En el agua de la fuente de plata, el punto luminoso tembló y se apagó.
—¡Eh! —gritó Strange—. ¿Qué ha pasado? ¡Deprisa, señor Norrell!
Norrell golpeó la superficie del agua, volvió a trazar las líneas de luz y susurró unas palabras, pero el agua permaneció oscura y quieta.
—Se ha ido —dijo.
Strange cerró los ojos.
—Es raro —prosiguió Norrell, con tono de extrañeza—. ¿Qué cree usted que podría estar haciendo él en Yorkshire?
—¡Oh! Me figuro que habrá venido con el propósito de volverme loco. —En un tono en el que se mezclaban el furor y la autocompasión, preguntó—: ¿Por qué se niega a escucharme? Después de todo lo que he hecho, ¿por qué ni siquiera se digna mirarme? ¿Por qué no quiere hablarme?
—Es un mago viejo y un rey viejo. No es fácil impresionar a uno ni a otro.
—Todos los magos ansían asombrar a sus maestros. Yo lo he asombrado a usted. Ahora quería asombrarlo a él.
—Pero su verdadero propósito es liberar a la señora Strange del encantamiento —le recordó Norrell.
—Sí, sí. Justo —repuso con irritación—. Por supuesto. Sólo que… —Dejó la frase sin terminar.
Se hizo el silencio, y Norrell, que se había quedado pensativo, dijo:
—Decía usted que los magos siempre quieren impresionar a sus maestros. Eso me ha recordado algo que sucedió en mil ciento cincuenta y seis…
Strange suspiró.
—Aquel año, John Uskglass sufrió una extraña enfermedad, como le ocurría de vez en cuando. Cuando se restableció, se celebró una fiesta en su casa de Newcastle. Los reyes y las reinas le llevaron espléndidos regalos de gran valor: oro, rubíes, marfil, especias raras. Los magos le ofrecían cosas mágicas: nubes de revelación, árboles cantores, llaves de puertas místicas, etcétera, tratando de superarse unos a otros. El Rey les daba las gracias a todos con el mismo gesto grave. El último en llegar fue Thomas Godbless. Iba con las manos vacías. No llevaba regalo. Alzando la cabeza, dijo: «Señor, yo os traigo los árboles y las colinas. Os traigo el viento y la lluvia». Los reyes y las reinas, los caballeros, las damas y los otros magos estaban asombrados ante semejante insolencia. Les parecía que Godbless no había regalado nada en absoluto. Pero entonces, por primera vez desde su enfermedad, el Rey sonrió.
Strange reflexionó.
—Bien, pues me parece que yo estaría de parte de los reyes y las reinas. No entiendo nada. ¿De dónde ha sacado la historia?
—De Instrucciones de Belasis. En mi juventud, lo estudié con verdadera pasión y este pasaje me intrigó. Deduje que Godbless habría convencido a los árboles, a las colinas, etcétera, para que le hicieran a John Uskglass alguna especie de saludo místico, inclinándose ante él, por ejemplo. Me satisfacía haber comprendido algo que a Belasis se le había escapado, pero no volví a pensar en ello: esa clase de magia no me interesaba. Años después, encontré un hechizo en El lenguaje de las aves de Lanchester. Él lo había sacado de un libro anterior, que se ha perdido. Reconocía no saber para qué servía, pero creo que era el que utilizó Godbless… u otro muy parecido. Si está decidido a hablar a John Uskglass, ¿quiere que lo formulemos ahora? ¿Quiere que le pidamos a Inglaterra que lo salude?
—¿Qué conseguiríamos con eso? —preguntó Strange.
—¿Conseguir? ¡Nada! Por lo menos directamente. Pero serviría para recordarle a John Uskglass los lazos que lo unen a Inglaterra. Y mostraría cierto respeto de nuestra parte, que sin duda es lo que un rey espera de sus súbditos.
Strange se encogió de hombros.
