medio de acabar con vuestras inquietudes cuando queráis? Una muchacha como ella debería sostenernos a vos y a mí.

Cortó la respuesta que merecía tal impertinencia para continuar diciéndome que me garantizaba antes de entrada la noche mil escudos, a repartir entre los dos, si quería seguir su consejo; que él conocía a un señor muy liberal en el capítulo de placeres y que estaba seguro de que mil escudos no le costarían mucho por obtener los favores de una muchacha como Manon.

Le detuve.

—Tenía mejor opinión de vos —le dije—; me figuraba que el motivo en que os fundasteis para otorgarme vuestra amistad fue un sentimiento completamente opuesto al que os embarga ahora.

Me confesó, sin pudor alguno, que siempre había pensado lo mismo, y que una vez que su hermana había violado las leyes de su sexo, siquiera fuese con el hombre a quien más quería, no se reconcilió con ella sino con la esperanza de sacar partido de su mala conducta.

Fue fácil juzgar que hasta aquel momento se había burlado de nosotros. Pero, por mucha emoción que me produjese aquel discurso, como le necesitaba, tuve que responderle, riendo, que su consejo sería un recurso al que sólo acudiría en último extremo. Le rogué que me indicara otro camino.

Me propuso aprovechar mi juventud y la figura con que me había dotado la naturaleza para ponerme en relaciones con alguna señora vieja y generosa. Tampoco acepté ese partido, que me hubiera hecho ser infiel a Manon.

Le hablé del juego como del medio más fácil y más en armonía con mi situación. Respondióme que, ciertamente, el juego era un recurso; pero que necesitaba explicación; que meterse sin más ni más a jugar, con las probabilidades corrientes, era el modo seguro de acabar de arruinarme; que el pretender ejercitar solo y sin ayuda los medios que un hombre hábil emplea para asegurarse la suerte, era oficio peligroso; que quedaba un tercer medio, que era la asociación; pero que mi juventud le hacía temer que los Confederados me juzgasen poco a propósito para formar parte de la Liga. Sin embargo, me prometió sus buenos oficios cerca de ellos, y, lo que yo no habría esperado de él, me ofreció algún dinero cuando me viera muy apurado. El único favor que le pedí, en estas circunstancias, fue que no dijese a Manon la pérdida que había sufrido y el tema de nuestra conversación.

Salí de su casa menos satisfecho de lo que había entrado; hasta me arrepentí de haberle confiado mi secreto. Nada había hecho por mí que yo no hubiera podido conseguir sin confiarme a él, y tenía un miedo horrible a que faltase a su promesa de no decir nada a Manon. Deducía lógicamente de su modo de pensar que quizá intentaría aprovecharse de ella, sacándola de entre mis manos o, cuando menos, aconsejarle que me abandonara para unirse a un amante más rico y más feliz. Me hice mil reflexiones que sólo sirvieron para atormentarme y renovar la desesperación en la que había estado por la mañana. Varias veces se me ocurrió escribir a mi padre, fingiendo una nueva conversión, para conseguir algún auxilio pecuniario; pero en seguida recordé que, a pesar de su bondad, me había encerrado seis meses por mi falta primera, y estaba seguro de que, después del efecto que le debió de causar mi fuga de San Sulpicio, me trataría con mucho más rigor.

Esta confusión de ideas me sugirió otra que devolvió de golpe la calma a mi espíritu, asombrándome de que no se me hubiera ocurrido antes, y fue recurrir a mi amigo Tibergo, en el cual estaba bien seguro de hallar siempre el mismo fondo de interés y cariño. No hay nada más admirable ni más honroso para la virtud que la confianza con que uno se dirige a las personas cuya probidad conoce. Se siente que no se corre ningún riesgo, pues si no están siempre en situación de ayudarnos, se está seguro de obtener por lo menos bondad y compasión. El corazón, que se cierra con tanto cuidado al resto de los hombres, se abre naturalmente en su presencia, como una flor a la luz del sol, del cual no espera sino una dulce influencia.

Consideraba como un efecto de la protección divina el haberme acordado tan a tiempo de Tibergo, y resolví buscar el medio de verle antes de acabar el día. Volví en seguida a casa, para escribirle una nota e indicarle un sitio a propósito para nuestra entrevista. Le recomendé el silencio y la discreción como uno de los mayores servicios que podía prestarme en la situación en que me hallaba.

La alegría que me inspiraba la esperanza de verle borró las huellas de la pesadumbre que Manon no dejaría de haber advertido en mi rostro. Hablé de nuestra desgracia de Chaillot como de una bagatela que no debía alarmarla, y siendo París el sitio en que se hallaba más contenta, no le molestó nada oírme decir que convenía permanecer allí hasta que en Chaillot se hiciesen las reparaciones de los ligeros desperfectos producidos por el incendio.

