Convinimos en que yo mandaría preparar durante la noche una silla de posta y volvería a la posada muy de mañana, antes que él se despertase; que saldríamos en secreto e iríamos directamente a París, donde nos casaríamos al llegar. Yo tenía unos cincuenta escudos, fruto de mis modestas economías; ella poseía, aproximadamente el doble. Como criaturas sin experiencia, imaginábamos que aquella cantidad no se acabaría nunca, y la misma confianza pusimos en el logro de las demás medidas.
Después de cenar, con satisfacción hasta entonces jamás sentida, me retiré para poner en práctica nuestro proyecto. Me fue tanto más fácil arreglar las cosas porque, como pensaba marcharme al día siguiente a casa de mi padre, tenía hecho mi pequeño equipaje. Poco trabajo me costó transportar un baúl y preparar una silla de posta, que estaría dispuesta a las cinco de la mañana; ésta era la hora en que se abrían las puertas de la ciudad. Pero tropecé con un obstáculo que no sospechaba y que estuvo a punto de desbaratar mi plan.
Tibergo, aun cuando solamente tres años mayor que yo, era un muchacho de sentido maduro y de una conducta intachable. Me quería con una ternura extraordinaria. La vista de una tan linda muchacha como la señorita Manon, mi apresuramiento por acompañarla y el empeño que tuve de deshacerme de él, procurando alejarle, le hicieron sospechar algo de mi amor. No se atrevió a volver a la posada donde me había dejado, temiendo ofenderme; pero fue a mi casa y allí me esperó hasta que llegué ya dadas las diez de la noche. Su presencia me apesadumbró. Pronto advirtió la contrariedad que me causaba.
—Estoy seguro —me dijo sin rodeos— de que estáis fraguando un plan que queréis ocultarme: lo veo en vuestra actitud.
Respondí con bastante brusquedad que no me creía obligado a darle cuenta de mis propósitos.
—No —repuso—, pero siempre me habéis tratado como amigo, y en calidad de tal creo que merezco un poco de confianza y franqueza.
Insistió tanto en que le descubriese mi secreto, que, como nunca había tenido reserva alguna con él, le conté al detalle mi pasión. Recibió mi confidencia con un aire de descontento que me hizo estremecer. Sobre todo, me arrepentí de la indiscreción con que le había descubierto el propósito de mi fuga. Me dijo que era demasiado amigo para no oponerse a ella con todas sus fuerzas; que primero quería recordarme todo lo que él juzgaba capaz de hacerme desistir de aquella empresa; pero que si desde luego no renunciaba a aquella locura, advertiría a las personas que seguro pudieran impedirla. Pronunció un discurso serio, que duró más de un cuarto de hora, terminando con la amenaza de denunciarme si no le daba mi palabra de portarme con más cordura y sensatez.
Me desesperaba el haberme traicionado tan tontamente. Sin embargo, como el amor había abierto mucho el espíritu hacía dos o tres horas, recordé que no le había dicho que mi intento era poner en práctica el proyecto al día siguiente, y resolví engañarle, sirviéndome de un equívoco.
—Tibergo —le dije—, siempre he creído que erais mi amigo, y ahora he querido probaros con esta confidencia. Es verdad que amo, no os he engañado, pero en lo tocante a mi fuga, no es cosa para hacerla al azar. Venid a buscarme mañana a las nueve, os presentaré a mi amante, y vos mismo juzgaréis si merece que dé este paso por ella.
Me dejó solo después de mil protestas de amistad.
Empleé la noche en ordenar mis asuntos, y vuelto a la posada de la señorita Manon hacia el amanecer, halléla esperándome. Estaba en su ventana, que daba a la calle, de suerte que, al verme, fue a abrirme ella misma. Salimos sin hacer ruido. Ella no llevaba más equipaje que su ropa blanca, de la que yo mismo hube de encargarme. La silla de posta se hallaba aparejada, y en seguida nos alejamos de la ciudad.
Más adelante referiré la conducta de Tibergo cuando advirtió que le había engañado. No por ello se enfrió su celo. Ya veréis a qué exceso le condujo y cuántas lágrimas habría yo de derramar pensando en cuál fue siempre su recompensa.
Avanzábamos con tal rapidez, que antes de anochecer estábamos en Saint-Denis. Yo había ido a caballo junto a la silla, lo cual no nos permitió hablar más que en los relevos del tiro; pero cuando nos vimos tan cerca de París, es decir, casi a salvo, decidimos tomar algún refrigerio, pues no habíamos comido nada desde nuestra salida de Amiens. Por muy apasionado que yo estuviese por Manon, ella supo convencerme de que no lo estaba menos por mí. Eramos tan poco reservados en nuestras caricias, que no teníamos paciencia para esperar a encontrarnos solos. Los postillones y los hoteleros mirábannos con admiración, y yo observaba que se sorprendían al ver dos niños de nuestra edad que parecían amarse hasta el furor.
