A La noche siguiente, los Greysteel y Strange cenaban en un salón donde la melancolía de Venecia y la magnificencia de Venecia se combinaban de forma muy romántica y satisfactoria. El suelo de mármol, agrietado y gastado, tenía todos los colores del invierno veneciano. La cabeza de la tía Greysteel, con su pulcra cofia blanca, destacaba sobre el fondo oscuro de una gran puerta que se alzaba a lo lejos. La puerta, coronada por indistintas esculturas, recordaba un monumento funerario envuelto en tétricas sombras. En el yeso de las paredes se adivinaban las sombras de unos frescos, pintados en manchas de colores, que representaban las glorias de una antigua familia veneciana, cuyo último vástago se había ahogado hacía tiempo. Los actuales dueños eran pobres como ratas de iglesia y hacía muchos años que no reparaban la casa. Fuera llovía y, lo más sorprendente, dentro también; de algún lugar del salón llegaba el desagradable sonido del agua que goteaba copiosamente en el suelo y el mobiliario. Pero los Greysteel no se alteraban ni renunciaban a una buena cena por semejantes minucias. Habían encendido muchas velas para ahuyentar las tinieblas y ahogaban el sonido de las goteras con su conversación y sus risas. Podría decirse que, en la zona del salón que ellos ocupaban, habían creado un festivo ambiente inglés.
—No lo entiendo —decía Strange—. ¿Quién se ocupa de la anciana?
—El caballero judío, que parece una persona muy caritativa, le da cobijo, y sus criados le dejan comida al pie de la escalera —respondió Greysteel.
—Pero nadie sabe cómo llega hasta ella la comida —dijo Flora—. El signor Tosetti cree que se la suben los gatos.
—¡Qué tontería! —exclamó el doctor—. ¿Quién ha oído decir que los gatos hagan algo útil?
—Como no sea su altiva manera de mirarte sin parpadear… —apuntó Strange—. Yo diría que eso tiene cierta utilidad moral, porque hace que te sientas incómodo y te invita a reflexionar fríamente sobre tus imperfecciones.
La extraña aventura de los Greysteel era tema de conversación desde que se habían sentado a cenar.
—Mi querida Flora —dijo la tía Greysteel—, el señor Strange pensará que no sabemos hablar de nada más.
—Oh, no se preocupe por mí. Es un hecho curioso y nosotros los magos coleccionamos curiosidades.
—¿Podría curarla por medio de la magia, señor Strange? —preguntó la joven.
—¿Curar la locura? No. Y no es que no lo haya intentado. En una ocasión me pidieron que lo intentara con un anciano caballero que había perdido la razón. Aquel día formulé unos hechizos muy potentes pero al irme él seguía tan loco como a mi llegada.
—¿No pueden haber existido en otro tiempo fórmulas para remediar la demencia? —inquirió con vivo interés—. Quizá los magos aureate conocían alguna. —La señorita Greysteel había empezado a interesarse por la historia de la magia, y últimamente menudeaban en su conversación términos tales como aureates y argentinos.
—Es posible —respondió Strange—. Pero la fórmula debió de perderse hace cientos de años.
—Aunque hiciera mil años, estoy segura de que eso no sería obstáculo para usted. Nos ha hablado de docenas de hechizos que se creían perdidos y que sin embargo ha conseguido recuperar.
—Cierto. Pero en esos casos yo tenía cierta idea de cómo empezar. No sé de ningún caso en el que un mago aureate curara la locura. Su actitud hacia esta era totalmente distinta de la nuestra. Ellos consideraban videntes y profetas a los perturbados y escuchaban sus desvaríos con la mayor atención.
—¡Qué extraño! ¿Por qué?
—El señor Norrell creía que por la simpatía que los duendes sienten por los dementes, y también por la circunstancia de que estos perciben a los espíritus que las demás personas no pueden ver. —Strange hizo una pausa—. ¿Dice usted que esa anciana está muy loca?