Una hora después recibí la respuesta de Tibergo, prometiéndome ir al lugar de la cita. Acudí impaciente. Sin embargo, me avergonzaba un poco aparecer ante un amigo cuya sola presencia habría de ser un reproche de mis desórdenes; pero el concepto que tenía de la bondad de su corazón y el interés de Manon sostuvieron mi osadía.

Yo le había rogado que fuese al jardín del Palais-Royal. Llegó antes que yo. En cuanto me vio acercóse a abrazarme; me tuvo mucho rato estrechado entre sus brazos, y sentí mi cara mojada por sus lágrimas. Le dije que me presentaba ante él lleno de confusión, y que en el fondo de mi pecho llevaba el vivo sentimiento de mi ingratitud; que la primera cosa que le suplicaba era que me dijese si aún me permitía mirarle como mi amigo, después de haber merecido tan justamente perder su estima y su afecto. Me respondió, con el tono más tierno, que nada podría hacerle renunciar a esa condición; que mis propias desgracias y, si le permitía decirlo, mis desórdenes, habían duplicado su ternura hacia mí; pero que a ella se mezclaba un dolor muy vivo, como el que se siente por una persona querida a quien se ve correr a su perdición sin poder socorrerla.

Nos sentamos en un banco. —¡Ay! —le dije, con un suspiro que salía del fondo de mi corazón. ¡Vuestra compasión debe de ser excesiva si me aseguráis que iguala a mis penas! Me avergüenza manifestarlas, pues confieso que su causa no es nada gloriosa; pero el efecto es tan triste, que no se necesita quererme tanto como vos para enternecerse.

Me pidió, como prueba de amistad, que le contase todo lo que me había ocurrido desde mi salida de San Sulpicio. Satisfice su deseo, y, lejos de disfrazar en lo más mínimo la verdad, o de disminuir mis faltas para hacerlas más excusables, le hablé de mi pasión con toda la fuerza que me inspiraba. Se la presenté como uno de esos golpes especiales del destino, que se aferran a la ruina de un desgraciado, y contra los cuales no puede defenderse la virtud, como tampoco puedo preverlos la cordura. Le hice una pintura viva de mis agitaciones, de mis temores, de la desesperación en que me hallaba sumido dos horas antes de verle, y en la que caería de nuevo si mis amigos me abandonaban tan cruelmente como la fortuna; en fin, enternecí de tal modo al buen Tibergo, que le vi tan afligido por la compasión como lo estaba yo por mis penas.

No se cansaba de abrazarme y exhortarme a que me animara y me consolara; pero como partía del principio de que me separara de Manon, le di a entender claramente que esto sería lo que yo consideraría como el mayor de mis infortunios y que estaba dispuesto a sufrir, no solamente la más extrema miseria, sino la muerte más cruel, antes que aceptar un remedio más insoportable que todos mis males juntos.

—Explicaos, pues —me dijo. ¿Qué ayuda podré prestaros si os rebeláis contra todas mis proposiciones?

Me atreví a declararle que lo que necesitaba era dinero. Acabó por comprenderlo, y después de confesarme que creía entenderme, se quedó un rato suspenso, como el hombre que duda.

—No creáis —repuso a poco— que mi preocupación proviene de un enfriamiento de mi celo y mi amistad; pero ¡en qué alternativa me ponéis!: negaros el único auxilio que queréis aceptar o faltar a mi deber concediéndoosle. Pues ¿no es cooperar a vuestro desorden ayudaros a perseverar en él? Sin embargo —añadió después de reflexionar un momento—, quizá sea el estado de ceguera en que os coloca la indigencia el que no os deja libertad para escoger el mejor partido. Para saborear la sensatez y la verdad se necesita tranquilidad de espíritu. Procuraré proporcionaros algún dinero. Permitidme, querido caballero, que ponga una sola condición —añadió abrazándome—: que me daréis las señas de vuestra casa y que sufriréis que, a lo menos, haga los esfuerzos posibles para atraeros al camino de la virtud, del cual os aparta la violencia de vuestras pasiones.

Accedí sinceramente a todo lo que me pedía, rogándole que lamentara mi mala suerte, que me hacía desaprovechar los consejos de un amigo tan virtuoso. Luego me llevó a casa de un banquero amigo suyo, que me adelantó cien pistolas con su garantía, pues él no tenía dinero contante y sonante. Ya he dicho que no era rico: su beneficio le redituaba mil escudos; pero como era el primer año que lo disfrutaba, no había cobrado nada de la renta, y me hacía aquel adelanto sobre los frutos futuros.