En Saint-Denis olvidamos nuestros proyectos de matrimonio, defraudamos los derechos de la Iglesia y nos hallamos esposos sin pensarlo. Seguramente, con mi natural, tierno y constante, yo habría sido feliz toda mi vida si Manon me hubiese sido fiel. Cuanto más la conocía, más cualidades amables descubría en ella. Su talento, su corazón, su dulzura y su belleza formaban una cadena tan fuerte y tan encantadora, que yo hubiera cifrado toda mi dicha en no soltarme de ella. ¡Terrible mudanza! Lo mismo que hoy constituye mi desesperación pudo hacer mi felicidad. Soy el más desgraciado de los hombres, por esta misma constancia que me daba derecho a esperar la suerte más dulce y las mejores recompensas del amor.
Tomamos un piso amueblado en París, en la calle V…, y, por desdicha mía, cerca de la casa de un señor B…, célebre asentista.[1] Transcurrieron tres semanas, durante las cuales yo había estado tan absorto por mi pasión, que no pensé en mi familia y en el dolor que mi padre habría de sentir por mi ausencia. Sin embargo, como el desarreglo no era parte en mi conducta y Manon se portaba también con mucha mesura, la tranquilidad en que vivíamos hízome volver poco a poco a la idea de mi deber.
Resolví reconciliarme con mi padre, si era posible. Mi amante era tan encantadora que no dudaba un punto que le agradaría si hallaba medio de hacerle saber su mérito y su cordura; en una palabra, me vanagloriaba de que obtendría la libertad de casarme con ella, pues ya había perdido la esperanza de poder hacerlo sin su consentimiento. Comuniqué este proyecto a Manon, haciéndole comprender que, además de las razones de cariño y de deber, también entraba en algo la necesidad, pues nuestros fondos estaban extremadamente alterados y ya empezaba yo a modificar mi opinión de que eran inagotables. Manon recibió fríamente mi proposición. Tomé las dificultades que opuso por hijas de su ternura y del temor de perderme si mi padre no accedía a nuestro deseo, después de conocer el lugar donde estábamos escondidos, y no tuve la menor sospecha del golpe cruel que me preparaba. A mi observación de la necesidad, díjome que aún nos quedaba lo suficiente para vivir algunas semanas, y que después ella encontraría recursos en el afecto de unos parientes de provincia a los que les escribiría. Suavizó su negativa con caricias tan dulces y apasionadas, que yo, que sólo vivía por ella y que no desconfiaba lo más mínimo de su corazón, aplaudí sus palabras y sus resoluciones. Manon disponía libremente de nuestra bolsa y se cuidaba de pagar el gasto ordinario. Poco a poco fui advirtiendo que nuestra mesa estaba mejor servida y que ella lucía adornos de cierto valor. Como no ignoraba que apenas debían quedarnos doce o quince pistolas,[2] manifesté mi asombro ante aquel aumento aparente de nuestra opulencia. Ella me rogó riendo que no me preocupara. «¿No te prometí —me dijo— que encontraría recursos?» La amaba yo con demasiado candor para alarmarme fácilmente.
Un día que yo salí por la tarde y le había advertido que pasaría fuera más tiempo que de costumbre, al volver chocóme mucho que me hicieran esperar dos o tres minutos a la puerta. Nuestra servidumbre consistía en una muchacha poco más o menos de nuestra edad. Al venir a abrir le pregunté por qué había tardado tanto. Respondióme, con turbación, que no había oído llamar. Yo que sólo había llamado una vez, le dije: «Pero si no has oído, ¿cómo has venido a abrir?». Esta pregunta la desconcertó de tal modo que, sin presencia de ánimo bastante para responder, rompió a llorar, asegurándome que no era culpa suya y que la señora le había prohibido ir a abrir la puerta hasta que el señor B… hubiese salido por la otra escalera que daba al gabinete. Quedé tan aturdido, que no tuve valor para entrar a la casa. Tomé el partido de marcharme, pretextando un asunto y ordené a aquella niña que dijese a su ama que volvería al momento, pero que se callase que me había hablado del señor B…
Mi abatimiento era tan grande, que bajé la escalera llorando, sin saber aún de qué sentimiento procedían mis lágrimas. Entré en el café más cercano, me senté a una mesa y, con la cabeza apoyada en las manos, púseme a inquirir lo que pasaba en mi corazón. No me atrevía a recordar lo que acababa de oír. Quería considerarlo como una ilusión, y a punto estuve, dos o tres veces, de volver a mi casa aparentando no haber oído nada. Me parecía tan imposible que Manon me traicionase, que temía ofenderla sospechando de ella. La adoraba, esto era cierto, nunca le había dado más pruebas de amor de las que había recibido de ella. ¿Por qué acusarla de ser menos sincera y constante que yo? ¿Qué razón la habría inducido a engañarme? No hacía tres horas que me había colmado de caricias y había recibido las mías con transporte; yo no conocía mejor mi corazón que el suyo. «No, no —me dije—; no es posible que Manon me traicione. No ignora que sólo vivo para ella; sabe de sobra que la adoro; esto no es motivo para que me odie.»
Sin embargo, la visita y la salida furtiva del señor B… me preocupaban. También recordaba las pequeñas adquisiciones de Manon, que me parecían superiores a nuestras riquezas presentes. Aquello olía a liberalidades de un nuevo amante. ¿Y la confianza que ella me había mostrado sobre recursos que yo no conocía? Me era difícil dar a tantos enigmas la solución que mi corazón deseaba.
