EL doctor Greysteel dormía, y estaba soñando. En el sueño lo llamaban para pedirle algo. Él, deseoso de complacer a quienesquiera que fuesen, iba de un lado al otro buscándolos, no los encontraba y ellos seguían llamándolo. Al fin abrió los ojos.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
—Soy yo, señor. Frank, señor.
—¿Qué ocurre?
—Ha venido el señor Strange. Quiere hablar con usted, señor.
—¿Sucede algo malo?
—No lo ha dicho, señor. Pero me parece que sí.
—¿Dónde está, Frank?
—No quiere entrar, señor. No he podido convencerlo. Está fuera, señor.
El doctor Greysteel se sentó en la cama, bajó los pies y dio un respingo.
—¡Hace frío, Frank!
—Sí, señor.
Ayudó al doctor a ponerse la bata y las zapatillas. Cruzaron numerosas habitaciones oscuras y grandes extensiones de oscuros suelos de mármol. En el vestíbulo ardía una lámpara. Frank abrió las grandes puertas de hierro, tomó la lámpara y salió. Greysteel lo siguió.
Unas escaleras bajaban a la oscuridad. Sólo el olor a mar, el chapoteo del agua en la piedra y algún que otro leve parpadeo de luz en una oscuridad trémula indicaban que al pie de la escalera había un canal. Algunas casas de alrededor tenían lámparas en ventanas o balcones. Más allá, todo era silencio y oscuridad.
—¡Aquí no hay nadie! —gritó el doctor—. ¿Dónde está el señor Strange?
Por toda respuesta, Frank señaló a la derecha. Debajo de un puente apareció de pronto una luz, y a su resplandor el doctor Greysteel vio una góndola que esperaba. El gondoliero bogó hacia ellos. Al acercarse la embarcación, el doctor distinguió a un pasajero. A pesar de que Frank le había dicho quién era el visitante, tardó un momento en reconocerlo.
—¡Strange! —gritó—. Pero, por Dios, ¿qué ha pasado? ¡No lo conocía! Mi… mi… mi buen amigo. —Se le trababa la lengua mientras buscaba las palabras. Durante las últimas semanas, se había hecho a la idea de que, muy pronto, él y Strange tendrían una más estrecha relación—. ¡Entre en casa! ¡Frank, trae vino para el señor, pronto!
—¡No! —exclamó Strange con una voz ronca y desconocida. Le dijo al gondolero unas rápidas palabras. Su italiano era mucho más fluido que el de Greysteel, por lo que este no entendió lo que decía, pero el significado fue evidente cuando el gondolero empezó a alejar la embarcación—. ¡No puedo entrar! ¡No me pida eso!
—Está bien, pero dígame qué ocurre.
—¡Estoy maldito!
—¿Maldito? ¡No! No diga eso.
—Es cierto. Me he equivocado en todo. Le he dicho a este hombre que me aparte de su casa. Es peligroso que me acerque. ¡Doctor Greysteel! ¡Debe usted alejar a su hija!
—¡A Flora! ¿Por qué?
—¡Anda cerca alguien que la quiere mal!
—¡Santo Dios!
Strange abrió mucho los ojos.
—Es alguien que pretende condenarla a una vida de angustia. ¡Sometida a un mal espíritu! Prisionera de un cruel encantamiento dentro de unos muros de piedra y de tierra. ¡Perverso! ¡Perverso! O quizá no tan perverso después de todo, porque él no hace sino obedecer a su naturaleza. ¿Cómo podría evitarlo?
Ni el doctor Greysteel ni Frank entendían nada.
—Usted está enfermo, señor Strange —dijo el doctor—. Tiene fiebre. Entre en casa. Frank le preparará una bebida que lo calme y le disipe esos negros pensamientos. Venga, entre en casa. —Retrocedió un poco para que Strange pudiera desembarcar, pero este no se movió.
—Yo pensaba… —comenzó el mago, y se interrumpió. Hizo una pausa tan larga que parecía haber olvidado lo que iba a decir, pero entonces volvió a empezar—: Yo pensaba que Norrell me había mentido sólo a mí. Pero estaba equivocado. Completamente equivocado. Ha mentido a todo el mundo. Nos ha mentido a todos. —Luego le dijo algo al gondolero y la góndola se adentró en la oscuridad.