—No se me ocurre algo mejor que proponer. ¿Dónde está su ejemplar de El lenguaje de las aves?
Miró la habitación. Cada libro estaba en el sitio en que había caído en el momento en que había dejado de ser cuervo.
—¿Cuántos libros hay? —preguntó.
—Cuatro o cinco mil —dijo Norrell.
Los magos tomaron una vela cada uno y empezaron a buscar.
El caballero del pelo como el vilano del cardo caminaba rápidamente por el sendero que, entre muros, conducía al pueblo de Starecross. Stephen iba tras él con paso inseguro, de una muerte a otra.
Inglaterra, a sus ojos, era sólo horrores y calamidad. Las mismas formas de los árboles eran como gritos helados. De una rama colgaba un manojo de hojas secas que susurraba con el viento: Vinculus en el espino. En el sendero había un conejo destrozado por un zorro: lady Pole, que pronto sería aniquilada por el caballero.
Muerte sobre muerte, horror sobre horror, y Stephen nada podía hacer para evitarlo.
En Starecross Hall, lady Pole, sentada al escritorio de su gabinete, manejaba la pluma furiosamente. La mesa estaba cubierta de papeles.
Sonó un golpecito en la puerta y entró el señor Segundus.
—Con su permiso —dijo—. ¿Puedo preguntar si escribe a sir Walter?
Ella negó con la cabeza.
—Estas cartas son para lord Liverpool y el director del Times.
—¡Vaya! Bien, también yo he escrito una carta, a sir Walter. Pero estoy seguro de que nada lo alegrará tanto como recibir unas líneas de puño y letra de milady, en las que le comunique que está bien y libre del encantamiento.
—Eso ya lo sabrá por su carta. Lo siento, señor Segundus, pero mientras mi querida señora Strange y el pobre Stephen sigan en poder de aquel mal espíritu, no puedo pensar en otras cosas. ¡Debe usted enviar estas misivas inmediatamente! Y cuando las termine, escribiré al arzobispo de Canterbury y al príncipe regente.
—¿No cree que sir Walter es la persona más indicada para dirigirse a tan altas personalidades? Sin duda…
—¡En absoluto! —exclamó ella, indignada—. No tengo intención de pedir a otras personas que hagan en mi nombre algo que yo soy perfectamente capaz de hacer por mí misma. No pienso pasar, en una hora, de la incapacidad del encantamiento a cualquier otra clase de incapacidad. ¡Además, sir Walter no podría exponer en toda su magnitud, ni mucho menos, la vileza de los crímenes del señor Norrell!
En ese momento entró en la habitación otra persona; Charles, el criado de Segundus, informó a su señor de que en el pueblo sucedía algo extraño. Un hombre alto y negro, el mismo que había llevado a milady a Starecross, había aparecido con una corona de plata en la cabeza y en compañía de un caballero que tenía el pelo como el vilano del cardo y vestía una chaqueta verde brillante.
—¡Stephen! ¡Stephen y el duende! —gritó lady Pole—. ¡Pronto, señor Segundus! ¡Haga acopio de todos sus poderes! ¡Debe usted vencerlo! ¡Libere a Stephen como me ha liberado a mí!
—¡Vencer a un duende! —exclamó él, horrorizado—. ¡Oh no! No puedo. Haría falta un mago mucho más poderoso…
—¡Tonterías! —gritó ella con ojos brillantes—. Recuerde lo que le la dicho Childermass. ¡Sus años de estudio lo han preparado! ¡Sólo tiene que intentarlo!
—Es que no sé… —empezó, titubeando.
Pero lo que él no supiera ya no importaba, porque, al acabar de hablar, ella había salido corriendo de la habitación. Puesto que Segundus se creía en la obligación de protegerla, tuvo que correr tras ella.