Por otra parte, yo apenas la había perdido de vista desde nuestra llegada a París. En quehaceres, en paseos, en diversiones, siempre habíamos estado juntos, pues un instante de separación ¡Dios mío! nos hubiera afligido demasiado. Necesitábamos repetirnos sin cesar que nos amábamos; hubiéramos muerto de inquietud sin esta expansión. No podía, pues, concebir un momento que Manon hubiese podido ocuparse de otro que de mí.
Finalmente, creía haber hallado la aclaración de aquel misterio. «El señor B… —díjeme a mí mismo— es un hombre que realiza grandes negocios y tiene muy buenas relaciones; la familia de Manon se habrá valido de él para hacer llegar algún dinero a sus manos. Acaso ha recibido ya alguna cantidad, y hoy habrá ido a entregarle más. Sin duda ha querido ocultármelo para luego sorprenderme agradablemente. Es posible que me lo hubiera contado si hubiese entrado en casa como de costumbre, en vez de venir aquí a afligirme, y, desde luego, no me lo ocultará cuando yo mismo le hable de ello.»
Me aferré de tal modo a esta creencia, que tuvo la fuerza de disminuir mucho mi tristeza. Inmediatamente volví a casa. Besé a Manon con el mismo cariño de siempre. Ella me recibió muy bien. Tentado estuve de darle cuenta de mis conjeturas, que encontraba más verosímiles cada vez; me contuve, esperando que quizá se le ocurriera prevenirme de ello contándome todo lo que había pasado.
Nos sirvieron la cena. Yo me senté a la mesa muy alegre; pero a la luz de la bujía, colocada entre ella y yo, creí notar cierta tristeza en el rostro y en los ojos de mi amada. Aquella idea me la produjo también a mí. Observé que sus miradas fijábanse en mí de modo distinto que de ordinario. No hubiera podido decir si era amor o compasión, aunque me pareció que revelaba un sentimiento dulce y lánguido. Yo la miraba con atención pareja, y probablemente ella leería en mis miradas el estado de mi corazón. No nos cuidamos de hablar ni de comer. Por fin vi que de sus bellos ojos se deslizaban algunas lágrimas, ¡pérfidas lágrimas! —¡Dios mío —exclamé—, estás llorando, querida Manon! ¡Estás afligida hasta el punto de llorar, y no me dices una palabra de tus penas!
Ella no me respondió sino con suspiros, que aumentaron mi inquietud. Me levanté temblando; la conjuré con todos los argumentos del amor a que me descubriera el motivo de su llanto; yo mismo lloré enjugando sus lágrimas: estaba más muerto que vivo. Un salvaje hubiérase enternecido al ver las muestras de mi dolor y mi temor.
Mientras yo estaba entregado completamente a ella, oí ruido como de varias personas que subían la escalera. Llamaron con suavidad a la puerta. Manon me dio un beso y, soltándose de mis brazos, entró rápidamente en el gabinete, cerrando la puerta tras de sí. Yo me figuré que, por estar un poco descompuesta, querría ocultarse a los ojos de los extraños que llamaban. Fui yo mismo a abrir.
Apenas hube abierto, me vi agarrado por tres hombres, a los que reconocí como lacayos de mi padre. No me hicieron violencia alguna; pero dos de ellos me sujetaron por los brazos, mientras el tercero registraba mis bolsillos y sacaba de ellos un cuchillito, que era la única arma que llevaba encima. Me pidieron perdón por la necesidad en que se veían de faltarme al respeto; me dijeron, naturalmente, que obraban por orden de mi padre y que mi hermano mayor me esperaba abajo en un coche. Estaba tan aturdido, que me dejé llevar sin responder. Mi hermano estaba esperándome, efectivamente. Me metieron en el coche, a su lado, y el cochero, que ya tenía orden de lo que había de hacer, nos condujo a todo correr hasta Saint-Denis. Mi hermano me abrazó con ternura, pero no me habló una palabra; así que tuve todo el espacio necesario para pensar en mi infortunio.
Encontré primero en aquel trance tanta oscuridad, que no veía ni un rayo de luz que diese lugar a la menor conjetura. Me habían traicionado cruelmente; pero ¿quién? Tibergo fue el primero que se me vino a las mientes. «¡Traidor! —me decía—, si mis sospechas son fundadas puedes despedirte de la vida.» Sin embargo, reflexioné que ignoraba el sitio donde yo vivía, y, por lo tanto, no habían podido saberlo de él. Mi alma no osaba hacerse culpable de acusar a Manon. Aquella tristeza que parecía abrumarla, sus lágrimas, la ternura con que me besó al retirarse, eran, en verdad, un enigma; pero sentíame inclinado a explicarlo como un presentimiento de nuestra desgracia común; y mientras me desesperaba del accidente que me arrancaba de sus brazos, tenía la credulidad de imaginar que aun era ella más digna de lástima que yo.
El resultado de mis meditaciones fue convencerme de que en las calles de París me habían visto algunas personas amigas de mi padre y le habían avisado. Este pensamiento me consoló. Contaba con que todo acabaría en alguna reprimenda, o, a lo sumo, en alguna paliza que había de sufrir de la autoridad paterna. Resolví aguantarlo con paciencia y prometer todo lo que se me exigiera, para facilitar la ocasión de retornar pronto a París y devolver la vida y la alegría a mi querida Manon.