Comprendí todo el alcance de su generosidad; me conmovió hasta el punto de deplorar la ceguera de un amor fatal, causa de la violación de todos mis deberes; la virtud tuvo bastante fuerza para vencer a las pasiones durante unos minutos en mi corazón, y en aquel momento de lucidez me di cuenta de lo vergonzoso e indigno de mis cadenas. Pero el combate duró poco. La vista de Manon me habría hecho precipitarme desde el cielo, y al verme de nuevo a su lado, me pareció absurdo que hubiese podido considerar, un momento, vergonzosa una ternura tan justa para un objeto tan encantador.

Manon era una criatura de un carácter extraordinario. Jamás muchacha alguna había tenido menos apego al dinero que ella; pero no podía vivir tranquila un momento con el temor de carecer de él.

Necesitaba placeres y distracciones. No hubiera querido tener un céntimo si pudiera divertirse sin que costase dinero; no se le ocurría preguntar el estado de nuestra fortuna con tal de pasar agradablemente el día; así es que, como no mostraba gran afición al juego, ni le deslumbraba el fausto de los grandes dispendios, nada más fácil que satisfacerla, procurándole a diario entretenimientos de su gusto. Pero era tan necesario para ella el estar ocupada con algún placer, que sin esto no era posible verla de buen humor y satisfecha. Aunque me quería mucho y fuese el único (siempre convenía en ello) que podía hacerle gustar las dulzuras del amor, estaba casi seguro de que su ternura no resistiría ciertos temores. Me hubiera preferido a todo, con una fortuna modesta; pero yo no dudaba que me abandonara por un nuevo B… en el momento en que no pudiera ofrecerle más que mi constancia y fidelidad.

Resolví, pues, arreglar mis gastos particulares de modo que siempre estuviese en situación de cubrir los suyos, y antes privarme de mil cosas necesarias que ponerle limitación alguna incluso en lo superfluo. El coche me asustaba más que nada, porque no veía el modo de sostener caballos y cochero.

Participé mi apuro a M. Lescaut. Tampoco le había ocultado que un amigo me había prestado cien pistolas. Me repitió que, si quería tentar al azar en el juego, no desconfiaba de que, sacrificando de buen grado un centenar de francos para sobornar a sus asociados, me admitieran, mediante su recomendación, en la Liga de la Industria. Por mucha que fuese mi repugnancia al engaño, fui arrastrado por la cruel necesidad.

M. Lescaut me presentó aquella misma noche como pariente suyo. Añadió que estaba tanto mejor dispuesto a salir airoso, cuanto que necesitaba urgentemente de los favores de la fortuna. Sin embargo, para hacer ver que mi miseria no era la de un hombre advenedizo, les dijo que yo deseaba convidarles a cenar. Ellos aceptaron el ofrecimiento. Les traté con magnificencia. Hablaron mucho de mi gentileza y de mis grandes aptitudes; pretendían que se podía esperar mucho de mí, porque como quiera que mi fisonomía tenía una expresión de honradez, nadie desconfiaría de mis artificios; finalmente, dieron las gracias a Lescaut por haber procurado a la orden un novicio de mi mérito, y encargaron a uno de los caballeros de instruirme durante algunos días.

El teatro principal de mis hazañas debía ser el hotel de Transilvania, donde había un mesa de «faraón» en una sala, y otros juegos de naipes y dados en la galería. Esta academia se mantenía en provecho del príncipe de R…, que moraba, a la sazón, en Clagny, y la mayoría de sus oficiales pertenecía a nuestra asociación. Para vergüenza mía diré que en poco tiempo aproveché bien las lecciones de mi maestro; sobre todo, adquirí una gran habilidad en dar la media vuelta, saltar las cartas, y, valiéndome de un par de puños largos, las escamoteaba con bastante ligereza para burlar la vista de los más hábiles y arruinar con la mayor naturalidad del mundo a cantidad de jugadores honrados. Aquella extraordinaria destreza hizo progresar tan de prisa mi fortuna, que en pocas semanas me hice con cantidades de importancia, aparte las que de buena fe compartía con mis asociados.

Entonces ya no temí comunicar a Manon nuestra pérdida de Chaillot, y para consolarla de tan mala noticia, alquilé una casa amueblada, en la que nos instalamos con un aire de opulencia y seguridad.

Tibergo no había dejado, durante ese tiempo, de visitarme con frecuencia. Su moral era inagotable. Constantemente insistía en poner ante mi vista el perjuicio que mi conducta causaba a mi conciencia, mi honor y mi fortuna. Recibía sus consejos con cariño, y aun cuando no tuviera la menor intención de seguirlos, le agradecía de buen grado su celo, porque no ignoraba su origen. Alguna vez me burlaba de él en presencia de Manon y le aconsejaba que no fuese más escrupuloso que muchos obispos y sacerdotes, que saben muy bien compaginar una querida con un beneficio.