—¡Vuelva! ¡Vuelva aquí! —gritó Greysteel, pero la embarcación siguió alejándose. Miró fijamente la oscuridad, con la esperanza de que Strange reapareciera, pero no fue así.
—¿Quiere que vaya tras él, señor? —preguntó Frank.
—No sabemos adónde ha ido.
—Habrá ido a su casa, señor. Puedo seguirlo a pie.
—¿Y qué le dirás, Frank? Ahora no querrá escucharnos. No; entremos. Tenemos que pensar en Flora.
Pero una vez dentro, el doctor se detuvo, sin saber qué hacer. De repente aparentaba los años que tenía. Frank lo tomó del brazo y, con suavidad, lo hizo bajar una oscura escalera de piedra para llevarlo a la cocina.
Era una cocina muy pequeña para una casa tan grande. De día era un lugar húmedo y sombrío. Sólo había una ventana. Estaba en lo alto de la pared, casi a ras del agua, y tenía una robusta reja. Eso significaba que la mayor parte de la habitación quedaba por debajo del nivel del canal. A pesar de todo, después de aquel encuentro con Strange, les pareció cálida y acogedora. Frank encendió más velas y avivó el fuego. Luego llenó de agua la tetera para hacer té.
Greysteel, sentado en una modesta silla de cocina, contemplaba el fuego, ensimismado.
—Cuando ha dicho que alguien quería hacerle daño a Flora…
Frank asintió, como si supiera lo que venía a continuación.
—… no he podido evitar pensar que se refería a sí mismo, Frank. Teme hacerle daño y ha venido a avisarme.
—¡Eso es, señor! Ha venido a avisar. Lo que demuestra que en el fondo es un hombre bueno.
—Es un hombre bueno, sí. Pero algo ha ocurrido. Es esa magia. Eso debe de ser. Es una profesión extraña. Preferiría que fuera otra cosa: soldado, sacerdote, abogado… ¿Qué le diremos a Flora, Frank? Ella no querrá marcharse, puedes estar seguro. No querrá dejarlo. Especialmente ahora que… ahora que está enfermo. ¿Qué le digo? Debería irme con ella. Pero si me marcho, ¿quién se quedará en Venecia para cuidar del señor Strange?
—Usted y yo nos quedaremos para ayudar al mago, señor. Pero disponga que la señorita Flora se marche con su tía.
—Sí, Frank. ¡Eso es! ¡Eso haremos!
—Aunque debo decir, señor —agregó—, que la señorita Flora no necesita que cuiden de ella. No es como otras jóvenes. —Había vivido con los Greysteel el tiempo suficiente para contagiarse de la costumbre de la familia de ver en la joven una inteligencia y unas dotes excepcionales.
Considerando que, por el momento, ya habían hecho cuanto podían, ambos hombres volvieron a la cama.
Pero una cosa es trazar proyectos en plena noche y otra muy distinta realizarlos a la luz del día. Como el doctor Greysteel preveía, Flora se opuso en los términos más rotundos a la idea de alejarse de Venecia y de Jonathan Strange. No lo comprendía. ¿Por qué tenía que marcharse?
Porque él estaba enfermo, respondió su padre.
Mayor motivo para quedarse, replicó ella. El señor Strange necesitaría a alguien que lo cuidara.
El doctor trató de insinuar que la enfermedad de Strange era contagiosa, pero como por principio e inclinación era una persona honrada, mentía muy mal por falta de práctica, y Flora no lo creyó.
La tía Greysteel no entendía mejor que su sobrina aquel cambio de planes. El doctor, viendo que no podía hacer frente a la oposición conjunta de ambas mujeres, se vio obligado a revelar a su hermana, confidencialmente, lo ocurrido la noche anterior. Por desgracia, el buen doctor carecía de talento para transmitir emociones, y en su explicación no vibró el acento siniestro que tenían las palabras de Strange. Su hermana sólo entendió que el mago hablaba de forma incoherente, de lo que dedujo que estaba borracho. Ese estado, aunque muy lamentable, se daba con frecuencia entre caballeros, y no parecía razón suficiente para que toda la familia tuviera que marcharse a otra ciudad.
