Eran tiempos difíciles para un ministro.
La guerra iba de mal en peor y todos detestaban al gobierno. A cada nueva catástrofe que llegaba a conocimiento del pueblo, quizá se atribuía una pequeña parte de responsabilidad a tal o cual persona, pero en general todos coincidían en culpar a los ministros, y ellos, los pobres, no tenían a quien culpar más que a los anteriores ministros, y eso hacían con creciente frecuencia.
No era que los ministros fuesen torpes; al contrario, algunos eran hombres brillantes. Tampoco eran malas personas, en general; la mayoría tenían una vida doméstica intachable y eran amantes de los niños, la música, los perros y la pintura paisajística. No obstante, el gobierno era tan impopular que, de no ser por los sutiles discursos del ministro de Asuntos Exteriores, habría sido casi imposible lograr que la Cámara de los Comunes aprobara medida alguna.
El ministro de Exteriores era un orador excepcional. Por baja que fuese la estima en que se tuviera al gobierno, cuando él se levantaba para hablar… ¡ah, qué distintas parecían las cosas entonces! Qué pronto se descubría que todos los males eran culpa de la administración anterior (un funesto equipo de hombres en el que la estupidez general se combinaba con unos propósitos abyectos). Acerca del actual gabinete, el ministro de Exteriores decía que, desde la Antigüedad, el mundo no había conocido caballeros tan íntegros, tan incomprendidos y tan vilipendiados por sus enemigos. Eran todos tan sabios como Salomón, tan nobles como César y tan valientes como Marco Antonio, y no había en el mundo persona alguna que, en honradez, se pareciera a Sócrates tanto como el ministro de Economía. Pero, a pesar de tantas virtudes y tanto talento, ninguno de los planes de los ministros para derrotar a los franceses prosperaba, y hasta su misma sagacidad se volvía contra ellos. Los terratenientes que leían en sus periódicos los discursos de tal o cual ministro refunfuñaban que no se podía negar que fuera listo, pero esa idea no los tranquilizaba. Tenían la sospecha de que, en cierto modo, la sagacidad era una cualidad poco inglesa. Esa vivacidad brillante e imprevisible era propia, sobre todo, del emperador Napoleón Buonaparte, archienemigo de Inglaterra; así pues, la sagacidad no tenía la aprobación de los terratenientes.
Sir Walter Pole contaba cuarenta y dos años y, lamento decirlo, era tan sagaz como cualquiera de sus compañeros de gabinete. En uno u otro momento, se había peleado con la mayoría de los grandes políticos de la época, y en una ocasión, estando ambos muy borrachos, Richard Brinsley Sheridan le había golpeado en la cabeza con una botella de madeira. Después Sheridan le diría al duque de York: «Pole aceptó mis disculpas de modo cortés y caballeroso. Afortunadamente, es un hombre tan feo que una cicatriz más o menos no importa».
En mi opinión, tan feo no era. Cierto, todas sus facciones eran horribles, tenía una cara muy larga, un cincuenta por ciento más larga que cualquier otra cara, una gran nariz muy puntiaguda, unos ojos vivos y oscuros como dos trozos de carbón, y unas cejas gruesas y cortitas, como dos peces diminutos que nadaran valerosamente en el gran mar de aquel rostro. No obstante, todas estas partes, que aisladamente eran feas, componían un conjunto bastante agradable. Si vieras aquella cara en reposo (impregnada de altivez y no poca melancolía), podrías imaginar que siempre había de tener ese aspecto, que no podía existir cara menos apta para expresar sentimientos. Y estarías muy equivocado.