—Oh, sí. Creo que sí.
En el salón, después de la cena, el doctor se quedó profundamente dormido en su sillón. La tía Greysteel daba cabezadas, pedía disculpas por su modorra y volvía a dormirse. Por ello, Flora pudo disfrutar de un tête-à-tête con Strange durante el resto de la velada. Tenía muchas cosas que decirle. Por recomendación suya, había leído Historia del Rey Cuervo contada a los niños, de lord Portishead, y deseaba preguntarle muchas cosas. Pero él parecía ausente, y más de una vez le dio la desagradable impresión de que no la escuchaba.
Al día siguiente, los Greysteel visitaron el Arsenal y admiraron su vasta y austera mole, pasaron una hora o dos recorriendo tiendas de antigüedades (en las que los anticuarios parecían casi tan raros y rancios como la mercancía) y tomaron helados en una pastelería situada cerca de la iglesia de San Stefano. Strange estaba invitado a todas estas diversiones, pero a primera hora de la mañana la tía Greysteel recibió una breve nota suya en la que, después de presentarle sus respetos y darle las gracias, le comunicaba haber hallado casi por casualidad una nueva vía de investigación, que no se atrevía a abandonar, «… y los estudiosos, como ya debe de saber por el ejemplo de su hermano, señora, somos los seres más egoístas de la creación y estamos convencidos de que la devoción al estudio lo disculpa todo…». Tampoco se dejó ver al día siguiente, en que visitaron la Scuola di Santa Maria della Caritá. Ni al otro, en que fueron en góndola a Torcello, una isla solitaria, cubierta de juncos y envuelta en brumas grises, donde la primera ciudad veneciana había sido erigida, había florecido, había sido abandonada y, finalmente, había desaparecido, todo ello, hacía mucho, mucho tiempo.
Pero, aunque Strange permanecía encerrado en su habitación de Santa Maria Zobenigo, practicando la magia, el doctor Greysteel no tuvo ocasión de echar de menos su compañía por la frecuencia con que su nombre salía a relucir en la conversación. Si los Greysteel paseaban por Rialto, y si la visión del puente inducía al doctor a hablar de Shylock, de Shakespeare y de la situación del teatro moderno, podía estar seguro de ser informado de las opiniones de Strange sobre todos estos temas, puesto que su hija las conocía como si fueran suyas. Si, en una tienda de curiosidades, les llamaba la atención la pintura de un oso danzante, la señorita Greysteel aprovechaba la ocasión para comentar que un conocido del señor Strange tenía un oso disecado en una vitrina. Si comían cordero, la señorita Greysteel recordaba que Strange le había dicho que había comido cordero en Lyme Regis.
La tarde del tercer día, el doctor le envió a Strange una nota en la que lo invitaba a tomar café y una copa de licor italiano. Los dos hombres se encontraron en el Florian a las seis.
—Dichosos los ojos —dijo Greysteel—. Pero lo veo pálido. ¿Se acuerda de comer? ¿De dormir? ¿De hacer ejercicio?
—Me parece que hoy he comido algo, aunque no recuerdo qué.
Hablaron de cosas intrascendentes, pero Strange estaba distraído. Varias veces contestó al doctor casi al azar, hasta que, tras apurar la copa de grapa, sacó del bolsillo el reloj y dijo:
—Confío en que me perdonará, pero tengo una cita. Buenas tardes.
Greysteel, sorprendido, no pudo evitar preguntarse qué clase de cita sería aquella. Un hombre puede comportarse mal en cualquier lugar del mundo, pero a él le parecía que, en Venecia, podía comportarse peor y más a menudo. Ninguna otra ciudad del mundo brindaba tantas oportunidades para toda clase de transgresiones y, en aquel momento, al doctor le preocupaba muy especialmente asegurarse de que la conducta de Strange era irreprochable. Por ello, adoptando un aire tan indiferente como le fue posible, preguntó si la cita era con lord Byron.