Llegamos en poco tiempo a Saint-Denis. Mi hermano, sorprendido de mi silencio, se imaginó que era efecto de mi temor. Trató de consolarme, asegurándome que no tenía nada que temer de la severidad de mi padre, siempre que estuviese dispuesto a reintegrarme a mis deberes y a merecer el cariño que me profesaba. Me hizo pasar la noche en Saint-Denis, con la precaución de que los tres lacayos se acostaran en mi cuarto.
Lo que me causó una gran pena fue verme en la misma posada en que me había alojado con Manon en nuestro viaje de Amiens a París. El posadero y los criados me reconocieron, y al mismo tiempo adivinaron la verdad de mi historia. Al posadero le oí decir:
—¡Ah! Éste es aquel señor tan guapo que pasó, hace seis semanas, con una señorita a quien amaba tanto. ¡Qué encantadora era! ¡Cómo se acariciaban los pobres niños! ¡Caramba, es una lástima que los hayan separado! Fingí no oír nada y me dejé ver lo menos posible. Mi hermano tenía presta en Saint-Denis una silla de dos asientos en la cual partimos al amanecer llegando a nuestra casa al día siguiente por la noche. Antes que yo viera a mi padre quiso mi hermano prevenirle en mi favor, contándole la docilidad con que me había dejado conducir; de modo que fui recibido con menos dureza de la que yo me esperaba. Mi padre se contentó con reprenderme en general por la falta que había cometido ausentándome sin su permiso. En cuanto a mi amante, díjome que bien merecido tenía lo que me pasaba por entregarme a una desconocida; que me hubiera creído más prudente, pero que esperaba que aquella aventurilla me hiciera más cauto. Yo tomé aquel discurso en el sentido que convenía a mis ideas. Di las gracias a mi padre por su bondad perdonándome, y le prometí seguir una conducta más sumisa y ordenada. En el fondo de mi corazón yo triunfaba, pues de la manera como se arreglaban las cosas no dudaba que podría escaparme de la casa antes de que terminara la noche.
Nos sentamos a la mesa para cenar; se burlaron de mí por mi conquista de Amiens y por mi fuga con aquella fiel amante. Seguí las bromas tranquilo; es más, estaba encantado de poder hablar de lo que llenaba por completo mi alma; pero algunas palabras que mi padre dejó caer me hicieron aguzar el oído. Habló de perfidia y de un servicio interesado prestado por el señor B… Quedé confuso al oírle pronunciar aquel nombre, y le supliqué humildemente que se explicara. Volvióse a mi hermano para preguntarle si no me había contado la historia. Mi hermano respondió que, al verme tan tranquilo en el camino, no creyó necesario utilizar aquel remedio para curarme de mi locura. Advertí que mi padre dudaba si explicarse o no. Supliquéle con tanta insistencia, que me satisfizo, o, más bien, me asesinó cruelmente con el más horrible de los relatos.
Primero me preguntó si había tenido siempre la inocencia de suponerme querido por mi amante. Le respondí muy osado que estaba tan seguro de ello, que nada me haría desconfiar. —¡Ja, ja, ja! —exclamó, riendo con toda su alma. ¡Esto es bueno! Te dejas engañar lindamente, y me gusta verte así. Es una lástima, pobre caballero, que entres en la Orden de Malta, puesto que tienes tal aptitud para marido paciente y cómodo. Agregó mil burlas de esa especie sobre lo que llamaba mi tontería y mi credulidad.
Finalmente, como yo permanecía callado, continuó diciéndome que, según sus cálculos, desde mi salida de Amiens, Manon me había amado unos doce días.
—Pues sé —añadió— que saliste de Amiens el 28 del mes pasado; estamos a 29; hace once días que me escribió el señor B…; supongo que haya necesitado ocho para trabar amistad con tu amante; luego quitando once y ocho de treinta y uno que van desde el 28 de un mes al 29 del otro, quedan doce, poco más o menos.
A este punto volvieron a estallar las carcajadas.
Escuchaba yo todo aquello con tal opresión en el pecho, que temía no poder resistir hasta el final de aquella triste comedia.
—Sabrás, pues, puesto que lo ignoras, que el señor B… ha conquistado el corazón de tu princesa, porque sin duda trata de burlarse de mí al querer convencerme de que ha querido raptarte sólo por un celo desinteresado a mi servicio. ¡Valiente hombre (que, además, no me conoce) para esperar de él tan nobles sentimientos! Ha sabido por ella que eras hijo mío, y para librarse de tus importunidades me ha escrito diciéndome dónde morabas y el desorden en que vivías, y haciéndome comprender que era menester mano dura para apoderarse de ti. Se ha ofrecido a procurarme los medios para sorprenderte, y, por sus indicaciones y las de tu amante, tu hermano ha aprovechado el momento de agarrarte desprevenido. Felicítate ahora de la duración de tu triunfo. Sabes vencer con bastante rapidez, pero no sabes conservar tus conquistas.