Ninguna expresión más característica de sir Walter Pole que la de la sorpresa. Los ojos se le agrandaban, las cejas le subían media pulgada, echaba el cuerpo atrás con un movimiento brusco y parecía el calco de un personaje de los grabados de Rowlandson o Gillray. En la vida pública, la sorpresa era para sir Walter un recurso infalible. «¡Vaya! —exclamaba—. ¡No querrá usted decir que…!» Y siempre que el caballero tan incauto para haber sugerido «…» en presencia de sir Walter no fuera amigo tuyo, o fueses una persona maliciosa que goza viendo a un mentecato burlado por un zorro, la escena te divertiría. Cuando sir Walter derrochaba su malicioso ingenio, era mejor que una comedia de Drury Lane. Los caballeros menos elocuentes de ambas Cámaras quedaban desconcertados y procuraban rehuirlo. (El viejo lord Tal agita el bastón hacia sir Walter, que cruza con paso rápido el corredor de piedra que comunica la Cámara de los Comunes con la Guardia Montada, y le grita por encima del hombro: «¡No quiero hablar con usted, señor! ¡Usted tergiversa mis palabras! ¡Pone en mi boca cosas que nunca he dicho!»)
En cierta ocasión, durante un discurso pronunciado ante una muchedumbre en la City, sir Walter hizo un símil memorable al comparar Inglaterra y sus políticos con una joven huérfana puesta bajo la tutela de un hatajo de viejos libidinosos y avaros. Esos canallas, en lugar de ofrecer a la muchacha protección frente al mundo malvado, le robaban la herencia y le saqueaban la casa. Y si al auditorio se le escapaban algunas palabras del discurso (muestra de la esmerada educación en los clásicos del orador), no importaba. Todos eran capaces de imaginar a la pobre jovencita, de pie en la cama y en enaguas, mientras los principales políticos whigs del momento le vaciaban los armarios y vendían sus pertenencias al trapero. Y todos los jóvenes caballeros se sentían virtuosamente indignados por aquella imagen.
Sir Walter tenía un carácter generoso y con frecuencia daba muestras de buen corazón. En cierta ocasión dijo que esperaba que todos sus enemigos tuvieran motivos para temerlo, y sus amigos para amarlo, y me parece que, en general, así era. Su jovialidad, afabilidad, inteligencia y el lugar preeminente que ocupaba en el mundo eran cualidades tanto más admirables por cuanto las conservaba frente a unos problemas que sin duda hubieran derrotado a un hombre menos enérgico. Sir Walter tenía apuros económicos. No es sólo que careciera de dinero. La pobreza es una cosa y las deudas de sir Walter eran otra peor. ¡Penosa situación! Y más amarga porque, ciertamente, él no era el culpable, ya que nunca fue derrochador ni, desde luego, irresponsable, pero era hijo de un imprudente y nieto de otro imprudente. Sir Walter había nacido endeudado. De haber sido otra clase de hombre, la situación habría tenido remedio. De haber sentido vocación por la Armada, habría hecho fortuna con los barcos capturados; de haber amado la agricultura, habría mejorado sus tierras y ganado dinero con el maíz. Incluso de haber sido ministro cincuenta años antes, habría prestado dinero del Tesoro al veinte por ciento y se habría embolsado los beneficios. Pero ¿qué podía hacer un político moderno? Probablemente, gastar dinero más que ganarlo.
Hacía varios años, sus amigos del gobierno le habían conseguido el cargo de secretario general de la Oficina de Súplicas, con derecho a un sombrero especial, una pequeña pieza de marfil y setecientas libras al año. El cargo no conllevaba deberes, ya que nadie recordaba cuál era la función de la Oficina de Súplicas ni para qué servía la pieza de marfil. Pero los amigos de sir Walter cayeron y los nuevos ministros se mostraron dispuestos a suprimir las sinecuras, y entre las muchas oficinas y cargos que se podaron del árbol gubernamental estaba la Oficina de Súplicas.