—Pues no, señor. A decir verdad… —entornó los ojos y adoptó un aire confidencial— creo haber encontrado a alguien que puede ayudarme.
—¿Su duende?
—No; otra persona. Espero mucho de su colaboración. De todos modos, no estoy muy seguro de la acogida que esa persona dará a mis propuestas. Usted comprenderá que, dadas las circunstancias, no quiera hacerla esperar.
—¡Desde luego! —exclamó el doctor—. ¡Vaya usted! ¡Vaya!
Strange se alejó, convirtiéndose en una de las muchas sombras de la piazza, figuras oscuras, caras oscuras y sin expresión, que se movían rápidamente por la faz de una Venecia color de luna. La misma luna estaba suspendida entre grandes nubes de porte arquitectónico cuya grandiosidad rivalizaba con la de Venecia, con grandes palacios y avenidas que se desmoronaban, como si un espíritu malicioso las hubiera colocado allí para hacer burla de la lenta decadencia de la Venecia real.
Entretanto, tía y sobrina, aprovechando la ausencia del doctor, habían vuelto al horrendo cuartito del último piso de la casa del gueto. Iban en secreto, pensando que el doctor Greysteel y quizá el propio señor Strange podrían tratar de impedírselo o insistir en acompañarlas, y no deseaban compañía masculina para su visita.
—Querrían hablar de eso —dijo la tía—, de cómo ha podido llegar a esta situación. ¿Y de qué puede servir eso? ¿En qué puede ayudarla?
Flora había llevado velas y un candelabro. Encendió una vela para manejarse mejor. De las cestas que portaban sacaron una sabrosa fuente de estofado de ternera que perfumó el aire de la desolada habitación, tiernos panecillos blancos, manzanas y un chal de lana. La tía Greysteel puso el plato de estofado delante de la señora Delgado, pero entonces vio que la anciana tenía los dedos y las uñas curvados y rígidos como garras, y no podía asir el cuchillo y el tenedor que ella le ponía en las manos.
—Bueno, querida —dijo la tía al fin—, me parece que muestra un gran interés y estoy segura de que eso le hará mucho bien. Pero creo que será preferible dejar que lo coma a su manera.
Bajaron a la calle. Cuando salieron, la tía exclamó:
—¿Has visto, Flora? Ya tenía la cena preparada. En un platillo de porcelana, muy bonito, como los de mi juego de té, decorado con rositas y nomeolvides, tenía un ratón gris, ¡un ratoncito muerto!
La joven iba pensativa.
—Yo diría que una endivia hervida y aliñada con salsa, como la preparan aquí, puede parecer un ratón.
—¡Ay, querida! Sabes bien que no era eso…
Iban por el Ghetto Vecchio en dirección al canal de Cannaregio cuando la señorita Greysteel se metió de pronto entre las sombras y desapareció.
—¡Flora! ¿Qué ocurre? —se alarmó la tía—. ¿Qué has visto? No te pares, querida. Entre las casas está oscuro. ¡Tesoro! ¡Flora!
La joven salió a la luz con la misma rapidez con que se había esfumado.
—No pasa nada, tía —dijo—. No te asustes. Es sólo que alguien me llamaba y he ido a ver. Me ha parecido reconocer la voz. Pero no hay nadie.
La góndola las esperaba en la fondamenta. El gondolero las ayudó a subir y, bogando lentamente, se alejó del muelle. La tía Greysteel se acomodó bajo el toldo, en el centro de la embarcación. La lluvia empezó a tamborilear en la lona.
—Quizá al llegar encontremos al señor Strange con tu padre —dijo.
—Quizá —repuso Flora.
—O quizá haya ido otra vez a jugar al billar con lord Byron. Es extraño que sean amigos. Parecen muy distintos.