—Al fin y al cabo, Lancelot, yo te he visto a ti más que achispado por el vino. Aquella vez que cenábamos con el señor Sixsmith y te empeñaste en dar las buenas noches a todas las gallinas… Saliste al corral y las sacaste del gallinero una a una, y ellas echaron a correr como despavoridas y se escaparon, y el zorro se comió la mitad. Nunca había visto a Antoinette tan enfadada. —Antoinette era la difunta esposa del doctor.
Era una vieja historia muy humillante. Greysteel la escuchó con impaciencia.
—¡Louisa, por Dios! ¡Soy médico y sé lo que es una borrachera!
Llamaron a Frank. El criado recordaba con más precisión las palabras de Strange. El cuadro que pintó de Flora encerrada en una prisión para toda la eternidad bastó para aterrorizar a su tía, que al instante estaba tan ansiosa como los demás por sacarla de Venecia. Sin embargo, insistió en un punto, un punto que no se les había ocurrido ni a Frank ni al doctor Greysteel: había que decirle a Flora la verdad.
A esta le causó un terrible disgusto la noticia de que Strange había perdido la razón. Al principio pensó que estaban equivocados, pero incluso cuando la convencieron de que era verdad, insistía en que no era necesario que se fuese de Venecia; estaba segura de que él nunca le haría daño alguno. Pero también comprendía que su padre y su tía no pensaban lo mismo y que no descansarían tranquilos hasta que se fuera. A regañadientes, pues, accedió a marcharse.
Poco después de la marcha de las dos mujeres, el doctor Greysteel se encontraba sentado en uno de los fríos salones de mármol del palazzo, reconfortándose con una copa de brandy y haciendo acopio de valor para ir en busca de Strange, cuando entró Frank hablando de una torre negra.
—¿Qué? —preguntó el doctor, que no estaba de humor para desentrañar las enigmáticas tonterías de Frank.
—Si se acerca a la ventana la verá, señor.
Greysteel se levantó y fue a la ventana.
Algo se erguía en el centro de Venecia. Podría describirse como una torre negra de imposibles dimensiones. Su base parecía abarcar varios acres. Se elevaba de la ciudad al cielo y no se distinguía la cúspide. Vista a distancia, parecía de un negro uniforme y textura lisa. Pero por momentos se tornaba casi translúcida, como si estuviera formada de humo negro, y fugazmente se veían edificios detrás, o quizá incluso dentro de ella.
Era lo más misterioso que el doctor Greysteel había visto en su vida.
—¿De dónde puede haber salido, Frank? ¿Y qué habrá sido de las casas que antes estaban ahí?
Antes de que esas y cualesquiera otras preguntas pudiesen tener respuesta, se oyeron golpes enérgicos en la puerta; sonaban a visita oficial. Frank fue a abrir. Al poco volvió con un grupo de personas desconocidas para el doctor Greysteel. Dos eran sacerdotes, y había tres o cuatro jóvenes de porte militar con uniformes de vivos colores y adornados con gran profusión de entorchados. El más apuesto de los jóvenes se adelantó. Tenía un largo mostacho rubio y su uniforme era el más espléndido. Dijo ser el coronel Wenzel von Ottenfeld, secretario del gobernador austriaco de la ciudad, y presentó a sus acompañantes. Los oficiales eran austriacos como él, pero los sacerdotes eran venecianos. Eso sorprendió al doctor: los venecianos detestaban a los austriacos y raramente se los veía juntos.
—¿Usted, señor doctor? —dijo el coronel Von Ottenfeld—. ¿Amigo del Hexenmeister[1] del Gran Vellinton?
Greysteel respondió que lo era, en efecto.
—¡Ah, señor doctor! ¡Hoy nosotros suplicamos a usted bajo sus pies! —Asumió una expresión contrita, que su bigote caído acentuó. Greysteel dijo que le asombraba oír tal cosa.