En la primavera de 1807 parecía que la carrera política de sir Walter había llegado a su fin (las últimas elecciones le habían costado casi dos mil libras). Sus amistades estaban desoladas. Una de ellas, lady Winsell, conoció en Bath, durante un concierto de música italiana, a una tal señora Wintertowne, viuda, que se encontraba en aquella ciudad balneario acompañada de su hija. Una semana después, lady Winsell le escribía a sir Walter: «Es exactamente lo que siempre había deseado para usted. La madre es muy amante de las grandes bodas y no pondrá dificultades. Y si las pone, confío en que usted, con su simpatía personal, sabrá superarlas. Y en cuanto al dinero, mi querido amigo, cuando oí la cantidad que recibirá la joven, se me saltaron las lágrimas. ¿Qué le parecerían mil libras al año? Y de la muchacha no digo nada; cuando usted la vea, seguro que me hará de ella más elogios de los que yo podría hacerle a usted».
A las tres de la tarde del mismo día en que Drawlight asistía al recital de la dama italiana, Lucas, el lacayo de Norrell, llamó a la puerta de una casa de Brunswick Square a la que había sido convocado su amo para entrevistarse con sir Walter. El señor Norrell fue admitido en la casa y conducido a un bello salón del primer piso.
Adornaban las paredes unos cuadros gigantescos, en marcos dorados muy trabajados, que representaban la ciudad de Venecia, pero el día estaba gris y borrascoso, y Venecia —ciudad formada a partes iguales por mármol soleado y mar soleado— estaba sumida en la penumbra londinense. Sus azules aguamarina, sus blancos de nube y sus dorados refulgentes estaban cubiertos por el velo entre gris y verde del mundo subacuático. De vez en cuando, una ráfaga de viento lanzaba contra la ventana una lluvia menuda y desabrida (sonido triste), y a la luz gris las pulidas superficies de los chiffoniers de tulipero y los escritorios de nogal eran como espejos negros que intercambiaran oscuros reflejos. A pesar de su riqueza, la habitación era poco acogedora; no había velas que disiparan la penumbra ni fuego que diese un poco de calor. Era como si administrara la casa una persona que gozaba de una vista excelente y no sentía el frío.
Sir Walter Pole se levantó para recibir al señor Norrell y rogó que le concediera el honor de presentarle a la señora Wintertowne y a su hija, la señorita Wintertowne. Aunque habló de dos damas, Norrell no vio más que a una señora mayor, de aspecto mayestático y autoritario. Eso lo desconcertó, y pensó que sir Walter debía de estar equivocado; sin embargo, le pareció una descortesía contradecirlo nada más llegar. Confuso, hizo una reverencia ante la dama autoritaria.
—Celebro conocerlo, caballero —dijo sir Walter—. He oído hablar mucho de usted. Parece que en Londres no se habla más que del extraordinario señor Norrell. —Volviéndose hacia la mujer, agregó—: El señor Norrell es mago, señora, y persona que goza de gran renombre en su condado natal de Yorkshire.
La dama autoritaria lo miró sin pestañear.
—No es usted como lo imaginaba —observó sir Walter—. Me dijeron que era un mago práctico (no se ofenda, caballero, eso me dijeron), y no le ocultaré que me alivia comprobar que no es así. Londres está invadido por pseudohechiceros que le sacan el dinero a la gente prometiéndole las cosas más increíbles. ¿Ha visto a Vinculus? ¿Ese que tiene una barraca frente a San Cristóbal? Es el peor. Usted debe de ser un teórico de la magia, imagino. —Sonrió animosamente—. Pero me han dicho que desea usted pedirme algo.
Norrell dijo que, sintiéndolo mucho, él era en efecto un mago práctico, ante lo que el ministro pareció sorprendido, y agregó que confiaba en que esa afirmación no le hiciera desmerecer a sus ojos.
—No, no. Nada de eso —murmuró sir Walter cortésmente.