En Hurtfew, los magos habían encontrado El lenguaje de las aves: estaba encima de la mesa, abierto por la página del conjuro. Pero aún subsistía el problema de hallar un nombre para John Uskglass. Norrell estaba en cuclillas, inclinado sobre la fuente de plata, articulando hechizos de localización. Ya habían repasado todos los nombres y títulos imaginables sin que el hechizo de localización reconociera ni uno solo. El agua seguía clara y transparente.
—¿Y su nombre de duende? —preguntó Strange.
—Se ha perdido.
—¿Hemos probado con Rey del Norte?
—Sí —contestó Norrell.
—Oh. —Reflexionó—. ¿Qué nombre ha dicho usted antes? Un nombre que él solía darse a sí mismo. El nosequé sin nombre.
—¿El esclavo sin nombre?
—Sí. Probemos.
Norrell dudaba, pero formuló el hechizo para el esclavo sin nombre. Al momento apareció un punto de luz azulada. Siguió el proceso y descubrió que el esclavo sin nombre estaba en Yorkshire, muy cerca del lugar en el que antes apareciera John Uskglass.
—¡Mire! —exclamó Strange triunfalmente—. Nuestro temor era infundado. Aún está aquí.
—Pero no creo que sea la misma persona. Parece diferente.
—¡Señor Norrell, por favor, déjese de dudas! ¿Quién va a ser si no? ¿Cuántos esclavos sin nombre puede haber en Yorkshire?
Como era una pregunta razonable, Norrell no puso más objeciones.
—Y ahora pasemos a la magia en sí —dijo Strange.
Tomó el libro y empezó a recitar la fórmula. Se dirigió a los árboles de Inglaterra, a las colinas de Inglaterra, al sol, al agua, a los pájaros, a la tierra y a las piedras. Se dirigió a ellos uno a uno, exhortándolos a ponerse en manos del esclavo sin nombre.
Stephen y el caballero llegaron al puente de caballerías que conducía a Starecross.
El pueblo estaba adormecido, apenas se veía a alguien. En el vano de una puerta, una muchacha con vestido estampado y toquilla de lana vertía la leche de unos cubos de madera en cubas de hacer queso. Un hombre con polainas y sombrero ancho iba por un sendero que discurría al lado de la casa. Junto a él brincaba un perro. Cuando el hombre y el perro doblaron la esquina, la muchacha y el hombre se saludaron sonriendo y el perro ladró con agrado. Era la clase de escena simple y doméstica que, en circunstancias normales, hubiera complacido a Stephen; pero en su actual estado de ánimo le produjo un escalofrío. Si el hombre hubiese golpeado —o estrangulado— a la muchacha, no le habría causado sorpresa.
El caballero ya estaba en el puente de caballerías. Stephen lo siguió y…
… y todo cambió. El sol apareció por un claro entre las nubes, lució entre los árboles invernales y resplandecieron cientos de pequeñas manchas de luz. El mundo se convirtió en una especie de rompecabezas o laberinto que recordaba la superstición que dice que no debes pisar las líneas que separan las losas… o la extraña magia de los Cuadrados de Doncaster que se practica sobre un tablero parecido al del ajedrez. De pronto, todo tenía significado. Stephen casi no se atrevía a dar un paso más. Si lo daba y, por ejemplo, pisaba tal sombra o tal mancha de luz, el mundo podía cambiar para siempre.
«¡Un momento! —pensó atropelladamente—. ¡No estoy preparado! ¡No lo he pensado! ¡No sé qué hacer!»
Pero ya era tarde. Levantó la cabeza.
Las ramas desnudas de los árboles que se recortaban en el cielo eran una escritura y, aun sin querer, él la leyó. Vio que era una pregunta que le hacían los árboles.
—Sí —les respondió.
Y fue dueño de la experiencia y los conocimientos de los árboles.
Más allá de los árboles, había una sierra cubierta de nieve, como una línea trazada en el cielo, que proyectaba una sombra azulada en la nieve que tenía delante. Era la esencia de la frialdad y la dureza. Saludó en Stephen al rey que estaba esperando. A una palabra suya, caería sobre sus enemigos, aplastándolos. Le hizo una pregunta.