—Hoy nosotros venimos. Nosotros solicitamos… —Von Ottenfeld frunció el entrecejo y chasqueó los dedos—. Vermittlung. Wir bitten um Itere Vermittlung. Wie kann man das sagen? —Siguió una breve discusión acerca de la traducción del término. Uno de los clérigos italianos propuso «intercesión»—. Sí, sí —aprobó vivamente—. Solicitamos su intercesión entre nosotros y el Hexenmeister del Gran Vellinton. Señor doctor, nosotros estimamos mucho al Hexenmeister del Gran Vellinton. Pero ahora Hexenmeister ha hecho algo. ¡Qué calamidad! La gente de Venecia asustada. ¡Muchos deben abandonar casas y marchar de aquí!
—¡Ah! —exclamó Greysteel, como si comprendiera. Se quedó pensativo un momento y comprendió—. ¡Oh! Ustedes creen que el señor Strange tiene algo que ver con esa Torre Negra.
—¡No! —respondió Von Ottenfeld—. No es torre. Es la noche. ¡Qué calamidad!
—¿Qué dice? —preguntó Greysteel, mirando a Frank en demanda de ayuda. Frank se encogió de hombros.
Uno de los curas, cuyo inglés era un poco más sólido, explicó que aquella mañana el sol había salido en toda la ciudad excepto en la parroquia de Santa Maria Zobenigo, donde vivía Strange. Allí había seguido reinando la noche.
—¿Por qué el Hexenmeister del Gran Vellinton hacer esto? —preguntó Von Ottenfeld—. Nosotros no saber. Nosotros suplicamos que usted vaya, señor doctor. Que le pida, por favor, que el sol vuelva a Santa Maria Zobenigo. Que le pida, con todo respeto, no más magia en Venecia.
—Claro que iré. Es una situación lamentable. Y aunque estoy seguro de que el señor Strange no lo ha hecho a propósito… en fin, que debe tratarse de un malentendido… haré con mucho gusto cuanto esté en mi mano para ayudarlos.
—¡Ah! —El cura angloparlante levantó la mano con ansiedad, como si temiera que Greysteel saliera corriendo en dirección a Santa Maria Zobenigo sin más dilación—. Pero llevará a su criado, ¿verdad? No pensará ir solo, ¿no?
Nevaba copiosamente. Venecia había trocado sus colores tristes por el gris y el negro. La piazza de San Marco era un pálido grabado de sí misma en gris sobre papel blanco. Estaba desierta. Greysteel y Frank avanzaban a duras penas sobre la nieve. El doctor portaba un farol y el criado lo protegía con un paraguas negro.
Más allá de la piazza se elevaba el Negro Pilar de la Noche. Cruzaron el arco del Atrio, entre casas silenciosas. La oscuridad empezaba a mitad de un pequeño puente. Impresionaba ver cómo los copos de nieve, que caían en diagonal, desaparecían como si una criatura viviente estuviera sorbiéndolos con avidez.
Los dos hombres lanzaron una última mirada a la blanca ciudad callada y entraron en la oscuridad.
Las callejuelas estaban desiertas. Los vecinos de la parroquia habían huido a casa de parientes y amigos en otros barrios. Pero los gatos de Venecia —que, como los de cualquier ciudad, siempre van al revés— habían acudido a Santa Maria Zobenigo a danzar, cazar y jugar en aquella noche sin fin que para ellos era una fiesta. Pasaban rozándoles las piernas, y más de una vez Greysteel advirtió unos ojos brillantes que lo observaban desde el quicio de una puerta.
La casa donde se alojaba Strange estaba en silencio. Llamaron a la puerta y gritaron, pero nadie acudió. Empujaron la puerta, que cedió. El interior estaba oscuro. Encontraron la escalera y subieron hasta la habitación del último piso, en la que Strange practicaba la magia.
Después de todo lo sucedido, esperaban hallar algo extraordinario: a Strange conversando con un demonio o atormentado por horribles apariciones. Los desconcertó que la escena fuera la habitual. La habitación tenía el mismo aspecto de otras ocasiones. Iluminada por gran número de velas, y la estufa de hierro que despedía un grato calor. Strange se encontraba en la mesa, inclinado sobre su fuente de plata, que le alumbraba la cara con un resplandor blanco. No levantó la cabeza. En un rincón sonaba el tenue tictac de un reloj. Como siempre, había libros, papeles y útiles de escritura esparcidos por todas partes. Strange rozó con la yema del dedo la superficie del agua y dio dos golpecitos suaves. Luego se giró y escribió en un cuaderno.