—Esa falsa perspectiva desde la que mucha gente contempla la situación, y me refiero a la idea de que todo aquel que practica la magia ha de ser un charlatán, es fruto de la lamentable ociosidad en que han caído los magos ingleses durante los doscientos últimos años. Yo realicé un pequeño hechizo, que los habitantes de York tuvieron la amabilidad de considerar asombroso, y debo decir, que cualquier mago de modesto talento habría podido hacer otro tanto. Este letargo general ha privado a nuestra gran nación de la que fuera su mejor defensa y nos ha dejado inermes. Yo confío en poder suplir esta deficiencia. Otros magos podrán descuidar su deber, pero yo no puedo. Sir Walter, vengo a ofrecerle mi ayuda para superar nuestras dificultades actuales.
—¿Nuestras dificultades actuales? ¿Se refiere a la guerra? —preguntó, abriendo mucho sus ojillos negros—. ¡Mi querido señor Norrell! ¿Qué tiene que ver la guerra con la magia? ¿O la magia con la guerra? Creo estar bien informado de lo que hizo usted en York, y supongo que las amas de casa se sintieron agradecidas, pero no veo cómo podríamos aplicar esa magia a la guerra. Los soldados se ensucian mucho, cierto, pero usted comprenderá que tienen otras cosas en que pensar —agregó sonriendo.
¡Pobre señor Norrell! Él no conocía el relato de Drawlight de cómo los duendes habían lavado la ropa de la gente, y se quedó estupefacto. Aseguró que él nunca había lavado ropa —ni por arte de magia ni por otro medio cualquiera— y explicó lo que había hecho en realidad. Pero, por curioso que resulte, aunque podía realizar los más asombrosos prodigios, no era capaz de describirlos más que con su aridez habitual, de manera que sir Walter recibió la impresión de que el espectáculo de medio millar de figuras de piedra de la catedral de York hablando todas a la vez debió de ser bastante aburrido, y que perdérselo había sido una suerte para él.
—Vaya —dijo—, sí que es interesante. Pero sigo sin ver cómo…
Entonces alguien se puso a toser, y al oír la tos, sir Walter dejó de hablar, como para escucharla.
Norrell miró en derredor. En el rincón más apartado y sombrío de la habitación, echada en un sofá, estaba una muchacha vestida de blanco, con un chal blanco bien ceñido al cuerpo. Permanecía inmóvil y sostenía con una mano un pañuelo sobre la boca. La postura, la inmovilidad, todo en ella hablaba de dolor y debilidad.
Tan seguro había estado Norrell de que en el rincón no había nadie que aquella repentina aparición casi lo sobresaltó, como si se debiera al conjuro mágico de otra persona. Mientras observaba a la joven, ella sufrió un acceso de tos que se prolongó unos momentos, durante los cuales sir Walter dio señales de incomodidad. No miró a la joven (a pesar de que no dejaba de pasear la vista por toda la habitación). Levantó un adorno dorado de la mesita que tenía al lado, lo giró, lo examinó por debajo y volvió a dejarlo. Finalmente, tosió; fue más bien un rápido carraspeo, como para dar a entender que todo el mundo tose, que la tos es lo más natural del mundo y que nunca, en ninguna circunstancia, puede ser causa de alarma. Al fin, la joven del sofá paró de toser y se quedó muy quieta y en silencio, aunque parecía respirar con fatiga.
Norrell deslizó su mirada de la joven al cuadro grande y sombrío que colgaba sobre ella, mientras trataba de recordar de qué estaban hablando.
—Es un matrimonio —dijo la dama autoritaria.
—¿Perdón, señora?
Pero la mujer se limitó a señalar la pintura con un movimiento de la cabeza, mientras obsequiaba a Norrell con una augusta sonrisa.