—Sí —contestó él.
Y él tuvo en sus manos todo el orgullo y la fuerza de los montes.
El negro arroyo le cantó su pregunta desde debajo del puente.
—Sí —contestó él.
La tierra preguntó…
—Sí —contestó él.
Los grajos, las urracas, los alirrojos y los pinzones preguntaron…
—Sí —contestó él.
Las piedras preguntaron…
—Sí —contestó Stephen—. Sí. Sí. Sí.
Ahora tenía a toda Inglaterra en la palma de su negra mano. Todos los ingleses estaban a su merced. Ahora podía resarcirse de todos los insultos. Ahora todas las afrentas hechas a su pobre madre podían ser vengadas cien veces. Toda Inglaterra podía ser devastada en un momento. Podía derrumbar todas las casas con sus moradores dentro. Podía ordenar a los montes que cayeran y a los valles que cerraran sus labios. Podía conjurar centauros, extinguir estrellas, robar la luna del firmamento. Ahora. Ahora. Ahora.
Ahora, lady Pole y Segundus habían salido de la casa y corrían a la pálida luz del sol. Ella miró al caballero con ojos encendidos de odio. El pobre señor Segundus era todo confusión y espanto.
El caballero se volvió hacia Stephen y dijo algo que él no pudo oír: los montes y los árboles hablaban con voz muy potente. Pero Stephen dijo:
—Sí.
El caballero rio alegremente y levantó las manos, disponiéndose a lanzar hechizos sobre lady Pole.
Stephen cerró los ojos y dijo una palabra a las piedras del puente.
«Sí», dijeron las piedras. El puente se alzó por un extremo como un caballo que se encabrita y lanzó al caballero al arroyo.
Stephen dijo una palabra al arroyo.
«Sí», dijo el arroyo; atenazó al caballero en un abrazo de hierro y lo arrastró rápidamente.
Stephen veía que lady Pole le hablaba y que trataba de agarrarlo del brazo, vio la cara pálida y estupefacta de Segundus, vio que decía algo, pero no tenía tiempo para responderles. ¿Quién sabía durante cuánto tiempo consentiría el mundo en obedecerlo? Saltó del puente y echó a correr por la margen del arroyo.
Los árboles parecían saludarlo al pasar; hablaban de antiguas alianzas y le recordaban tiempos pasados. La luz del sol lo llamaba rey y le hablaba del placer que le causaba encontrarlo allí. Él no tenía tiempo para decirles que no era quien ellos creían.
Stephen llegó a una parte en que el terreno se empinaba de forma pronunciada a los lados del arroyo, formando una profunda hondonada en el páramo. Era una cantera de la que se extraían piedras para hacer ruedas de molino. Esparcidas por los costados del valle había grandes muelas redondas, de una altura que llegaría a la cintura de un hombre.
El arroyo hervía y espumaba en el lugar en el que el caballero estaba aprisionado. Stephen se arrodilló en una piedra plana y se inclinó hacia el agua.
—Lo siento —dijo—. Tú sólo querías favorecerme, lo sé.
El pelo del caballero se retorcía en el agua oscura formando serpientes de plata. Su rostro era una visión del horror. El furor y el odio le hacían perder su semblante de criatura humana: los ojos se separaban, tenía pelo en la cara y enseñaba los dientes en una mueca feroz.
Dentro de la cabeza de Stephen, dijo una voz:
—Si me matas, nunca sabrás cuál es tu nombre.
—Soy el esclavo sin nombre —respondió él—. Siempre lo he sido y hoy me conformo con no ser nada más.
