Aunque hubiera podido incluir en mis Memorias las aventuras del caballero Des Grieux, me pareció que, no estando estrictamente relacionadas, el lector estaría más satisfecho de verlas aparte. Un relato de esta longitud habría interrumpido demasiado el hilo de mi propia historia. Aunque estoy muy lejos de atribuirme la cualidad de escritor preciso, no ignoro que una narración debe estar exenta de las circunstancias que la hagan pesada y embarazosa; éste era el precepto de Horacio:
Ut jam nunc dicat jam nunc debentia dici,
Pleraque differat, ac præsens in tempus omittat.
Pero no es necesario acudir a tan gran autoridad para probar una verdad tan sencilla, pues el buen sentido es la primera fuente de esta regla.
Si el público ha encontrado algo agradable e interesante en la historia de mi vida, me atrevo a prometerle que no estará menos satisfecho de esta añadidura. En la conducta del caballero Des Grieux verá un ejemplo terrible de la fuerza de las pasiones. Tengo que pintar un joven ciego que rehúsa ser feliz para precipitarse voluntariamente en los mayores infortunios; que con todas las cualidades más meritorias prefiere por gusto una vida oscura y bohemia a todas las ventajas de la fortuna y la naturaleza; que prevé sus desgracias sin querer evitarlas; que las siente y le abruman sin aprovechar los remedios que incesantemente se le ofrecen y pueden acabar con ellas en todo momento; en fin, un carácter ambiguo, mezcla de virtudes y de vicios, un perpetuo contraste de buenos sentimientos y de malas acciones: tal es el fondo del cuadro que presento. Las personas de buen sentido no verán una obra de esta naturaleza como un trabajo inútil. Aparte del placer de una lectura agradable, pocos sucesos se hallarán en ella que no puedan servir de enseñanza en las costumbres; y, en mi opinión, es prestar un servicio considerable al público instruirle divirtiéndole.
No se puede reflexionar sobre los preceptos de la moral sin asombrarse al verlos estimados y abandonados al tiempo; y uno llega a preguntarse la razón de esta rareza del corazón humano, que le hace saborear las ideas de bien y de perfección de que más se aleja en la práctica. Si las personas de cierta altura de espíritu y educación quieren examinar cuál es el asunto más corriente de sus conversaciones y aun de sus ensueños solitarios, les será fácil advertir que casi siempre giran alrededor de consideraciones morales. Los momentos más dulces de su vida son los que pasan, solos o con un amigo, admirando de todo corazón los encantos de la virtud, las dulzuras de la amistad, los medios de conseguir la felicidad, las flaquezas de la naturaleza que nos alejan de ella y los remedios que pueden curarlas. Horacio y Boileau señalan esta empresa como uno de los rasgos más bellos que forman la imagen de una vida feliz. ¿Cómo, pues, ocurre caer tan fácilmente de estas altas especulaciones y hallarse de pronto al nivel del común de los hombres? Mucho me equivocaré si el razonamiento que he de aportar en seguida no explica tal contradicción entre nuestras ideas y nuestra conducta: y es que como los preceptos morales no son más que principios vagos y genéricos, resulta muy difícil aplicarlos particularmente al detalle específico de las acciones y de las costumbres.
Pongamos un ejemplo: las almas bien nacidas comprenden que la dulzura y la humanidad son virtudes estimables, y se sienten inclinadas a practicarlas; pero en el momento de obrar, muchas quédanse en suspenso. ¿Es la ocasión precisa? ¿Se sabe en qué medida debe hacerse aquello? ¿No se engañarán acerca del objeto?
Cien dificultades detienen: se teme ser engañado queriendo ser bienhechor y liberal; pasar por débil, apareciendo demasiado tierno y sensible; en una palabra, excederse o no llegar a cumplir los deberes que se encierran de una manera demasiado oscura en las nociones generales de humanidad y dulzura. En esta duda, solamente la experiencia o el ejemplo pueden determinar razonablemente la inclinación del corazón. Pero la experiencia no es una cosa que puede todo el mundo procurarse a voluntad; depende de la situación en que le coloque a uno la fortuna. Sólo queda el ejemplo para servir de regla a mucha gente en el ejercicio de la virtud.
Precisamente para los lectores de esta clase es para quienes tales obras pueden ser de gran utilidad, por lo menos cuando están escritas por un hombre honrado y de buen sentido. Cada hecho que se relata es un rayo de luz, una enseñanza que suple a la experiencia; cada aventura, un modelo que se puede imitar, sólo con ajustarle a las circunstancias en que uno se halle. Toda la obra es un tratado de moral, presentado en ejercicios agradables.
Un lector severo quizá se indigne al verme a mi edad tomar la pluma para escribir lances de fortuna y de amor; pero si la reflexión que acabo de hacer es sólida, me justificará, y si es falsa, mi error será mi disculpa.