—Mirad —le decía, mostrándole los ojos de la mía— y decidme si no hay falta que esté justificada por causa tan bella.

Él lo tomaba con paciencia, que llevó hasta el extremo; pero cuando vio que mis riquezas aumentaban y que no sólo le había devuelto sus cien pistolas, sino que, después de alquilar una nueva casa y duplicar mis gastos, me hundía de nuevo en los placeres, cambió en absoluto de tono y maneras; se quejó de mi terquedad, me amenazó con el castigo del Cielo, me auguró una parte de las desgracias que apenas tardaron en sucederme.

—Es imposible —me dijo— que el dinero con que sostenéis vuestro desorden sea de procedencia legítima. Lo habéis adquirido de mala manera y os será arrebatado del mismo modo. El mayor castigo de Dios será dejaros disfrutarle tranquilamente. Todos mis consejos —agregó— han sido inútiles; preveo que no tardarán en ser inoportunos. Adiós, amigo ingrato y débil. ¡Ojalá vuestros placeres criminales se desvanezcan como una sombra! ¡Ojalá vuestra suerte y vuestro dinero desaparezcan sin remedio y os quedéis solo y desnudo, para comprender la vanidad de los bienes que locamente os han embriagado! Entonces me encontraríais dispuesto a amaros y a serviros; pero hoy rompo todo trato con vos y abomino de la vida que lleváis.

Me dirigió la arenga apostólica en mi mismo cuarto y en presencia de Manon. Se levantó para marcharse. Quise detenerle, pero me contuvo Manon, diciéndome que era un loco y que había que dejarle salir.

Su discurso no dejó de causarme alguna impresión. Recuerdo las varias ocasiones en que mi corazón se sintió algo inclinado al bien, porque a este recuerdo he debido después parte de mi fuerza en las circunstancias más desdichadas de mi vida.

Las caricias de Manon disiparon en un momento la tristeza que me había causado aquella escena. Continuamos llevando una vida toda hecha de placeres y amor.

El aumento de nuestras riquezas duplicó nuestro afecto. Venus y la Fortuna no tenían esclavos más felices y más tiernos. ¡Oh, Dios! ¿Por qué decir que el mundo es un lugar de miseria si en él pueden gustarse delicias tan encantadoras? Pero ¡ay!, que pasan demasiado de prisa. ¿Qué otra felicidad querría uno procurarse si tales delicias duraran? Las nuestras corrieron la suerte común: fueron cortas y seguidas de amargos remordimientos.

Había logrado ganancias en el juego tan considerables, que pensé en colocar parte de mi capital. Los criados no ignoraban mi buena suerte; sobre todo mi ayuda de cámara y la doncella de Manon, delante de los cuales hablábamos con frecuencia sin desconfianza. Esta última era una muchacha bonita; mi criado estaba enamorado de ella. Tenían que habérselas con amos jóvenes y poco serios y pensaron que podrían engañarlos fácilmente. Concibieron el designio y lo ejecutaron tan desafortunadamente para nosotros, que nos redujeron a un estado del que no hemos podido salir nunca.

Una noche que habíamos cenado con Lescaut regresamos a casa cerca de las doce. Llamé a mi ayuda de cámara y Manon a su doncella; ni uno ni otro apareció. Nos dijeron que desde las ocho nadie los había visto en la casa, y que salieron después de haber hecho transportar varias cajas, cumpliendo las órdenes que dijeron haber recibido de mí.

Presentí una parte de la verdad; pero mis sospechas no llegaron ni con mucho a lo que pude advertir al entrar a mi cuarto. La cerradura de mi escritorio estaba forzada, y el dinero había desaparecido, y lo mismo toda mi ropa. Mientras yo reflexionaba solo sobre este accidente llegó Manon, toda aterrada, diciendo que en su cuarto se había cometido el mismo saqueo.

El golpe fue tan cruel, que tuve que hacer un esfuerzo extraordinario de la razón para no empezar a llorar y a gritar. El temor de comunicar mi desesperación a Manon me hizo aparentar un rostro tranquilo. Le dije, bromeando, que ya me vengaría con alguna trampa en el hotel de Transilvania. Me pareció, sin embargo, que a ella le impresionaba tanto nuestra desgracia, que su tristeza tuvo más fuerza para afligirme que la que había tenido mi fingida alegría para impedirle a ella estar demasiado abatida.

—¡Estamos perdidos! —me dijo con lágrimas en los ojos.