—Es verdad. No obstante, el señor Strange me dijo que lord Byron le resultó mucho menos agradable cuando lo conoció en Suiza. Milord estaba con gente del mundo de la poesía que reclamaba toda su atención y cuya compañía él prefería claramente a la de cualesquiera otras personas. Dice el señor Strange que casi fue descortés.
—Desde luego, es lamentable, pero no me sorprende. ¿No te daría miedo mirarlo, tesoro? Me refiero a lord Byron. Pienso que a mí sí, un poco.
—No; no me daría miedo.
—Eso, tesoro, es porque tú tienes mejor temple y mayor serenidad que otras personas. No creo que haya en el mundo algo que te asuste.
—No creo poseer una valentía extraordinaria. En cuanto a virtud… no lo sé. Nunca he sentido la tentación de hacer algo muy malo. Pero lord Byron no podría ejercer poder sobre mí, ni influir en mis pensamientos ni en mis actos. Estoy a salvo de él. Pero eso no quiere decir que no pueda haber en el mundo alguien (no digo que lo haya conocido ya) a quien a veces me diera miedo mirar, por temor a verlo triste, o extraviado, o pensativo, o (lo que sería mucho peor) pensando en una secreta cólera, o dolor… y que por ello no se diera cuenta de si yo lo miraba o no, o no le importara.
En la pequeña buhardilla del gueto, las velas de Flora chisporrotearon y se apagaron. La luna entraba en aquel cuartito de pesadilla, y la anciana de Cannaregio empezó a devorar el estofado de ternera que las Greysteel le habían llevado.
Cuando iba a tomar el último bocado, una voz dijo de pronto en inglés:
—Siento que mis amigas no se hayan quedado para hacer las presentaciones, ya que siempre es un poco violento entablar conocimiento cuando dos personas se quedan a solas en una habitación, ¿no le parece? Me llamo Strange. Usted, señora, se llama Delgado, aunque no lo sabe, y estoy encantado de conocerla.
Strange, apoyado en el alféizar de la ventana con los brazos cruzados, miraba fijamente a la anciana.
Ella, por el contrario, le hizo el mismo caso que había hecho a la tía Greysteel, a la señorita Greysteel y a las demás visitas que había recibido últimamente. El mismo caso que haría un gato a alguien que no le interesara.
—Ante todo —prosiguió Strange—, deseo asegurarle que no soy uno de esos fastidiosos visitantes que vienen sin motivo y que no tienen nada que decir. Yo, señora Delgado, deseo hacerle una proposición. Es una suerte para ambos que nos conozcamos en estos momentos. Yo puedo satisfacer su mayor deseo y usted, el mío.
Ella no dio señales de haberlo oído. Miraba el ratón del platillo y empezó a abrir su vieja boca para devorarlo.
—Señora, por favor, le ruego que aplace la cena un momento y escuche lo que le digo. —Se inclinó y le quitó el platillo. Por primera vez, la señora Delgado pareció advertir su presencia. Soltó un pequeño maullido de desagrado y lo miró con resentimiento—. Quiero que me enseñe a volverme loco. La idea es muy simple. No sé por qué no se me había ocurrido antes.
La mujer gruñó por lo bajo.
—Oh, ¿pone usted en duda la sensatez de mis procedimientos? Probablemente tiene razón. Buscar la locura es una temeridad. Mi tutor, mi esposa y mis amigos se enfurecerían si se enterasen. —Calló. La expresión sardónica se borró de su rostro y el tono de desenfado desapareció de su voz—. Pero he abandonado a mi tutor, mi esposa ha muerto y de mis amigos me separan veinte millas de aguas frías y más de medio continente. Por primera vez desde que adopté esta extraña profesión, no estoy obligado a consultar con nadie. Ahora bien, ¿por dónde empezamos? Usted tendría que darme algo, algo que sirviera de símbolo y vehículo de su locura. —Miró en derredor—. Por desgracia, no parece poseer nada, aparte de su vestido… —Examinó el platillo que tenía en la mano—. Y este ratón. Creo que lo prefiero.