El cuadro que colgaba sobre la joven era una vista de Venecia, como todos los demás de la habitación. Las ciudades inglesas, en su mayoría, están construidas sobre colinas, sus calles suben y bajan, y en aquel momento Norrell pensó que Venecia, por estar construida sobre el mar, debía de ser la ciudad más llana, además de la más extraña, del mundo. Era la horizontalidad lo que hacía que el cuadro pareciera, ante todo, un ejercicio de perspectiva; estatuas, columnas, cúpulas, palacios y catedrales se extendían hasta unirse a un cielo vasto y melancólico, mientras el mar que lamía los muros de los edificios estaba poblado de naves profusamente torneadas y doradas, y de aquellas extrañas embarcaciones venecianas negras que tanto se semejan a los zapatitos de luto de las señoras.
—Representa el matrimonio simbólico de Venecia con el Adriático —explicó la dama (que ahora hemos de suponer que no era otra que la señora Wintertowne)—, una curiosa ceremonia italiana. Los cuadros que puede ver en esta habitación los adquirió el difunto señor Wintertowne durante sus viajes por el continente, y fueron el regalo de boda que me hizo cuando nos casamos. En aquel entonces, el pintor, un italiano, era totalmente desconocido en Inglaterra. Después, alentado por el mecenazgo que le otorgaba mi esposo, se instaló en Londres.
Su manera de hablar era tan solemne como su persona. Después de cada frase hacía una pausa, con objeto de dar a Norrell tiempo de impresionarse por la información.
—Y cuando se case mi querida Emma —prosiguió—, estos cuadros serán mi regalo de boda para ella y sir Walter.
Norrell preguntó si la señorita Wintertowne y sir Walter se casarían pronto.
—Dentro de diez días —anunció la mujer, triunfal.
Él les expresó su felicitación.
—¿Usted es mago, caballero? —continuó la mujer—. Lo deploro. Es una profesión que me causa especial desagrado. —Y lo miró fijamente, como si pudiera bastar su desaprobación para que él renunciara de inmediato a la magia y adoptara otra ocupación. En vista de que no fue así, ella le dijo entonces a su futuro yerno—: Mi madrastra, sir Walter, depositó mucha confianza en un mago. Cuando mi padre murió, aquel hombre estaba siempre en nuestra casa. Entrabas en una habitación que creías vacía y te lo encontrabas en un rincón, medio escondido detrás de una cortina. O dormido en el sofá, con las sucias botas puestas. Era hijo de un curtidor y en todo lo que hacía se notaba su baja extracción. Llevaba el pelo sucio y largo y tenía cara de perro, pero se sentaba a nuestra mesa como si fuera un caballero. Mi madrastra se lo consultaba todo y durante siete años él gobernó por completo nuestras vidas.
—¿Y no se tomaba en consideración su opinión, señora? —preguntó sir Walter—. Eso me sorprende.
La señora Wintertowne se rio.
—Cuando aquello empezó, yo tenía ocho o nueve años. El hombre se llamaba Dreamditch y nos decía sin cesar lo feliz que le hacía ser amigo nuestro, a pesar de que mi hermano y yo le asegurábamos, con la misma constancia, que nosotros no éramos amigos suyos. Pero entonces él sólo nos miraba y sonreía, como el perro que ha aprendido a sonreír y no sabe parar. No obstante, sir Walter, en muchos aspectos mi madrastra era una mujer excelente. Mi padre la tenía en tan alta estima que le dejó seiscientas libras al año y la custodia de sus tres hijos. Su único fallo era dudar tontamente de su propia valía. Mi padre creía que, en entendimiento y discernimiento entre bien y mal, y en otras muchas cosas, las mujeres son iguales a los hombres, y yo soy de su misma opinión. Mi madrastra nunca debió acobardarse ante sus responsabilidades. Yo, cuando el señor Wintertowne murió, no me acobardé.
—Evidentemente —murmuró sir Walter.
—Ella depositó toda su confianza en el mago Dreamditch —prosiguió—. Pero él no sabía nada de magia y, por tanto, tenía que inventársela. Establecía unas normas para mi hermano, mi hermana y yo que, según aseguraba a mi madrastra, nos protegerían de todo peligro. Llevábamos una cinta púrpura bien ceñida al pecho. En nuestras habitaciones se ponía la mesa para seis, nosotros tres y el espíritu que, decía Dreamditch, velaba por cada uno de nosotros. Y nos dijo sus nombres. ¿Cuáles diría que eran, sir Walter?