En vano traté de consolarla con mis caricias. Mis lágrimas traicionaban mi apuro y mi desesperación. En efecto, estábamos arruinados, a tal extremo, que no nos quedaba ni una camisa. Decidí enviar a buscar inmediatamente a M. Lescaut. Él me aconsejó que fuese en seguida a buscar al jefe de policía y al gran preboste de París. Fui allá. Lo hice, para mi desgracia, pues aparte de que tal paso y los que dieron estos dos funcionarios no obtuvieron resultado alguno, di tiempo a Lescaut para que hablara con su hermana y le inspirara, durante mi ausencia, una horrible resolución. Le habló del señor De G… M…, viejo voluptuoso, que pagaba pródigamente sus placeres, y le hizo entrever tantas ventajas de ponerse a su servicio, que, turbada como estaba por nuestra desgracia, accedió a todo lo que él le propuso. Este honroso trato se cerró antes de mi vuelta, remitiendo su ejecución al día siguiente, después que Lescaut hubiese prevenido al señor De G… M…

Encontré al hermano esperándome en casa. Manon se había acostado en su cuarto. Antes había ordenado a su lacayo que me dijera que la dejara estar sola toda aquella noche, pues tenía necesidad de un poco de reposo. Lescaut se marchó después de ofrecerme algunas pistolas que acepté.

Eran cerca de las cuatro cuando yo me metí en cama, y dando vueltas y vueltas a los medios para rehacer mi fortuna, me dormí tan tarde, que no me desperté hasta las once o al mediodía. Me levanté en seguida para ir a informarme de la salud de Manon; me dijeron que había salido una hora antes con su hermano, que había pasado por ella en un coche de alquiler. Aunque tal salida con Lescaut me pareció misteriosa, me esforcé para ocultar mis sospechas. Dejé transcurrir algunas horas, que pasé leyendo. Por último, sin ser dueño ya de mi inquietud, me paseaba a grandes pasos por la casa.

En el cuarto de Manon vi una carta sellada que estaba sobre la mesa. Estaba dirigida a mí y escrita de su puño y letra. Abríla con un temblor mortal; estaba en estos términos:

Te juro, mi querido caballero, que eres el ídolo de mi corazón, y que no hay nadie en el mundo a quien pueda amar de la manera como te amo a ti; pero ¿no comprendes, alma mía, que en el estado a que nos vemos reducidos la fidelidad es una virtud estúpida? ¿Crees tú que puede ser muy grande la ternura cuando se carece de pan? El hambre llegaría a causarme una equivocación fatal; lanzaría algún día el último suspiro creyendo que era de amor. Te adoro, puedes estar seguro; pero déjame que durante una temporada cuide yo nuestra fortuna. ¡Desgraciado del que caiga en mis redes! Trabajo para volver a mi caballero rico y feliz. Mi hermano te dará noticias de tu Manon y te dirá que ha llorado la necesidad de abandonarte.

Después de esta lectura me quedé en un estado difícil de describir, pues hoy mismo ignoro qué clase de sentimientos me agitaron. Fue aquélla una de esas situaciones únicas en las que se siente algo que no se parece a nada; no se podría explicarlas a los demás, porque nadie tiene idea de ellas, y hasta a uno mismo le cuesta trabajo comprenderlas, porque, siendo únicas, no tienen relación con nada en la memoria y no pueden compararse con otro sentimiento conocido. Sin embargo, sean cuales fueran mis sentimientos, es seguro que entraban en ellos el dolor, el despecho, los celos, la vergüenza. ¡Feliz yo si no hubiera entrado también el amor!

«Me ama, quiero creerlo —exclamaba—; pero ¿no haría falta que fuera un monstruo para odiarme? ¿Qué derechos puede tener nadie sobre un corazón que yo no tenga sobre el suyo? ¿Qué me queda hacer por ella después de todo lo que le he sacrificado? ¡Y, sin embargo, me abandona! ¡Y la ingrata se cree a cubierto de mis reproches diciéndome que no deja de amarme! ¡Teme al hambre! ¡Dios de amor! ¡Qué sentimientos más groseros y qué mal responden a mi delicadeza! ¡Yo no la he tenido; yo, que de buen grado me he expuesto por su culpa, renunciando a mi fortuna y las comodidades de la casa de mi padre; yo, que me he quitado hasta lo necesario para satisfacer sus menores caprichos! Y dice que me adora. Si me adorases, ingrata, ya sé yo quién te habría aconsejado; no me habrías abandonado, al menos, sin decirme adiós. A mí es a quien pueden preguntar qué penas crueles sienten los que se separan de lo que se adora. Sería necesario haber perdido la razón para exponerse a ellas voluntariamente.»

Mis quejas fueron interrumpidas por una visita que no esperaba: la de Lescaut.

—¡Verdugo! —dije, echando mano a la espada. ¿Dónde está Manon? ¿Qué has hecho de ella?