—Strange —dijo el doctor.
Él levantó la mirada. No parecía tan angustiado como la noche anterior, pero en sus ojos seguía habiendo una expresión de criatura acosada. Miró al doctor durante un largo momento, como si no lo reconociera.
—Greysteel —murmuró al fin—. ¿Qué hace aquí?
—He venido a ver cómo se encuentra. Estoy preocupado por usted.
El mago no respondió. Volvió a mirar la fuente e hizo varios movimientos sobre ella. Pero enseguida pareció contrariado por lo que había hecho. Echó agua en un vaso, tomó un frasquito y, cuidadosamente, vertió dos gotas de líquido en el vaso.
El doctor lo observaba. El frasco no tenía etiqueta. Su contenido era un líquido ámbar que podía ser cualquier cosa.
Strange vio que lo miraba.
—Va a decirme que no debería tomar esto. ¡Puede ahorrarse la molestia! —Vació el vaso de un trago—. ¡No lo dirá cuando sepa el motivo!
—No, no —repuso en tono apaciguador, el que empleaba con sus pacientes más difíciles—. Le aseguro que no iba a decir eso. Sólo deseo saber si siente algún dolor. ¿Está enfermo? Anoche me lo pareció. Quizá pueda aconsejarle… —Se interrumpió. Había notado un olor, un olor potente y mareante, a moho acre, a rancio, a animal. Y lo curioso era que lo reconocía. Era el olor de la habitación de la anciana, la anciana loca con todos aquellos gatos.
—Mi esposa vive —dijo Strange con una voz ronca y gruesa—. ¡Eso no lo sabía usted! ¿Verdad?
Greysteel se quedó helado. Si algo podía decir Strange para alarmarlo más de lo que ya lo estaba, era eso.
—¡Me dijeron que había muerto! ¡Me dijeron que la habían enterrado! No comprendo cómo pude dejarme engañar. ¡La habían encantado! ¡Me la robaron! Por eso necesito esto. —Agitó el frasquito del líquido ámbar delante de los ojos del doctor.
Greysteel y Frank dieron unos pasos atrás. Frank le dijo al oído:
—No tema, señor. Todo va bien. No dejaré que le haga daño. Yo puedo con él. No tema.
—No puedo regresar a la casa —dijo Strange—. Me ha echado y no me dejará volver a entrar. Los árboles me cerrarán el paso. He probado hechizos de desencantamiento, pero no actúan…
—¿Ha estado practicando magia desde anoche? —preguntó Greysteel.
—¿Cómo? ¡Sí!
—Lamento oír eso. Debe usted descansar. Me parece que no recuerda muy bien lo que pasó anoche.
—¡Ja! —exclamó Strange con amarga ironía—. ¡Nunca olvidaré ni el menor detalle!
—¿No lo olvidará? ¿No? —repuso el doctor, siempre con tono tranquilizador—. Bien, no le niego que su aspecto me alarmó. No parecía usted. Seguramente, un exceso de trabajo. Quizá si yo…
—Perdone, doctor Greysteel, pero, como acabo de decirle, mi esposa está encantada, prisionera bajo tierra. Mucho me gustaría continuar esta conversación, pero tengo asuntos más urgentes que atender.
—Muy bien. Cálmese. Nuestra presencia lo incomoda. Nos iremos y volveremos mañana. Pero antes he de decirle una cosa. Esta mañana me ha visitado una delegación enviada por el gobernador. Con el mayor respeto, le ruega que se abstenga de practicar magia por el momento…
—¡Que no practique magia! —Soltó una carcajada. Fue un sonido frío, áspero, triste—. ¿Me piden que pare ahora? ¡Imposible! ¿Por qué Dios me hizo mago si no? —Volvió a mirar la fuente de plata y empezó a trazar signos en el aire, sobre la superficie del agua.