Empezó a pronunciar un hechizo. En la buhardilla hubo un estallido de luces plateadas que tenían algo de llamas blancas y algo de destellos de fuegos artificiales. Quedaron un momento suspendidas en el aire, entre la anciana y Strange. Entonces él hizo ademán de arrojárselas a ella, y las luces volaron hacia la mujer, envolviéndola en un resplandor plateado. De pronto, la señora Delgado desapareció. En su lugar había ahora una niña de gesto huraño, con un vestido anticuado. También la niña se esfumó, sustituida por una joven muy bella de expresión resuelta, seguida rápidamente de una mujer madura de porte imperioso que ya tenía en los ojos el fuego de una locura incipiente. Todas las mujeres que había sido la señora Delgado aparecieron fugazmente en la silla y todas se desvanecieron.
En la silla sólo quedó un montón de seda. De entre sus pliegues salió un gatito gris que, con elegantes movimientos, se lanzó al suelo, saltó al alféizar de la ventana y se perdió en la oscuridad.
—Buen trabajo —dijo Strange.
Tomó el ratón medio putrefacto por la cola. Al momento se convirtió en objeto del interés de varios de los gatos, que empezaron a maullar, ronronear y restregarse contra sus pantorrillas para llamar su atención.
Strange hizo una mueca.
—Me gustaría saber lo que tuvo que soportar John Uskglass para forjar la magia inglesa.
Se preguntaba si notaría alguna diferencia. Después de formular el hechizo, ¿se encontraría tratando de averiguar si era ahora cuando estaba loco? ¿Se pasearía de un lado a otro intentando concebir pensamientos irracionales, a fin de descubrir si alguno de ellos le parecía más natural? Lanzó una última mirada al mundo que lo rodeaba, abrió la boca y, con delicadeza, introdujo en ella el ratón…
Fue como zambullirse bajo una catarata o tener el sonido de dos mil trompetas en el oído. Todo lo que antes pensaba, lo que sabía, lo que había sido, fue arrastrado por un alud de confusas emociones y sensaciones. El mundo se hacía de nuevo, en unos colores llameantes imposibles de soportar. Se sentía embargado de temores nuevos, deseos nuevos, odios nuevos.
Se veía rodeado de grandes presencias. Algunas tenían una boca cruel, llena de dientes, y unos ojos enormes y llameantes. Junto a él se arrastraba algo que parecía una araña terriblemente contrahecha. Sentía en la boca algo de sabor indescriptible. Incapaz de pensar, incapaz de discernir, aún encontró presencia de ánimo para escupirlo. Alguien lanzó un grito…
Se encontró tendido de espaldas en el suelo, mirando una confusa amalgama de oscuridad, vigas de techo y luna. Apareció una cara en sombra que lo miró de un modo inquietante. Sintió un aliento cálido, húmedo y fétido. No recordaba haberse tumbado, pero tampoco recordaba nada más. Vagamente, se preguntó si estaba en Londres o en Shropshire. Tenía una sensación extraña, como si varios gatos se pasearan por su cuerpo. Al levantar la cabeza, vio que así era, en efecto.
Se sentó y los gatos saltaron al suelo. Por una ventana rota se veía la luna llena. Entonces, de recuerdo en recuerdo, fue recomponiendo la noche. Recordó el hechizo con que había transformado a la anciana, su plan de atraer la locura a fin de ver al duende. Al principio todo le parecía tan lejano que supuso que estaba recordando cosas ocurridas, ¡oh!, hacía un mes. No obstante, allí estaba él, en la habitación, y su reloj de bolsillo le decía que apenas había pasado tiempo.
Aún pudo encontrar el ratón. Por fortuna, había quedado debajo de su brazo, a salvo de los gatos. Se lo metió en el bolsillo y salió rápidamente del cuartito. No quería seguir allí ni un momento más; si en un principio era de pesadilla, ahora le parecía de un horror indecible.