Mi movimiento le asustó. Me respondió que si así lo recibía cuando venía a darme cuenta del favor más importante que podía hacerme, se iría y no pondría jamás los pies en mi casa. Me precipité hacia la puerta, cerrándola cuidadosamente.

—No te figures —le dije, volviéndome hacia él— que me vas a tomar otra vez por tonto y me vas a engañar otra vez con tus fábulas. Si no me devuelves a Manon, prepárate a defender tu vida.

—¡Hombre, qué vivo de genio sois! ¡Si es el único asunto que me trae! Vengo a anunciaros una alegría insospechada para vos, y por la cual habréis de reconocer deberme algún agradecimiento. Quise que se explicase al momento.

Me contó que Manon, no pudiendo soportar el temor de la miseria, y, sobre todo, la idea de variar de repente nuestro tren de vida, le había rogado que le presentara al señor De G… M…, quien pasaba por un hombre generoso. No se cuidó de decirme que el consejo partió de él, ni que había preparado el camino antes de conducirla.

—La he llevado allá esta mañana —continuó—, y este buen señor ha quedado tan encantado de sus méritos, que la ha invitado a acompañarlo a su casa de campo, donde piensa pasar unos días. Yo —añadió Lescaut—, que de una ojeada he comprendido lo útil que esto podría seros, le he indicado discretamente que Manon había sufrido pérdidas considerables, y he excitado de tal modo su generosidad, que ha empezado por hacerle un regalo de doscientas pistolas. Yo le he dicho que esto estaba bien por el momento; pero que el porvenir traería grandes necesidades para Manon; que tenía, además, a su cargo un hermano pequeño, que quedó en nuestros brazos tras la muerte de nuestros padres, y que, si la creía digna de su estima, no permitiría que sufriese en la persona de ese pobre niño, que miraba como la mitad de ella misma. Este relato no dejó de enternecerlo. Se comprometió a alquilar una casa cómoda para Manon y para vos, pues vos sois ese hermanito huérfano. Ha prometido instalaros decentemente y daros todos los meses cuatrocientas libras, que serán, si no cuento mal, cuatro mil ochocientas al año. Antes de marchar al campo ha dado orden a su administrador de que busque una casa y la tenga lista para su regreso. Entonces volveréis a ver a Manon, que me ha encargado os dé mil abrazos de su parte y os asegure que os ama más que nunca.

Me senté pensando en la extraña disposición de mi suerte. Me hallaba en un combate de sentimientos y, por consiguiente, en una incertidumbre tan difícil de resolver, que permanecí mucho tiempo sin contestar cantidad de preguntas que Lescaut me hada una tras otra. En aquel instante, el honor y la virtud me hicieron sentir un punto de remordimiento, y volví los ojos, suspirando, hacia Amiens, hacia la casa de mi padre, hacia San Sulpicio y hacia todos los lugares donde había vivido en la inocencia. ¡Qué inmensa distancia me separaba de aquel estado feliz! Le veía a lo lejos, como una sombra que aún atraía mis deseos y mis nostalgias, pero demasiado débil para excitar mis esfuerzos. «¿Por qué fatalidad —me decía— he venido a ser tan criminal? El amor es una pasión inocente; ¿cómo se ha transformado para mí en un manantial de miserias y desórdenes? ¿Quién me estorbaba vivir con Manon tranquilo y virtuoso? ¿Por qué no me casé con ella antes de conseguir nada de su amor? Mi padre, que me amaba tan tiernamente, habría consentido si yo le hubiera apremiado con demandas legítimas. ¡Ah! Mi mismo padre la habría querido como a una hija encantadora, digna por todo extremo de ser la mujer de su hijo, yo sería feliz con el amor de Manon, con el afecto de mi padre, con la estima de la gente honrada, con los bienes de la fortuna y la tranquilidad de la virtud. ¡Revés funesto! ¿Quién es ese infame personaje que vienen a proponerme? ¡Cómo! ¿Iré a compartir…? Pero ¿puedo dudarlo, si es Manon la que ha tramado esta farsa, y la pierdo si no me avengo a ella?»

—Señor Lescaut —exclamé, cerrando los ojos como para alejar tan penosas reflexiones—, si habéis tenido intención de servirme, os doy las gracias. Hubiérais podido tomar un camino más honrado; pero es cosa hecha, ¿no es verdad? Pensemos sólo en aprovecharnos de vuestros cuidados y en cumplir vuestra promesa.

Lescaut, a quien mi cólera, seguida de un largo silencio, había embarazado un poco, se alegró mucho de verme tomar un partido muy diferente del que él temía, sin duda; no era valiente, ni con mucho, y lo pude comprobar después.

—Sí, sí —se apresuró a responderme—, os he hecho un gran favor, y ya veréis que sacaremos más provecho del que pensáis.

