CUANDO Lucas y los demás salían de Hurtfew Abbey, Stephen estaba vistiéndose en su dormitorio del último piso de Harley Street.
Londres es una ciudad en la que abundan las extravagancias, pero de todos los lugares sorprendentes que contenía en aquel momento, el más extraordinario era sin duda el dormitorio de Stephen. Estaba lleno de objetos bellos, raros o prodigiosos. Si el gobierno o los caballeros que dirigían el Banco de Inglaterra hubieran podido conseguir el contenido del cuarto de Stephen, se habrían terminado sus preocupaciones. Habrían podido pagar la deuda de Gran Bretaña y construir Londres de nuevo con el resto. Gracias al caballero del pelo como el vilano del cardo, Stephen poseía joyas de los tesoros reales de quién sabe qué reinos y túnicas bordadas que habían pertenecido a papas coptos. En las macetas de la ventana no había flores, sino crucifijos de perlas y rubíes, piedras preciosas y medallas de órdenes militares extintas. Dentro del pequeño armario tenía un trozo de la capilla Sixtina y el fémur de un santo vasco. Detrás de la puerta, colgaba de una percha el sombrero de san Cristóbal, y una estatua de Lorenzo de Médicis en mármol (que hasta hacía poco se hallaba en Florencia, en la tumba del gran hombre) ocupaba la mayor parte del suelo.
Stephen estaba afeitándose ante un espejito puesto en equilibrio sobre la rodilla de Lorenzo de Médicis cuando a su lado apareció el caballero.
—¡El mago ha regresado a Inglaterra! —gritó—. ¡Lo he visto esta noche en los Caminos del Rey, envuelto en la oscuridad como en un manto místico! ¿Qué pretende ahora? ¿Qué puede estar tramando? ¡Oh, esto acabará conmigo! ¡Lo presiento! ¡Él me quiere mal!
Stephen sintió frío. Cuando estaba nervioso y alarmado, el caballero era más peligroso que nunca.
—¡Tenemos que matarlo, Stephen!
—¿Matarlo? ¡Oh, no, señor!
—¿Por qué no? Así nos libraríamos de él para siempre. Yo podría paralizarle los brazos, los ojos y la lengua con la magia, ¡y tú podrías clavarle un puñal en el corazón!
Stephen pensó con rapidez.
—Quizá su regreso no tenga nada que ver con usted, señor —apuntó—. Piense en todos los enemigos que él tiene en Inglaterra… enemigos humanos, quiero decir. Quizá haya vuelto para continuar peleando con alguno de ellos.
El caballero parecía dudar. Le era difícil seguir cualquier razonamiento que no incluyese una referencia a su persona.
—No me parece probable.
—¡Oh, pues sí! —aseguró Stephen, sintiendo que pisaba terreno más firme—. En los diarios y en las revistas de magia se han publicado cosas terribles sobre él. Se rumorea que mató a su esposa. Son muchos quienes lo creen. De no ser por su actual situación, ya lo habrían arrestado. Y no es un secreto que el autor de esas mentiras y medias verdades es el otro mago. Es probable que Strange haya vuelto para vengarse de su antiguo maestro.
El caballero lo miró fijamente y luego se echó a reír, tan contento como antes angustiado.
—¡No tenemos nada que temer, Stephen! —exclamó con entusiasmo—. ¡Los magos se han peleado y se odian! Y el uno sin el otro no son nada. ¡Cómo me alegra oír eso! ¡Qué feliz me siento de tenerte a mi lado para que me aconsejes! ¡Y hoy precisamente quiero hacerte un maravilloso regalo, algo que deseas desde hace tiempo!
—¿Sí, señor? —suspiró—. Será magnífico.
—De todos modos, tendríamos que matar a alguien —dijo el caballero, volviendo a su tema—. Esta mañana me he enfadado mucho, y alguien debe morir por ello. ¿Qué te parece el viejo mago? ¡Oh, espera! No; el joven se alegraría y yo no quiero que ocurra tal cosa. ¿Y el marido de Lady Pole? Es alto y soberbio y te trata como a un criado.
—Es que soy un criado, señor.
—¡O el rey de Inglaterra! ¡Sí; es una idea excelente! Vamos a buscarlo enseguida. ¡Tú lo matas y entonces podrás reinar en su lugar! ¿Tienes la esfera, la corona y el cetro que te di?