No tuve fuerza para soportar más tiempo un discurso cuyas palabras fueron otros tantos dardos para mi corazón. Me levanté de la mesa, y no había dado cuatro pasos, cuando caí al suelo privado de sentido. Me hicieron recobrarle acudiendo en seguida en mi auxilio. Abrí los ojos para verter un torrente de lágrimas y la boca para proferir los lamentos más tristes y conmovedores. Mi padre, que siempre me quiso con ternura, desplegó todo su afecto para consolarme. Le oía, pero sin comprenderle. Me eché a sus pies, rogándole con las manos juntas que me dejase volver a París para dar de puñaladas al señor B… «No —decía—, no ha conquistado el corazón de Manon; la ha violentado, la ha seducido por un encantamiento, o un veneno; quizá la ha forzado brutalmente. Manon me ama. ¿No he de saberlo yo? La habrá amenazado, puñal en mano, para obligarla a abandonarme. ¿Qué no habrá hecho para quitarme una amante tan encantadora? ¡Oh, dioses, dioses! ¿Será posible que Manon me haya traicionado y haya dejado de amarme?»
Como no hablaba más que de volver en seguida a París y me levantaba a cada momento, mi padre comprendió que en el estado de excitación en que me hallaba nadie me detendría. Me llevó a una habitación alta, dejándome encomendado a la vigilancia de dos criados. Yo no sabía lo que me pasaba; hubiera dado mil vidas por estar solamente un cuarto de hora en París. Comprendí que habiéndome sincerado tanto no sería fácil que me permitieran salir de la habitación. Con la vista medí la altura de las ventanas. No viendo posibilidad ninguna de escapar por aquel lado, dirigíme con dulzura a los dos criados. Mediante mil juramentos, me comprometía hacer su fortuna algún día si consentían en mi evasión. Insistí, los halagué, los amenacé, pero inútilmente. Entonces, perdida toda esperanza, resolví morir, y me eché sobre la cama con el propósito de no abandonarla vivo. Pasé la noche y el día siguiente en esta situación. Me negué a probar el alimento que me sirvieron por la mañana.
Mi padre fue a verme a mediodía. Fue tan bondadoso, que halagó mis penas con sus dulces consuelos. Me ordenó tan severamente que comiera algo, que lo hice por respeto a sus órdenes. Transcurrieron algunos días, durante los cuales no tomé nada sino en presencia suya y por obedecerle. Él continuaba haciéndome razonamientos que pudieran volverme al buen camino e inspirarme desprecio hacia la infiel Manon. Cierto que ya no la quería. ¿Cómo querer a la más voluble y pérfida de las criaturas? Pero su imagen, los rasgos deliciosos, que yo llevaba grabados en el fondo de mi alma, subsistían aún. Me sentía bien. «Puedo morir —decía—; debiera hacerlo después de tanta vergüenza y de tanto dolor, pero sufriría mil muertes sin poder olvidar a la ingrata Manon.»
Mi padre se maravillaba al verme tan hondamente afectado; sabía que yo tenía un concepto claro del honor, y no pudiendo dudar de que la traición de ella me hiciera despreciarla, suponía que mi constancia era más bien hija de la afición a las mujeres en general, que no de aquella pasión en particular. Se aferró de tal modo a esta idea, que, sin escuchar más que a su profundo cariño, un día se expansionó conmigo.
—Caballero —me dijo—, mi designio hasta ahora era que llevases la cruz de Malta; pero veo que tus inclinaciones no van por ese lado. Te gustan las mujeres bonitas; soy de opinión de buscarte una que te agrade. Dime sencillamente lo que piensas de esto.
Respondíle que no distinguía entre unas y otras mujeres, y que, después de lo ocurrido, a todas las detestaba igualmente.
—Te buscaré una —añadió mi padre, sonriendo— que se parezca a Manon y sea más fiel.
—¡Ah! —le dije—, si fuerais bueno para mí, me devolveríais a Manon. Podéis estar seguro, padre mío, de que no me ha traicionado; no es capaz de una infamia tan negra y tan cruel. El que nos engaña a vos, a ella y a mí es el pérfido señor B… Si supieseis lo tierna y sencilla que es, si la conocieseis, vos mismo la amaríais.
—Eres un niño —repuso mi padre—, ¿cómo puedes estar ciego hasta ese extremo después de lo que te he referido? Ella misma es la que te ha entregado a tu hermano. Deberías olvidar hasta su nombre, y, si tienes juicio, aprovecharte de mi indulgencia.
Comprendía claramente que mi padre tenía razón. Era un impulso involuntario el que me compelía a defender a la ingrata.
—Desgraciadamente —repuse después de un momento de silencio—, es demasiado cierto que soy víctima de la más cobarde de todas las perfidias. Sí —continué, vertiendo lágrimas de despecho—, bien veo que no soy más que un niño. Mi credulidad era muy fácil de engañar. Pero ya sé lo que he de hacer para vengarme.
Mi padre quiso conocer mi propósito.
—Iré a París —le dije—, prenderé fuego a la casa de B… y le quemaré vivo, junto con la pérfida Manon.
Aquel arrebato hizo reír a mi padre, y sólo sirvió para que me vigilaran más estrechamente en mi prisión.