En la escalera se cruzó con varias personas que no repararon en él. Antes había lanzado un conjuro a los vecinos, que ahora estaban seguros de verlo todos los días, de que él frecuentaba la casa con regularidad y de que su presencia era totalmente natural. Pero si alguien les hubiera preguntado quién era, no habrían sabido responder.
Strange volvió a su alojamiento de Santa Maria Zobenigo. Aún parecía infectado por la locura de la señora Delgado. Las personas que veía en la calle se le antojaban extrañamente transformadas; sus expresiones resultaban feroces e ininteligibles, y hasta su forma de andar era pesada y torpe. «Una cosa está clara —pensó—. La anciana estaba muy loca. En semejante estado, yo no podría invocar al duende».
Al día siguiente se levantó temprano e, inmediatamente después del desayuno, empezó el proceso de reducir a polvo la carne y las vísceras del ratón, por varios principios mágicos bien conocidos. Conservó intactos los huesos. Luego convirtió el polvo en tintura. Ello tenía dos ventajas. Primera y principal: era mucho menos repugnante ingerir unas gotas de tintura que meterse en la boca un ratón muerto. Segunda: de ese modo, creía poder dosificar el grado de locura que se provocaba.
A las cinco había obtenido un líquido marrón oscuro que olía sobre todo al brandy que había utilizado para elaborar la tintura. Lo decantó en un frasco. Luego echó catorce gotas en una copa de brandy y se lo bebió.
Al cabo de unos minutos miró por la ventana al campo Santa Maria Zobenigo. Vistos de espaldas, los transeúntes tenían la cabeza cóncava, y de frente la cara no era sino una fina máscara. Dentro del hueco ardía una vela. Ahora lo veía con tanta claridad que no comprendía cómo no lo había advertido antes. Imaginó lo que ocurriría si bajara a la calle y se pusiera a soplar velas. La idea lo hizo reír. Tanto llegó a reírse que ya no se tenía en pie. Su risa resonaba en toda la casa. Gracias a un residuo de razón comprendió que no debía dejar que el casero y su familia sospecharan lo que hacía, de modo que se echó en la cama y ahogó las carcajadas con las almohadas, mientras pataleaba de hilaridad.
A la mañana siguiente se despertó en la cama, vestido y calzado. Aparte de la sensación de húmedo entumecimiento que produce dormir vestido, no notaba nada fuera de lo normal. Se lavó, se afeitó y se puso ropa limpia. Luego salió a comer y beber algo. Le gustaba un café sito en la calle Cortesía, esquina con el campo San Angelo. Todo parecía ir bien hasta que el camarero se acercó a la mesa y le dejó la taza de café. Strange levantó la mirada y vio brillar en los ojos del hombre una lucecita, como la llama de una vela. Entonces descubrió que no podía recordar si la gente tenía o no una vela dentro de la cabeza. Sabía que entre una y otra noción existía una diferencia fundamental: una era racional y la otra no, pero no podía distinguirlas.
Esto era un poco inquietante.
«El único inconveniente de la tintura es que resulta dificil averiguar cuándo ha pasado el efecto —pensó—. No lo había previsto. Supongo que tendré que esperar un par de días antes de volver a probar».
Pero a mediodía lo venció la impaciencia. Ya se sentía mejor y se decantaba por la posibilidad de que la gente no tuviera una vela en la cabeza. «En cualquier caso —se dijo—, tampoco importa mucho. La cuestión no influye para nada en el proyecto que me ocupa». Echó nueve gotas de tintura en una copa de Vin Santo y lo bebió.
De inmediato tuvo la certeza de que todos los armarios de la casa estaban llenos de piñas tropicales. Y de que también había piñas debajo de la cama y de la mesa. La idea le dio escalofríos de horror y tuvo que sentarse en el suelo. Todas las casas y los palazzi de la ciudad estaban llenos de piñas, y la gente que iba por la calle llevaba piñas escondidas entre la ropa. En todas partes notaba el olor a piña, penetrante y dulzón.