—Es que las leyes de Gran Bretaña no permiten…
—¡Las leyes de Gran Bretaña! ¡Buff! ¡Qué tontería! Creía que ahora habrías comprendido que las leyes de Gran Bretaña no son más que un compendio banal de los vanos deseos y sueños de la humanidad. Según las antiguas leyes por las que se rige mi raza, normalmente a un rey lo sucede la persona que lo mata.
—Pero ¿no recuerda, señor, cómo le gustó el anciano caballero?
—Hum, es verdad. Pero en un asunto de tanta importancia estoy dispuesto a dejar de lado mis sentimientos personales. ¡Lo malo es que tenemos muchos enemigos, Stephen! ¡En Inglaterra hay mucha gente malvada! ¡Ya sé! Pediré a algunos de mis aliados que nos digan quién es nuestro mayor enemigo. Hemos de ser prudentes. Hemos de ser astutos. Hemos de formular las preguntas con exactitud[1] . Pediré al viento del norte y al amanecer que nos lleven inmediatamente a presencia de la persona de Inglaterra cuya existencia supone para nosotros la mayor amenaza. Así podremos darle muerte, quienquiera que sea. Observarás, Stephen, que si bien hago referencia a mi propia vida, considero que tu destino y el mío están unidos tan estrechamente que apenas hay diferencia entre nosotros. Quienquiera que sea un peligro para mí lo es también para ti. Ahora toma la corona, la esfera y el cetro y despídete de los que han sido los escenarios de tu esclavitud. Quizá nunca vuelvas a verlos.
—Pero…
Ya era tarde. El caballero levantó sus manos blancas y largas y las hizo girar en el aire.
Stephen esperaba ser transportado a presencia de uno u otro de los magos, o quizá de los dos, pero el caballero y él se encontraron de pronto en un vasto páramo vacío, cubierto por la nieve, y en el que seguía nevando. A un lado, el terreno se elevaba hacia un cielo bajo color pizarra; al otro lado, un borroso panorama se extendía hacia unas colinas blancas que se alzaban a lo lejos. En el desolado paisaje no había más que un solo árbol, un espino retorcido, que crecía no muy lejos de donde ellos se encontraban. Stephen pensó que aquel paraje se parecía a la región en que se levantaba Starecross Hall.
—Es muy extraño —dijo el caballero—. No veo a nadie. ¿Y tú?
—No, señor; a nadie —respondió con alivio—. Regresemos a Londres.
—No lo entiendo… ¡Ah, espera! ¡Ahí viene alguien!
A una media milla de distancia se divisaba un camino. Por él avanzaba, despacio, un carro tirado por un caballo. Al llegar al árbol del espino, el carro se detuvo, y de él se apeó una persona que empezó a andar hacia ellos con paso inseguro.
—¡Magnífico! —exclamó el caballero—. Ahora veremos quién es nuestro enemigo más pérfido y poderoso. ¡Ponte la corona, Stephen! ¡Que tiemble ante nuestro poder y majestad! ¡Excelente! ¡Levanta el cetro! ¡Sí! ¡Extiende la mano con la esfera! ¡Qué gallardo! ¡Qué regio! Ahora, como aún tenemos tiempo antes de que llegue… —añadió mirando a la figura que avanzaba trabajosamente por el páramo nevado—, voy a decirte algo. ¿Qué día es hoy?
—Quince de febrero, señor. San Antonio.
—¡Ja! ¡Qué santo más insípido! ¡Bien, en el futuro los ingleses tendrán algo mejor que conmemorar que la vida de un monje que protege de la lluvia a la gente y la ayuda a encontrar los dedales extraviados![2]
—¿Sí, señor? ¿Y qué será?
—¡La imposición de nombre a Stephen Black!
—¿Cómo dice, señor?
—¡Ya te dije que encontraría tu verdadero nombre!
—¿Sí? ¿Mi madre me puso un nombre, señor?
—En efecto. Fue todo como yo suponía… lo cual nada tiene de particular, ya que, en estas cosas, casi nunca me equivoco. Ella te dio un nombre en su propia lengua. Uno que ella, cuando era niña, solía oír a su gente. Te dio el nombre, pero no se lo dijo a nadie. Ni siquiera lo susurró en tu oído de recién nacido. No tuvo tiempo, porque la Muerte, sigilosamente, la sorprendió y se la llevó.