Dijo una palabra a las ruedas de molino, que se elevaron en el aire y se arrojaron sobre el caballero. Habló a las peñas y las rocas, y ellas hicieron lo mismo. El caballero era increíblemente viejo y muy fuerte. Cuando sus huesos y su carne ya debían de estar triturados, y aun mucho después, Stephen percibía que sus restos trataban de volver a unirse por la magia. Así pues, habló a los pedregosos bordes del valle y les pidió ayuda. La tierra y las rocas cayeron en avalancha sobre las ruedas de molino y las peñas, hasta formar una colina tan alta como los costados del valle.
Hacía años que a Stephen le parecía que una pared de sucio vidrio se interponía entre él y el mundo; en el momento en que se extinguió la última chispa de la existencia del caballero, el cristal se rompió. Stephen aspiró profundamente para recobrar el aliento.
Pero sus aliados y servidores empezaban a recelar. Había un interrogante en la mente de las colinas y los árboles. Comprendieron que él no era el que ellos creían, que su gloria era prestada.
Entonces él sintió cómo, uno a uno, iban apartándose. Cuando el último lo abandonó, Stephen, vacío e insensible, cayó al suelo.
En Padua, los Greysteel ya habían desayunado y estaban reunidos en la salita del primer piso. Aquella, mañana no reinaba la armonía entre ellos. Habían tenido una discusión. Últimamente, al doctor Greysteel le había dado por fumar en pipa dentro de casa, para gran disgusto de Flora y la tía Greysteel. La tía trataba de disuadirlo, pero el doctor se mostraba obstinado. Fumar en pipa era uno de sus pasatiempos favoritos y consideraba que, puesto que lo obligaban a quedarse en casa, tenía derecho a exigir cierta tolerancia en compensación. Aquel día, su hermana le dijo que fumase fuera, a lo que él respondió que no podía, porque estaba lloviendo. Era difícil fumar en pipa con lluvia, porque el agua mojaba el tabaco.
Así pues, él fumaba su pipa y la tía Greysteel tosía; y Flora, que se sentía culpable por retenerlos en casa, los miraba de vez en cuando con aire contrito. Al cabo de una hora, el doctor levantó la mirada y exclamó con asombro:
—Tengo la cabeza negra. ¡Completamente negra!
—¿Y cómo quieres tenerla, fumando en pipa? —dijo su hermana.
—¿Qué dices, papá? —preguntó Flora dejando la labor.
Greysteel miraba fijamente al espejo, el mismo espejo que con tanto misterio había aparecido cuando el día se volvió noche y Strange fue a Padua. Flora se puso detrás de la silla de su padre para ver lo que veía él. Su exclamación de sorpresa atrajo a su lado a la tía Greysteel.
Donde la cabeza del doctor Greysteel hubiera debido reflejarse, había una mancha negra que se movía y cambiaba de forma. La mancha fue creciendo y, poco a poco, empezó a parecerse a una figura que iba deprisa hacia ellos por un corredor inmenso. Cuando estuvo más cerca, vieron que era una mujer. Mientras corría, la mujer volvía la cabeza para mirar atrás, como si temiera lo que pudiera haber a su espalda.
—¿Qué la habrá asustado tanto para que corra de ese modo? —preguntó la tía Greysteel—. ¿Tú ves algo, Lancelot? ¿La persiguen? ¡Pobre mujer! ¿No puedes hacer algo, Lancelot?
El doctor se acercó al espejo, apoyó la mano y empujó, pero la superficie era dura y lisa, como suele ser en los espejos. Titubeó un instante, como debatiendo consigo mismo si debía probar un método más violento.
—¡Cuidado papá! —gritó Flora, alarmada—. ¡No debes romperlo!
La mujer del espejo estaba muy cerca, ya se veían los ricos bordados y abalorios que le adornaban el vestido, ya ponía el pie en el marco, como en un peldaño… Entonces la superficie del espejo se fundió en una especie de nube o niebla densa. Flora, rápidamente, empujó una silla hacia la pared para que la mujer pudiera bajar con facilidad. Tres pares de manos se levantaron para asirla y ayudarla a escapar de lo que la asustaba.