—Por lo menos, libere a la parroquia de esta noche artificial. ¿Lo hará por mí? ¿Por nuestra amistad? ¿Por Flora?
Strange se interrumpió en mitad de un movimiento.
—¿Qué dice? ¿Qué noche artificial? ¿Qué tiene de artificial?
—¡Strange, por Dios! ¡Es casi mediodía!
El mago no dijo nada. Miró la negra ventana, la oscuridad de la habitación y, por último, al doctor.
—No tenía ni idea —susurró consternado—. ¡Créame! ¡No es obra mía!
—¿De quién entonces?
Strange no respondió. Tenía la mirada ausente.
Greysteel comprendió que con preguntas sobre la oscuridad no conseguiría sino irritarlo más aún, por lo que se limitó a decir:
—¿Puede hacer que vuelva la luz del día?
—No… no lo sé.
El doctor le dijo que regresarían al día siguiente, y aprovechó la ocasión para recomendarle el excelente remedio del sueño.
Strange no escuchaba, pero en el momento en que Greysteel y Frank iban a salir, agarró del brazo al primero y le susurró:
—¿Puedo preguntarle algo?
Greysteel asintió.
—¿No teme que se apague?
—¿Que se apague qué?
—La vela. —Strange le señaló la frente—. La vela que tiene dentro de la cabeza.
Fuera, la oscuridad parecía más misteriosa que nunca. Greysteel y Frank caminaban en silencio por las tenebrosas calles. Cuando, al llegar al extremo oeste de la piazza de San Marco, salieron a la luz del día, los dos lanzaron un gran suspiro de alivio.
El doctor dijo:
—No pienso decir nada al gobernador acerca de su trastorno mental. Sabe Dios lo que harían los austriacos. Serían capaces de enviar soldados a arrestarlo… o algo peor. Les diré, simplemente, que por ahora no le es posible disipar la noche, pero que no desea hacer ningún mal a la ciudad… porque me consta que así es, y estoy seguro de que muy pronto lo convenceré para que arregle esto.
Al día siguiente, cuando salió el sol, la oscuridad aún cubría la parroquia de Santa Maria Zobenigo. A las ocho y media, Frank fue a comprar leche y pescado. A la bonita campesina de ojos negros que vendía leche en la barcaza del canal de San Lorenzo le gustaba Frank, y siempre tenía para él una palabra amable y una sonrisa. Aquella mañana, al darle el cántaro de la leche, le preguntó si ya sabía que el mago inglés estaba loco.
En el mercado de pescado del Gran Canal, un pescadero le vendió a Frank tres salmonetes, y apenas estuvo atento al pago porque se hallaba enfrascado en una discusión con el vecino sobre si el mago inglés había enloquecido por ser mago o por ser inglés. Dos pálidas monjas que fregaban la escalinata de mármol de una iglesia dieron a Frank los buenos días cuando pasó por su lado y le dijeron que pensaban rezar por el pobre mago inglés perturbado. Cuando ya casi llegaba a la puerta de la casa, un gato blanco salió de debajo del asiento de una góndola, saltó al muelle y miró a Frank. El hombre casi esperaba que el animal le dijera algo sobre Jonathan Strange, pero no dijo nada.
—¿Cómo es posible? —preguntó Greysteel sentándose en la cama—. ¿Crees que el señor Strange puede haber salido a hablar con alguien?
Frank no lo sabía. Volvió a salir e hizo indagaciones. Al parecer, Strange no se había movido del cuarto del último piso de la casa de Santa Maria Zobenigo; pero lord Byron (la única persona de la ciudad para la que la noche perpetua tenía aliciente) lo visitó a eso de las cinco de la tarde y lo encontró practicando magia y hablando de velas, piñas, bailes que duraban siglos y oscuros bosques que llenaban las calles de Venecia. Al regresar a casa, Byron se lo contó a su amante, al casero y al ayuda de cámara, y como estas eran personas sociables que solían pasar las veladas de tertulia con nutridos grupos de amigos muy comunicativos, por la mañana eran multitud los que se habían enterado de lo sucedido.
—¡Lord Byron! ¡Naturalmente! —exclamó Greysteel—. ¡Me había olvidado de él! Iré a verlo para pedirle que sea discreto.