Convinimos de qué modo habríamos de prevenir la desconfianza del señor De G… M… sobre nuestra fraternidad al verme mayor de lo que él se imaginaba. No hallamos mejor medio que tomar en su presencia un aire sencillo y provinciano y hacerle creer que yo abrigaba el propósito de entrar en la Iglesia, y que por eso iba todos los días a la iglesia. Decidimos asimismo que la primera vez que me presentara ante él iría muy mal vestido.

El viejo volvió a la capital tres o cuatro días después. Él mismo condujo a Manon a la casa que su administrador le tenía preparada. Ella anunció en seguida a Lescaut su llegada, éste a mí, y los dos nos dirigimos a su casa. El viejo amante ya había salido.

A pesar de la resignación con que me sometí a sus deseos, no pude reprimir el murmullo de mi corazón al volver a verla. La alegría de encontrarla no podía vencer por completo al dolor por su infidelidad; ella, por el contrario, parecía transportada de placer al verme. Me echó en cara mi frialdad. Yo no pude menos de dejar escapar las palabras «pérfida» e «infiel», acompañándolas de otros tantos suspiros.

Manon primero se burló de mi inocencia; pero cuando vio que mis miradas se fijaban en ella con tristeza y el trabajo que me costaba digerir un cambio tan contrario a mi carácter y a mis deseos, se metió sola a su gabinete. Momentos después la seguí. La encontré llorando. Le pregunté cuál era la causa de su llanto.

—Es bien fácil de ver —me dijo. ¿Cómo quieres que viva, si el verme no puede causarte más que tristeza y dolor? No me has hecho ni una sola caricia desde hace más de una hora que estás aquí, y has recibido las mías con la majestad del Gran Turco en el serrallo.

—Escucha, Manon —le respondí besándola—, no puedo ocultarte que tengo el corazón mortalmente afligido. No hablo ya de la angustia causada por tu fuga imprevista, ni de tu crueldad al abandonarme sin una palabra de consuelo, después de pasar la noche en otra cama distinta a la mía; el encanto de tu presencia me haría olvidar eso y mucho más. Pero ¿crees que puedo pensar sin suspiros y sin lágrimas —continué, vertiendo algunas— en la triste y desdichada vida que quieres que lleve en esta casa? Dejemos aparte mi nacimiento y mi nombre; no son estas razones tan secundarias las que deben competir con un amor como el mío; pero no te imaginas que este mismo amor clama al verse tan mal pagado, o, mejor dicho, maltratado por una ingrata y cruel amante —ella me interrumpió, diciendo:

—No sigas, caballero mío; es inútil que continúes atormentándome con reproches que traspasan mi corazón por venir de ti. Ya veo lo que os hiere. Esperaba que consentirías en el proyecto, trazado solamente para rehacer un poco nuestra fortuna, y para no ofender tu delicadeza comencé a ponerlo en práctica sin contar contigo; pero renuncio a él, puesto que no lo apruebas.

Añadió que sólo me pedía un poco de complacencia para el resto del día; que el viejo le había dado doscientas pistolas y le había prometido llevarle aquella noche un hermoso collar de perlas y otras joyas, y, además, la mitad de la pensión anual que le había prometido.

—Déjame tiempo —me dijo— para recibir estos regalos; te juro que no podrá jactarse de mis favores, pues hasta ahora lo he ido aplazando todo para cuando llegásemos a la capital. Es verdad que me ha besado las manos más de un millón de veces; es justo, pues, que pague este placer, y no serán demasiado cinco o seis mil francos, haciendo proporcional el precio a su fortuna y a su edad.

Su resolución me agradó mucho más que la esperanza de las cinco mil libras. Tuve ocasión de reconocer que mi corazón no había perdido por completo el sentimiento del honor, puesto que le satisfacía escapar de aquella infamia; pero yo había nacido para las alegrías pequeñas y los grandes dolores. La suerte me libraba de un precipicio para arrojarme en otro. Después que con mil caricias hube mostrado a Manon lo feliz que me hacía aquel cambio, le dije que había que prevenir a su hermano para que obráramos de acuerdo. Primero murmuró; pero las cuatro o cinco mil libras en dinero contante y sonante le hicieron aceptar con gusto nuestra idea. Convinimos, pues, en que nos reuniríamos todos a comer con el señor De G… M…, y esto por dos razones: primera, para divertirnos con la graciosa escena de hacerme pasar por un estudiante, hermano de Manon, y segunda, para evitar que el viejo libertino se tomara demasiadas libertades con mi amante, por el derecho que le daba, a su juicio, haber pagado de antemano con tanta liberalidad. Lescaut y yo debíamos retirarnos cuando él subiera al cuarto donde pensaba pasar la noche, y Manon nos prometió que, en vez de seguirle, saldría, y vendría a pasarla conmigo. Lescaut se encargó de tener precisamente un coche dispuesto en la puerta.