Allí pasé seis meses, durante el primero de los cuales algún cambio se verificó en mi ánimo. Mis sentimientos eran una alternativa constante de odio y amor, de esperanza o desesperación, según como Manon se representaba en mi espíritu. Tan pronto la veía como la más amable de todas las muchachas y languidecía de deseo por ella, como me la representaba infame y pérfida amante y me juraba mil veces buscarla para castigarla.
Diéronme algunos libros, que sirvieron para devolver algo de tranquilidad a mi espíritu. Releí a todos mis autores favoritos. Adquirí nuevos conocimientos. Recobré el gusto por el estudio. Ya veréis de lo que me sirvió. Las enseñanzas que debía al amor hiciéronme ver claro en muchos pasajes de Horacio y de Virgilio que antes me habían parecido oscuros. Hice un comentario amoroso sobre el cuarto libro de la Eneida; pienso publicarlo, y tengo la pretensión de que será del agrado del público. «¡Ay! —pensaba al hacerlo—, ¡un corazón como el mío es lo que hubiera necesitado la fiel Dido!»
Tibergo vino a verme un día a mi encierro. Me sorprendió el entusiasmo con que me abrazó. Aún no había tenido pruebas de su afecto que pudieran hacerme considerarle más que como una amistad de colegio, de ésas tan frecuentes entre muchachos de la misma edad. Le hallé tan cambiado y tan formado después de los cinco o seis meses que pasé sin verle, que su fisonomía y el tono de su voz me inspiraron respeto. Me habló como consejero sensato más bien que como compañero. Lamentó el extravío en que yo había caído. Me felicitó por mi cura, que supuso avanzada. Finalmente, me exhortó a aprovechar aquel error, propio de la juventud, para abrir los ojos sobre la vanidad de los placeres. Yo le miraba con asombro; él lo notó.
—Querido caballero —díjome—, no os digo nada que no sea absolutamente verdad y de lo cual no esté convencido por un serio examen. Yo tenía tanta tendencia como vos a la voluptuosidad; pero, al mismo tiempo, Dios me infundió amor a la virtud. Me he valido de la razón para comparar los frutos de una y otra, y no he tardado mucho en descubrir sus diferencias. La ayuda del Cielo ha reforzado mis reflexiones. Ahora siento por el mundo un desprecio que no tiene igual. ¿Adivinaréis lo que me detiene —añadió— y me impide recurrir a la soledad? Unicamente la tierna amistad que siento por vos. Conozco la excelencia de vuestro corazón y de vuestro espíritu, sois capaz de todo lo bueno. El veneno del placer os ha hecho desviaros del camino. ¡Qué pérdida para la virtud! Vuestra huida de Amiens me causó tanta pena, que desde entonces no he tenido un solo instante de satisfacción. Podéis juzgar por todos los pasos que he dado.
Me contó que, después de advertir mi engaño y mi fuga con mi amante, había montado a caballo para seguirme; pero como le llevaba cinco o seis horas de ventaja, habíale sido imposible alcanzarme; que, sin embargo, llegó a Saint-Denis una media hora después de mi partida; que, con la seguridad de que estaría en París, había pasado seis semanas buscándome inútilmente, yendo a todos los sitios donde presumía que podría hallarme, y que, por fin, un día reconoció a mi amante en el teatro; que estaba vestida con tanto lujo, que él había supuesto que debería aquella fortuna a un nuevo amante; que siguió su coche hasta la casa, y que supo por un criado que vivía a costa de las liberalidades del señor B…
—No me contenté con esto —continuó—; volví al día siguiente para saber por ella lo que había sido de vos. Se separó de mí bruscamente cuando me oyó nombraros, y tuve que marcharme sin saber más. Luego supe vuestra aventura y el dolor extremo que os ha causado; pero no he querido veros sin estar seguro de encontraros más tranquilo.
—¿Luego habéis visto a Manon? —le respondí, suspirando. ¡Sois más feliz que yo, que estoy condenado a no volverla a ver jamás!
Me reprochó esta exclamación, que demostraba aún mi debilidad por ella. Tibergo me halagó tan hábilmente por la bondad de mi carácter y mis inclinaciones que en aquella visita me hizo sentir un ardiente deseo de renunciar como él a todos los placeres del siglo y entrar en el estado eclesiástico.
Acariciaba esta idea con tal entusiasmo, que, al quedarme solo, no pensaba en otra cosa. Recordaba los discursos del obispo de Amiens, que me dio el mismo consejo, y los felices augurios que formara en mi favor si me ocurría tomar este camino. La piedad mezclóse también en mis cavilaciones. Llevaré una vida tranquila y cristiana —me decía—; me ocuparé en el estudio y en la religión, que no me permitirán pensar en los peligrosos placeres del amor. Despreciaré lo que admira el común de los hombres, y como estoy seguro de que mi corazón no ha de desear más que aquello que estima, tendré tan pocas inquietudes como deseos.