—Me parece que ya es un poco tarde, señor —dijo Frank.
Greysteel tuvo que reconocer que era verdad. No obstante, le parecía que tenía que consultar con alguien. ¿Y quién mejor que la persona a la que más había tratado Strange en Venecia, después de él? Aquella noche, el doctor se vistió con esmero y fue en su góndola a casa de la condesa Albrizzi. La condesa era una dama griega de edad madura y brillante inteligencia, que había publicado varios libros sobre escultura y cuyo mayor placer era celebrar conversazioni, en las que elegantes y estudiosos tuvieran ocasión de conocerse. Strange había asistido a una o dos de aquellas reuniones, pero Greysteel no se había interesado por ellas hasta esa noche.
El doctor fue conducido a un salón grande y fastuoso del piano nobile, con suelo de mármol, bellas estatuas y pinturas en paredes y techo. En un extremo del salón estaban las señoras, sentadas en semicírculo alrededor de la condesa. Los hombres, de pie, formaban corros en el otro extremo. Desde el momento en que entró, Greysteel sintió fijas en su persona las miradas de todos los presentes. Más de uno se inclinó hacia el vecino, señalándolo con un ademán. Era evidente que hablaban de Strange y la oscuridad.
Junto a una ventana había un hombre bien parecido y de estatura algo menos que mediana. De pelo oscuro y rizado, tenía unos labios carnosos y muy rojos. Unos labios que habrían llamado la atención incluso en una mujer, y que en un hombre eran francamente excepcionales. Por su talla escasa, la elegancia de sus ropas y su cabello y ojos oscuros, habría podido recordar a Christopher Drawlight, pero sólo si este hubiera sido terriblemente inteligente. Greysteel fue en línea recta hacia él y dijo:
—¿Lord Byron?
El hombre se volvió hacia quien le hablaba. No pareció muy complacido al ver que se trataba de un inglés grueso, aburguesado y de mediana edad. Pero no podía negar quién era.
—Me llamo Greysteel. Soy amigo del señor Strange.
—¡Ah! —exclamó el poeta—. El médico que es padre de una hermosa hija.
El doctor, a su vez, tampoco se sintió muy complacido al oír a uno de los más célebres calaveras de Europa referirse a su hija en tales términos, pero tampoco podía negar que Flora fuese su hija ni que fuese hermosa. Dejando a un lado el tema por el momento, dijo:
—Fui a ver a Strange. Mis peores temores se han confirmado. Su mente está trastornada.
—Oh, totalmente —convino Byron—. He estado con él hace un par de horas y no ha parado de hablar de su difunta esposa, que en realidad no está muerta, sino sólo encantada. ¡Y ahora se ha envuelto en la oscuridad y practica magia negra! Hay algo admirable en todo esto, ¿no le parece?
—¿Admirable? —repitió el doctor secamente—. ¡Diga mejor lastimoso! Pero ¿usted piensa que él ha creado la oscuridad? A mí me dijo que no.
—¡Por supuesto que la ha creado él! ¡Un mundo negro, en consonancia con su negro ánimo! ¿Quién no ha deseado alguna vez apagar el sol? La diferencia está en que, si eres mago, puedes hacerlo.
Greysteel reflexionó.
—Puede que tenga razón —concedió—. Quizá creó él la oscuridad y luego lo olvidó. No estoy seguro de que recuerde todo lo que dice y hace. He observado que de nuestras conversaciones retiene sólo una impresión muy vaga.
—Vaya. Bien —dijo milord, como si ello no le sorprendiera y también él deseara olvidar la conversación con el doctor lo antes posible—. ¿Sabe usted que ha escrito a su cuñado?
—No; no lo sabía.
—Le ha pedido que venga a Venecia, a ver a su difunta hermana.
—¿Usted cree que vendrá?
—¡No tengo ni la menor idea! —El tono de lord Byron daba a entender que era mucha presunción la del doctor Greysteel: esperar que el poeta más grande de la época se interesara por tales asuntos. Tras un momento de silencio, agregó en tono más natural—: A decir verdad, no creo que venga. Strange me ha enseñado la carta. Estaba llena de divagaciones y razonamientos incoherentes que sólo un loco, ¡o un mago!, podría comprender.