Stephen imaginó la escena: la oscura y húmeda bodega del barco, su madre, exhausta tras el parto, rodeada de personas desconocidas, él mismo recién nacido. ¿Hablaba ella siquiera la lengua de los que iban en el barco? Nunca lo sabría. ¡Qué sola debió de sentirse! En aquel momento, Stephen hubiera dado cualquier cosa por poder consolarla, pero todos los años de su vida los separaban. Sintió que crecía su resentimiento con los ingleses. Hacía apenas unos minutos, se esforzaba por disuadir al caballero de su intención de matar a Strange; pero ¿por qué tenía que importarle lo que le ocurriera a un inglés? ¿Lo que le ocurriera a toda aquella raza fría e insensible?
Con un suspiro desechó esos pensamientos, y advirtió que el caballero seguía hablando.
—… una historia de lo más edificante que demuestra a la perfección todas las cualidades que me han dado fama, a saber: abnegación, leal amistad, nobleza de intención, sensibilidad, ingenio y valentía.
—¿Cómo dice, señor?
—La historia del hallazgo de tu nombre, Stephen, que ahora voy a relatar. Debes saber que tu madre murió en la bodega de un barco, el Penlaw[3] , durante el viaje de Jamaica a Liverpool. Y después —agregó con indiferencia—, los marineros ingleses la desnudaron y arrojaron su cuerpo al mar.
—¡Oh! —jadeó Stephen.
—Como puedes suponer, esto dificultó mucho la tarea de recuperar tu nombre. Después de treinta o cuarenta años, de tu madre no quedaban más que cuatro cosas: los gritos del parto, que se habían incrustado en las tablas del barco; los huesos, que eran lo único que dejaron los peces tras devorar la carne y las entrañas…
—¡Oh! —exclamó Stephen otra vez.
—… su vestido de algodón rosa, que fue a manos de un marinero; y un beso que el capitán del barco le robó dos días antes. Observarás —añadió el caballero, que evidentemente gozaba con el relato— cuánta sagacidad y perspicacia he tenido que desplegar para seguir el rastro de sus vestigios hasta que conseguí recuperarlos y, de ese modo, adivinar tu glorioso nombre. El Penlaw siguió la travesía rumbo a Liverpool, donde el malvado abuelo del malvado esposo de lady Pole desembarcó con su criado, que llevaba en brazos a tu tierna persona. Durante su siguiente viaje, con destino a Leith, Escocia, el Penlaw naufragó durante una tempestad. Restos del casco fueron arrojados a las rocas de la costa, entre ellos, las tablas que contenían los gritos de tu madre. Un hombre muy pobre las recogió para construir con ellas el tejado y las paredes de su casa. Encontré la casa fácilmente. Estaba en un promontorio azotado por el viento, frente a un mar tempestuoso. En ella vivían varias generaciones de la familia de aquel hombre en la mayor pobreza y degradación. Ahora bien, Stephen, debes saber que la madera tiene un carácter rebelde y obstinado; no cuenta fácilmente lo que sabe, ni aun a sus amigos. Siempre ha sido más fácil tratar con las cenizas que con la madera en sí. Así pues, quemé la casa del hombre pobre, metí las cenizas en una botella y seguí mi camino.
—¡La quemó, señor! ¡Espero que nadie resultara lastimado!
—Bueno, algunos. Los hombres jóvenes y fuertes tuvieron tiempo de salir corriendo, pero los viejos y débiles, las mujeres y los niños murieron quemados.
—¡Oh!
—Después seguí la pista de los huesos. Como creo haber dicho ya, tu madre fue arrojada al océano, en el que, debido al movimiento de las aguas y la importuna acción de los peces, se convirtió en huesos, y los huesos, en polvo, que pronto fue transformado por un lecho de ostras en varios puñados de bellas perlas. Con el tiempo, las perlas fueron pescadas y vendidas a un joyero de París, que confeccionó con ellas un collar de cinco hilos perfectos, el cual vendió a una bella condesa. Siete años después, la condesa fue guillotinada, y sus joyas, trajes y efectos personales fueron a parar a manos de un oficial de la Revolución, un mal hombre que hasta hace muy poco fue alcalde de una pequeña ciudad del valle del Loira. Por la noche, cuando todos sus criados se habían acostado, aquel hombre se encerraba en su habitación, se ponía las joyas y las finas prendas y trajes de la condesa, y se paseaba delante de un gran espejo. Allí lo encontré una noche, con un aspecto muy ridículo, por supuesto. Lo estrangulé inmediatamente, con el collar.
—¡Oh!