Habiendo llegado la hora de la cena, el señor De G… M… no se hizo esperar mucho. Lescaut estaba en la sala con su hermana. El primer cumplimiento del viejo fue ofrecer a su bella un collar, brazalete y pendientes de perlas, que valían por lo menos mil escudos. En seguida le contó, en buenos luises de oro, la suma de dos mil cuatrocientas libras, que constituían la mitad de la pensión. Sazonó su regalo con un sinnúmero de cumplidos del gusto de la antigua corte. Manon no pudo negarle algunos besos, que eran otros tantos derechos que adquiría por el dinero que él ponía en sus manos. Yo estaba en la puerta, aguzando el oído y esperando a que Lescaut me avisara para entrar.

Fue a buscarme cuando Manon tuvo seguros el dinero y las joyas, y conduciéndome hacia el señor De G… M…, me ordenó que lo saludase. Hice dos o tres reverencias de las más profundas.

—Perdonad, señor —le dijo Lescaut—; es un niño. Está muy lejos de tener las costumbres de París; pero esperamos que las adquiera con el uso. Tendrás el honor de ver al señor aquí con alguna frecuencia —añadió volviéndose a mí—; aprovecha bien tan buen modelo.

El viejo amante pareció complacido al verme. Me dio dos o tres palmaditas en la mejilla, diciéndome que era un guapo mozo, pero que debía estar muy alerta en París, donde se pierden fácilmente los jóvenes. Lescaut le aseguró que yo era por naturaleza tan formal, que sólo hablaba de ordenarme sacerdote, y que mi única diversión consistía en hacer pequeñas capillas.

—Se parece algo a Manon —repuso el viejo, levantándome la barbilla con la mano.

Yo respondí con un aire sencillo:

—Es que nuestras dos carnes se tocan muy de cerca; por eso yo quiero a mi hermana como si fuese otro yo.

—¿Le oís? —dijo a Lescaut. Tiene talento. Es lástima que este niño no tenga un poco más de mundo.

—¡Bah! Señor —repuse—, yo he visto muchos en las iglesias, y creo que en París también los habrá más tontos que yo.

—Esto es admirable para un niño provinciano —añadió el viejo.

Nuestra conversación fue, poco más o menos, del mismo tono durante la cena. Manon, que tenía buen humor, estuvo a punto de echarlo a perder todo dos o tres veces con sus carcajadas. Mientras comíamos hallé el modo de contarle su propia historia y la suerte infeliz que le esperaba. Lescaut y su hermana temblaban mientras duró mi relación, sobre todo cuando trazaba tan al vivo su retrato; pero el amor propio no le permitió reconocerse, y lo terminé con tal habilidad, que él mismo fue el primero en encontrarlo muy risible. Ya veréis que no sin razón me he detenido en esta escena ridícula.

Llegada la hora de dormir, él habló de amor y de impaciencia. Lescaut y yo nos retiramos. Condujeron al viejo a su cuarto, y Manon, que salió pretextando una necesidad, vino a unirse con nosotros en la puerta. El coche, que aguardaba dos o tres casas más abajo, se adelantó para que subiéramos en él. En un instante estuvimos lejos del barrio.

Aunque a mis propios ojos esta acción fuera una verdadera pillería, no era la de peor género que podía reprocharme. Sentía más escrúpulos por el dinero que había conseguido en el juego. Y, sin embargo, bien poco disfrutamos de los dos, y el Cielo quiso que la menos grave de aquellas faltas fuese la castigada con más rigor. El señor De G… M… no tardó mucho en advertir que había sido engañado. No sé si aquella misma noche dio algunos pasos para descubrir nuestro paradero; pero era bastante conocido para emprender diligencias inútiles, y nosotros tan imprudentes, que nos fiamos demasiado del área de París y de la distancia que había entre su barrio y el nuestro. No solamente se informó de dónde habitábamos y de nuestro modo presente de vivir, sino que supo también quién era yo, la vida que había llevado en París, las relaciones de Manon con el señor B… y la manera como hubo de engañarle; en una palabra, todas las partes escandalosas de nuestra historia. Tomó la decisión, en vista de ello, de mandarnos prender y tratamos, no como criminales, sino como libertinos incorregibles. Aún estábamos en el lecho un día, cuando entró en nuestro cuarto un oficial de policía con media docena de guardias. Se apoderaron primeramente del dinero nuestro; es decir, el del señor De G… M…, y después de obligarnos a salir de la cama a toda prisa, nos condujeron a la puerta, donde encontramos dos coches, en uno metieron a la pobre Manon, sin explicación, y en el otro me llevaron a mí a San Lázaro.