Transcurrido un tiempo, sonaron golpes en la puerta. Strange se sorprendió al ver que ya anochecía y la habitación estaba oscura. Más golpes. Era el casero. El hombre le hablaba, pero Strange no conseguía entender lo que decía. Y no lo entendía porque el casero tenía una piña en la boca. No se explicaba cómo había logrado aquel hombre meterse en la boca una piña entera. Mientras hablaba, unas hojas verdes y puntiagudas le asomaban lentamente entre los labios y luego desaparecían. Se preguntó si no debería ir en busca de un cuchillo o un gancho y tratar de extraer la piña, para impedir que su casero se ahogara. Pero, por otra parte, le tenía sin cuidado. «Al fin y al cabo —pensó irritado—. La culpa es suya. Él se la ha puesto ahí».
Al día siguiente, en el café de la esquina de la calle Cortesía, un camarero cortaba una piña. Strange se estremeció al verlo y se inclinó sobre la taza del café.
Había descubierto que volverse loco era fácil —más de lo que cualquiera podría suponer—, pero el procedimiento, como todo acto de magia, estaba plagado de obstáculos y frustraciones. Aunque consiguiera invocar al duende (lo cual no parecía probable), no estaría en condiciones de hablarle. Todos los libros que había leído sobre el tema exhortaban a los magos a mantenerse vigilantes al tratar con los duendes. Cuando más agudeza necesitara, más obtuso estaría.
«¿Cómo voy a impresionarlo con la calidad de mi magia si no hago más que divagar sobre velas y piñas tropicales?», pensaba.
Estuvo todo el día paseándose por la habitación, parando sólo para hacer anotaciones en sus papeles. Al anochecer escribió un hechizo para invocar a los duendes y lo puso en la mesa. Luego echó cuatro gotas de tintura en un vaso de agua y lo bebió.
Esa vez la tintura lo afectó de modo distinto. No tuvo alucinaciones ni lo asaltaron temores. Es más, se sentía mejor de lo que había estado en mucho tiempo: más sereno, tranquilo, sosegado. Descubrió que ya no le importaba mucho la magia. En su mente se cerraban puertas y él deambulaba por habitaciones y pasadizos interiores que no visitaba desde hacía años. Durante los diez primeros minutos volvió a ser el mismo que había sido a los veinte o veintidós años; después fue otra persona completamente distinta, la que siempre habría podido ser y que, por diferentes razones, no había sido.
Después de tomar la tintura, su primer deseo fue ir a un ridotto. Le parecía ridículo estar en Venecia desde primeros de octubre y no haber visitado todavía ninguno. Pero sacó el reloj y vio que no eran más que las ocho.
—Es temprano —dijo a nadie en particular.
Se sentía comunicativo y buscó con la mirada a un confidente. A falta de otro mejor, eligió al hombre de madera, que seguía en su rincón.
—Hasta dentro de tres o cuatro horas no habrá nadie que merezca la pena —le explicó.
Para distraer la espera, pensó en ir en busca de la señorita Greysteel.
—Pero también estarán su padre y su tía —recordó con un gruñido de irritación—. ¡Qué fastidio! ¿Por qué las mujeres bonitas han de tener siempre un montón de parientes? —Se miró en el espejo—. ¡Santo Dios! Parece que esta corbata la haya anudado un labrador.
Dedicó la media hora siguiente a anudarse la corbata. Cuando por fin se dio por satisfecho, descubrió que tenía las uñas demasiado largas para su gusto y no muy limpias. Fue en busca de unas tijeras.
Las tijeras estaban en la mesa. Y había otras cosas.