Tendría treinta o treinta y dos años, y llevaba un vestido color de otoño, pero estaba sin aliento y un poco descompuesta después de tanto correr. Miró con expresión de angustia la habitación desconocida, las caras desconocidas, el aspecto poco familiar de todo lo que veían sus ojos.
—¿Es Tierra de Duendes? —preguntó.
—No, señora —respondió Flora.
—¿Es Inglaterra?
—No, señora. —Flora sollozaba. Se oprimió el pecho con la mano, tratando de serenarse—. Es Padua. Italia. Me llamo Flora Greysteel. El nombre no le dirá nada, pero yo estaba esperándola por deseo de su esposo. Le prometí que la esperaría aquí.
—¿Jonathan está aquí?
—No, señora.
—Usted es Arabella Strange —dijo el doctor con asombro.
—Sí.
—¡Oh, querida! —exclamó la tía Greysteel con una mano en la boca y la otra en el corazón—. ¡Oh, querida! —Sus manos volaron entonces a la cara y los hombros de Arabella—. ¡Oh, querida! —exclamó por tercera vez. Se echó a llorar y la abrazó.
Stephen despertó. Yacía en el suelo helado de un estrecho valle. Ya no hacía sol. El día era gris y frío. El valle estaba cegado por un muro de ruedas de molino, peñascos y tierra: una tumba misteriosa. El muro cortaba el cauce del arroyo, pero aún se filtraba un poco de agua, que se esparcía por el suelo. La corona, el cetro y la esfera de Stephen estaban un poco más allá, en charcos de agua sucia. Él se levantó trabajosamente.
A lo lejos, una voz lo llamaba:
—¡Stephen! ¡Stephen!
Le pareció que era lady Pole.
—He desechado el nombre de mi servidumbre —dijo—. Ya no lo reconozco.
Recogió la corona, el cetro y la esfera y echó a andar.
No sabía adónde iba. Había matado al caballero y había permitido que el caballero matara a Vinculus. No podía volver a casa, si alguna vez fue aquella su casa. ¿Qué dirían un juez y un jurado ingleses de un negro dos veces asesino? Stephen había roto con Inglaterra e Inglaterra había roto con él. Siguió caminando.
Al cabo de un rato, le pareció que el paisaje ya no era tan inglés como antes. Los árboles que ahora lo rodeaban eran inmensos y muy viejos, con unas ramas tan gruesas como dos veces el cuerpo de un hombre y retorcidas en formas extrañas y fantásticas. Aunque era invierno y los rosales silvestres estaban desnudos, aún había alguna rosa, rojo sangre y blanco nieve.
Inglaterra quedaba lejos. No la añoraba. No miraba atrás. Siguió andando.
Llegó a una colina baja y larga, con una abertura en el centro que parecía más una boca que una puerta, pero no tenía aspecto siniestro. Había alguien en la parte de dentro, esperándolo. «Conozco este sitio —pensó Stephen—. ¡Si es Desesperanza! ¿Cómo es posible?»
No era sólo que la casa se hubiera convertido en una colina; todo parecía transformado. Ahora el bosque tenía un aire nuevo de frescura e inocencia. Los árboles ya no amenazaban al viajero. A través del encaje de sus ramas se transparentaba el pálido resplandor de un cielo de invierno sereno y diáfano. Aquí y allá brillaba la luz pura de una estrella, aunque Stephen ya no sabía si era del alba o de la tarde. Buscó con la mirada los esqueletos y las armaduras oxidadas, macabros testimonios del talante sanguinario del caballero, y vio con sorpresa que estaban por todas partes: debajo de sus pies, incrustados entre las raíces de los árboles enredados en el escaramujo y las zarzas, pero mucho más descompuestos de como él los recordaba, cubiertos de moho, corroídos por la herrumbre y convirtiéndose en polvo. Dentro de poco no quedaría nada ellos.