—Dejé caer al suelo el estrafalario cadáver y me fui con las perlas. Después concentré mi atención en el bonito vestido rosa de tu madre. El marinero que se había quedado con él lo guardó durante un año o dos, hasta que un día, encontrándose en una aldea fría y miserable de la costa este de Norteamérica llamada Piper’s Grave, se lo regaló a una mujer alta y delgada para impresionarla. El vestido no le sentaba bien (tu madre, Stephen, tenía una figura llena y femenina), pero a la mujer le gustaba el color y lo cortó a trocitos, que utilizó, con otros retales, en la confección de una colcha. El resto de la historia de esta mujer carece de interés: se casó varias veces y fue enterrando a todos sus maridos, y cuando la encontré ya era una vieja arrugada. Le quité la colcha mientras dormía.
—Pero no la mató, ¿verdad, señor? —preguntó Stephen con ansiedad.
—No, Stephen, ¿por qué iba a matarla? Pero era una noche muy fría, había cuatro pies de nieve y rugía el viento del norte. Quizá muriera de frío. Por fin llegamos al beso y al capitán que lo robó.
—¿A él lo mató, señor?
—No, Stephen; aunque lo habría hecho para castigarlo por el insulto que infligió a tu estimada madre, pero lo ahorcaron en la ciudad de Valletta hace veintinueve años. Afortunadamente, antes de morir aquel hombre había besado a otras muchas mujeres, y la virtud y el poder del beso de tu madre habían sido transmitidos a ellas. Así pues, no tuve más que buscarlas y extraer lo que quedaba del beso de tu madre.
—¿Y cómo lo hizo, señor? —preguntó Stephen, aunque temía saber ya la respuesta.
—Oh, es fácil, una vez que la mujer ha muerto.
—Cuántas muertes, sólo para averiguar mi nombre —suspiró.
—Y con gusto hubiera matado al doble… no, a cien veces… a cien mil veces más, por el amor que te tengo, Stephen. Con las cenizas que eran sus gritos, las perlas que eran sus huesos, la colcha que era su vestido y la mágica esencia de su beso, pude adivinar tu nombre, que yo, tu verdadero amigo y noble benefactor, voy a… ¡Oh, pero ahí viene nuestro enemigo! En cuanto lo matemos, te daré tu nombre. ¡Pero ten cuidado, Stephen! Es posible que haya un combate mágico. Quizá deba tomar formas diferentes: basilisco, calavera y huesos ensangrentados, lluvia de fuego, etcétera. ¡Quizá desees apartarte un poco!
El desconocido se acercaba. Era muy flaco y tenía la cara afilada y torva, de ave de rapiña. La chaqueta y la camisa que llevaba estaban hechas jirones y las botas, rotas y agujereadas.
—¡Vaya! —dijo el caballero tras un momento—. ¡Sí que me sorprende! ¿Tú has visto alguna vez a esta persona, Stephen?
—Sí, señor. Confieso que sí. Es el hombre del que le hablé. El que tiene la piel marcada. El que me dijo la profecía. Se llama Vinculus.
—¡Buenos días, rey! —le dijo Vinculus a Stephen—. ¿No te había dicho que se acercaba la hora? ¡Pues ya ha llegado! ¡La lluvia te hará una puerta y tú entrarás por ella! ¡Las piedras te harán un trono y tú te sentarás en él! —Lo contemplaba con una satisfacción misteriosa, como si la corona, la esfera y el cetro fueran obra suya.
Stephen le dijo al caballero:
—Quizá los seres venerables a los que ha apelado se hayan equivocado, señor. Quizá nos han traído a otra persona.
—Es lo más probable —asintió—. Este vagabundo no parece una amenaza para nadie. Y para mí, mucho menos. Pero ya que el viento del norte y el amanecer se han tomado la molestia de enviárnoslo, sería una descortesía no matarlo.
Vinculus, extrañamente desinteresado, dijo riendo:
—¡Prueba si puedes, duende! ¡Verás que soy duro de matar!
—¿Hablas en serio? Porque te confiaré que tengo la impresión de que ha de ser muy fácil para mí. Y es que soy muy diestro en matar. He aniquilado dragones, ahogado ejércitos y convencido a terremotos y tempestades para que devoraran ciudades. Tú eres un hombre. Tú estas solo, como todos los hombres. Yo estoy acompañado de antiguos amigos y aliados. ¿Qué puedes oponer a eso, rufián?
Vinculus adelantó el mentón con gesto de vivo desdén.
—¡Un libro! —dijo.
Fue una respuesta extraña. Stephen no pudo evitar pensar que si Vinculus tenía realmente un libro, haría bien en venderlo para comprarse otra chaqueta.