—¿Qué tenemos aquí? ¡Papeles! ¡Papeles con fórmulas mágicas! —Eso le pareció muy divertido—. Mira, esto es lo más curioso que puedas imaginar —le dijo al hombre de madera—, ¡pero resulta que conozco al tipo que ha escrito esto! Se llama Jonathan Strange… y ahora que lo pienso, creo que esos libros son suyos. —Leyó unas frases—. Nunca adivinarías en qué idiotez anda metido. ¡Hechizos para invocar a los duendes! ¡Ja, ja! Se ha convencido a sí mismo de que lo hace para conseguir un criado duende y favorecer la causa de la magia inglesa. ¡Pero en realidad lo hace sólo para atemorizar a Gilbert Norrell! ¡Ha viajado cientos de millas hasta la ciudad más fastuosa del mundo y lo único que le importa es lo que piense aquel viejo de Londres! ¡Qué ridiculez!
Dejó el papel con gesto de desagrado y tomó las tijeras. Al dar media vuelta, estuvo a punto de golpearse la cabeza con algo.
—¿Qué diantre…?
Del techo colgaba una cinta negra que tenía atados al extremo unos huesecillos, una ampolla de líquido —sangre, quizá— y un papel escrito. Por la altura a que estaban suspendidos esos objetos era fácil que una persona que se moviese por la habitación se diera con ellos en la cabeza. Strange hizo un gesto de incredulidad ante la estupidez ajena, se apoyó en la mesa y empezó a cortarse las uñas.
Transcurrieron varios minutos.
—Ese tipo tenía esposa, ¿sabes? —le dijo a la figura de madera. Acercó la mano a la vela para mirarse las uñas—. Arabella Woodhope, la muchacha más encantadora del mundo. Pero murió. Murió, murió, murió. —Agarró el polissoir de encima de la mesa y empezó a frotarse las uñas—. En realidad, ahora que lo pienso, ¿no estaba yo mismo enamorado de ella? Creo que sí. Tenía una manera de decir mi nombre y sonreír al mismo tiempo que me provocaba un vuelco en el corazón. —Rio—. Mira, es ridículo, pero no puedo recordar cómo me llamo. ¿Laurence? ¿Arthur? ¿Frank? Ojalá Arabella estuviera aquí. Ella lo sabría. ¡Y me lo diría! No es una de esas mujeres irritantes que siguen con una broma mucho después de que pierda su gracia. ¡Dios, cómo me gustaría que estuviese aquí! Tengo un dolor aquí. —Se golpeó el corazón—. Y algo que me pesa y me quema aquí. —Se golpeó la frente—. Pero media hora de conversación con Arabella lo curaría todo, estoy seguro. Quizá debería llamar al duende de este tipo y pedirle que me la traiga. Los duendes pueden hacer que regresen los muertos, ¿verdad? —Tomó el conjuro de encima de la mesa y volvió a leerlo—. Esto no sirve de nada. Es la cosa más idiota del mundo.
Recitó la fórmula del hechizo, y luego, como le parecía importante, siguió puliéndose las uñas.
En el rincón oscuro, junto al armario policromado, había alguien con una chaqueta verde y pelo como el vilano del cardo, alguien con una sonrisa entre divertida y displicente.
Strange seguía concentrado en sus uñas.
El caballero del pelo plateado se le acercó rápidamente alargando la mano para tirarle del pelo. Pero antes de que pudiera cumplir su propósito, Strange lo miró a la cara y le dijo:
—¿No tendrías un poco de rapé?
El otro se quedó petrificado.
—He buscado en todos los bolsillos de esta maldita chaqueta —prosiguió Strange, inconsciente del asombro del caballero—, y no he encontrado la caja de rapé. No sé en qué estaría pensando para salir de casa sin ella. Generalmente uso Kendal Brown, y si tuvieras…
Mientras hablaba, volvió a hurgarse en los bolsillos. Pero había olvidado el paquetito de huesos y sangre que colgaba del techo y, al moverse, lo golpeó de nuevo con la cabeza. El paquete osciló atrás y adelante y le dio en medio de la frente.