La figura que estaba en la puerta le era familiar, la había visto en los bailes y procesiones de Desesperanza. Pero también había cambiado; ahora sus facciones revelaban más claramente su condición de duende, había más brillo en sus ojos y sus cejas describían un arco más pronunciado. Tenía el pelo rizado como el vellón o como los helechos tiernos de la primavera, y una sombra de pelusa en la cara. Parecía más viejo y, al mismo tiempo, más inocente.
—¡Bienvenido! —gritó.
—¿Esto es realmente Desesperanza? —preguntó el que había sido Stephen Black.
—Sí, abuelo.
—No lo entiendo. Desesperanza era una gran mansión. Esto es… —El que había sido Stephen Black se interrumpió—. No encuentro la palabra.
—Es un brugh, abuelo. Es el mundo que está debajo de la colina. ¡Desesperanza está cambiando! El rey ha muerto. ¡Llega el nuevo rey! Y a su llegada, el mundo olvida sus penas. Los pecados del viejo rey se desvanecen como la bruma de la mañana. El mundo toma el carácter del nuevo rey. Sus virtudes llenan el bosque y el monte.
—¿El nuevo rey? —El que había sido Stephen Black se miró las manos. En una llevaba el cetro y en la otra la esfera.
El duende le sonreía, como preguntándose de qué se asombraba.
—Los cambios que has traído aquí exceden en mucho todo lo que hiciste en Inglaterra.
Pasaron a un gran salón. El nuevo rey se sentó en un viejo trono. Una multitud se congregó ante él. Reconocía algunas caras, otras eran nuevas para él, pero supuso que ello se debía a que antes no las veía como eran en realidad. Guardó silencio un rato.
—Esta casa está sucia y desordenada —dijo al fin—. Sus habitantes malgastaban los días en placeres ociosos y celebraciones de crueldades pasadas, cosas que no deberían recordarse y mucho menos celebrarse. Con frecuencia lo he visto y lo he lamentado. Son faltas que me propongo remediar[1].
En el momento en que se obró el hechizo, un viento huracanado sopló a través de Hurtfew. En la oscuridad, golpeaban puertas; cortinas negras ondeaban en habitaciones negras; papeles negros eran barridos de mesas negras y danzaban como locos. Una campana, que era de la antigua abadía y hacía tiempo que estaba olvidada, repicaba frenéticamente en una pequeña torre de los establos.
Aparecían visiones en los espejos, en las esferas de los relojes de la biblioteca y también en las ventanas, cuando el viento levantaba las cortinas. Imágenes tan fugaces que eran difíciles de reconocer. Al señor Norrell algunas le resultaban familiares: la rama de acebo convertida en cristal y rota en la biblioteca de Hanover Square; un cuervo que volaba por delante de la catedral de San Pablo, momentáneo trasunto del cuervo volante; la gran cama negra de la posada de Wansford. Pero otras eran totalmente nuevas para él: un árbol del espino; un hombre crucificado en un bosquecillo; un tosco muro de piedras en un valle estrecho; un frasco sin tapón que flotaba sobre una ola.
De pronto se desvanecieron todas las visiones menos una. Abarcaba una de las altas ventanas de la biblioteca, pero Norrell no podía adivinar lo que era. Parecía una gran piedra negra y perfectamente redonda, de un brillo casi increíble, montada en un delgado anillo de piedra tosca, incrustado en la ladera de una colina negra. Pensó en una ladera porque tenía cierto parecido con un páramo en el que se ha quemado el brezo, excepto que aquella ladera no tenía el negro de las cosas carbonizadas, sino el de la seda mojada o el cuero abrillantado. De pronto, la piedra hizo algo: se movió o giró. Fue un movimiento casi imperceptible de tan rápido, pero el mago tuvo la escalofriante sensación de que había parpadeado.
El viento cesó. La campana del establo dejó de sonar.