El caballero volvió la cara y se quedó mirando con súbita intensidad una franja lejana de colinas blancas.
—¡Oh! —exclamó con violencia, como si lo hubieran golpeado—. ¡Oh! ¡Me la han robado! ¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Ingleses ladrones!
—¿A quién, señor?
—¡A lady Pole! ¡Alguien ha roto el encantamiento!
—¡Es la magia inglesa, duende! —gritó Vinculus—. ¡Es la magia de los ingleses, que vuelve!
—¡Ya ves qué insolencia, Stephen! —gritó el caballero, girándose para lanzarle a Vinculus una mirada de furor—. ¡Ya ves qué perfidia la de nuestros enemigos! ¡Stephen, tráeme una cuerda!
—¿Una cuerda, señor? Estoy seguro de que no hay una cuerda en millas a la redonda. ¿No sería mejor que usted y yo…?
—¡No hay cuerda, duende! —se mofó Vinculus.
Pero algo sucedía en el aire, encima de sus cabezas. Las líneas que trazaba el aguanieve formaban bucles que se entrelazaban y serpenteaban por el cielo en dirección a Stephen, que de improviso se encontró con una robusta cuerda entre las manos.
—¡Ahí tienes! —gritó el caballero triunfalmente—. ¡Stephen, mira, un árbol! En medio de toda esta desolación, un solo árbol, y justo donde lo necesitamos. Inglaterra ha sido siempre una buena amiga para mí. Siempre me ha servido bien. ¡Pasa la soga por encima de una rama y ahorquemos a este rufián!
Stephen titubeaba, sin saber cómo evitar ese nuevo desastre. La cuerda que tenía en la mano pareció impacientarse; se escapó de un brinco y se dividió en dos trozos; uno reptó hasta Vinculus y lo ató con firmeza y el otro, con rápida contorsión, formó un perfecto nudo corredizo, saltó al árbol y se colgó limpiamente de una rama. El caballero estaba alborozado; la perspectiva de un ahorcamiento lo ponía de buen humor.
—¿Sabes bailar, rufián? —le preguntó a Vinculus—. Yo te enseñaré pasos nuevos.
Todo adquirió aires de pesadilla. Las cosas sucedían de prisa, con fluidez, y Stephen no encontraba ni el momento en el que intervenir ni las palabras que decir. El propio Vinculus se comportó de forma muy extraña durante todo el proceso de su ejecución. En ningún momento pareció comprender lo que le ocurría. No dijo ni una palabra más, aunque sí profería exclamaciones de impaciencia, como si estuvieran causándole una enojosa molestia.
Sin esfuerzo aparente, el caballero agarró a Vinculus y lo puso debajo del lazo. El nudo rodeó el cuello de Vinculus y tiró de él con brusquedad, levantándolo en el aire: al mismo tiempo, la otra cuerda se soltó y se enrolló pulcramente en el suelo.
Vinculus pataleaba en el aire y su cuerpo se convulsionaba y giraba. A pesar de que se había jactado de ser duro de matar, el cuello se le rompió enseguida: el crujido seco se oyó claramente en el páramo desierto. Dos o tres espasmos más y se acabó.
Stephen, olvidando que había decidido odiar a todos los ingleses, se cubrió la cara con las manos y lloró.
El caballero bailaba canturreando entre dientes, como hacen los niños cuando están muy contentos. Luego dijo en tono natural:
—Vaya, ha sido un poco decepcionante. No se ha resistido en absoluto. Me gustaría saber quién era.
—Se lo he dicho, señor —dijo Stephen enjugándose las lágrimas—. Era el hombre que me reveló la profecía. Tenía extrañas marcas en el cuerpo. Como una escritura.
El caballero le arrancó a Vinculus la chaqueta, la camisa y la corbata.
—Sí; ahí está —dijo con una ligera sorpresa. Rascó con la uña un pequeño círculo que Vinculus tenía en el hombro derecho, como tratando de desprenderlo. Al ver que no se despegaba, perdió el interés—. ¡Bien, ahora iremos a hechizar a lady Pole!
—¿Hechizarla, señor? ¿Para qué?
—Ah, pues para que se muera dentro de un mes o dos. Aparte de otras consideraciones, así lo exige la tradición. Es muy raro que a la persona que es liberada de un encantamiento se le permita vivir mucho, ¡y más si la había encantado yo! Lady Pole no está lejos de aquí, y hemos de enseñar a esos magos que no se nos puede desafiar impunemente. ¡Vamos, Stephen!