Sobre esto imaginaba de antemano un plan de vida apacible y solitario. En él figuraba una casa escondida, con un bosquecillo y un arroyo de dulces aguas al extremo del jardín; una biblioteca, compuesta de libros escogidos; un corto número de amigos virtuosos y de buen sentido; una mesa limpia, pero sobria y frugal. Añadía un trato epistolar, periódico con un amigo que viviera en París y que me informaría de los acontecimientos públicos, más que por satisfacer mi curiosidad, por proporcionarme la diversión de las locas agitaciones de los hombres. «¿No sería feliz? —añadía. ¿No vería satisfechas todas mis aspiraciones?» Bien es verdad que tal proyecto halagaba mis gustos. Pero al final de plan tan prudente y sabio comprendía yo que mi corazón esperaba algo más, y que para no tener nada que apetecer en la soledad más encantadora, necesitaba hallarme en ella con Manon.
Sin embargo, Tibergo continuó visitándome con frecuencia para afirmarme en el propósito que me inspirara, y aproveché la ocasión para decírselo a mi padre. Éste me declaró que su pensamiento era dejar absoluta libertad a sus hijos en la elección de estado y que cualquiera que fuese la forma en que yo dispusiera de mí, sólo se reservaría el derecho de ayudarme con sus consejos. Diómelos muy sanos, que, más que a hacerme desistir de mi propósito, tendían a que lo ejecutara con conocimiento de causa.
Acercábase la reapertura del curso. Convine con Tibergo que iríamos juntos al Seminario de San Sulpicio: él, para terminar sus estudios en teología, y yo, para comenzar los míos. Su mérito, que era conocido por el obispo de la diócesis, le procuró un beneficio considerable de este prelado antes de nuestra partida.
Mi padre, que me suponía totalmente curado de mi pasión, no opuso dificultad alguna a dejarme marchar. Llegamos a París; el traje eclesiástico sustituyó a la cruz de Malta, y el nombre de abate Des Grieux, al de caballero. Me dediqué al estudio con tal aplicación, que en pocos meses hice progresos extraordinarios. Estudiaba todo el día y parte de la noche. Mi reputación se extendió de tal modo, que me felicitaban por las dignidades que seguramente habría de obtener, y, sin solicitarlo, mi nombre figuró en la lista de los beneficios. No abandonaba tampoco la piedad, y todos los ejercicios los hacía con fervor. Tibergo estaba encantado de lo que consideraba obra suya, y varias veces le vi llorar aplaudiendo lo que él llamaba mi conversión.
Que las resoluciones humanas cambien, es cosa que nunca me ha sorprendido; una pasión las engendra, otra pasión puede destruirlas; pero cuando pienso en la santidad de las que me habían conducido a San Sulpicio, y la alegría interior que por gloria del Cielo yo sentía al practicarlas, me asusto de la facilidad con que pude romperlas. Si es cierto que la ayuda celestial es en todo momento de igual fuerza que la de las pasiones, que me expliquen por qué funesto ascendiente se ve uno arrastrado de pronto lejos de su deber, sin ser capaz de la menor resistencia ni sentir el más leve remordimiento.
Yo me creía libre en absoluto de las flaquezas del amor. Me parecía que hubiera preferido la lectura de una página de san Agustín, o un cuarto de hora de meditación cristiana, a todos los placeres de los sentidos, incluso los que me hubiera brindado Manon. Sin embargo, un momento desgraciado arrojóme de nuevo al abismo, y mi caída fue tanto más irreparable, cuanto que, encontrándome de repente en el mismo punto de donde saliera, los nuevos desórdenes que cometí me arrastraron al fondo.
Había pasado cerca de un año en París sin saber nada de los asuntos de Manon. Al principio me costó mucho trabajo hacerme esta violencia; pero los consejos de Tibergo, que tenía siempre presentes, y mis propias reflexiones, terminaron venciendo. Los últimos meses habían transcurrido tan tranquilamente, que me creía a punto de olvidar para siempre a aquella criatura encantadora y pérfida. Llegó la época en que yo debía hacer un ejercicio público en la Escuela de Teología, y rogué a algunas personas de importancia que me honraran presenciándolo. A causa de esto, mi nombre circuló por todos los barrios de París y llegó a oídos de la infiel. No lo reconoció con certeza bajo el título de abate; pero algo de curiosidad, o quizá el arrepentimiento por haberme traicionado (nunca pude averiguar cuál de los dos sentimientos), la impulsaron a interesarse por un nombre tan parecido al mío, y fue a la Sorbona con otras señoras. Presenció mi ejercicio, y sin duda no le costó mucho trabajo reconocerme.
Yo no tuve el menor conocimiento de tal visita, pues en estos sitios hay unas tribunas particulares destinadas a las señoras, donde éstas se colocan detrás de celosías. Volví a San Sulpicio cargado de gloria y de felicitaciones. Eran las seis de la tarde. Un momento después de mi vuelta me avisaron que una señora quería verme. Fui al locutorio inmediatamente. ¡Oh, Dios, qué admirable aparición! Encontré allí a Manon. Era ella; pero más adorable, más bella que la viera nunca. Tenía entonces dieciocho años. Sus encantos sobrepujaban a todo encarecimiento; su aire era tan fino, tan dulce, tan atrayente: era el Amor mismo. Toda ella me pareció un encanto.