—Es muy triste. ¡Muy triste en verdad! Anteayer, sin ir más lejos, salimos a pasear con él. ¡Estaba tan animado…! Pasar de la plena cordura a la completa locura en el período de una noche me parece inconcebible. Me pregunto si no habrá una causa física. ¿Quizá una infección?
—¡Tonterías! Las causas de su locura son puramente metafísicas. Hay que buscarlas en la abismal distancia entre lo que uno es y lo que uno aspira a ser, entre alma y carne. Perdone, doctor Greysteel, pero lo digo por experiencia. De esto puedo hablar con autoridad.
—Pero… —Se interrumpió para ordenar ideas—. Pero el período de frustración aguda parecía superado. Su trabajo iba bien.
—Lo único que puedo decirle es esto: antes de concebir esta obsesión por su difunta esposa, lo absorbía por completo otra figura: John Uskglass. ¿No lo observó usted? Yo sé muy poco de magos ingleses. Siempre me parecieron una colección de viejos rancios y aburridos… todos menos John Uskglass. Él es totalmente distinto. ¡El mago que dominó a los Otherlanders![2] ¡El único mago que venció a la Muerte! ¡El mago al que el mismo Lucifer tuvo que tratar de igual a igual! Y cuando Strange se compara con ese ser sublime, algo que ha de hacer de vez en cuando, se ve a sí mismo como es en realidad: ¡una mediocridad que labora trabajosamente a ras de tierra! ¡Y todas sus hazañas, tan alabadas en la isla pequeña y desolada[3], quedan reducidas a polvo! Es algo que ha de provocar un soberano acceso de desesperación. Es ser mortal y buscar lo que está más allá de la mortalidad[4]. —Lord Byron dio énfasis a esta frase y se detuvo un momento, como para guardarla en la memoria por si tenía ocasión de incluirla en un poema—. Yo mismo sentí algo de esa melancolía en septiembre, cuando estaba en las montañas suizas. Mientras caminaba, cada cinco minutos oía una avalancha, como si Dios estuviera empeñado en destruirme. Yo me sentía lleno de nostalgias y anhelos de inmortalidad. Varias veces sentí una fuerte tentación de dispararme un tiro en la cabeza… y lo habría hecho de no haber pensado en el placer que ello proporcionaría a mi suegra.
Por lo que al doctor Greysteel atañía, lord Byron podía pegarse un tiro cuando más le apeteciese; pero Strange era otra cuestión.
—¿Lo cree capaz de autodestruirse? —preguntó con ansiedad.
—¡Oh, desde luego!
—¿Y qué podemos hacer?
—¿Hacer? —repitió el poeta, ligeramente sorprendido—. ¿Por qué desea usted hacer algo? —Entonces, pensando que ya habían hablado lo suficiente acerca de otro, dirigió la conversación hacia su persona—. A fin de cuentas, me alegro de que nos hayamos conocido, doctor Greysteel. Yo traía conmigo de Inglaterra a un médico, pero tuve que despedirlo en Génova. Ahora noto que me bailan los dientes. ¡Mire! —Byron abrió la boca para enseñárselos.
Greysteel tiró con suavidad de un diente grande y blanco.
—Me parece que están sanos y firmes —dijo.
—¡Oh! ¿Usted cree? Pero me temo que no por mucho tiempo. Me hago viejo, me estoy secando, lo noto. —Suspiró. Y animado por un pensamiento más alegre, agregó—: En cualquier caso, la crisis de Strange no podía llegar en mejor momento. Casualmente, estoy escribiendo un poema de un mago que combate contra los espíritus inefables que gobiernan su destino. Desde luego, no digo que Strange sea el modelo perfecto para mi mago, ni mucho menos; carece de auténtico espíritu heroico; tendré que poner algo de mí mismo para suplir esa falta.
Pasó por su lado una linda joven italiana. Byron estiró el cuello, entornó los ojos y adoptó el gesto del que está a punto de expirar de indigestión crónica. Greysteel no pudo sino suponer que el poeta estaba obsequiando a la joven con el perfil y la expresión byronianos.