—No tengo ni la más remota idea, señora.
Ella se echó a reír.
—Reina de los Prados, Colibrí y Margarita. Mi hermano, que tenía un carácter independiente como el mío, solía decir delante de nuestra madrastra: «¡Maldita Reina de los Prados! ¡Maldito Colibrí! ¡Maldita Margarita!» Y ella, pobre infeliz, le suplicaba lastimosamente que callara. Aquellos espíritus guardianes no nos hicieron ningún bien. Mi hermana cayó enferma. Muchas veces, al entrar en su cuarto, me encontraba allí a Dreamditch, acariciándole las pálidas mejillas o la mano inerte con sus largas y sucias uñas amarillas. Casi lloraba, el muy estúpido. De haber podido, la habría salvado. Él hacía hechizos, pero ella murió. Una niña preciosa, sir Walter. Durante años odié al mago de mi madrastra. Durante años lo creí un malvado, pero al final comprendí que no era más que un pobre idiota.
Sir Walter se giró en su asiento.
—¿Señorita Wintertowne? Disculpe, no he oído lo que ha dicho.
—¡Emma! ¿Qué sucede? —exclamó la señora Wintertowne.
Se oyó un leve suspiro en el rincón del sofá. Luego, una voz serena y clara dijo:
—Decía, mamá, que estás equivocada.
—¿Sí, tesoro? —La señora Wintertowne, que tenía un carácter enérgico y hacía prevalecer sus opiniones del mismo modo que Moisés imponía los Mandamientos, no pareció ofenderse ni un ápice cuando su hija la contradijo. Es más, casi dio la impresión de que le agradaba.
—Desde luego que hemos de tener magos. ¿Quién, si no, podrá descifrarnos la historia de Inglaterra y, en particular, la de sus tierras del norte, de su Rey Negro del norte? Nuestros historiadores ordinarios no saben. —Hubo un breve silencio—. Me gusta la historia.
—No lo sabía —dijo sir Walter.
—¡Ah, sir Walter! —exclamó la señora Wintertowne—. Mi querida Emma no malgasta el tiempo con las novelas, como hacen otras chicas. Ha leído mucho; sabe más de biografías y poesía que cualquier otra joven que yo conozca.
—No obstante —dijo él, apoyándose en el respaldo de su sillón para volverse hacia su prometida—, confío en que también le gusten las novelas y que podamos leérnoslas el uno al otro. ¿Qué opina de la señora Radcliffe? ¿Y de madame D’Arblay?
Pero lo que opinase la señorita Wintertowne de aquellas distinguidas damas no llegó a saberlo sir Walter, porque la joven sufrió otro acceso de tos que la obligó a dedicar todas sus energías a levantarse del sofá, con evidente fatiga. Él se quedó esperando la respuesta unos momentos, pero cuando cedió la tos, ella volvió a echarse en el sofá con señales de dolor y agotamiento y cerró los ojos.
A Norrell lo sorprendía que a nadie se le ocurriera acudir en su ayuda. Se intuía en aquella habitación una especie de conspiración para negar que aquella pobre chica estuviese enferma. No le preguntaban si deseaba algo. No le sugerían que se metiera en la cama, cosa que él —que caía enfermo con frecuencia— consideraba lo más apropiado.
—Señor Norrell —dijo entonces sir Walter—, he de reconocer que no alcanzo a comprender cuál es esa ayuda que nos ofrece…
—Oh, en cuanto a detalles, yo sé tanto de táctica militar como los generales y almirantes puedan saber de magia. Sin embargo…
—… pero sea cual fuere —prosiguió sir Walter—, lamento decirle que no serviría. La magia no es respetable, caballero. No es… —buscó la palabra— seria. El gobierno no puede involucrarse en esas cosas. Incluso esta charla inocente que ahora mantenemos usted y yo nos causará cierto embarazo cuando la gente se entere de ella. Francamente, de haber comprendido mejor qué pensaba usted proponer, no habría accedido a recibirlo.