Norrell exhaló un largo suspiro de alivio. Strange estaba de pie con los brazos cruzados, mirando el suelo, ensimismado.
—¿Qué le ha parecido eso? —preguntó Norrell—. La última ha sido la peor de todas. Durante un momento he creído que era un ojo.
—Y era un ojo.
—Pero ¿de qué podía ser? De algún horror o monstruo. Muy inquietante.
—Era monstruoso —convino Strange—. Pero no como usted imagina. Era un ojo de cuervo.
—¡Un ojo de cuervo! ¡Si ocupaba toda la ventana!
—Sí. O era un cuervo inmensamente grande o…
—¿O…? —instó Norrell con voz ronca.
El otro soltó una carcajada breve y áspera.
—¡O nosotros éramos ridículamente pequeños! Qué agradable, ¿verdad?, vernos a nosotros mismos como nos ven los otros. Yo decía que quería que John Uskglass me mirara, y creo que por un instante lo ha hecho. O, si no él, uno de sus lugartenientes. Y en ese momento, usted y yo éramos más pequeños que un ojo de cuervo, y seguramente igual de insignificantes. A propósito de John Uskglass, supongo que no sabemos dónde está, ¿verdad?
Norrell se sentó ante la fuente de plata y se puso a trabajar. Al cabo de unos cinco minutos de paciente labor, dijo:
—No hay ni rastro de John Uskglass. Nada en absoluto. Pero he buscado a lady Pole y a la señora Strange. Lady Pole está en Yorkshire y la señora Strange en Italia. No queda ni sombra de ellas en Tierra de Duendes. ¡Las dos están totalmente libres del encantamiento!
Hubo un silencio. Strange se volvió de espaldas con brusquedad.
—Es bastante extraño —prosiguió Norrell, perplejo—. Hemos conseguido todo lo que nos habíamos propuesto, pero no sé cómo. Supongo que John Uskglass, simplemente, ha visto que algo estaba mal y alargó la mano para arreglarlo. Por desgracia, su amabilidad no llegó hasta el punto de liberarnos de la oscuridad. Esto continúa.
Hizo una pausa. ¡Así que ese sería su destino! ¡Un destino lleno de pavor, horror y desolación! Permaneció sentado pacientemente, esperando ser presa de alguna de esas terribles emociones, pero al fin tuvo que reconocer que no las sentía. En realidad, lo que más lo sorprendía era haber podido pasar tantos años en Londres, lejos de su biblioteca, a la disposición de ministros y almirantes. No se explicaba cómo había podido soportarlo.
—Me alegro de no haber reconocido el ojo del cuervo —dijo alegremente—, porque me parece que me hubiera asustado mucho.
—Desde luego —dijo Strange con voz ronca—. ¡En eso ha tenido suerte! Yo creo que me he curado del deseo de que me miren. De ahora en adelante, John Uskglass puede desentenderse de mí tanto como le apetezca.
—¡Oh, por supuesto! Creo, señor Strange, que debería usted tratar de desterrar esa costumbre de desear cosas. ¡Es peligrosa en un mago!
Inició un relato, largo y no demasiado interesante, acerca de un mago de Lancashire del siglo XIV que solía formular deseos vanos, con lo que causaba graves trastornos en el pueblo en que vivía, al convertir accidentalmente vacas en nubes, pucheros en barcos, y hacer que los vecinos del pueblo hablaran con colores en lugar de palabras, entre otras manifestaciones de una magia caótica.
Al principio, Strange apenas respondía o lo hacía al azar y con palabras incoherentes. Poco a poco, pareció que iba prestando más atención y empezó a hablar en su tono habitual.
Norrell tenía muchas dotes, pero la de leer en el corazón de los hombres y las mujeres no era una de ellas. Como Strange no decía nada acerca de la liberación de su esposa, el maestro dedujo que no debía de haberlo conmovido muy profundamente.