A su vista quedé turbado, y no pudiendo conjeturar cuál sería el objeto de aquella visita, esperé temblando, con los ojos bajos, a que ella se explicara. Su turbación fue unos momentos igual a la mía; pero, viendo que continuaba callado, se puso la mano en los ojos para ocultar las lágrimas. Me dijo con timidez que su infidelidad merecía mi odio, pero que si en verdad alguna vez sentí por ella alguna ternura, había sido demasiado cruel dejando transcurrir dos años sin molestarme en informarla de mi suerte, y que aún era más cruel viéndola en aquel estado sin decirle una palabra. El trastorno de mi alma al escucharla no puede expresarse.
Ella se sentó. Yo permanecí en pie, con el cuerpo medio vuelto, sin atreverme a mirarla cara a cara. Varias veces comencé a articular una respuesta que no pude terminar. Por fin hice un esfuerzo para exclamar dolorosamente:
—¡Ah, pérfida Manon!
Ella me repitió, vertiendo ardientes lágrimas, que no pretendía justificarse por su perfidia.
—¿Qué pretendes, pues? —exclamé yo.
—Pretendo morir —respondió ella— si no me devuelves tu corazón, sin el cual no puedo vivir.
—Pídeme la vida, ¡infiel! —repuse, dando salida a mis lágrimas, que en vano me esforzaba por contener—; pídeme la vida, que es lo único que no te he sacrificado, pues mi corazón nunca ha dejado de ser tuyo.
Apenas pronuncié estas palabras, levantóse ella con ímpetu para arrojarse en mis brazos. Me colmó de mil caricias apasionadas. Me llamó con todos los nombres que el amor inventa para expresar la más viva ternura. Yo aún la correspondía con languidez. ¡Qué cambio, en efecto, de la situación tranquila en que yo estaba, a los movimientos tumultuosos que sentía renacer! Estaba espantado. Me estremecía, como ocurre cuando nos sorprende la noche en un campo extraviado; en tal momento créese uno transportado a un nuevo orden de cosas, lo paraliza un horror secreto y no logra recobrarse hasta después de haber considerado, durante mucho tiempo, todos los alrededores.
Nos sentamos uno junto a otro. Yo tomé sus manos entre las mías.
—¡Ah, Manon! —dije, mirándola con tristeza—, yo no esperaba la negra traición con que pagaste mi amor. Bien fácil te fue engañar un corazón cuya soberana absoluta eras y que cifraba toda su felicidad en agradarte y obedecerte. Dime ahora si has encontrado amantes tan tiernos y sumisos. No, no; la naturaleza no forja muchos del temple del mío. Dime al menos si lo has añorado alguna vez. ¿Qué puedo fiar de este rasgo de bondad que te trae aquí hoy para consolarme? Demasiado veo que estás más bella que nunca; pero, en nombre de todos los dolores que he sufrido por ti, dime si has de ser más fiel.
Respondióme cosas tan emocionantes sobre su arrepentimiento y me prometió fidelidad con tantas protestas y juramentos, que me conmovió profundamente.
—¡Querida Manon —le dije con una mezcla profana de expresiones amorosas y teológicas—, eres demasiado adorable para un ser humano! Siento mi corazón invadido por un deleite victorioso. Todo lo que se dice de la libertad en San Sulpicio es una quimera. Preveo que voy a perder por ti mi reputación y mi fortuna; en tus lindos ojos leo mi destino; pero tu amor me consolará de todas las pérdidas. Los favores de la fortuna no me importan; la gloria me parece humo; mis proyectos de vida religiosa eran locuras de mi imaginación; en una palabra, todos los bienes que puedan venirme fuera de ti son despreciables, puesto que no podrían competir en mi corazón con una sola mirada tuya.
Prometiéndole olvidar por completo sus culpas, quise, sin embargo, que me contara cómo se había dejado seducir por el señor B… Me dijo que habiéndola visto desde su ventana, se había enamorado locamente de ella, y se le declaró como asentista; es decir, diciéndole en una carta que pagaría proporcionalmente sus favores; que ella capituló al principio sin más propósito que sacarle alguna cantidad importante que nos permitiera vivir cómodamente; que él la había deslumbrado con promesas tan magníficas, que ella poco a poco había ido ablandándose; pero que yo habría podido juzgar de sus remordimientos al ver la pena que la embargaba la víspera de nuestra separación; que, a pesar de la opulencia en que la tenía, nunca había sido feliz con él, no solamente —me dijo— porque no tenía la delicadeza de sentimientos que yo y el agrado de mis modales, sino porque en medio de los placeres que le procuraba sin cesar, llevaba en el fondo de su corazón el recuerdo de mi amor y el remordimiento por su infidelidad. Hablóme de Tibergo y de la confusión extrema que le causó su visita.
—Una estocada en el corazón —añadió— no me hubiera impresionado tanto. Le volví la espalda por no poder soportar un momento su presencia.
Continuó contándome de qué modo había sabido de mi estancia en París, el cambio de mi condición y mis ejercicios en la Sorbona. Aseguróme que había estado tan inquieta durante la discusión, que le costó mucho trabajo, no sólo contener las lágrimas, sino los gemidos y hasta los gritos, que más de una vez había estado a punto de lanzar. Finalmente, me dijo que salió de allí la última para ocultar su alteración, y que, guiándose sólo por el impulso de su corazón y la impetuosidad de sus deseos, había venido directo al Seminario, resuelta a morir si no me hallaba dispuesto a perdonarla.