El tono en que dijo todo eso no dejaba de ser afable, pero ¡ay, pobre señor Norrell! Tener que oír que la magia no era seria fue un duro golpe. Verse equiparado a los Dreamditch y los Vinculus de este mundo lo anonadaba. En vano protestó que había meditado larga y profundamente sobre la manera de conseguir que la magia volviera a ser respetada; en vano se brindó a mostrarle una larga lista de recomendaciones para la reglamentación de la magia en Inglaterra. Sir Walter no deseaba verlas. Negó con la cabeza sonriendo y dijo tan sólo:
—Mucho me temo que no pueda hacer nada por usted, señor Norrell.
Aquella noche, cuando Drawlight acudió a la casa de Hanover Square, tuvo que oír cómo se lamentaba Norrell de ver frustradas sus esperanzas de conseguir para sus proyectos el respaldo de sir Walter Pole.
—¿Qué le había dicho yo? ¡Pobre señor Norrell! ¡Qué desagradables han sido con usted! Lo lamento profundamente. Pero no me sorprende lo más mínimo. Todos dicen que esas Wintertowne son unas orgullosas.
Siento tener que decir que había cierta duplicidad en el carácter del señor Drawlight, ya que no se sentía tan disgustado como trataba de aparentar. Aquel gesto de independencia del señor Norrell lo había incomodado y estaba decidido a darle una lección. Durante la semana siguiente asistieron únicamente a cenas de lo más anodino, y, sin llegar a disponer las cosas de manera que Norrell se encontrara sentado a la mesa de su zapatero o de la señora que limpiaba las estatuas de la abadía de Westminster, Drawlight procuró que sus anfitriones fueran personas de la menor influencia y distinción posibles. Pretendía con eso que Norrell entendiese que no eran sólo los Pole y los Wintertowne quienes le dejaban de lado, y que su único amigo verdadero era él, a fin de inducirlo a mostrarse un poco más complaciente en lo tocante a los pequeños trucos de magia que prometía a sus amistades desde hacía meses.
Esos eran los designios del más dilecto amigo del señor Norrell. Ahora bien, por desgracia para Drawlight, el mago estaba tan desmoralizado por la negativa de sir Walter que apenas reparó en la categoría de sus nuevos anfitriones, por lo que Drawlight no castigó a nadie más que a sí mismo.
Ahora que sir Walter estaba descartado, Norrell se convenció más que nunca de que aquel era exactamente el valedor que necesitaba. Sir Walter Pole, hombre jovial y enérgico, de trato afable y natural, poseía todas las cualidades de las que él carecía. Por consiguiente, dedujo que Pole habría podido lograr todo lo que se le negaría a él, y que los hombres influyentes del momento le habrían hecho caso.
—Si por lo menos me hubiera dejado hablar… —suspiró, una noche en que cenaba a solas con Drawlight—. Pero no supe encontrar palabras para convencerlo. Ahora me pesa no haberle pedido a usted o al señor Lascelles que me acompañaran. Los hombres de mundo prefieren que su interlocutor sea también un hombre de mundo. Ahora lo comprendo. Quizá debí hacer un pequeño acto de magia como demostración: convertir las tazas de té en conejos o las cucharillas en peces de colores. Así, al menos, me habría creído. Pero no sé si eso le hubiera gustado a la señora. ¿Usted qué opina?
Pero Drawlight, que empezaba a pensar que si una persona podía morir de aburrimiento, él expiraría antes de un cuarto de hora, descubrió que había perdido el ánimo hasta de hablar y no pudo más que esbozar una sonrisa mortecina.